sábado, 8 de abril de 2000

TERTIO MILLENNIO ADVENIENTE (10 DE NOVIEMBRE DE 1994)



CARTA APOSTÓLICA

TERTIO MILLENNIO ADVENIENTE

DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

AL EPISCOPADO

AL CLERO Y A LOS FIELES

COMO PREPARACIÓN

DEL JUBILEO DEL AÑO 2000

A los Obispos,
A los sacerdotes y diáconos,
A los religiosos y religiosas,
A todos los fieles laicos.

1. Mientras se aproxima el tercer milenio de la nueva era, el pensamiento se remonta espontáneamente a las palabras del apóstol Pablo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4, 4). En efecto, la plenitud de los tiempos se identifica con el misterio de la Encarnación del Verbo, Hijo consustancial al Padre y con el misterio de la Redención del mundo. San Pablo subraya en este fragmento que el Hijo de Dios ha nacido de mujer, nacido bajo la Ley, venido al mundo para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, para que pudieran recibir la filiación adoptiva. Y añade: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!». Su conclusión es verdaderamente consoladora: «De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4, 6-7).

Esta presentación paulina del misterio de la Encarnación incluye la revelación del misterio trinitario y de la prolongación de la misión del Hijo en la misión del Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios, su concepción y su nacimiento son premisa del envío del Espíritu Santo. El texto de San Pablo deja vislumbrar así la plenitud del misterio de la Encarnación redentora.

I

« JESUCRISTO ES EL MISMO AYER, HOY ... »
(Hb 13, 8)

2. Lucas en su Evangelio nos ha transmitido una concisa descripción de las circunstancias relativas al nacimiento de Jesús: «Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo (...). Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio para alojamiento» (2, 1. 3-7).

Se cumplía así lo que el ángel Gabriel había revelado en la Anunciación. Se había dirigido a la Virgen de Nazaret con estas palabras: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (1, 28). Estas palabras habían turbado a María y por ello el Mensajero divino se apresuró a añadir: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo (...). El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (1, 30-32. 35). La respuesta de María al mensaje angélico fue clara: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (1, 38). Nunca en la historia del hombre tanto dependió, como entonces, del consentimiento de la criatura humana [1].

3. Juan, en el Prólogo de su Evangelio, sintetiza en una sola frase toda la profundidad del misterio de la Encarnación. Escribe: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (1, 14). Para Juan, en la concepción y en el nacimiento de Jesús se realiza la Encarnación del Verbo eterno, consustancial al Padre. El Evangelista se refiere al Verbo que en el principio estaba con Dios, por medio del cual ha sido hecho todo cuanto existe; el Verbo en quien estaba la vida, vida que era la luz de los hombres (cf. 1, 1-5). Del Hijo unigénito, Dios de Dios, el apóstol Pablo escribe que es «primogénito de toda la creación» (Col 1, 15). Dios crea el mundo por medio del Verbo. El Verbo es la Sabiduría eterna, el Pensamiento y la Imagen sustancial de Dios, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3). El, engendrado eternamente y eternamente amado por el Padre, como Dios de Dios y Luz de Luz, es el principio y el arquetipo de todas las cosas creadas por Dios en el tiempo.

El hecho de que el Verbo eterno asumiera en la plenitud de los tiempos la condición de criatura confiere a lo acontecido en Belén hace dos mil años un singular valor cósmico. Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como cosmos, es decir, como universo ordenado. Y es que el Verbo, encarnándose, renueva el orden cósmico de la creación. La Carta a los Efesios habla del designio que Dios había prefijado en Cristo, «para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (1, 10).

4. Cristo, Redentor del mundo, es el único Mediador entre Dios y los hombres porque no hay bajo el cielo otro nombre por el que podamos ser salvados (cf. Hch 4, 12). Leemos en la Carta a los Efesios: «En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia (...) según el benévolo designio que en El se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos» (1, 7-10). Cristo, Hijo consustancial al Padre, es pues Aquel que revela el plan de Dios sobre toda la creación, y en particular sobre el hombre. Como afirma de modo sugestivo el Concilio Vaticano II, El «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» [2]. Le muestra esta vocación revelando el misterio del Padre y de su amor. «Imagen de Dios invisible», Cristo es el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el pecado. En su naturaleza humana, libre de todo pecado y asumida en la Persona divina del Verbo, la naturaleza común a todo ser humano viene elevada a una altísima dignidad: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» [3].

5. Este «hacerse uno de los nuestros» del Hijo de Dios acaeció en la mayor humildad, por ello no sorprende que la historiografía profana, pendiente de acontecimientos más clamorosos y de personajes más importantes, no le haya dedicado al principio sino fugaces, aunque significativas alusiones. Referencias a Cristo se encuentran, por ejemplo, en las Antigüedades Judías, obra escrita en Roma por el historiador José Flavio entre los años 93 y 94 [4], y sobre todo en los Anales de Tácito, redactados entre el 115 y el 120; en ellos, relatando el incendio de Roma del 64, falsamente imputado por Nerón a los cristianos, el historiador hace explícita mención de Cristo «ajusticiado por obra del procurador Poncio Pilato bajo el imperio de Tiberio» [5]. También Suetonio en la biografía del emperador Claudio, escrita en torno al año 121, nos informa sobre la expulsión de los Judíos de Roma ya que «bajo la instigación de un cierto Cresto provocaban frecuentes tumultos» [6]. Entre los intérpretes está extendida la convicción de que este pasaje hace referencia a Jesucristo, convertido en motivo de contienda dentro del hebraísmo romano. Es importante también, como prueba de la rápida difusión del cristianismo el testimonio de Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, quien refiere al emperador Trajano, entre el 111 y el 113, que un gran número de personas solía reunirse «un día establecido, antes del alba, para cantar alternamente un himno a Cristo como a un Dios» [7].

Pero el gran acontecimiento, que los historiadores no cristianos se limitan a mencionar, alcanza luz plena en los escritos del Nuevo Testamento que, aun siendo documentos de fe, no son menos atendibles, en el conjunto de sus relatos, como testimonios históricos. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del cosmos y también Señor de la historia, de la que es «el Alfa y la Omega» (Ap 1, 8; 21, 6), «el Principio y el Fin» (Ap 21, 6). En El el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia. Esto es lo que expresa sintéticamente la Carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (1, 1-2).

6. Jesús nació del Pueblo elegido, en cumplimiento de la promesa hecha a Abraham y recordada constantemente por los profetas. Estos hablaban en nombre y en lugar de Dios. En efecto, la economía del Antiguo Testamento está esencialmente ordenada a preparar y anunciar la venida de Cristo, Redentor del universo, y de su Reino mesiánico. Los libros de la Antigua Alianza son así testigos permanentes de una atenta pedagogía divina [8]. En Cristo esta pedagogía alcanza su meta: El no se limita a hablar «en nombre de Dios» como los profetas, sino que es Dios mismo quien habla en su Verbo eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo. Es lo que proclama el Prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que estaba en el seno del Padre, El lo ha contado» (1, 18). El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia.

En Cristo la religión ya no es un «buscar a Dios a tientas» (cf. Hch 17, 27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a Dios. Más todavía, en este Hombre responde a Dios la creación entera.

Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en El converge, es acogido y restituido al Creador de quien procede. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación. Si por una parte Dios en Cristo habla de sí a la humanidad, por otra, en el mismo Cristo, la humanidad entera y toda la creación hablan de sí a Dios, es más, se donan a Dios. Todo retorna de este modo a su principio. Jesucristo es la recapitulación de todo (cf. Ef 1, 10) y a la vez el cumplimiento de cada cosa en Dios: cumplimiento que es gloria de Dios. La religión fundamentada en Jesucristo es religión de la gloria, es un existir en vida nueva para alabanza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 12). Toda la creación, en realidad, es manifestación de su gloria; en particular el hombre (vivens homo) es epifanía de la gloria de Dios, llamado a vivir de la plenitud de la vida en Dios.

7. En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre. De esta búsqueda Jesús habla como del hallazgo de la oveja perdida (cf. Lc 15, 1-7). Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la Encarnación del Verbo. Si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo. Por tanto Dios busca al hombre, que es su propiedad particular de un modo diverso de como lo es cada una de las otras criaturas. Es propiedad de Dios por una elección de amor: Dios busca al hombre movido por su corazón de Padre.

¿Por qué lo busca? Porque el hombre se ha alejado de El, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (cf. Gn 3, 8-10). El hombre se ha dejado extraviar por el enemigo de Dios (cf. Gn 3, 13). Satanás lo ha engañado persuadiéndolo de ser él mismo Dios, y de poder conocer, como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener que contar con la voluntad divina (cf. Gn 3, 5). Buscando al hombre a través del Hijo, Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos del mal, en los que tiende a adentrarse cada vez más. «Hacerle abandonar» esos caminos quiere decir hacerle comprender que se halla en una vía equivocada; quiere decir derrotar el mal extendido por la historia humana. Derrotar el mal: esto es la Redención. Ella se realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la deuda del pecado y es reconciliado con Dios. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor. La religión de la Encarnación es la religión de la Redención del mundo por el sacrificio de Cristo, que comprende la victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Cristo, aceptando la muerte en la cruz, manifiesta y da la vida al mismo tiempo porque resucita, no teniendo ya la muerte ningún poder sobre El.

8. La religión que brota del misterio de la Encarnación redentora es la religión del «permanecer en la intimidad de Dios», del participar en su misma vida. De ello habla San Pablo en el pasaje citado al principio: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4, 6). El hombre eleva su voz a semejanza de Cristo, el cual se dirigía a Dios «con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5, 7), especialmente en Getsemaní y sobre la cruz: el hombre grita a Dios como gritó Cristo y así da testimonio de participar en su filiación por obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre del Hijo, hace que el hombre participe de la vida íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo (cf. Gal 4, 7). En esto consiste la religión del «permanecer en la vida íntima de Dios», que se inicia con la Encarnación del Hijo de Dios. El Espíritu Santo, que sondea las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10), nos introduce a nosotros, hombres, en estas profundidades en virtud del sacrificio de Cristo.

II

EL JUBILEO DEL AÑO 2000

9. Cuando San Pablo habla del nacimiento del Hijo de Dios lo sitúa en «la plenitud de los tiempos» (cf. Gal 4, 4). En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué «cumplimiento» es mayor que este? ¿qué otro «cumplimiento» sería posible? Alguien ha pensado en ciertos ciclos cósmicos arcanos, en los que la historia del universo, y en particular del hombre, se repetiría constantemente. El hombre surge de la tierra y a la tierra retorna (cf. Gn 3, 19): este es el dato de evidencia inmediata. Pero en el hombre hay una irrenunciable aspiración a vivir para siempre. ¿Cómo pensar en su supervivencia más allá de la muerte? Algunos han imaginado varias formas de reencarnación: según cómo se haya vivido en el curso de la existencia precedente, se llegaría a experimentar una nueva existencia más noble o más humilde, hasta alcanzar la plena purificación. Esta creencia, muy arraigada en algunas religiones orientales, manifiesta entre otras cosas que el hombre no quiere resignarse a una muerte irrevocable. Está convencido de su propia naturaleza esencialmente espiritual e inmortal.

La revelación cristiana excluye la reencarnación, y habla de un cumplimiento que el hombre está llamado a realizar en el curso de una única existencia sobre la tierra. Este cumplimiento del propio destino lo alcanza el hombre en el don sincero de sí, un don que se hace posible solamente en el encuentro con Dios. Por tanto, el hombre halla en Dios la plena realización de sí: esta es la verdad revelada por Cristo. El hombre se autorrealiza en Dios, que ha venido a su encuentro mediante su Hijo eterno.

Gracias a la venida de Dios a la tierra, el tiempo humano, iniciado en la creación, ha alcanzado su plenitud. En efecto, «la plenitud de los tiempos» es sólo la eternidad, mejor aún, Aquel que es eterno, es decir Dios. Entrar en la «plenitud de los tiempos» significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios.

10. En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la «plenitud de los tiempos» de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno. Con la venida de Cristo se inician los «últimos tiempos» (cf. Hb 1, 2), la «última hora» (cf. 1 Jn 2, 18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la Parusía.

De esta relación de Dios con el tiempo nace el deber de santificarlo. Es lo que se hace, por ejemplo, cuando se dedican a Dios determinados tiempos, días o semanas, como ya sucedía en la religión de la Antigua Alianza, y sigue sucediendo, aunque de un modo nuevo, en el cristianismo. En la liturgia de la Vigilia pascual el celebrante, mientras bendice el cirio que simboliza a Cristo resucitado, proclama: «Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A El la gloria y el poder por los siglos de los siglos». Pronuncia estas palabras grabando sobre el cirio la cifra del año en que se celebra la Pascua. El significado del rito es claro: evidencia que Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la «plenitud de los tiempos». Por ello también la Iglesia vive y celebra la liturgia a lo largo del año. El año solar está así traspasado por el año litúrgico, que en cierto sentido reproduce todo el misterio de la Encarnación y de la Redención, comenzando por el primer Domingo de Adviento y concluyendo en la solemnidad de Cristo, Rey y Señor del universo y de la historia. Cada domingo recuerda el día de la resurrección del Señor.

11. Desde esta perspectiva se hace comprensible el uso de los jubileos, que comenzó en el Antiguo Testamento y continúa en la historia de la Iglesia. Jesús de Nazaret fue un día a la sinagoga de su ciudad y se levantó para hacer la lectura (cf. Lc 4, 16-30). Le entregaron el volumen del profeta Isaías, donde leyó el siguiente pasaje: «El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh» (61, 1-2).

El Profeta hablaba del Mesías. «Hoy —añadió Jesús— se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21), haciendo entender que el Mesías anunciado por el Profeta era precisamente El, y que en El comenzaba el «tiempo» tan deseado: había llegado el día de la salvación, la «plenitud de los tiempos». Todos los jubileos se refieren a este «tiempo» y aluden a la misión mesiánica de Cristo, venido como «consagrado con la unción» del Espíritu Santo, como «enviado por el Padre». Es El quien anuncia la buena noticia a los pobres. Es El quien trae la libertad a los privados de ella, libera a los oprimidos, devuelve la vista a los ciegos (cf. Mt 11, 4-5; Lc 7, 22). De este modo realiza «un año de gracia del Señor», que anuncia no sólo con las palabras, sino ante todo con sus obras. El jubileo, «año de gracia del Señor», es una característica de la actividad de Jesús y no sólo la definición cronológica de un cierto aniversario.

12. Las palabras y las obras de Jesús constituyen de este modo el cumplimiento de toda la tradición de los jubileos del Antiguo Testamento. Es sabido que el jubileo era un tiempo dedicado de modo particular a Dios. Se celebraba cada siete años, según la Ley de Moisés: era el «año sabático», durante el cual se dejaba reposar la tierra y se liberaban los esclavos. La obligación de liberar los esclavos, estaba regulada por detalladas prescripciones contenidas en el Libro del Éxodo (23, 10-11), del Levítico (25, 1-28), del Deuteronomio (15, 1-6) y, prácticamente, en toda la legislación bíblica, que adquiere así esta dimensión peculiar. En el año sabático, además de la liberación de esclavos, la Ley preveía la remisión de todas las deudas, según normas muy precisas. Todo esto debía hacerse en honor a Dios. Lo referente al año sabático valía también para el «jubilar», que tenía lugar cada cincuenta años. Sin embargo, en el año jubilar se ampliaban las prácticas del sabático y se celebraban con mayor solemnidad. Leemos en el Levítico: «Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia» (25, 10). Una de las consecuencias más significativas del año jubilar era la «emancipación» de todos los habitantes necesitados de liberación. En esta ocasión cada israelita recobraba la posesión de la tierra de sus padres, si eventualmente la había vendido o perdido al caer en esclavitud. No podía privarse definitivamente de la tierra, puesto que pertenecía a Dios, ni podían los israelitas permanecer para siempre en una situación de esclavitud, dado que Dios los había «rescatado» para sí como propiedad exclusiva liberándolos de la esclavitud en Egipto.

13. Aunque en gran parte los preceptos del año jubilar no pasaron de ser una expectativa ideal —más una esperanza que una concreta realización, estableciendo por otro lado una prophetia futuri como preanuncio de la verdadera liberación que habría sido realizada por el Mesías venidero— sobre la base de la normativa jurídica contenida en ellos se viene ya delineando una cierta doctrina social, que se desarrolló después más claramente a partir del Nuevo Testamento. El año jubilar debía devolver la igualdad entre todos los hijos de Israel, abriendo nuevas posibilidades a las familias que habían perdido sus propiedades e incluso la libertad personal. Por su parte, el año jubilar recordaba a los ricos que había llegado el tiempo en que los esclavos israelitas, de nuevo iguales a ellos, podían reivindicar sus derechos. En el tiempo previsto por la Ley debía proclamarse un año jubilar, que venía en ayuda de todos los necesitados. Esto exigía un gobierno justo. La justicia, según la Ley de Israel, consistía sobre todo en la protección de los débiles, debiendo el rey distinguirse en ello, como afirma el Salmista: «Porque él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará» (Sal 7273, 12-13). Los presupuestos de estas tradiciones eran estrictamente teológicos, relacionados ante todo con la teología de la creación y con la de la divina Providencia. De hecho, era común convicción que sólo a Dios, como Creador, correspondía el «dominium altum», esto es, la señoría sobre todo lo creado, y en particular sobre la tierra (cf. Lv 25, 23). Si Dios en su Providencia había dado la tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de ese modo al restablecimiento de esta justicia social. Así pues, en la tradición del año jubilar encuentra una de sus raíces la doctrina social de la Iglesia, que ha tenido siempre un lugar en la enseñanza eclesial y se ha desarrollado particularmente en el último siglo, sobre todo a partir de la Encíclica Rerum novarum.

14. Es preciso subrayar siempre lo que Isaías expresa con las palabras: «proclamar un año de gracia del Señor». El jubileo, para la Iglesia, es verdaderamente este «año de gracia», año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental. La tradición de los años jubilares está ligada a la concesión de indulgencias de un modo más generoso que en otros años. Junto a los jubileos que recuerdan el misterio de la Encarnación, el cumplimiento de los cien, los cincuenta o los veinticinco años, existen también aquellos que conmemoran la obra de la Redención: la cruz de Cristo, su muerte sobre el Gólgota y su resurrección. La Iglesia, en estas circunstancias, proclama «un año de gracia del Señor» y se afana para que todos los fieles puedan gozar más ampliamente de esta gracia. Es por ello que los jubileos se celebran no sólo «in Urbe», sino también «extra Urbem»: tradicionalmente esto se hacía el año sucesivo a la celebración «in Urbe».

15. En la vida de cada persona los jubileos hacen referencia normalmente al día de nacimiento, aunque también se celebran los aniversarios del Bautismo, de la Confirmación, de la primera Comunión, de la Ordenación sacerdotal o episcopal y del sacramento del Matrimonio. Algunos de estos aniversarios tienen su correspondencia en el ámbito secular, pero los cristianos les atribuyen siempre un carácter religioso. De hecho, en la visión cristiana cada jubileo —el 25° aniversario del sacerdocio o del matrimonio, llamado «de plata», o el 50°, denominado «de oro», o el 60°, «de diamante»— constituye un particular año de gracia para la persona que ha recibido uno de los sacramentos enumerados. Lo que hemos dicho sobre los jubileos particulares se puede aplicar también a las comunidades o a las instituciones. Así pues se celebra el centenario o el milenio de fundación de una ciudad o de un municipio. Y en el ámbito eclesial se festejan los jubileos de las parroquias o de las diócesis. Todos estos jubileos personales o comunitarios tienen un papel importante y significativo en la vida de los individuos y de las comunidades.

Bajo este aspecto, los dos mil años del nacimiento de Cristo —prescindiendo de la exactitud del cálculo cronológico— representan un Jubileo extraordinariamente grande no sólo para los cristianos, sino indirectamente para toda la humanidad, dado el papel primordial que el cristianismo ha jugado en estos dos milenios. Es significativo que el cómputo del transcurso de los años se haga casi en todas partes a partir de la venida de Cristo al mundo, la cual se convierte así en el centro del calendario más utilizado hoy. ¿Acaso no es también esto un signo de la incomparable aportación que para la historia universal ha significado el nacimiento de Jesús de Nazaret?

16. El término «jubileo» expresa alegría; no sólo alegría interior, sino un júbilo que se manifiesta exteriormente, ya que la venida de Dios es también un suceso exterior, visible, audible y tangible, como recuerda San Juan (cf. 1 Jn 1, 1). Es justo, pues, que toda expresión de júbilo por esta venida tenga su manifestación exterior. Esta indica que la Iglesia se alegra por la salvación, invita a todos a la alegría, y se esfuerza por crear las condiciones para que las energías salvíficas puedan ser comunicadas a cada uno. Por ello, el 2000 marcará la fecha del Gran Jubileo.

En cuanto al contenido, este Gran Jubileo será, en cierto modo, igual a cualquier otro. Pero, al mismo tiempo, será diverso y más importante que los anteriores. En efecto, la Iglesia respeta las medidas del tiempo: horas, días, años, siglos. De esta forma camina al paso de cada hombre, haciendo que todos comprendan cómo cada una de estas medidas está impregnada de la presencia de Dios y de su acción salvífica. Con este espíritu la Iglesia se alegra, da gracias y pide perdón, presentando súplicas al Señor de la historia y de las conciencias humanas.

Entre las súplicas más fervientes de este momento excepcional al acercarse un nuevo Milenio, la Iglesia implora del Señor que prospere la unidad entre todos los cristianos de las diversas Confesiones hasta alcanzar la plena comunión. Deseo que el Jubileo sea la ocasión adecuada para una fructífera colaboración en la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan. A este propósito ayudaría mucho que, respetando los programas de cada Iglesia y Comunidad, se alcanzasen acuerdos ecuménicos para la preparación y celebración del Jubileo: éste tendrá aún más fuerza si se testimonia al mundo la decidida voluntad de todos los discípulos de Cristo de conseguir lo más pronto posible la plena unidad en la certeza de que «nada es imposible para Dios».

III

LA PREPARACIÓN DEL GRAN JUBILEO

17. En la historia de la Iglesia cada jubileo es preparado por la divina Providencia. Esto vale también para el Gran Jubileo del Año 2000. Convencidos de ello, hoy miramos con sentido de gratitud y también de responsabilidad cuanto ha sucedido en la historia de la humanidad a partir del nacimiento de Cristo, principalmente los acontecimientos entre el Mil y el Dos mil. De un modo muy particular dirigimos la mirada de fe a este siglo nuestro, buscando en él aquello que da testimonio no sólo de la historia del hombre, sino también de la intervención divina en las vicisitudes humanas.

18. En este sentido se puede afirmar que el Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial, gracias al cual la Iglesia ha iniciado la preparación próxima del Jubileo del segundo milenio. Se trata de un Concilio semejante a los anteriores, aunque muy diferente; un Concilio centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo. Esta apertura ha sido la respuesta evangélica a la reciente evolución del mundo con las desconcertantes experiencias del siglo XX, atormentado por una primera y una segunda guerra mundial, por la experiencia de los campos de concentración y por horrendas matanzas. Lo sucedido muestra sobre todo que el mundo tiene necesidad de purificación, tiene necesidad de conversión.

Se piensa con frecuencia que el Concilio Vaticano II marca una época nueva en la vida de la Iglesia. Esto es verdad, pero a la vez es difícil no ver cómo la Asamblea conciliar ha tomado mucho de las experiencias y de las reflexiones del período precedente, especialmente del pensamiento de Pío XII. En la historia de la Iglesia, «lo viejo» y «lo nuevo» están siempre profundamente relacionados entre sí. Lo «nuevo» brota de lo «viejo» y lo «viejo» encuentra en lo «nuevo» una expresión más plena. Así ha sido para el Concilio Vaticano II y para la actividad de los Pontífices relacionados con la Asamblea conciliar, comenzando por Juan XXIII, siguiendo con Pablo VI y Juan Pablo I, hasta el Papa actual.

Lo que ellos han realizado durante y después del Concilio, tanto el magisterio como la actividad de cada uno, ha aportado ciertamente una significativa ayuda a la preparación de la nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo.

19. El Concilio, aunque no empleó el tono severo de Juan Bautista, cuando a orillas del Jordán exhortaba a la penitencia y a la conversión (cf. Lc 3, 1-17), ha puesto de relieve algo del antiguo Profeta, mostrando con nuevo vigor a los hombres de hoy a Cristo, el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), el Redentor del hombre, el Señor de la historia. En la Asamblea conciliar la Iglesia, queriendo ser plenamente fiel a su Maestro, se planteó su propia identidad, descubriendo la profundidad de su misterio de Cuerpo y Esposa de Cristo. Poniéndose en dócil escucha de la Palabra de Dios, confirmó la vocación universal a la santidad; dispuso la reforma de la liturgia, «fuente y culmen» de su vida; impulsó la renovación de muchos aspectos de su existencia tanto a nivel universal como al de Iglesias locales; se empeñó en la promoción de las distintas vocaciones cristianas: la de los laicos y la de los religiosos, el ministerio de los diáconos, el de los sacerdotes y el de los Obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad episcopal, expresión privilegiada del servicio pastoral desempeñado por los Obispos en comunión con el Sucesor de Pedro. Sobre la base de esta profunda renovación, el Concilio se abrió a los cristianos de otras Confesiones, a los seguidores de otras religiones, a todos los hombres de nuestro tiempo. En ningún otro Concilio se habló con tanta claridad de la unidad de los cristianos, del diálogo con las religiones no cristianas, del significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la dignidad de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las diversas tradiciones culturales dentro de las que la Iglesia lleva a cabo su mandato misionero, de los medios de comunicación social.

20. La enorme riqueza de contenidos y el tono nuevo, desconocido antes, de la presentación conciliar de estos contenidos constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Los Padres conciliares han hablado con el lenguaje del Evangelio, con el lenguaje del Sermón de la Montaña y de las Bienaventuranzas. El mensaje conciliar presenta a Dios en su señorío absoluto sobre todas las cosas, aunque también como garante de la auténtica autonomía de las realidades temporales.

En efecto, la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia. Con el Vaticano II se ha inaugurado, en el sentido más amplio de la palabra, la inmediata preparación del Gran Jubileo del 2000. Si buscáramos algo análogo en la liturgia, se podría decir que la anual liturgia del Adviento es el tiempo más parecido al espíritu del Concilio. El Adviento nos prepara al encuentro con Aquel que era, que es y que constantemente viene (cf. Ap 4, 8).

21. En el camino de preparación a la cita del 2000 se incluye la serie de Sínodos iniciada después del Concilio Vaticano II: Sínodos generales y Sínodos continentales, regionales, nacionales y diocesanos. El tema de fondo es el de la evangelización, mejor todavía, el de la nueva evangelización, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI, publicada en el año 1975 después de la tercera Asamblea General del Sínodo de los Obispos. Estos Sínodos ya forman parte por sí mismos de la nueva evangelización: nacen de la visión conciliar de la Iglesia, abren un amplio espacio a la participación de los laicos, definiendo su específica responsabilidad en la Iglesia, y son expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el Pueblo de Dios, haciéndolo partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia. Muy elocuentes son a este respecto las afirmaciones del segundo capítulo de la Const. dogm. Lumen gentium. La preparación del Jubileo del Año 2000 se realiza así en toda la Iglesia, a nivel universal y local, animada por una conciencia nueva de la misión salvífica recibida de Cristo. Esta conciencia se manifiesta con significativa evidencia en las Exhortaciones postsinodales dedicadas a la misión de los laicos, a la formación de los sacerdotes, a la catequesis, a la familia, al valor de la penitencia y de la reconciliación en la vida de la Iglesia y de la humanidad y, próximamente, a la vida consagrada.

22. Con vista al Gran Jubileo del Año 2000, esperan al ministerio del Obispo de Roma tareas y responsabilidades específicas. En esta línea han actuado de algún modo todos los Pontífices del siglo que está por acabar. Con el programa de renovar todo en Cristo, san Pío X trató de prevenir los trágicos derroteros que iba adquiriendo la situación internacional de principios de siglo. La Iglesia, frente a la consolidación en el mundo contemporáneo de tendencias opuestas a la paz y a la justicia, era consciente del deber de actuar de un modo decisivo para favorecer y defender bienes tan fundamentales. Los Pontífices del período preconciliar se movieron en este sentido con gran diligencia, cada uno desde su propia situación: Benedicto XV se halló frente a la tragedia de la primera guerra mundial; Pío XI debió afrontar las amenazas de los sistemas totalitarios o no respetuosos de la libertad humana en Alemania, en Rusia, en Italia, en España, y antes aún en México. Pío XII intervino contra la mayor injusticia de la segunda guerra mundial, el sumo desprecio de la dignidad humana, y dio también luminosas orientaciones para el nacimiento de un nuevo orden mundial después de la caída de los sistemas políticos precedentes.

Además los Papas a lo largo del siglo, siguiendo las huellas de León XIII, han tratado sistemáticamente los temas de la doctrina social católica, considerando las características de un sistema justo en el campo de las relaciones entre trabajo y capital. Basta pensar en la Encíclica Quadragesimo anno de Pío XI, en las numerosas intervenciones de Pío XII, en la Mater et Magistra y en la Pacem in terris de Juan XXIII, en la Populorum progressio y en la Carta Apostólica Octogesima adveniens de Pablo VI. Sobre este argumento yo mismo he vuelto repetidamente: he dedicado la Encíclica Laborem exercens de modo particular a la importancia del trabajo humano, mientras que con la Centesimus annus he intentado reafirmar la validez de la doctrina de la Rerum novarum después de cien años. Además anteriormente con la Encíclica Sollicitudo rei socialis había propuesto de nuevo en forma sistemática toda la doctrina social de la Iglesia desde la perspectiva del enfrentamiento entre los dos bloques Este-Oeste y del peligro de una guerra nuclear. Los dos elementos de la doctrina social de la Iglesia —la tutela de la dignidad y de los derechos de la persona en el ámbito de una justa relación entre trabajo y capital, y la promoción de la paz— se encontraron en este texto y se fusionaron. Asimismo tratan de servir a la causa de la paz los Mensajes pontificios anuales del primero de enero, publicados a partir de 1968, bajo el pontificado de Pablo VI.

23. El pontificado actual, desde el primer documento, habla explícitamente del Gran Jubileo, invitando a vivir el período de espera como «un nuevo adviento» [9]. Sobre este tema he vuelto después muchas otras veces, deteniéndome ampliamente en la Encíclica Dominum et vivificantem[10]. De hecho, la preparación del Año 2000 es casi una de sus claves hermenéutica. Ciertamente no se quiere inducir a un nuevo milenarismo, como se hizo por parte de algunos al final del primer milenio; sino que se pretende suscitar una particular sensibilidad a todo lo que el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias (cf. Ap 2, 7ss.), así como a los individuos por medio de los carismas al servicio de toda la comunidad. Se pretende subrayar aquello que el Espíritu sugiere a las distintas comunidades, desde las más pequeñas, como la familia, a las más grandes, como las naciones y las organizaciones internacionales, sin olvidar las culturas, las civilizaciones y las sanas tradiciones. La humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen utilizada con tanta fuerza por San Pablo en la Carta a los Romanos (cf. 8, 19-22).

24. Las peregrinaciones del Papa se han convertido en un elemento importante del esfuerzo por la aplicación del Concilio Vaticano II. Comenzadas por Juan XXIII, en puertas de la inauguración del Concilio, con una significativa peregrinación a Loreto y Asís (1962), tuvieron un notable incremento con Pablo VI, quien, después de haber ido en primer lugar a Tierra Santa (1964), realizó otros nueve grandes viajes apostólicos que lo llevaron al contacto directo con las poblaciones de los distintos continentes.

El pontificado actual ha ampliado aún más este programa, comenzando por México, con ocasión de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla en 1979. Se realizó además, en aquel mismo año, la peregrinación a Polonia durante el Jubileo por el 900° aniversario de la muerte de san Estanislao obispo y mártir.

Las sucesivas etapas de este peregrinar son conocidas. Las peregrinaciones se han hecho sistemáticas, llegando a las Iglesias particulares de todos los continentes, con una cuidada atención por el desarrollo de las relaciones ecuménicas con los cristianos de las diversas confesiones. En este sentido revisten un particular relieve las visitas a Turquía (1979), Alemania (1980), Inglaterra, Gales y Escocia (1982), Suiza (1984), Países Escandinavos (1989) y últimamente a los Países Bálticos (1993).

En el momento presente, entre las metas de peregrinación vivamente deseadas se encuentra, además de Sarajevo en Bosnia-Herzegovina, el Oriente Medio: Líbano, Jerusalén y Tierra Santa. Sería muy elocuente si, con ocasión del año 2000, fuera posible visitar todos aquellos lugares que se hallan en el camino del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, a partir de los lugares de Abraham y de Moisés, atravesando Egipto y el Monte Sinaí, hasta Damasco, ciudad que fue testigo de la conversión de San Pablo.

25. En la preparación del Año 2000 juegan un papel propio las Iglesias particulares, que con sus jubileos celebran etapas significativas de la historia de salvación de los diversos pueblos. Entre estos jubileos locales o regionales han tenido suma importancia el milenio del Bautismo de la Rus en 1988[11] y también los quinientos años del inicio de la evangelización del continente americano (1492). Junto a estos acontecimientos de vasto alcance, aunque no de dimensión universal, se deben recordar otros no menos significativos: por ejemplo, el milenio del Bautismo de Polonia en 1966 y de Hungría en 1968, junto con los seis cientos años del Bautismo de Lituania en 1987. Además se cumplirán próximamente el 1500° aniversario del Bautismo de Clodoveo rey de los francos (496), y el 1400° aniversario de la llegada de san Agustín a Canterbury (597), inicio de la evangelización del mundo anglosajón.

En relación a Asia, el Jubileo nos recordará al apóstol Tomás, que ya al comienzo de la era cristiana, según la tradición, llevó el anuncio evangélico a la India, a donde en torno al año 1500 llegarían después los misioneros portugueses. Se celebra este año el séptimo centenario de la evangelización de la China (1294) y nos disponemos a conmemorar la expansión misionera en Filipinas con la constitución de la sede metropolitana de Manila (1595), como también del IV centenario de los primeros mártires del Japón (1597).

En África, donde el primer anuncio se remonta a la época apostólica, junto a los 1650 años de la consagración episcopal del primer Obispo de los etíopes, san Frumencio (a. 397) y a los 500 años del inicio de la evangelización de Angola, en el antiguo reino del Congo (1491), naciones como Camerún, Costa de Marfil, República Centroafricana, Burundi y Burkina-Faso están celebrando los respectivos centenarios de la llegada a sus territorios de los primeros misioneros. A su vez, otras naciones africanas lo han celebrado hace poco.

?Cómo olvidar además las Iglesias de Oriente, cuyos antiguos Patriarcados nos acercan a la herencia apostólica y cuyas venerables tradiciones teológicas, litúrgicas y espirituales constituyen una enorme riqueza, patrimonio común de toda la cristiandad? Las múltiples celebraciones jubilares de estas Iglesias y de las Comunidades que en ellas reconocen el origen de su apostolicidad evocan el camino de Cristo en los siglos y contribuyen también al gran Jubileo del final del segundo milenio.

Vista así, toda la historia cristiana aparece como un único río, al que muchos afluentes vierten sus aguas. El Año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río: el río de la Revelación, del Cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de la historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en Belén hace dos mil años. Es verdaderamente el «río» que con sus «afluentes», según la expresión del Salmo, «recrean la ciudad de Dios» (4645, 5).

26. En la perspectiva de la preparación del Año 2000 se sitúan también los Años Santos celebrados en el último período de este siglo. Está todavía fresco en la memoria el Año Santo que el Papa Pablo VI convocó en 1975; en la misma línea se ha celebrado posteriormente 1983 como Año de la Redención. Tal vez un eco todavía mayor tuvo el Año Mariano 198788, muy esperado y profundamente vivido en las Iglesias locales, y especialmente en los santuarios marianos del mundo entero. La Encíclica Redemptoris Mater, publicada entonces, evidenció la enseñanza conciliar sobre la presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia: el Hijo de Dios se hizo hombre hace dos mil años por obra del Espíritu Santo y nació de la Inmaculada Virgen María. El Año Mariano fue como una anticipación del Jubileo, incluyendo en sí mucho de lo que se deberá expresar plenamente en el Año 2000.

27. Es difícil no advertir cómo el Año Mariano precedió de cerca a los acontecimientos de 1989. Son sucesos que sorprenden por su envergadura y especialmente por su rápido desarrollo. Los años ochenta se habían sucedido arrastrando un peligro creciente, en la estela de la «guerra fría»; el año 1989 trajo consigo una solución pacífica que ha tenido casi la forma de un desarrollo «orgánico». A su luz nos sentimos inducidos a reconocer un significado incluso profético a la Encíclica Rerum novarum: cuanto el Papa León XIII allí escribe sobre el tema del comunismo encuentra en estos acontecimientos una puntual verificación, como he hecho presente en la Encíclica Centesimus annus[12]. Además se podía percibir cómo, en la trama de lo sucedido, operaba con premura materna la mano invisible de la Providencia: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho...?» (Is 49, 15).

Después de 1989 han surgido, sin embargo, nuevos peligros y nuevas amenazas. En los países del antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, ha aparecido el grave riesgo de los nacionalismos, como desgraciadamente muestran los percances de los Balcanes y de otras áreas próximas. Esto obliga a las naciones europeas a un serio examen de conciencia, reconociendo culpas y errores cometidos históricamente, en campo económico y político, en relación a las naciones cuyos derechos han sido sistemáticamente violados por los imperialismos del siglo pasado y del presente.

28. Actualmente, siguiendo la huella del Año Mariano y en semejante perspectiva, estamos viviendo el Año de la Familia, cuyo contenido se vincula estrechamente con el misterio de la Encarnación y con la historia misma del hombre. Por tanto, se puede alimentar la esperanza de que el Año de la Familia, inaugurado en Nazaret, llegue a ser, como el Año Mariano, una significativa etapa de la preparación del Gran Jubileo.

En este sentido, he dirigido una Carta a las Familias, en la que he querido presentar el núcleo de la enseñanza eclesial sobre la familia para llevarlo, por así decir, al interior de cada hogar doméstico. En el Concilio Vaticano II la Iglesia reconoció como una de sus tareas la de valorar la dignidad del matrimonio y de la familia[13]. El Año de la Familia pretende contribuir a la puesta en práctica del Concilio en esta dimensión. Es por esto necesario que la preparación del Gran Jubileo pase, en cierto modo, a través de cada familia. ¿Acaso no fue por medio de una familia, la de Nazaret, que el Hijo de Dios quiso entrar en la historia del hombre?

IV

LA PREPARACIÓN INMEDIATA

29. Ante la vista de este vasto panorama surge la pregunta: ¿se puede elaborar un programa específico de iniciativas para la preparación inmediata del Gran Jubileo? En verdad, cuanto se ha dicho anteriormente presenta ya algunos elementos de tal programa.

Una presentación más detallada de iniciativas «ad hoc», para no ser artificial y de difícil aplicación en las Iglesias particulares, que viven en condiciones tan diversas, debe resultar de una amplia consulta. Consciente de ello, he querido interpelar al respecto a los Presidentes de las Conferencias Episcopales y, en particular, a los Cardenales.

Estoy agradecido a los miembros del Colegio Cardenalicio que, reunidos en Consistorio extraordinario el 13 y 14 de junio de 1994, han preparado al respecto numerosas propuestas y han dado útiles orientaciones. Igualmente agradezco a los Hermanos en el Episcopado, los cuales de varios modos no han dejado de hacerme llegar valiosas sugerencias, que he tenido bien presentes en la elaboración de esta Carta Apostólica.

30. Una primera indicación, surgida con claridad de la consulta, es la relativa a los tiempos de la preparación. Para el 2000 faltan ya pocos años: ha parecido oportuno dividir este período en dos fases, reservando la fase propiamente preparatoria a los últimos tres años. Se ha pensado que un período más largo acabaría por acumular excesivos contenidos, atenuando la tensión espiritual.

Por tanto parece conveniente acercarse a la histórica fecha con una primera fase de sensibilización de los fieles sobre temas más generales, para después concentrar la preparación directa e inmediata en una segunda fase, de un trienio, orientada toda ella a la celebración del misterio de Cristo Salvador.

a) Primera Fase

31. La primera fase tendrá pues un carácter antepreparatorio: deberá servir para reavivar en el pueblo cristiano la conciencia del valor y del significado que el Jubileo del 2000 supone en la historia humana. Este, llevando consigo la memoria del nacimiento de Cristo, está intrínsecamente marcado por una connotación cristológica.

Conforme a la articulación de la fe cristiana en palabra y sacramento, parece importante juntar, también en esta particular ocasión, la estructura de la memoria con la de la celebración, no limitándonos a recordar el acontecimiento sólo conceptualmente, sino haciendo presente el valor salvífico mediante la actualización sacramental. El Jubileo deberá confirmar en los cristianos de hoy la fe en el Dios revelado en Cristo, sostener la esperanza prolongada en la espera de la vida eterna, vivificar la caridad comprometida activamente en el servicio a los hermanos.

En el curso de la primera fase (del 1994 al 1996) la Santa Sede, con la creación de un Comité al efecto, no dejará de sugerir líneas de reflexión y de acción a nivel universal, mientras que un esfuerzo análogo de sensibilización se desarrollará de un modo más capilar, por Comisiones semejantes en las Iglesias locales. Se trata, de cualquier modo, de continuar con lo realizado en la preparación remota y, al mismo tiempo, de profundizar los aspectos más característicos del acontecimiento jubilar.

32. El Jubileo es siempre un tiempo de gracia particular, «un día bendecido por el Señor»: como tal tiene —ya lo he comentado— un carácter de alegría. El Jubileo del Año 2000 quiere ser una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención realizada por El. En el año jubilar los cristianos se pondrán con nuevo asombro de fe frente al amor del Padre, que ha entregado su Hijo, «para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Elevarán además con profundo sentimiento su acción de gracias por el don de la Iglesia, fundada por Cristo como «sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[14]. Su agradecimiento se extenderá finalmente a los frutos de santidad madurados en la vida de tantos hombres y mujeres que en cada generación y en cada época histórica han sabido acoger sin reservas el don de la Redención.

El gozo de un jubileo es siempre de un modo particular el gozo por la remisión de las culpas, la alegría de la conversión. Parece por ello oportuno poner nuevamente en primer plano el tema del Sínodo de Obispos de 1984, es decir, la penitencia y la reconciliación[15]. Este Sínodo fue un hecho muy significativo en la historia de la Iglesia postconciliar. Retoma la cuestión siempre actual de la conversión («metanoia»), que es la condición preliminar para la reconciliación con Dios tanto de las personas como de las comunidades.

33. Así es justo que, mientras el segundo Milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.

La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores. Afirma al respecto la Lumen gentium: «La Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesita de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación»[16].

La Puerta Santa del Jubileo del 2000 deberá ser simbólicamente más grande que las precedentes, porque la humanidad, alcanzando esta meta, se echará a la espalda no sólo un siglo, sino un milenio. Es bueno que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos diez siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy.

34. Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión han de citarse ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo. A lo largo de los mil años que se están concluyendo, aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial, «a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes»[17], ha conocido dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo[18]. Desgraciadamente, estos pecados del pasado hacen sentir todavía su peso y permanecen como tentaciones del presente. Es necesario hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo.

En esta última etapa del milenio, la Iglesia debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu Santo implorando de El la gracia de la unidad de los cristianos. Es este un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo. Especialmente después del Concilio Vaticano II han sido muchas las iniciativas ecuménicas emprendidas con generosidad y empeño: se puede decir que toda la actividad de las Iglesias locales y de la Sede Apostólica ha asumido en estos años un carácter ecuménico. El Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos ha sido uno de los principales centros animadores del proceso hacia la plena unidad.

Sin embargo, somos todos conscientes de que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de esfuerzos humanos, aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad, sino más bien actualizando generosamente las directrices trazadas por el Concilio y por los sucesivos documentos de la Santa Sede, apreciados también por muchos cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica.

Aquí está, por tanto, una de las tareas de los cristianos encaminados hacia el año 2000. La cercanía del final del segundo milenio anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas ecuménicas, de modo que ante el Gran Jubileo nos podamos presentar, si no del todo unidos, al menos mucho más próximos a superar las divisiones del segundo milenio. Es necesario al respecto —cada uno lo ve— un enorme esfuerzo. Hay que proseguir en el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse más en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado mucho después del Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez más a los cristianos, en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la pasión: «que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).

35. Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad.

Es cierto que un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento, bajo cuyo influjo muchos pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de premisas de intolerancia, alimentando una atmósfera pasional a la que sólo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo substraerse. Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre. De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener buena cuenta del principio de oro dictado por el Concilio: «La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas»[19].

36. Un serio examen de conciencia ha sido auspiciado por numerosos Cardenales y Obispos sobre todo para la Iglesia del presente. A las puertas del nuevo Milenio los cristianos deben ponerse humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las responsabilidades que ellos tienen también en relación a los males de nuestro tiempo. La época actual junto a muchas luces presenta igualmente no pocas sombras.

¿Cómo callar, por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia? A esto hay que añadir aún la extendida pérdida del sentido trascendente de la existencia humana y el extravío en el campo ético, incluso en los valores fundamentales del respeto a la vida y a la familia. Se impone además a los hijos de la Iglesia una verificación: ¿en qué medida están también ellos afectados por la atmósfera de secularismo y relativismo ético? ¿Y qué parte de responsabilidad deben reconocer también ellos, frente a la desbordante irreligiosidad, por no haber manifestado el genuino rostro de Dios, «a causa de los defectos de su vida religiosa, moral y social»?[20].

De hecho, no se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Esta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia.

Y sobre el testimonio de la Iglesia en nuestro tiempo, ¿cómo no sentir dolor por la falta de discernimiento, que a veces llega a ser aprobación, de no pocos cristianos frente a la violación de fundamentales derechos humanos por parte de regímenes totalitarios? ¿Y no es acaso de lamentar, entre las sombras del presente, la corresponsabilidad de tantos cristianos en graves formas de injusticia y de marginación social? Hay que preguntarse cuántos, entre ellos, conocen a fondo y practican coherentemente las directrices de la doctrina social de la Iglesia.

El examen de conciencia debe mirar también la recepción del Concilio, este gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio. ¿En qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum? ¿Se vive la liturgia como «fuente y culmen» de la vida eclesial, según las enseñanzas de la Sacrosanctum Concilium? ¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la Lumen gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del Pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II? Un interrogante fundamental debe también plantearse sobre el estilo de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Las directrices conciliares —presentes en la Gaudium et spes y en otros documentos— de un diálogo abierto, respetuoso y cordial, acompañado sin embargo por un atento discernimiento y por el valiente testimonio de la verdad, siguen siendo válidas y nos llaman a un compromiso ulterior.

37. La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires: «Sanguis martyrum, semen christianorum»[21]. Los hechos históricos ligados a la figura de Constantino el Grande nunca habrían podido garantizar un desarrollo de la Iglesia como el verificado en el primer milenio, si no hubiera sido por aquella siembra de mártires y por aquel patrimonio de santidad que caracterizaron a las primeras generaciones cristianas. Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes —sacerdotes, religiosos y laicos— han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo. El testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes, como revelaba ya Pablo VI en la homilía de la canonización de los mártires ugandeses[22].

Es un testimonio que no hay que olvidar. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrando notables dificultades organizativas, se dedicó a fijar en martirologios el testimonio de los mártires. Tales martirologios han sido constantemente actualizados a través de los siglos, y en el libro de santos y beatos de la Iglesia han entrado no sólo aquellos que vertieron la sangre por Cristo, sino también maestros de la fe, misioneros, confesores, obispos, presbíteros, vírgenes, cónyuges, viudas, niños.

En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi «militi ignoti» de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios. Como se ha sugerido en el Consistorio, es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división. El martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto de los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia rendía máximo honor a Dios mismo; en los mártires veneraba a Cristo, que estaba en el origen de su martirio y de su santidad. Se ha desarrollado posteriormente la praxis de la canonización, que todavía perdura en la Iglesia católica y en las ortodoxas. En estos años se han multiplicado las canonizaciones y beatificaciones. Ellas manifiestan la vitalidad de las Iglesias locales, mucho más numerosas hoy que en los primeros siglos y en el primer milenio. El mayor homenaje que todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio, será la demostración de la omnipotente presencia del Redentor mediante frutos de fe, esperanza y caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han seguido a Cristo en las distintas formas de la vocación cristiana.

Será tarea de la Sede Apostólica, con vista al Año 2000, actualizar los martirologios de la Iglesia universal, prestando gran atención a la santidad de quienes también en nuestro tiempo han vivido plenamente en la verdad de Cristo. De modo especial se deberá trabajar por el reconocimiento de la heroicidad de las virtudes de los hombres y las mujeres que han realizado su vocación cristiana en el Matrimonio: convencidos como estamos de que no faltan frutos de santidad en tal estado, sentimos la necesidad de encontrar los medios más oportunos para verificarlos y proponerlos a toda la Iglesia como modelo y estímulo para los otros esposos cristianos.

38. Una exigencia posterior señalada por los Cardenales y los Obispos es la de los Sínodos de carácter continental, en la línea de los ya celebrados para Europa y África. La última Conferencia General del Episcopado Latinoamericano ha acogido, en sintonía con el Episcopado norteamericano, la propuesta de un Sínodo panamericano sobre la problemática de la nueva evangelización en las dos partes del mismo continente, tan diversas entre sí por su origen y su historia, y sobre la cuestión de la justicia y de las relaciones económicas internacionales, considerando la enorme desigualdad entre el Norte y el Sur.

Otro Sínodo de carácter continental será oportuno en Asia, donde está más acentuado el tema del encuentro del cristianismo con las antiguas culturas y religiones locales. Este es un gran desafío para la evangelización, dado que sistemas religiosos como el budismo o el hinduismo se presentan con un claro carácter soteriológico. Existe pues la urgente necesidad de un Sínodo, con ocasión del Gran Jubileo, que ilustre y profundice la verdad sobre Cristo como único Mediador entre Dios y los hombres, y como único Redentor del mundo, distinguiéndolo bien de los fundadores de otras grandes religiones, en las cuales también se encuentran elementos de verdad, que la Iglesia considera con sincero respeto, viendo en ellos un reflejo de la Verdad que ilumina a todos los hombres[23]. En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: Ecce natus est nobis Salvator mundi.

También para Oceanía podría ser útil un Sínodo regional. En este continente existe la cuestión de las poblaciones aborígenes, que evoca de modo especial algunos aspectos de la prehistoria del género humano. En este Sínodo un tema que no se habría de descuidar, junto con otros problemas del Continente, debe ser el encuentro del cristianismo con aquellas antiquísimas formas de religiosidad, significativamente caracterizadas por una orientación monoteísta.

b) Segunda fase

39. Sobre la base de esta amplia acción sensibilizadora será después posible afrontar la segunda fase, la propiamente preparatoria. Esta se desarrollará en una etapa de tres años, de 1997 a 1999. La estructura ideal para este trienio, centrado en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, debe ser teológica, es decir «trinitaria».

I año: Jesucristo


40. El primer año, 1997, se dedicará a la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano. El tema general, propuesto para este año por muchos Cardenales y Obispos, es: «Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8).

Entre los contenidos cristológicos propuestos en el Consistorio sobresalen los siguientes: el descubrimiento de Cristo Salvador y Evangelizador, con particular referencia al capítulo cuarto del Evangelio de Lucas, donde el tema de Cristo enviado a evangelizar se entrelaza con el del Jubileo; la profundización del misterio de su Encarnación y de su nacimiento del seno virginal de María; la necesidad de la fe en El para la salvación.

Para conocer la verdadera identidad de Cristo, es necesario que los cristianos, sobre todo durante este año, vuelvan con renovado interés a la Sagrada Escritura, «en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin se organizan hoy por todas partes»[24]. En el texto revelado es el mismo Padre celestial que sale a nuestro encuentro amorosamente y se entretiene con nosotros manifestándonos la naturaleza del Hijo unigénito y su proyecto de salvación para la humanidad[25].

41. El esfuerzo de actualización sacramental mencionado anteriormente podrá ayudar, a lo largo del año, al descubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana, según la palabra del Apóstol: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» (Gal 3, 27). El Catecismo de la Iglesia Católica, por su parte, recuerda que el Bautismo constituye «el fundamento de la comunión entre todos los cristianos, e incluso con los que todavía no están en plena comunión con la Iglesia católica»[26]. Bajo el perfil ecuménico, será un año muy importante para dirigir juntos la mirada a Cristo, único Señor, con la intención de llegar a ser en El una sola cosa, según su oración al Padre. La acentuación de la centralidad de Cristo, de la Palabra de Dios y de la fe no debería dejar de suscitar en los cristianos de otras Confesiones interés y acogida favorable.

42. Todo deberá mirar al objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado.

El primer año será, por tanto, el momento adecuado para el redescubrimiento de la catequesis en su significado y valor originario de «enseñanza de los Apóstoles» (Hch 2, 42) sobre la persona de Jesucristo y su misterio de salvación. De gran utilidad, para este objetivo, será la profundización en el Catecismo de la Iglesia Católica, que presenta «fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y las santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios»[27]. Para ser realistas, no se podrá descuidar la recta formación de las conciencias de los fieles sobre las confusiones relativas a la persona de Cristo, poniendo en su justo lugar los desacuerdos contra El y contra la Iglesia.

43. María Santísima, que estará presente de un modo por así decir «transversal» a lo largo de toda la fase preparatoria, será contemplada durante este primer año en el misterio de su Maternidad divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser, por tanto, separada del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre. Su culto, aunque valioso, de ninguna manera debe menoscabar «la dignidad y la eficacia de Cristo, único Mediador»[28]. María, dedicada constantemente a su Divino Hijo, se propone a todos los cristianos como modelo de fe vivida. «La Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo»[29].

II año: El Espíritu Santo


44. El 1998, segundo año de la fase preparatoria, se dedicará de modo particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo. «El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio —escribía en la Encíclica Dominum et vivificantem— (...) tiene una dimensión pnemautológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo. Lo realizó aquel Espíritu que —consustancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dávida que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina»[30].

La Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario «de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia»[31].

El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).

45. Se incluye por tanto entre los objetivos primarios de la preparación del Jubileo el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia tanto sacramentalmente, sobre todo por la Confirmación, como a través de los diversos carismas, tareas y ministerios que El ha suscitado para su bien: «Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Cor 12, 1-11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia. Entre estos dones destaca la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el Espíritu mismo somete incluso los carismáticos (cf. 1 Cor 14). El mismo Espíritu personalmente, con su fuerza y con la íntima conexión de los miembros, da unidad al cuerpo y así produce y estimula el amor entre los creyentes»[32].

El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos.

46. En esta dimensión escatológica, los creyentes serán llamados a redescubrir la virtud teologal de la esperanza, acerca de la cual «fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio» (Col 1, 5). La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios.

Como recuerda el apóstol Pablo: «Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza» (Rm 8, 22-24). Los cristianos están llamados a prepararse al Gran Jubileo del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en el venida definitiva del Reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social donde viven y también en la historia del mundo.

Es necesario además que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último fin de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos: en el campo civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo...; en el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea...

47. La reflexión de los fieles en el segundo año de preparación deberá centrarse con particular solicitud sobre el valor de la unidad dentro de la Iglesia, a la que tienden los distintos dones y carismas suscitados en ella por el Espíritu. A este propósito se podrá oportunamente profundizar en la doctrina eclesiológica del Concilio Vaticano II contenida sobre todo en la Constitución dogmática Lumen gentium. Este importante documento ha subrayado expresamente que la unidad del Cuerpo de Cristo se funda en la acción del Espíritu Santo, está garantizada por el ministerio apostólico y sostenida por el amor recíproco (cf. 1 Cor 13, 1-8). Tal profundización catequética de la fe llevará a los miembros del Pueblo de Dios a una conciencia más madura de las propias responsabilidades, como también a un más vivo sentido del valor de la obediencia eclesial[33].

48. María, que concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo y se dejó guiar después en toda su existencia por su acción interior, será contemplada e imitada a lo largo de este año sobre todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios «esperando contra toda esperanza» (Rom 4, 18). Ella ha llevado a su plena expresión el anhelo de los pobres de Yhaveh, y resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón de las promesas de Dios.

III año: Dios Padre

49. El 1999, tercer y último año preparatorio, tendrá la función de ampliar los horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del «Padre celestial» (cf. Mt 5, 45), por quien fue enviado y a quien retornará (cf. Jn 16, 28).

«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicionado por toda criatura humana, y en particular por el «hijo pródigo» (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar la humanidad entera.

El Jubileo, centrado en la figura de Cristo, llega de este modo a ser un gran acto de alabanza al Padre: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3).

50. En este tercer año el sentido del «camino hacia el Padre» deberá llevar a todos a emprender, en la adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica conversión, que comprende tanto un aspecto «negativo» de liberación del pecado, como un aspecto «positivo» de elección del bien, manifestado por los valores éticos contenidos en la ley natural, confirmada y profundizada por el Evangelio. Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo. El anuncio de la conversión como exigencia imprescindible del amor cristiano es particularmente importante en la sociedad actual, donde con frecuencia parecen desvanecerse los fundamentos mismos de una visión ética de la existencia humana.

Será, por tanto, oportuno, especialmente en este año, resaltar la virtud teologal de la caridad, recordando la sintética y plena afirmación de la primera Carta de Juan: «Dios es amor» (4, 8. 16). La caridad, en su doble faceta de amor a Dios y a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente. Ella tiene en Dios su fuente y su meta.

51. En este sentido, recordando que Jesús vino a «evangelizar a los pobres» (Mt 11, 5; Lc 7, 22), ¿cómo no subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados? Se debe decir ante todo que el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como el nuestro, marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales y económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del Jubileo. Así, en el espíritu del Libro del Levítico (25, 8-28), los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo, proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional, que grava sobre el destino de muchas naciones. El Jubileo podrá además ofrecer la oportunidad de meditar sobre otros desafíos del momento como, por ejemplo, la dificultad de diálogo entre culturas diversas y las problemáticas relacionadas con el respeto de los derechos de la mujer y con la promoción de la familia y del matrimonio.

52. Recordando, además, que «Cristo (...) en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[34], dos compromisos serán ineludibles especialmente durante el tercer año preparatorio: la confrontación con el secularismo y el diálogo con las grandes religiones.

Respecto al primero, será oportuno afrontar la vasta problemática de la crisis de civilización, que se ha ido manifestando sobre todo en el Occidente tecnológicamente más desarrollado, pero interiormente empobrecido por el olvido y la marginación de Dios. A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor, fundada sobre valores universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización.

53. A su vez, en lo relativo al horizonte de la conciencia religiosa, la vigilia del Dos mil será una gran ocasión, también a la luz de los sucesos de estos últimos decenios, para el diálogo interreligioso, según las claras indicaciones dadas por el Concilio Vaticano II en la Declaración Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

En este diálogo deberán tener un puesto preeminente los hebreos y los musulmanes. Quiera Dios que coincidiendo en esta intención se puedan realizar también encuentros comunes en lugares significativos para las grandes religiones monoteístas.

Se estudia, a este respecto, cómo preparar tanto históricas reuniones en Belén, Jerusalén y el Sinaí, lugares de gran valor simbólico, para intensificar el diálogo con los hebreos y los fieles del Islam, como encuentros con los representantes de las grandes religiones del mundo en otras ciudades. Sin embargo, siempre se deberá tener cuidado para no provocar peligrosos malentendidos, vigilando el riesgo del sincretismo y de un fácil y engañoso irenismo.

54. En este amplio programa, María Santísima, hija predilecta del Padre, se presenta ante la mirada de los creyentes como ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al prójimo. Como ella misma afirma en el cántico del Magnificat, grandes cosas ha hecho en ella el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo (cf. Lc 1, 49). El Padre ha elegido a María para una misión única en la historia de la salvación: ser Madre del mismo Salvador. La Virgen respondió a la llamada de Dios con una disponibilidad plena: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38). Su maternidad, iniciada en Nazaret y vivida en plenitud en Jerusalén junto a la Cruz, se sentirá en este año como afectuosa e insistente invitación a todos los hijos de Dios, para que vuelvan a la casa del Padre escuchando su voz materna: «Haced lo que Cristo os diga» (cf. Jn 2, 5).

c) En vista de la celebración

55. Un capítulo particular es la celebración misma del Gran Jubileo, que tendrá lugar contemporáneamente en Tierra Santa, en Roma y en las Iglesias locales del mundo entero. Sobre todo en esta fase, la fase celebrativa, el objetivo será la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia. A este misterio miran los tres años de preparación inmediata: desde Cristo y por Cristo, en el Espíritu Santo, al Padre. En este sentido la celebración jubilar actualiza y al mismo tiempo anticipa la meta y el cumplimiento de la vida del cristiano y de la Iglesia en Dios uno y trino.

Siendo Cristo el único camino al Padre, para destacar su presencia viva y salvífica en la Iglesia y en el mundo, se celebrará en Roma, con ocasión del Gran Jubileo, el Congreso eucarístico internacional. El Dos mil será un año intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina.

La dimensión ecuménica y universal del Sagrado Jubileo, se podrá evidenciar oportunamente en un significativo encuentro pancristiano. Se trata de un gesto de gran valor y por esto, para evitar equívocos, se debe proponer correctamente y preparar con cuidado, en una actitud de fraterna colaboración con los cristianos de otras confesiones y tradiciones, así como de afectuosa apertura a las religiones cuyos representantes manifiesten interés por la alegría común de todos los discípulos de Cristo.

Una cosa es cierta: cada uno es invitado a hacer cuanto esté en su mano para que no se desaproveche el gran reto del Año 2000, al que está seguramente unida una particular gracia del Señor para la Iglesia y para la humanidad entera.

V

« JESUCRISTO ES EL MISMO (...) SIEMPRE »

(Hb 13, 8)

56. La Iglesia perdura desde hace 2000 años. Como el evangélico grano de mostaza, ella crece hasta llegar a ser un gran árbol, capaz de cubrir con sus ramas la humanidad entera (cf. Mt 13, 31-32). El Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, considerando la cuestión de la pertenencia a la Iglesia y de la ordenación al Pueblo de Dios, dice así: «Todos los hombres están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios (...). A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios»[35]. Pablo VI, por su parte, en la Encíclica Ecclesiam suam explica la universal participación de los hombres en el proyecto de Dios, señalando los distintos círculos del diálogo de salvación[36].

A la luz de este planteamiento se puede comprender aún mejor el significado de la parábola de la levadura (cf. Mt 13, 33): Cristo, como levadura divina, penetra siempre más profundamente en el presente de la vida de la humanidad difundiendo la obra de la salvación realizada en el Misterio pascual. El envuelve además en su dominio salvífico todo el pasado del género humano, comenzando desde el primer Adán[37]. A El pertenece el futuro: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). La Iglesia por su parte «sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido»[38].

57. Por esto, desde los tiempos apostólicos, continúa sin interrupción la misión de la Iglesia dentro de la universal familia humana. La primera evangelización se ocupó especialmente de la región del Mar Mediterráneo. A lo largo del primer milenio los misioneros partiendo de Roma y Constantinopla, llevaron el cristianismo al interior del continente europeo. Al mismo tiempo se dirigieron hacia el corazón de Asia, hasta la India y China. El final del siglo XV, junto con el descubrimiento de América, marcó el comienzo de la evangelización en este gran continente, en el sur y en el norte. Contemporáneamente, mientras las costas sudsaharianas de Africa acogían la luz de Cristo, san Francisco Javier, patrón de las misiones, llegó hasta el Japón. A caballo de los siglos XVIII y XIX, un laico, Andrés Kim llevó el cristianismo a Corea; en aquella época el anuncio evangélico alcanzó la Península Indochina, como también Australia y las islas del Pacífico.

El siglo XIX registró una gran actividad misionera entre los pueblos de África. Todas estas obras han dado frutos que perduran hasta hoy. El Concilio Vaticano II da cuenta de ello en el Decreto Ad Gentes sobre la actividad misionera. Después del Concilio el tema misionero ha sido tratado por la Encíclica Redemptoris missio, relativa a los problemas de las misiones en esta última parte de nuestro siglo. La Iglesia también en el futuro seguirá siendo misionera: el carácter misionero forma parte de su naturaleza. Con la caída de los grandes sistemas anticristianos del continente europeo, del nazismo primero y después del comunismo, se impone la urgente tarea de ofrecer nuevamente a los hombres y mujeres de Europa el mensaje liberador del Evangelio[39]. Además, como afirma la Encíclica Redemptoris missio, se repite en el mundo la situación del Areópago de Atenas, donde habló san Pablo[40]. Hoy son muchos los «areópagos», y bastante diversos: son los grandes campos de la civilización contemporánea y de la cultura, de la política y de la economía. Cuanto más se aleja Occidente de sus raíces cristianas, más se convierte en terreno de misión, en la forma de variados «areópagos».

58. El futuro del mundo y de la Iglesia pertenece a las jóvenes generaciones que, nacidas en este siglo, serán maduras en el próximo, el primero del nuevo milenio. Cristo escucha a los jóvenes, como escuchó al joven que le hizo la pregunta: « ¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna? » (Mt 19, 16). A la magnífica respuesta que Jesús le dio he hecho referencia en la reciente Encíclica Veritatis splendor, como, anteriormente, en la « Carta a los jóvenes y a las jóvenes del mundo » de 1985. Los jóvenes, en cada situación, en cada región de la tierra no dejan de preguntar a Cristo: lo encuentran y lo buscan para interrogarlo a continuación. Si saben seguir el camino que El indica, tendrán la alegría de aportar su propia contribución para su presencia en el próximo siglo y en los sucesivos, hasta la consumación de los tiempos. « Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre ».

59. Para concluir, son oportunas las palabras de la Constitución pastoral Gaudium et spes: «La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es El mismo ayer, hoy y por los siglos. Por consiguiente, a la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de nuestro tiempo»[41].

Mientras invito a los fieles a elevar al Señor insistentes oraciones para obtener luces y ayudas necesarias para la preparación y celebración del Jubileo ya próximo, exhorto a los venerables Hermanos en el Episcopado y a las comunidades eclesiales a ellos confiadas a que abran el corazón a las inspiraciones del Espíritu. El no dejará de mover los corazones para que se dispongan a celebrar con renovada fe y generosa participación el gran acontecimiento jubilar.

Confío esta tarea de toda la Iglesia a la materna intercesión de María, Madre del Redentor. Ella, la Madre del amor hermoso, será para los cristianos que se encaminan hacia el gran Jubileo del tercer milenio la Estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro del Señor. La humilde muchacha de Nazaret, que hace dos mil años ofreció al mundo el Verbo encarnado, oriente hoy a la humanidad hacia Aquel que es «la luz verdadera, aquella que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9).

Con estos sentimientos imparto a todos mi Bendición.

Vaticano, 10 de noviembre del año 1994, decimoséptimo de mi Pontificado.

JUAN PABLO II


NOTAS

[1] Cf. S. Bernardo, In laudibus Virginia Matris, Homilía IV, 8: Opera omnia, Ed. Cisterc. (1966), 53.

[2] Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.

[3] Ibidem.

[4] Cf. Antiquitates Iudaicae, 20, 200; como también el conocido y debatido pasaje de 18, 63-64.

[5] Annales 15, 44, 3.

[6] Vita Claudii, 25, 4.

[7] Epistolae, 10, 96.

[8] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Divina Revelación Dei Verbum, 15.

[9] Carta Enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 1: AAS 71 (1979), 258.

[10] Cf. Carta Enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), nn. 49 ss.: AAS 78 (1986), 868 ss.

[11] Cf. Carta Ap. Euntes in mundum (25 enero 1988): AAS 80 (1988), 935-956.

[12] Cf. Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 12: AAS 83 (1991), 807-809.

[13] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 47-52.

[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.

[15] Cf. Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984): AAS 77 (1985), 185-275.

[16] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.

[17] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 3.

[18] Cf. Ibidem, 1.

[19] Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1.

[20] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 19.

[21] Tertuliano, Apol., 50, 13: CCL 1, 171.

[22] Cf. AAS 56 (1964), 906.

[23] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra Aetate, 2.

[24] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Divina Revelación Dei Verbum, 25.

[25] Cf. Ibidem, 2.

[26] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1271.

[27] Const. Ap. Fidei depositum (11 octubre 1992), 3: AAS 86 (1994), 116.

[28] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62.

[29] Ibidem, 65.

[30] Carta Enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), 50: AAS 78 (1986), 869-870.

[31] Ibidem, 51: AAS 78 (1986), 871.

[32] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 7.

[33] Cf. Ibidem, 37.

[34] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.

[35] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 13.

[36] Cf. Pablo VI, Carta Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), III: AAS 56 (1964), 650-657.

[37] Cf. Ibidem, 2.

[38] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 3.

[39] Cf. Declaración de la Asamblea especial para Europa del Sínodo de Obispos, n. 3.

[40] Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 37, C: AAS 83 (1991), 284-286.

[41] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10.

No hay comentarios: