sábado, 17 de junio de 2000

REDEMPTORIS MISSIO (7 DE DICIEMBRE DE 1990)


CARTA ENCÍCLICA

REDEMPTORIS MISSIO

DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

SOBRE LA PERMANENTE VALIDEZ

DEL MANDATO MISIONERO

Venerables Hermanos y amadísimos Hijos:

¡Salud y Bendición Apostólica!


INTRODUCCIÓN

1. La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16).

En nombre de toda la Iglesia, siento imperioso el deber de repetir este grito de san Pablo. Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera; y precisamente el contacto directo con los pueblos que desconocen a Cristo me ha convencido aún más de la urgencia de tal actividad a la cual dedico la presente Encíclica.

El Concilio Vaticano II ha querido renovar la vida y la actividad de la Iglesia según las necesidades del mundo contemporáneo; ha subrayado su «índole misionera», basándola dinámicamente en la misma misión trinitaria. El impulso misionero pertenece, pues, a la naturaleza íntima de la vida cristiana e inspira también el ecumenismo: «Que todos sean uno ... para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).

2. Muchos son ya los frutos misioneros del Concilio: se han multiplicado las Iglesias locales provistas de Obispo, clero y personal apostólico propios; se va logrando una inserción más profunda de las comunidades cristianas en la vida de los pueblos; la comunión entre las Iglesias lleva a un intercambio eficaz de bienes y dones espirituales; la labor evangelizadora de los laicos está cambiando la vida eclesial; las Iglesias particulares se muestran abiertas al encuentro, al diálogo y a la colaboración con los miembros de otras Iglesias cristianas y de otras religiones. Sobre todo, se está afianzando una conciencia nueva: la misión atañe a todos los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones y asociaciones eclesiales.

No obstante, en esta «nueva primaveras del cristianismo no se puede dejar oculta una tendencia negativa, que este Documento quiere contribuir a superar: la misión específica ad gentes parece que se va parando, no ciertamente en sintonía con las indicaciones del Concilio y del Magisterio posterior. Dificultades internas y externas han debilitado el impulso misionero de la Iglesia hacia los no cristianos, lo cual es un hecho que debe preocupar a todos los creyentes en Cristo. En efecto, en la historia de la Iglesia, este impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad , así como su disminución es signo de una crisis de fe 1.

A los veinticinco años de la clausura del Concilio y de la publicación del Decreto sobre la actividad misionera Ad gentes y a los quince de la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del Papa Pablo VI, quiero invitar a la Iglesia a un renovado compromiso misionero, siguiendo al respecto el Magisterio de mis predecesores 2. El presente Documento se propone una finalidad interna: la renovación de la fe y de la vida cristiana. En efecto, la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal.

Pero lo que más me mueve a proclamar la urgencia de la evangelización misionera es que ésta constituye el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual, el cual está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las realidades últimas y de la misma existencia. «Cristo Redentor —he escrito en mi primera Encíclica— revela plenamente el hombre al mismo hombre. El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo ... debe ... acercarse a Cristo. La Redención llevada a cabo por medio de la cruz ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo» 3.

No faltan tampoco otras motivaciones y finalidades, como responder a las numerosas peticiones de un documento de esta índole; disipar dudas y ambigüedades sobre la misión ad gentes, confirmando así en su entrega a los beneméritos hombres y mujeres dedicados a la actividad misionera y a cuantos les ayudan; promover las vocaciones misioneras; animar a los teólogos a profundizar y exponer sistemáticamente los diversos aspectos de la misión; dar nuevo impulso a la misión propiamente dicha, comprometiendo a las Iglesias particulares, especialmente las jóvenes, a mandar y recibir misioneros; asegurar a los no cristianos y, de manera especial, a las autoridades de los países a los que se dirige la actividad misionera, que ésta tiene como único fin servir al hombre, revelándole el amor de Dios que se ha manifestado en Jesucristo.

3. ¡Pueblos todos, abrid las puertas a Cristo! Su Evangelio no resta nada a la libertad humana, al debido respeto de las culturas, a cuanto hay de bueno en cada religión. Al acoger a Cristo, os abrís a la Palabra definitiva de Dios, a aquel en quien Dios se ha dado a conocer plenamente y a quien el mismo Dios nos ha indicado como camino para llegar hasta él.

El número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado. Para esta humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión.

Por otra parte, nuestra época ofrece en este campo nuevas ocasiones a la Iglesia: la caída de ideologías y sistemas políticos opresores; la apertura de fronteras y la configuración de un mundo más unido, merced al incremento de los medios de comunicación; el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos que Jesús encarnó en su vida (paz, justicia, fraternidad, dedicación a los más necesitados); un tipo de desarrollo económico y técnico falto de alma que, no obstante, apremia a buscar la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el sentido de la vida.

Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica. Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos.


CAPÍTULO I

JESUCRISTO ÚNICO SALVADOR

4. El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas y particularmente en la nuestra —como recordaba en mi primera Encíclica programática— es «dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo» 4.

La misión universal de la Iglesia nace de la fe en Jesucristo, tal como se expresa en la profesión de fe trinitaria: «Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos... Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre» 5. En el hecho de la Redención está la salvación de todos, «porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno Cristo se ha unido, para siempre, por medio de este misterio» 6. Sólo en la fe se comprende y se fundamenta la misión.

No obstante, debido también a los cambios modernos y a la difusión de nuevas concepciones teológicas, algunos se preguntan: ¿Es válida aún la misión entre los no cristianos? ¿No ha sido sustituida quizás por el diálogo interreligioso? ¿No es un objetivo suficiente la promoción humana? El respeto de la conciencia y de la libertad ¿no excluye toda propuesta de conversión? ¿No puede uno salvarse en cualquier religión? ¿Para qué, entonces, la misión?


« Nadie va al Padre sino por mí » (Jn 14, 6)

5. Remontándonos a los orígenes de la Iglesia, vemos afirmado claramente que Cristo es el único Salvador de la humanidad, el único en condiciones de revelar a Dios y de guiar hacia Dios. A las autoridades religiosas judías que interrogan a los Apóstoles sobre la curación del tullido realizada por Pedro, éste responde: «Por el nombre de Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros... Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Act 4, 10. 12). Esta afirmación, dirigida al Sanedrín, asume un valor universal, ya que para todos —judíos y gentiles— la salvación no puede venir más que de Jesucristo.

La universalidad de esta salvación en Cristo es afirmada en todo el Nuevo Testamento San Pablo reconoce en Cristo resucitado al Señor: «Pues —escribe él— aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo, bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8, 5-6). Se confiesa a un único Dios y a un único Señor en contraste con la multitud de «dioses» y «señores» que el pueblo admitía. Pablo reacciona contra el politeísmo del ambiente religioso de su tiempo y pone de relieve la característica de la fe cristiana: fe en un solo Dios y en un solo Señor, enviado por Dios.

En el Evangelio de san Juan esta universalidad salvífica de Cristo abarca los aspectos de su misión de gracia, de verdad y de revelación: «La Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (cf. Jn 1, 9). Y añade: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Jn 1, 18; cf. Mt 11, 27). La revelación de Dios se hace definitiva y completa por medio de su Hijo unigénito: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos» (Heb 1, 1-2; cf. Jn 14, 6). En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo.

Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio —digo la verdad, no miento— yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad» (1 Tim 2, 5-7; cf. Heb 4, 14-16). Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía establecida por Dios mismo, y de ello Cristo tiene plena conciencia. Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias

6. Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo. San Juan afirma claramente que el Verbo, que «estaba en el principio con Dios», es el mismo que «se hizo carne» (Jn 1, 2.14). Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable: no se puede separar a Jesús de Cristo, ni hablar de un «Jesús de la historia», que sería distinto del «Cristo de la fe». La Iglesia conoce y confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. En Cristo «reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9) y «de su plenitud hemos recibido todos» (Jn 1, 16). El «Hijo único, que está en el seno del Padre» (Jn 1, 18), es el «Hijo de su amor, en quien tenemos la redención. Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 13-14.19-20). Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: 7 «Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin» (Ap 22, 13).

Si, pues, es lícito y útil considerar los diversos aspectos del misterio de Cristo, no se debe perder nunca de vista su unidad. Mientras vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales, que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación. Así como «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre», así también «debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en forma sólo de Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» 8. El designio divino es «hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).


La fe en Cristo es una propuesta a la libertad del hombre

7. La urgencia de la actividad misionera brota de la radical novedad de vida, traída por Cristo y vivida por sus discípulos. Esta nueva vida es un don de Dios, y al hombre se le pide que lo acoja y desarrolle, si quiere realizarse según su vocación integral, en conformidad con Cristo. El Nuevo Testamento es un himno a la vida nueva para quien cree en Cristo y vive en su Iglesia. La salvación en Cristo, atestiguada y anunciada por la Iglesia, es autocomunicación de Dios: «Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la misma vida de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto, el que ama desea darse a sí mismo» 9.

Dios ofrece al hombre esta vida nueva: «¿Se puede rechazar a Cristo y todo lo que él ha traído a la historia del hombre? Ciertamente es posible. El hombre es libre. El hombre puede decir no a Dios. El hombre puede decir no a Cristo. Pero sigue en pie la pregunta fundamental. ¿Es licito hacer esto? ¿Con qué fundamento es lícito?» 10.

8. En el mundo moderno hay tendencia a reducir el hombre a una mera dimensión horizontal. Pero ¿en qué se convierte el hombre sin apertura al Absoluto? La respuesta se halla no sólo en la experiencia de cada hombre, sino también en la historia de la humanidad con la sangre derramada en nombre de ideologías y de regímenes políticos que han querido construir una «nueva humanidad» sin Dios 11.

Por lo demás, a cuantos están preocupados por salvar la libertad de conciencia, dice el Concilio Vaticano II: «La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa ... todos los hombres han de estar inmunes de coacción por parte de personas particulares, como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros dentro de los límites debidos» 12.

El anuncio y el testimonio de Cristo, cuando se llevan a cabo respetando las conciencias, no violan la libertad. La fe exige la libre adhesión del hombre, pero debe ser propuesta, pues «las multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo, dentro del cual creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospechada plenitud , todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su destino, de la vida y de la muerte, de la verdad. Por eso, la Iglesia mantiene vivo su empuje misionero e incluso desea intensificarlo en un momento histórico como el nuestro» 13. Hay que decir también con palabras del Concilio que: «Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad» 14.


La Iglesia, signo e instrumento de salvación

9. La primera beneficiaria de la salvación es la Iglesia. Cristo la ha adquirido con su sangre (cf. Act 20, 28) y la ha hecho su colaboradora en la obra de la salvación universal. En efecto, Cristo vive en ella; es su esposo; fomenta su crecimiento; por medio de ella cumple su misión.

El Concilio ha reclamado ampliamente el papel de la Iglesia para la salvación de la humanidad. A la par que reconoce que Dios ama a todos los hombres y les concede la posibilidad de salvarse (cf. 1 Tim 2, 4), 15 la Iglesia profesa que Dios ha constituido a Cristo como único mediador y que ella misma ha sido constituida como sacramento universal de salvación 16. «Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios» 17. Es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación. Ambas favorecen la comprensión del único misterio salvífico, de manera que se pueda experimentar la misericordia de Dios y nuestra responsabilidad. La salvación, que siempre es don del Espíritu, exige la colaboración del hombre para salvarse tanto a sí mismo como a los demás. Así lo ha querido Dios, y para esto ha establecido y asociado a la Iglesia a su plan de salvación: «Ese pueblo mesiánico —afirma el Concilio— constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por él como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra» 18.


La salvación es ofrecida a todos los hombres

10. La universalidad de la salvación no significa que se conceda solamente a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia. Si es destinada a todos, la salvación debe estar en verdad a disposición de todos. Pero es evidente que, tanto hoy como en el pasado, muchos hombres no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia. Viven en condiciones socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido educados en otras tradiciones religiosas. Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo: ella permite a cada uno llegar a la salvación mediante su libre colaboración.

Por esto mismo, el Concilio, después de haber afirmado la centralidad del misterio pascual, afirma: «Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» 19.


« Nosotros no podemos menos de hablar » (Act 4, 20)

11. ¿Qué decir, pues, de las objeciones ya mencionadas sobre la misión ad gentes? Con pleno respeto de todas las creencias y sensibilidades, ante todo debemos afirmar con sencillez nuestra fe en Cristo, único salvador del hombre; fe recibida como un don que proviene de lo Alto, sin mérito por nuestra parte. Decimos con san Pablo: «No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Los mártires cristianos de todas las épocas —también los de la nuestra— han dado y siguen dando la vida por testimoniar ante los hombres esta fe, convencidos de que cada hombre tiene necesidad de Jesucristo, que ha vencido el pecado y la muerte, y ha reconciliado a los hombres con Dios.

Cristo se ha proclamado Hijo de Dios, íntimamente unido al Padre, y, como tal, ha sido reconocido por los discípulos, confirmando sus palabras con los milagros y su resurrección. La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre «Buena Nueva». La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús, vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres.

A la pregunta ¿Para qué la misión? respondemos con la fe y la esperanza de la Iglesia: abrirse al amor de Dios es la verdadera liberación. En él, sólo en él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud del poder del pecado y de la muerte. Cristo es verdaderamente «nuestra paz» (Ef 2, 14), y «el amor de Cristo nos apremia» (2 Cor 5, 14), dando sentido y alegría a nuestra vida. La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros.

La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humanas, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una «gradual secularización de la salvación», debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina.

¿Por qué la misión? Porque a nosotros, como a san Pablo, «se nos ha concedido la gracia de anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo» (Ef 3, 8). La novedad de vida en él es la «Buena Nueva» para el hombre de todo tiempo: a ella han sido llamados y destinados todos los hombres. De hecho, todos la buscan, aunque a veces de manera confusa, y tienen el derecho a conocer el valor de este don y la posibilidad de alcanzarlo. La Iglesia y, en ella, todo cristiano, no puede esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza, recibidas de la divina bondad para ser comunicadas a todos los hombres.

He ahí por qué la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros. Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que «su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad» 20.


CAPÍTULO II

EL REINO DE DIOS

12. «Dios rico en misericordia es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer» 21. Escribía esto al comienzo de la Encíclica Dives in misericordia, mostrando cómo Cristo es la revelación y la encarnación de la misericordia del Padre. La salvación consiste en creer y acoger el misterio del Padre y de su amor, que se manifiesta y se da en Jesús mediante el Espíritu. Así se cumple el Reino de Dios, preparado ya por la Antigua Alianza, llevado a cabo por Cristo y en Cristo, y anunciado a todas las gentes por la Iglesia, que se esfuerza y ora para que llegue a su plenitud de modo perfecto y definitivo.

El Antiguo Testamento atestigua que Dios ha escogido y formado un pueblo para revelar y llevar a cabo su designio de amor. Pero, al mismo tiempo, Dios es Creador y Padre de todos los hombres se cuida de todos, a todos extiende su bendición (cf. Gén 12, 3) y con todos hace una alianza -Gén 9, 1-17). Israel tiene experiencia de un Dios personal y salvador (cf. Dt 4, 37; 7, 6-8; Is 43, 1-7), del cual se convierte en testigo y portavoz en medio de las naciones. A lo largo de la propia historia, Israel adquiere conciencia de que su elección tiene un significado universal (cf. por ejemplo Is 2, 2-5; 6-8; 60, 1-6; Jer 3, 17; 16, 19.


Cristo hace presente el Reino

13. Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación mesiánica: recorre Galilea proclamando «la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"» (Mc 1, 14-15; cf. Mt 4, 17; Lc 4, 43). La proclamación y la instauración del Reino de Dios son el objeto de su misión: «Porque a esto he sido enviado» (Lc 4, 43). Pero hay algo más: Jesús en persona es la «Buena Nueva», como él mismo afirma al comienzo de su misión en la sinagoga de Nazaret, aplicándose las palabras de Isaías relativas al Ungido, enviado por el Espíritu del Señor (cf. Lc. 4, 14-21). Al ser él la «Buena Nueva», existe en Cristo plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el decir, el actuar y el ser. Su fuerza, el secreto de la eficacia de su acción consiste en la identificación total con el mensaje que anuncia; proclama la «Buena Nueva» no sólo con lo que dice o hace, sino también con lo que es.

El ministerio de Jesús se describe en el contexto de los viajes por su tierra. La perspectiva de la misión antes de la Pascua se centra en Israel; sin embargo, Jesús nos ofrece un elemento nuevo de capital importancia. La realidad escatológica no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a cumplirse. «El Reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15); se ora para que venga (cf. Mt 6, 10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (cf. Mt 11, 4-5), los exorcismos (cf. Mt 12, 25-28), la elección de los Doce (cf. Mc 3, 13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4, 18). En los encuentros de Jesús con los paganos se ve con claridad que la entrada en el Reino acaece mediante la fe y la conversión (cf. Mc 1, 15) Y no por la mera pertenencia étnica.

El Reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; él mismo nos revela quién es este Dios al que llama con el término familiar «Abba», Padre (Mc 14, 36). El Dios revelado sobre todo en las parábolas (cf. Lc 15, 3-32; Mt 20, 1-16) es sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre; es un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias pedidas.

San Juan nos dice que «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8. 16). Todo hombre, por tanto, es invitado a «convertirse» y «creer» en el amor misericordioso de Dios por él; el Reino crecerá en a medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios como a un Padre en la intimidad de la oración (cf. Lc 11, 2; Mt 23, 9), y se esfuerce en cumplir su voluntad (cf. Mt 7, 21).


Características y exigencias del Reino

14. Jesús revela progresivamente las características y exigencias del Reino mediante sus palabras, sus obras y su persona.

El Reino está destinado a todos los hombres, dado que todos son llamados a ser sus miembros. Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado sobre todo a aquellos que estaban al margen de la sociedad, dándoles su preferencia, cuando anuncia la «Buena Nueva». Al comienzo de su ministerio proclama que ha sido « enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). A todas las víctimas del rechazo y del desprecio Jesús les dice: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6, 20). Además, hace vivir ya a estos marginados una experiencia de liberación, estando con ellos y yendo a comer con ellos (cf. Lc 5, 30; 15, 2), tratándoles como a iguales y amigos (cf. Lc 7, 34), haciéndolos sentirse amados por Dios y manifestando así su inmensa ternura hacia los necesitados y los pecadores (cf. Lc 15, 1-32).

La liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a la persona humana en su dimensión tanto física como espiritual. Dos gestos caracterizan la misión de Jesús: curar y perdonar. Las numerosas curaciones demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero significan también que en el Reino ya no habrá enfermedades ni sufrimientos y que su misión, desde el principio, tiende a liberar de todo ello a las personas. En la perspectiva de Jesús, las curaciones son también signo de salvación espiritual, de liberación del pecado. Mientras cura, Jesús invita a la fe, a la conversión, al deseo de perdón (cf. Lc 5, 24). Recibida la fe, la curación anima a ir más lejos: introduce en la salvación (cf. Lc 18, 42-43). Los gestos liberadores de la posesión del demonio, mal supremo y símbolo del pecado y de la rebelión contra Dios, son signos de que «ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12, 28).

15. El Reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente. Jesús se refiere a toda la ley, centrándola en el mandamiento del amor (cf. Mt 22, 34-40); Lc 10, 25-28). Antes de dejar a los suyos les da un « mandamiento nuevo »: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12; cf. 13, 34). El amor con el que Jesús ha amado al mundo halla su expresión suprema en el don de su vida por los hombres (cf. Jn 15, 13), manifestando así el amor que el Padre tiene por el mundo (cf. Jn 3, 16). Por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios.

El Reino interesa a todos: a las personas, a sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud.


En el Resucitado, llega a su cumplimiento y es proclamado el Reino de Dios

16. Al resucitar Jesús de entre los muertos Dios ha vencido la muerte y en él ha inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena Jesús es el profeta del Reino y, después de su pasión, resurrección y ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre el mundo (cf. Mt 28, 18; Act 2, 36; Ef 1, 18-31). La resurrección confiere un alcance universal al mensaje de Cristo, a su acción y a toda su misión. Los discípulos se percatan de que el Reino ya está presente en la persona de Jesús y se va instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con él.

En efecto, después de la resurrección ellos predicaban el Reino, anunciando a Jesús muerto y resucitado. Felipe anunciaba en Samaría «la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo» (Act 8, 12). Pablo predicaba en Roma el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo (cf. Act 28, 31).

También los primeros cristianos anunciaban «el Reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5; cf. Ap 11, 15; 12, 10) o bien «el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pe 1, 11). Es en el anuncio de Jesucristo, con el que el Reino se identifica, donde se centra la predicación de la Iglesia primitiva. Al igual que entonces, hoy también es necesario unir el anuncio del Reino de Dios (el contenido del «kerigma» de Jesús) y la proclamación del evento de Jesucristo (que es el «kerigma» de los Apóstoles). Los dos anuncios se completan y se iluminan mutuamente.


El Reino con relación a Cristo y a la Iglesia

17. Hoy se habla mucho del Reino, pero no siempre en sintonía con el sentir de la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación y de la misión que podemos llamar «antropocéntricas», en el sentido reductivo del término, al estar centradas en torno a las necesidades terrenas del hombre. En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, pero con unos horizontes cerrados a lo trascendente. Aun no negando que también a ese nivel haya valores por promover, sin embargo tal concepción se reduce a los confines de un reino del hombre, amputado en sus dimensiones auténticas y profundas, y se traduce fácilmente en una de las ideologías que miran a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, «no es de este mundo, no es de aquí» (Jn 18, 36).

Se dan además determinadas concepciones que, intencionadamente, ponen el acento sobre el Reino y se presentan como «reinocéntricas», las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en si misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una «Iglesia para los demás», —se dice— como «Cristo es el hombre para los demás». Se describe el cometido de la Iglesia, como si debiera proceder en una doble dirección; por un lado, promoviendo los llamados «valores del Reino», cuales son la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad; por otro, favoreciendo el diálogo entre los pueblos, las culturas, las religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente, ayuden al mundo a renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.

Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: el Reino, del que hablan, se basa en un «teocentrismo», porque Cristo —dicen— no puede ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto «eclesiocentrismo» del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad.

18. Ahora bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.

Como ya queda dicho, Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento: «Sobre todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino "a servir y a dar su vida para la redención de muchos" (Mc 10, 45)».22 El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible.23 Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Cor l5,27).

Asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar.24 De ahí deriva una relación singular y única que, aunque no excluya la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia, le confiere un papel específico y necesario. De ahí también el vínculo especial de la Iglesia con el Reino de Dios y de Cristo, dado que tiene « la misión de anunciarlo e instaurarlo en todos los pueblos ».25

19. Es en esta visión de conjunto donde se comprende la realidad del Reino. Ciertamente, éste exige la promoción de los bienes humanos y de los valores que bien pueden llamarse «evangélicos», porque están íntimamente unidos a la Buena Nueva. Pero esta promoción, que la Iglesia siente también muy dentro de sí, no debe separarse ni contraponerse a los otros cometidos fundamentales, como son el anuncio de Cristo y de su Evangelio, la fundación y el desarrollo de comunidades que actúan entre los hombres la imagen viva del Reino. Con esto no hay que tener miedo a caer en una forma de «eclesiocentrismo». Pablo VI, que afirmó la existencia de «un vínculo profundo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización», 26 dijo también que la Iglesia «no es fin para sí misma, sino fervientemente solícita de ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo, y toda igualmente de los hombres, entre los hombres y para los hombres».27


La Iglesia al servicio del Reino

20. La Iglesia está efectiva y concretamente al servicio del Reino. Lo está, ante todo, mediante el anuncio que llama a la conversión; éste es el primer y fundamental servicio a la venida del Reino en las personas y en la sociedad humana. La salvación escatológica empieza, ya desde ahora, con la novedad de vida en Cristo: «A todos los que la recibieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1, 12).

La Iglesia, pues, sirve al Reino, fundando comunidades e instituyendo Iglesias particulares, llevándolas a la madurez de la fe y de la caridad, mediante la apertura a los demás, con el servicio a la persona y a la sociedad, por la comprensión y estima de las instituciones humanas.

La Iglesia, además, sirve al Reino difundiendo en el mundo los « valores evangélicos », que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a acoger el designio de Dios. Es verdad, pues, que la realidad incipiente del Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que ésta viva los «valores evangélicos» y esté abierta a la acción del Espíritu que. sopla donde y como quiere (cf. Jn 3, 8); pero además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es incompleta, si no está en coordinación con el Reino de Cristo, presente en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica.28

Las múltiples perspectivas del Reino de Dios 29 no debilitan los fundamentos y las finalidades de la actividad misionera, sino que los refuerzan y propagan. La Iglesia, es sacramento de salvación para toda la humanidad y su acción no se limita a los que aceptan su mensaje. Es fuerza dinámica en el camino de la humanidad hacia el Reino escatológico; es signo y a la vez promotora de los valores evangélicos entre los hombres.30 La Iglesia contribuye a este itinerario de conversión al proyecto de Dios, con su testimonio y su actividad, como son el diálogo, la promoción humana, el compromiso por la justicia y la paz, la educación, el cuidado de los enfermos, la asistencia a los pobres y a los pequeños, salvaguardando siempre la prioridad de las realidades trascendentes y espirituales, que son premisas de la salvación escatológica.

La Iglesia, finalmente, sirve también al Reino con su intercesión, al ser éste por su naturaleza don y obra de Dios, como recuerdan las parábolas del Evangelio y la misma oración enseñada por Jesús. Nosotros debemos pedirlo, acogerlo, hacerlo crecer dentro de nosotros; pero también debemos cooperar para que el Reino sea acogido y crezca entre los hombres, hasta que Cristo «entregue a Dios Padre el Reino» y «Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 24.28).


CAPÍTULO III

EL ESPÍRITU SANTO PROTAGONISTA DE LA MISIÓN

21. «En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los Apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo».31

El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial; su obra resplandece de modo eminente en la misión ad gentes, como se ve en la Iglesia primitiva por la conversión de Cornelio (cf. Act 10), por las decisiones sobre los problemas que surgían (cf. Act 15), por la elección de los territorios y de los pueblos (cf. Act 16, 6 ss). El Espíritu actúa por medio de los Apóstoles, pero al mismo tiempo actúa también en los oyentes: «Mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida» 32


El envío « hasta los confines de la tierra » (Act 1, 8)

22. Todos los evangelistas, al narrar el encuentro del Resucitado con los Apóstoles, concluyen con el mandato misional: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes. Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20; cf. Mc 16, 15-18; Lc 24, 46-49; Jn 20, 21-23).

Este envío es envío en el Espíritu, como aparece claramente en el texto de san Juan: Cristo envía a los suyos al mundo, al igual que el Padre le ha enviado a él y por esto les da el Espíritu. A su vez, Lucas relaciona estrictamente el testimonio que los Apóstoles deberán dar de Cristo con la acción del Espíritu, que les hará capaces de llevar a cabo el mandato recibido.

23. Las diversas formas del « mandato misionero » tienen puntos comunes y también acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea confiada a los Apóstoles: «A todas las gentes» (Mt 28, 19); «por todo el mundo ... a toda la creación» (Mc 16, 15); «a todas las naciones» (Act 1, 8). En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús: «Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos» (Mc 16, 20).

En cuanto a las diferencias de acentuación en el mandato, Marcos presenta la misión como proclamación o Kerigma: «Proclaman la Buena Nueva» (Mc 16, 15). Objetivo del evangelista es guiar a sus lectores a repetir la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo» (Mc 8, 29) y proclamar, como el Centurión romano delante de Jesús muerto en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). En Mateo el acento misional está puesto en la fundación de la Iglesia y en su enseñanza (cf. Mt 28, 19-20; 16, 18). En él, pues, este mandato pone de relieve que la proclamación del Evangelio debe ser completada por una específica catequesis de orden eclesial y sacramental. En Lucas, la misión se presenta como testimonio (cf. Lc 24, 48; Act 1, 8), cuyo objeto ante todo es la resurrección (cf. Act 1, 22). El misionero es invitado a creer en la fuerza transformadora del Evangelio y a anunciar lo que tan bien describe Lucas, a saber, la conversión al amor y a la misericordia de Dios, la experiencia de una liberación total hasta la raíz de todo mal, el pecado.

Juan es el único que habla explícitamente de «mandato» —palabra que equivale a «misión»— relacionando directamente la misión que Jesús confía a sus discípulos con la que él mismo ha recibido del Padre: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Jesús dice, dirigiéndose al Padre: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Jn 17, 18). Todo el sentido misionero del Evangelio de Juan está expresado en la «oración sacerdotal»: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tu has enviado Jesucristo» (Jn 17, 3). Fin último de la misión es hacer participes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí , permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea (cf. Jn 17, 21-23). Es éste un significativo texto misionero que nos hace entender que se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace.

Por tanto, los cuatro evangelios, en la unidad fundamental de la misma misión, testimonian un cierto pluralismo que refleja experiencias y situaciones diversas de las primeras comunidades cristianas; este pluralismo es también fruto del empuje dinámico del mismo Espíritu; invita a estar atentos a los diversos carismas misioneros y a las distintas condiciones ambientales y humanas. Sin embargo, todos los evangelistas subrayan que la misión de los discípulos es colaboración con la de Cristo: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20) La misión, por consiguiente , no se basa en las capacidades humanas, sino en el poder del Resucitado.


El Espíritu guía la misión

24. La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cf. Act 1, 8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima. El Espíritu les da la capacidad de testimoniar a Jesús con «toda libertad».33

Cuando los evangelizadores salen de Jerusalén, el Espíritu asume aún más la función de «guía» tanto en la elección de las personas como de los caminos de la misión. Su acción se manifiesta de modo especial en el impulso dado a la misión que de hecho, según palabras de Cristo, se extiende desde Jerusalén a toda Judea y Samaria, hasta los últimos confines de la tierra.

Los Hechos recogen seis síntesis de los «discursos misioneros» dirigidos a los judíos el los comienzos de la Iglesia (cf. Act 2, 22-39; 3, 12-26; 4, 9-12; 5, 29-32; 10, 34-43; 13, 16-41). Estos discursos-modelo, pronunciados por Pedro y por Pablo, anuncian a Jesús e invitan a la «conversión», es decir, a acoger a Jesús por la fe y a dejarse transformar en él por el Espíritu.

Pablo y Bernabé se sienten empujados por el Espíritu hacia los paganos (cf. Act 13 46-48), lo cual no sucede sin tensiones y problemas. ¿Cómo deben vivir su fe en Jesús los gentiles convertidos? ¿Están ellos vinculados a las tradiciones judías y a la ley de la circuncisión? En el primer Concilio, que reúne en Jerusalén a miembros de diversas Iglesias alrededor de los Apóstoles, se toma una decisión reconocida como proveniente del Espíritu: para hacerse cristiano no es necesario que un gentil se someta a la ley judía (cf. Act 15, 5-11.28). Desde aquel momento la Iglesia abre sus puertas y se convierte en la casa donde todos pueden entrar y sentirse a gusto, conservando la propia cultura y las propias tradiciones, siempre que no estén en contraste con el Evangelio.

25. Los misioneros han procedido según esta línea, teniendo muy presentes las expectativas y esperanzas) las angustias y sufrimientos la cultura de la gente para anunciar la salvación en Cristo. Los discursos de Listra y Atenas (cf. Act 14, 11-17; 17, 22-31) son considerados como modelos para la evangelización de los paganos. En ellos Pablo «entra en diálogo» con los valores culturales y religiosos de los diversos pueblos. A los habitantes de Licaonia, que practicaban una religión de tipo cósmico, les recuerda experiencias religiosas que se refieren al cosmos; con los griegos discute sobre filosofía y cita a sus poetas (cf. Act 17, 18.26-28). El Dios al que quiere revelar está ya presente en su vida; es él, en efecto, quien los ha creado y el que dirige misteriosamente los pueblos y la historia. Sin embargo, para reconocer al Dios verdadero, es necesario que abandonen los falsos dioses que ellos mismos han fabricado y abrirse a aquel a quien Dios ha enviado para colmar su ignorancia y satisfacer la espera de sus corazones (cf. Act 17, 27-30). Son discursos que ofrecen un ejemplo de inculturación del Evangelio.

Bajo la acción del Espíritu, la fe cristiana se abre decisivamente a las gentes y el testimonio de Cristo se extiende a los centros más importantes del Mediterráneo oriental para llegar posteriormente a Roma y al extremo occidente. Es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez mas lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal.


El Espíritu hace misionera a toda la Iglesia

26. El Espíritu mueve al grupo de los creyentes a «hacer comunidad», a ser Iglesia. Tras el primer anuncio de Pedro, el día de Pentecostés, y las conversiones que se dieron a continuación, se forma la primera comunidad (cf. Act 2, 42-47; 4, 32-35).

En efecto, uno de los objetivos centrales de la misión es reunir al pueblo para la escucha del Evangelio, en la comunión fraterna, en la oración y la Eucaristía. Vivir «la comunión fraterna» (koinonía) significa tener «un solo corazón y una sola alma» (Act 4, 32), instaurando una comunión bajo todos los aspectos: humano, espiritual y material. De hecho, la verdadera comunidad cristiana, se compromete también a distribuir los bienes terrenos para que no haya indigentes y todos puedan tener acceso a los bienes «según su necesidad» (Act 2, 45; 4, 35). Las primeras comunidades, en las que reinaba «la alegría y sencillez de corazón» (Act 2, 46) eran dinámicamente abiertas y misioneras y «gozaban de la simpatía de todo el pueblo» (Act 2, 47). Aun antes de ser acción, la misión es testimonio e irradiación.34

27. Los Hechos indican que la misión, dirigida primero a Israel y luego a las gentes, se desarrolla a muchos niveles. Ante todo, existe el grupo de los Doce que, como un único cuerpo guiado por Pedro, proclama la Buena Nueva. Está luego la comunidad de los creyentes que, con su modo de vivir y actuar, da testimonio del Señor y convierte a los paganos (cf. Act 2, 46-47). Están también los enviados especiales, destinados a anunciar el Evangelio. Y así, la comunidad cristiana de Antioquía envía sus miembros a misionar: después de haber ayunado, rezado y celebrado la Eucaristía, esta comunidad percibe que el Espíritu Santo ha elegido a Pablo y Bernabé para ser enviados (cf. Act 13, 1-4). En sus orígenes, por tanto, la misión es considerada como un compromiso comunitario y una responsabilidad de la Iglesia local, que tiene necesidad precisamente de «misioneros» para lanzarse hacia nuevas fronteras. Junto a aquellos enviados había otros que atestiguaban espontáneamente la novedad que había transformado sus vidas y luego ponían en conexión las comunidades en formación con la Iglesia apostólica.

La lectura de los Hechos nos hace entender que, al comienzo de la Iglesia, la misión ad gentes, aun contando ya con misioneros «de por vida», entregados a ella por una vocación especial, de hecho era considerada como un fruto normal de la vida cristiana, un compromiso para todo creyente mediante el testimonio personal y el anuncio explícito, cuando era posible.


El Espíritu está presente operante en todo tiempo y lugar


28. El Espíritu se manifiesta de modo particular en la Iglesia y en sus miembros; sin embargo, su presencia y acción son universales, sin límite alguno ni de espacio ni de tiempo.35 El Concilio Vaticano II recuerda la acción del Espíritu en el corazón del hombre, mediante las «semillas de la Palabra», incluso en las iniciativas religiosas, en los esfuerzos de la actividad humana encaminados a la verdad, al bien y a Dios.36

El Espíritu ofrece al hombre «su luz y su fuerza ... a fin de que pueda responder a su máxima vocación»; mediante el Espíritu «el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino»; más aún, «debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma que sólo Dios conoce, se asocien a este misterio pascual».37 En todo caso, la Iglesia «sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema religioso» y «siempre deseará ... saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte».38 El Espíritu, pues, está en el origen mismo de la pregunta existencial y religiosa del hombre, la cual surge no sólo de situaciones contingentes, sino de la estructura misma de su ser.39

La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones. En efecto, el Espíritu se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad en camino; «con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra».40 Cristo resucitado «obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino también, por eso mismo, alentando, purificando y corroborando los generosos propósitos con que la familia humana intenta hacer más llevadera su vida y someter la tierra a este fin».41 Es también el Espíritu quien esparce «las semillas de la Palabra» presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo.42

29. Así el Espíritu que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8) y «obraba ya en el mundo aun antes de que Cristo fuera glorificado »,43 que «llena el mundo y todo lo mantiene unido, que sabe todo cuanto se habla» (Sab 1, 7), nos lleva a abrir más nuestra mirada para considerar su acción presente en todo tiempo y lugar.44 Es una llamada que yo mismo he hecho repetidamente y que me ha guiado en mis encuentros con los pueblos más diversos. La relación de la Iglesia con las demás religiones está guiada por un doble respeto: «Respeto por el hombre en su búsqueda de respuesta a las preguntas más profundas de la vida, y respeto por la acción del Espíritu en el hombre».45 El encuentro interreligioso de Asís, excluida toda interpretación equívoca, ha querido reafirmar mi convicción de que « toda auténtica plegaria está movida por el Espíritu Santo, que está presente misteriosamente en el corazón de cada persona.46

Este Espíritu es el mismo que se ha hecho presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones tiene un papel de preparación evangélica,47 y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, «para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas».48

La acción universal del Espíritu no hay que separarla tampoco de la peculiar acción que despliega en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. En efecto, es siempre el Espíritu quien actúa, ya sea cuando vivifica la Iglesia y la impulsa a anunciar a Cristo, ya sea cuando siembra y desarrolla sus dones en todos los hombres y pueblos, guiando a la Iglesia a descubrirlos, promoverlos y recibirlos mediante el diálogo. Toda clase de presencia del Espíritu ha de ser acogida con estima y gratitud; pero el discernirla compete a la Iglesia, a la cual Cristo ha dado su Espíritu para guiarla hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).


La actividad misionera está aún en sus comienzos

30. Nuestra época, con la humanidad en movimiento y búsqueda, exige un nuevo impulso en la actividad misionera de la Iglesia. Los horizontes y las posibilidades de la misión se ensanchan, y nosotros los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu ¡El es el protagonista de la misión!

En la historia de la humanidad son numerosos los cambios periódicos que favorecen el dinamismo misionero. La Iglesia, guiada por el Espíritu, ha respondido siempre a ellos con generosidad y previsión. Los frutos no han faltado. Hace poco se ha celebrado el milenario de la evangelización de la Rus' y de los pueblos eslavos y se está acercando la celebración del V Centenario de la evangelización de América. Asimismo se han conmemorado recientemente los centenarios de las primeras misiones en diversos Países de Asia, África y Oceanía. Hoy la Iglesia debe afrontar otros desafíos, proyectándose hacia nuevas fronteras, tanto en la primera misión ad gentes, como en la nueva evangelización de pueblos que han recibido ya el anuncio de Cristo. Hoy se pide a todos los cristianos, a las Iglesias particulares y a la Iglesia universal la misma valentía que movió a los misioneros del pasado y la misma disponibilidad para escuchar la voz del Espíritu.


CAPÍTULO IV

LOS INMENSOS HORIZONTES DE LA MISIÓN AD GENTES

31. El Señor Jesús envió a sus Apóstoles a todas las personas y pueblos, y a todos los lugares de la tierra. Por medio de los Apóstoles la Iglesia recibió una misión universal, que no conoce confines y concierne a la salvación en toda su integridad, de conformidad con la plenitud de vida que Cristo vino a traer (cf. Jn 10,10); ha sido enviada «para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos».49

Esta misión es única, al tener el mismo origen y finalidad; pero en el interior de la Iglesia hay tareas y actividades diversas. Ante todo, se da la actividad misionera que vamos a llamar misión ad gentes, con referencia al Decreto conciliar: se trata de una actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca concluida. En efecto, la Iglesia «no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos —y son millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia».50


Un marco religioso, complejo y en movimiento

32. Hoy nos encontramos ante una situación religiosa bastante diversificada y cambiante; los pueblos están en movimiento; realidades sociales y religiosas, que tiempo atrás eran claras y definidas, hoy día se transforman en situaciones complejas. Baste pensar en algunos fenómenos, como el urbanismo, las migraciones masivas, el movimiento de prófugos, la descristianización de países de antigua cristiandad, el influjo pujante del Evangelio y de sus valores en naciones de grandísima mayoría no cristiana, el pulular de mesianismos y sectas religiosas. Es un trastocamiento tal de situaciones religiosas y sociales, que resulta difícil aplicar concretamente determinadas distinciones y categorías eclesiales a las que ya estábamos acostumbrados. Antes del Concilio ya se decía de algunas metrópolis o tierras cristianas que se habían convertido en « países de misión »; ciertamente la situación no ha mejorado en los años sucesivos.

Por otra parte, la actividad misionera ha dado ya abundantes frutos en todas las partes del mundo, debido a lo cual hay ya Iglesias establecidas, a veces tan sólidas y maduras que proveen adecuadamente a las necesidades de las propias comunidades y envían también personal para la evangelización a otras Iglesias y territorios. Surge de aquí el contraste con áreas de antigua cristiandad, que es necesario reevangelizar. Tanto es así que algunos se preguntan si aún se puede hablar de actividad misionera específica o de ámbitos precisos de la misma, o más bien se debe admitir que existe una situación misionera única, no habiendo en consecuencia más que una sola misión, igual por todas partes. La dificultad de interpretar esta realidad compleja y mudable respecto al mandato de evangelización, se manifiesta ya en el mismo «vocabulario misionero»; por ejemplo, existe una cierta duda en usar los términos «misiones» y «misioneros», por considerarlos superados y cargados de resonancias históricas negativas. Se prefiere emplear el substantivo «misión» en singular y el adjetivo «misionero», para calificar toda actividad de la Iglesia.

Tal entorpecimiento esta indicando un cambio real que tiene aspectos positivos. La llamada vuelta o «repatriación» de las misiones a la misión de la Iglesia, la confluencia de la misionología en la eclesiología y la inserción de ambas en el designio trinitario de salvación, han dado un nuevo respiro a la misma actividad misionera, concebida no ya como una tarea al margen de la Iglesia, sino inserta en el centro de su vida, como compromiso básico de todo el Pueblo de Dios. Hay que precaverse, sin embargo, contra el riesgo de igualar situaciones muy distintas y de reducir, si no hacer desaparecer, la misión y los misioneros ad gentes. Afirmar que toda la Iglesia es misionera no excluye que haya una específica misión ad gentes; al igual que decir que todos los católicos deben ser misioneros, no excluye que haya «misioneros ad gentes y de por vida», por vocación específica.


La misión « ad gentes » conserva su valor


33. Las diferencias en cuanto a la actividad dentro de esta misión de la Iglesia, nacen no de razones intrínsecas a la misión misma, sino de las diversas circunstancias en las que ésta se desarrolla.51 Mirando al mundo actual, desde el punto de vista de la evangelización, se pueden distinguir tres situaciones.

En primer lugar, aquella a la cual se dirige la actividad misionera de la Iglesia: pueblos, grupos humanos, contextos socioculturales donde Cristo y su Evangelio no son conocidos, o donde faltan comunidades cristianas suficientemente maduras como para poder encarnar la fe en el propio ambiente y anunciarla a otros grupos. Esta es propiamente la misión ad gentes.52

Hay también comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas; tienen un gran fervor de fe y de vida; irradian el testimonio del Evangelio en su ambiente y sienten el compromiso de la misión universal. En ellas se desarrolla la actividad o atención pastoral de la Iglesia.

Se da, por último, una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también en las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una «nueva evangelización» o «reevangelización».

34. La actividad misionera específica, o misión ad gentes, tiene como destinatarios «a los pueblos o grupos humanos que todavía no creen en Cristo», «a los que están alejados de Cristo», entre los cuales la Iglesia «no ha arraigado todavía» 53, y cuya cultura no ha sido influenciada aún por el Evangelio.54 Esta actividad se distingue de las demás actividades eclesiales, porque se dirige a grupos y ambientes no cristianos, debido a la ausencia o insuficiencia del anuncio evangélico y de la presencia eclesial. Por tanto, se caracteriza como tarea de anunciar a Cristo y a su Evangelio, de edificación de la Iglesia local, de promoción de los valores del Reino. La peculiaridad de esta misión ad gentes está en el hecho de que se dirige a los «no cristianos». Por tanto, hay que evitar que esta «responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia», 55 se vuelva una flaca realidad dentro de la misión global del Pueblo de Dios y, consiguientemente, descuidada u olvidada.

Por lo demás, no es fácil definir los confines entre atención pastoral a los fieles, nueva evangelización y actividad misionera específica, y no es pensable crear entre ellos barreras o recintos estancados. No obstante, es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio y por la fundación de nuevas Iglesias en los pueblos y grupos humanos donde no existen, porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia, que ha sido enviada a todos los pueblos, hasta los confines dela tierra. Sin la misión ad gentes, la misma dimensión misionera de la Iglesia estaría privada de su significado fundamental y de su actuación ejemplar.

Hay que subrayar, además, una real y creciente interdependencia entre las diversas actividades salvíficas de la Iglesia: cada una influye en la otra, la estimula y la ayuda. El dinamismo misionero crea intercambio entre las Iglesias y las orienta hacia el mundo exterior, influyendo positivamente en todos los sentidos. Las Iglesias de antigua cristiandad, por ejemplo, ante la dramática tarea de la nueva evangelización, comprenden mejor que no pueden ser misioneras respecto a los no cristianos de otros países o continentes, si antes no se preocupan seriamente de los no cristianos en su propia casa. La misión ad intra es signo creíble y estímulo para la misión ad extra, y viceversa.


A todos los pueblos, no obstante las dificultades


35. La misión ad gentes tiene ante sí una tarea inmensa que de ningún modo está en vías de extinción. Al contrario, bien sea bajo el punto de vista numérico por el aumento demográfico, o bien bajo el punto de vista sociocultural por el surgir de nuevas relaciones, comunicaciones y cambios de situaciones, parece destinada hacia horizontes todavía más amplios. La tarea de anunciar a Jesucristo a todos los pueblos se presenta inmensa y desproporcionada respecto a las fuerzas humanas de la Iglesia.

Las dificultades parecen insuperables y podrían desanimar, si se tratara de una obra meramente humana. En algunos países está prohibida la entrada de misioneros; en otros, está prohibida no sólo la evangelización, sino también la conversión e incluso el culto cristiano. En otros lugares los obstáculos son de tipo cultural: la transmisión del mensaje evangélico resulta insignificante o incomprensible, y la conversión está considerada como un abandono del propio pueblo y cultura.

36. No faltan tampoco dificultades internas al Pueblo de Dios, las cuales son ciertamente las más dolorosas. Mi predecesor Pablo VI señalaba, en primer lugar, «la falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza».56 Grandes obstáculos para la actividad misionera de la Iglesia son también las divisiones pasadas y presentes entre los cristianos, 57 la descristianización de países cristianos, la disminución de las vocaciones al apostolado, los antitestimonios de fieles que en su vida no siguen el ejemplo de Cristo. Pero una de las razones más graves del escaso interés por el compromiso misionero es la mentalidad indiferentista, ampliamente difundida, por desgracia, incluso entre los cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que «una religión vale la otra». Podemos añadir —como decía el mismo Pontífice— que no faltan tampoco «pretextos que parecen oponerse a la evangelización. Los más insidiosos son ciertamente aquellos para cuya justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio».58

A este respecto, recomiendo vivamente a los teólogos y a los profesionales de la prensa cristiana que intensifiquen su propio servicio a la misión, para encontrar el sentido profundo de su importante labor, siguiendo la recta vía del sentire cum Ecclesia.

Las dificultades internas y externas no deben hacernos pesimistas o inactivos. Lo que cuenta —aquí como en todo sector de la vida cristiana— es la confianza que brota de la fe, o sea, de la certeza de que no somos nosotros los protagonistas de la misión , sino Jesucristo y su Espíritu. Nosotros únicamente somos colaboradores y, cuando hayamos hecho todo lo que hemos podido, debemos decir: «Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17, 10).


Ámbitos de la misión « ad gentes »

37. La misión ad gentes en virtud del mandato universal de Cristo no conoce confines. Sin embargo, se pueden delinear varios ámbitos en los que se realiza, de modo que se pueda tener una visión real de la situación.

a) Ámbitos territoriales

La actividad misionera ha sido definida normalmente en relación con territorios concretos. El Concilio Vaticano II ha reconocido la dimensión territorial de la misión ad gentes, 59 que también hoy es importante, en orden a determinar responsabilidades, competencias y límites geográficos de acción. Es verdad que a una misión universal debe corresponder una perspectiva universal. En efecto, la Iglesia no puede aceptar que límites geográficos o dificultades de índole política sean obstáculo para su presencia misionera. Pero también es verdad que la actividad misionera ad gentes, al ser diferente de la atención pastoral a los fieles y de la nueva evangelización de los no practicantes, se ejerce en territorios y entre grupos humanos bien definidos.

El multiplicarse de las jóvenes Iglesias en tiempos recientes no debe crear ilusiones. En los territorios confiados a estas Iglesias, especialmente en Asia, pero también en África, América Latina y Oceanía, hay vastas zonas sin evangelizar; a pueblos enteros y áreas culturales de gran importancia en no pocas naciones no ha llegado aún el anuncio evangélico y la presencia de la Iglesia local.60 Incluso en países tradicionalmente cristianos hay regiones confiadas al régimen especial de la misión ad gentes grupos y áreas no evangelizadas. Se impone pues, incluso en estos países, no sólo una nueva evangelización sino también, en algunos casos, una primera evangelización.61

Las situaciones, con todo, no son homogéneas. Aun reconociendo que las afirmaciones sobre la responsabilidad misionera de la Iglesia no son creíbles, si no están respaldadas por un serio esfuerzo de nueva evangelización en los países de antigua cristiandad, no parece justo equiparar la situación de un pueblo que no ha conocido nunca a Jesucristo con la de otro que lo ha conocido, lo ha aceptado y después lo ha rechazado, aunque haya seguido viviendo en una cultura que ha asimilado en gran parte los principios y valores evangélicos. Con respecto a la fe, son dos situaciones sustancialmente distintas. De ahí que, el criterio geográfico, aunque no muy preciso y siempre provisional, sigue siendo válido todavía para indicar las fronteras hacia las que debe dirigirse la actividad misionera. Hay países, áreas geográficas y culturales en que faltan comunidades cristianas autóctonas; en otros lugares éstas son tan pequeñas, que no son un signo claro de la presencia cristiana; o bien estas comunidades carecen de dinamismo para evangelizar su sociedad o pertenecen a poblaciones minoritarias, no insertadas en la cultura nacional dominante. En el Continente asiático, en particular, hacia el que debería orientarse principalmente la misión ad gentes, los cristianos son una pequeña minoría, por más que a veces se den movimientos significativos de conversión y modos ejemplares de presencia cristiana.

b) Mundos y fenómenos sociales nuevos

Las rápidas y profundas transformaciones que caracterizan el mundo actual, en particular el Sur, influyen grandemente en el campo misionero: donde antes existían situaciones humanas y sociales estables, hoy día todo está cambiado. Piénsese, por ejemplo, en la urbanización y en el incremento masivo de las ciudades, sobre todo donde es más fuerte la presión demográfica. Ahora mismo, en no pocos países, más de la mitad de la población vive en algunas megalópolis, donde los problemas humanos a menudo se agravan incluso por el anonimato en que se ven sumergidas las masas humanas.

En los tiempos modernos la actividad misionera se ha desarrollado sobre todo en regiones aisladas, distantes de los centros civilizados e inaccesibles por la dificultades de comunicación, de lengua y de clima. Hoy la imagen de la misión ad gentes quizá está cambiando: lugares privilegiados deberían ser las grandes ciudades, donde surgen nuevas costumbres y modelos de vida, nuevas formas de cultura, que luego influyen sobre la población. Es verdad que la «opción por los últimos» debe llevar a no olvidar los grupos humanos más marginados y aislados, pero también es verdad que no se pueden evangelizar las personas o los pequeños grupos descuidando, por así decir, los centros donde nace una humanidad nueva con nuevos modelos de desarrollo. El futuro de las jóvenes naciones se está formando en las ciudades.

Hablando del futuro no se puede olvidar a los jóvenes, que en numerosos países representan ya más de la mitad de la población. ¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no cristianos, que son el futuro de Continentes enteros? Evidentemente ya no bastan los medios ordinarios de la pastoral; hacen falta asociaciones e instituciones, grupos y centros apropiados, iniciativas culturales y sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los movimientos eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño.

Entre los grandes cambios del mundo contemporáneo, las migraciones han producido un fenómeno nuevo: los no cristianos llegan en gran número a los países de antigua cristiandad, creando nuevas ocasiones de comunicación e intercambios culturales, lo cual exige a la Iglesia la acogida, el diálogo, la ayuda y, en una palabra, la fraternidad. Entre los emigrantes, los refugiados ocupan un lugar destacado y merecen la máxima atención. Estos son ya muchos millones en el mundo y no cesan de aumentar; han huido de condiciones de opresión política y de miseria inhumana, de carestías y sequías de dimensiones catastróficas. La Iglesia debe acogerlos en el ámbito de su solicitud apostólica.

Finalmente, se deben recordar las situaciones de pobreza, a menudo intolerable, que se dan en no pocos países y que, con frecuencia, son el origen de las migraciones de masa. La comunidad de los creyentes en Cristo se ve interpelada por estas situaciones inhumanas: el anuncio de Cristo y del Reino de Dios debe llegar a ser instrumento de rescate humano para estas poblaciones.

c) Áreas culturales o areópagos modernos

Pablo, después de haber predicado en numerosos lugares, una vez llegado a Atenas se dirige al areópago donde anuncia el Evangelio usando un lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente (cf. Act 17, 22-31). El areópago representaba entonces el centro de la cultura del docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como símbolo de los nuevos ambientes donde debe proclamarse el Evangelio.

El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola —como suele decirse— en una «aldea global». Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales. Las nuevas generaciones, sobre todo, crecen en un mundo condicionado por estos medios. Quizás se ha descuidado un poco este areópago: generalmente se privilegian otros instrumentos para el anuncio evangélico y para la formación cristiana, mientras los medios de comunicación social se dejan a la iniciativa de individuos o de pequeños grupos, y entran en la programación pastoral sólo a nivel secundario. El trabajo en estos medios, sin embargo, no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta, pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos sicológicos. Mi predecesor Pablo VI decía que: «la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo»;62 y el campo de la comunicación actual confirma plenamente este juicio.

Existen otros muchos areópagos del mundo moderno hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías; la promoción de la mujer y del niño; la salvaguardia de la creación, son otros tantos sectores que han de ser iluminados con la luz del Evangelio.

Hay que recordar, además, el vastísimo areópago de la cultura, de la investigación científica, de las relaciones internacionales que favorecen el diálogo y conducen a nuevos proyectos de vida. Conviene estar atentos y comprometidos con estas instancias modernas. Los hombres se sienten como navegantes en el mar tempestuoso de la vida, llamados siempre a una mayor unidad y solidaridad: las soluciones a los problemas existenciales deben ser estudiadas, discutidas y experimentadas con la colaboración de todos. Por esto los organismos y encuentros internacionales se demuestran cada vez más importantes en muchos sectores de la vida humana, desde la cultura a la política, desde la economía a la investigación. Los cristianos, que viven y trabajan en esta dimensión internacional, deben recordar siempre su deber de dar testimonio del Evangelio.

38. Nuestro tiempo es dramático y al mismo tiempo fascinador. Mientras por un lado los hombres dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro, manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de interioridad , el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y de oración. No sólo en las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en las sociedades secularizadas, se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este fenómeno así llamado del «retorno religioso» no carece de ambigüedad, pero también encierra una invitación. La Iglesia tiene un inmenso patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).Es la vía cristiana para el encuentro con Dios, para la oración, la ascesis, el descubrimiento del sentido de la vida. También éste es un areópago que hay que evangelizar.


Fidelidad a Cristo y promoción de la libertad del hombre

39. Todas las formas de la actividad misionera están marcadas por la conciencia de promover la libertad del hombre, anunciándole a Jesucristo. La Iglesia debe ser fiel a Cristo, del cual es el Cuerpo y continuadora de su misión. Es necesario que ella camine «por el mismo sendero que Cristo; es decir, por el sendero de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación propia hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección».63 La Iglesia, pues, tiene el deber de hacer todo lo posible para desarrollar su misión en el mundo y llegar a todos los pueblos; tiene también el derecho que le ha dado Dios para realizar su plan. La libertad religiosa, a veces todavía limitada o coartada, es la premisa y la garantía de todas las libertades que aseguran el bien común de las personas y de los pueblos. Es de desear que la auténtica libertad religiosa sea concedida a todos en todo lugar; ya con este fin la Iglesia despliega su labor en los diferentes países, especialmente en los de mayoría católica, donde tiene un mayor peso. No se trata de un problema de religión de mayoría o de minoría, sino más bien de un derecho inalienable de toda persona humana.

Por otra parte, la Iglesia se dirige al hombre en el pleno respeto de su libertad.64 La misión no coarta la libertad, sino más bien la favorece. La Iglesia propone, no impone nada: respeta las personas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la conciencia. A quienes se oponen con los pretextos más variados a la actividad misionera de la Iglesia; ella va repitiendo: ¡Abrid las puertas a Cristo!

Me dirijo a todas las Iglesias particulares, jóvenes y antiguas. El mundo va unificándose cada vez más, el espíritu evangélico debe llevar a la superación de las barreras culturales y nacionalísticas, evitando toda cerrazón. Benedicto XV ya amonestaba a los misioneros de su tiempo a que, si acaso «se olvidaban de la propia dignidad, pensasen en su patria terrestre más que en la del cielo».65 La misma amonestación vale hoy para las Iglesias particulares: ¡Abrid las puertas a los misioneros!, ya que « una Iglesia particular que se desgajara voluntariamente de la Iglesia universal perdería su referencia al designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial ».66


Dirigir la atención hacia el Sur y hacia el Oriente


40. La actividad misionera representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia. Mientras se aproxima el final del segundo milenio de la Redención, es cada vez más evidente que las gentes que todavía no han recibido el primer anuncio de Cristo son la mayoría de la humanidad. EL balance de la actividad misionera en los tiempos modernos es ciertamente positivo: la Iglesia ha sido fundada en todos los Continentes; es más, hoy la mayoría de los fieles y de las Iglesias particulares ya no están en la vieja Europa sino en los Continentes que los misioneros han abierto a la fe.

Sin embargo, se da el caso de que «los confines de la tierra», a los que debe llegar el Evangelio, se alejan cada vez más, y la sentencia de Tertuliano, según la cual «el Evangelio ha sido anunciado en toda la tierra y a todos los pueblos» 67 está muy lejos de su realización concreta: la misión ad gentes está todavía en los comienzos. Nuevos pueblos comparecen en la escena mundial y también ellos tienen el derecho a recibir el anuncio de la salvación. El crecimiento demográfico del Sur y de Oriente, en países no cristianos, hace aumentar continuamente el número de personas que ignoran la redención de Cristo.

Hay que dirigir, pues, la atención misionera hacia aquellas áreas geográficas y aquellos ambientes culturales que han quedado fuera del influjo evangélico. Todos los creyentes en Cristo deben sentir como parte integrante de su fe la solicitud apostólica de transmitir a otros su alegría y su luz. Esta solicitud debe convertirse, por así decirlo, en hambre y sed de dar a conocer al Señor, cuando se mira abiertamente hacia los inmensos horizontes del mundo no cristiano.


CAPÍTULO V

LOS CAMINOS DE LA MISIÓN

41. «La actividad misionera es, en última instancia, la manifestación del propósito de Dios, o epifanía, y su realización en el mundo y en la historia, en la que Dios, por medio de la misión, perfecciona abiertamente la historia de la salvación».68 ¿Qué camino sigue la Iglesia para conseguir este resultado?

La misión es una realidad unitaria, pero compleja, y se desarrolla de diversas maneras, entre las cuales algunas son de particular importancia en la presente situación de la Iglesia y del mundo.


La primera forma de evangelización es el testimonio

42. El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; 69 cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión: Cristo, de cuya misión somos continuadores, es el «Testigo» por excelencia (Ap 1, 5; 3, 14) y el modelo del testimonio cristiano. El Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la asocia al testimonio que él da de Cristo (cf. Jn 15, 26-27).

La primera forma de testimonio es la vida misma del misionero, la de la familia cristiana y de la comunidad eclesial, que hace visible un nuevo modo de comportarse. El misionero que, aun con todos los límites y defectos humanos, vive con sencillez según el modelo de Cristo, es un signo de Dios y de las realidades trascendentales. Pero todos en la Iglesia, esforzándose por imitar al divino Maestro, pueden y deben dar este testimonio,70 que en muchos casos es el único modo posible de ser misioneros.

El testimonio evangélico, al que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas y el de la caridad para con los pobres y los pequeños, con los que sufren. La gratuidad de esta actitud y de estas acciones, que contrastan profundamente con el egoísmo presente en el hombre, hace surgir unas preguntas precisas que orientan hacia Dios y el Evangelio. Incluso el trabajar por la paz, la justicia, los derechos del hombre, la promoción humana, es un testimonio del Evangelio, si es un signo de atención a las personas y está ordenado al desarrollo integral del hombre.71

43. EL cristiano y las comunidades cristianas viven profundamente insertados en la vida de sus pueblos respectivos y son signo del Evangelio incluso por la fidelidad a su patria, a su pueblo, a la cultura nacional, pero siempre con la libertad que Cristo ha traído. El cristianismo está abierto a la fraternidad universal, porque todos los hombres son hijos del mismo Padre y hermanos en Cristo.

La Iglesia está llamada a dar su testimonio de Cristo, asumiendo posiciones valientes y proféticas ante la corrupción del poder político o económico; no buscando la gloria o bienes materiales; usando sus bienes para el servicio de los más pobres e imitando la sencillez de vida de Cristo. La Iglesia y los misioneros deben dar también testimonio de humildad, ante todo en sí mismos, lo cual se traduce en la capacidad de un examen de conciencia, a nivel personal y comunitario, para corregir en los propios comportamientos lo que es antievangélico y desfigura el rostro de Cristo.


El primer anuncio de Cristo Salvador

44. EL anuncio tiene la prioridad permanente en la misión: la Iglesia no puede substraerse al mandato explícito de Cristo; no puede privar a los hombres de la «Buena Nueva» de que son amados y salvados por Dios. «La evangelización también debe contener siempre —como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo— una clara proclamación de que en Jesucristo, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios».72 Todas las formas de la actividad misionera están orientadas hacia esta proclamación que revela e introduce el misterio escondido en los siglos y revelado en Cristo (cf. Ef 3, 3-9; Col 1, 25-29), el cual es el centro de la misión y de la vida de la Iglesia, como base de toda la evangelización.

En la compleja realidad de la misión, el primer anuncio tiene una función central e insustituible, porque introduce «en el misterio del amor de Dios, quien lo llama a iniciar una comunicación personal con él en Cristo»73 y abre la vía para la conversión. La fe nace del anuncio, y toda comunidad eclesial tiene su origen y vida en la respuesta de cada fiel a este anuncio.74 Como la economía salvífica está centrada en Cristo, así la actividad misionera tiende a la proclamación de su misterio.

EL anuncio tiene por objeto a Cristo crucificado, muerto y resucitado: en él se realiza la plena y auténtica liberación del mal, del pecado y de la muerte; por él, Dios da la «nueva vida», divina y eterna. Esta es la «Buena Nueva» que cambia al hombre y la historia de la humanidad, y que todos los pueblos tienen el derecho a conocer. Este anuncio se hace en el contexto de la vida del hombre y de los pueblos que lo reciben. Debe hacerse además con una actitud de amor y de estima hacia quien escucha, con un lenguaje concreto y adaptado a las circunstancias. En este anuncio el Espíritu actúa e instaura una comunión entre el misionero y los oyentes, posible en la medida en que uno y otros entran en comunión, por Cristo, con el Padre.75

45. Al hacerse en unión con toda la comunidad eclesial, el anuncio nunca es un hecho personal. El misionero está presente y actúa en virtud de un mandato recibido y, aunque se encuentre solo , está unido por vínculos invisibles, pero profundos, a la actividad evangelizadora de toda la Iglesia.76 Los oyentes, pronto o más tarde, vislumbran a través de él la comunidad que lo ha enviado y lo sostiene.

El anuncio está animado por la fe, que suscita entusiasmo y fervor en el misionero. Como ya se ha dicho, los Hechos de los Apóstoles expresan esta actitud con la palabra parresía, que significa hablar con franqueza y valentía; este término se encuentra también en san Pablo: «Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas» (1 Tes 2, 2). «Orando ... también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef 6, 19-20).

Al anunciar a Cristo a los no cristianos, el misionero está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza, de modo que el misionero no se desalienta ni desiste de su testimonio, incluso cuando es llamado a manifestar su fe en un ambiente hostil o indiferente. Sabe que el Espíritu del Padre habla en él (cf. Mt 10, 17-20; Lc 12, 11-12) y puede repetir con los Apóstoles: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo» (Act 5, 32). Sabe que no anuncia una verdad humana, sino la «Palabra de Dios», la cual tiene una fuerza intrínseca y misteriosa (cf. Rom 1, 16).

La prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo. Como siempre en la historia cristiana, los «mártires», es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del Evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los anunciadores y los testigos por excelencia.


Conversión y bautismo

46. El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. La conversión es un don de Dios, obra de la Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que los hombres puedan creer en el Señor y «confesarlo» (cf. 1 Cor 12, 3). De quien se acerca a él por la fe, Jesús dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6, 44).

La conversión se expresa desde el principio con una fe total y radical, que no pone límites ni obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, determina un proceso dinámico y permanente que dura toda la existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida «según la carne» a la «vida según el Espíritu» (cf. Rom 8, 3-13). La conversión significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos.

La Iglesia llama a todos a esta conversión, siguiendo el ejemplo de Juan Bautista que preparaba los caminos hacia Cristo, «proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Mc 1, 4), y los caminos de Cristo mismo, el cual, «después que Juan fue entregado, marchó ... a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"» (Mc 1, 14-15).

Hoy la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a los no cristianos, se pone en tela de juicio o pasa en silencio. Se ve en ella un acto de «proselitismo»; se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero se olvida que toda persona tiene el derecho a escuchar la «Buena Nueva» de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de este acontecimiento resuena en las palabras de Jesús a la Samaritana: «Si conocieras el don de Dios» y en el deseo inconsciente, pero ardiente de la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed» (Jn 4,10.15).

47. Los Apóstoles, movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo. Inmediatamente después del acontecimiento de Pentecostés, Pedro habla a la multitud de manera persuasiva «Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás Apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo"» (Act 2, 37-38). Y bautizó aquel día cerca de tres mil personas. Pedro mismo, después de la curación del tullido, habla a la multitud y repite: «Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados» (Act 3, 19).

La conversión a Cristo está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia, sino por voluntad del mismo Cristo, que envió a hacer discípulos a todas las gentes y a bautizarlas (cf. Mt 28, 19); está relacionada también por la exigencia intrínseca de recibir la plenitud de la nueva vida en él: «En verdad, en verdad te digo: —dice Jesús a Nicodemo— el que no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5). En efecto, el bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios, nos une a Jesucristo y nos unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la conversión, como un signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

Todo esto hay que recordarlo, porque no pocos, precisamente donde se desarrolla la misión ad gentes, tienden a separar la conversión a Cristo del bautismo, considerándolo como no necesario. Es verdad que en ciertos ambientes se advierten aspectos sociológicos relativos al bautismo que oscurecen su genuino significado de fe y su valor eclesial. Esto se debe a diversos factores históricos y culturales, que es necesario remover donde todavía subsisten, a fin de que el sacramento de la regeneración espiritual aparezca en todo su valor. A este cometido deben dedicarse las comunidades eclesiales locales. También es verdad que no pocas personas afirman que están interiormente comprometidas con Cristo y con su mensaje, pero no quieren estarlo sacramentalmente, porque, a causa de sus prejuicios o de las culpas de los cristianos, no llegan a percibir la verdadera naturaleza de la Iglesia, misterio de fe y de amor.77 Deseo alentar, pues, a estas personas a abrirse plenamente a Cristo, recordándoles que, si sienten el atractivo de Cristo, él mismo ha querido a la Iglesia como «lugar» donde pueden encontrarlo realmente. Al mismo tiempo, invito a los fieles y a las comunidades cristianas a dar auténtico testimonio de Cristo con su nueva vida.

Ciertamente, cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella, no sólo porque debe ser preparado para el bautismo con el catecumenado y continuar luego con la instrucción religiosa, sino porque, especialmente si es adulto, lleva consigo, como una energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido. Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día.


Formación de Iglesias locales

48. La conversión y el bautismo introducen en la Iglesia, donde ya existe, o requieren la constitución de nuevas comunidades que confiesen a Jesús Salvador y Señor. Esto forma parte del designio de Dios, al cual plugo «llamar a los hombres a participar de su vida no sólo individualmente, sin mutua conexión alguna entre ellos, sino constituirlos en un pueblo en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en unidad».78

La misión ad gentes tiene este objetivo: fundar comunidades cristianas, hacer crecer las Iglesias hasta su completa madurez. Esta es una meta central y específica de la actividad misionera, hasta el punto de que ésta no puede considerarse desarrollada, mientras no consiga edificar una nueva Iglesia particular, que funcione normalmente en el ambiente local. De esto habla ampliamente el Decreto Ad gentes.79 Después del Concilio se ha ido desarrollando una línea teológica para subrayar que todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera. Se trata de un trabajo considerable y largo, del cual es difícil indicar las etapas precisas, con las que se termina la acción propiamente misionera y se pasa a la actividad pastoral. No obstante, algunos puntos deben quedar claros.

49. Es necesario, ante todo, tratar de establecer en cada lugar comunidades cristianas que sean un «exponente de la presencia de Dios en el mundo» 80 y crezcan hasta llegar a ser Iglesias. A pesar del gran número de diócesis, existen todavía grandes áreas en que las Iglesias locales o no existen en absoluto o son insuficientes con respecto a la extensión del territorio y a la densidad y variedad de la población; queda por realizar un gran trabajo de implantación y desarrollo de la Iglesia. Esta fase de la historia eclesial, llamada plantatio Ecclesiae, no está terminada; es más, en muchos agrupamientos humanos debe empezar aún.

La responsabilidad de este cometido recae sobre la Iglesia universal y sobre las Iglesias particulares, sobre el pueblo de Dios entero y sobre todas las fuerzas misioneras. Cada Iglesia, incluso la formada por neoconvertidos, es misionera por naturaleza, es evangelizada y evangelizadora, y la fe siempre debe ser presentada como un don de Dios para vivirlo en comunidad (familias, parroquias, asociaciones) y para irradiarlo fuera, sea con el testimonio de vida, sea con la palabra. La acción evangelizadora de la comunidad cristiana, primero en su propio territorio y luego en otras partes, como participación en la misión universal, es el signo más claro de madurez en la fe. Es necesaria una radical conversión de la mentalidad para hacerse misioneros, y esto vale tanto para las personas, como para las comunidades. El Señor llama siempre a salir de uno mismo, a compartir con los demás los bienes que tenemos, empezando por el más precioso que es la fe. A la luz de este imperativo misionero se deberá medir la validez de los organismos, movimientos, parroquias u obras de apostolado de la Iglesia. Sólo haciéndose misionera la comunidad cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y su vigor de fe.

Las fuerzas misioneras provenientes de otras Iglesias y países deben actuar en comunión con las Iglesias locales para el desarrollo de la comunidad cristiana. En particular, concierne a ellas —siguiendo siempre las directrices de los Obispos y en colaboración con los responsables del lugar— promover la difusión de la fe y la expansión de la Iglesia en los ambientes y grupos no cristianos; y animar en sentido misionero a las Iglesias locales, de manera que la preocupación pastoral vaya unida siempre a la preocupación por la misión ad gentes. Cada Iglesia hará propia, entonces, la solicitud de Cristo, Buen Pastor, que se entrega a su grey y al mismo tiempo, se preocupa de las «otras ovejas que no son de este redil» (Jn 10, 15).

50. Esta solicitud constituirá un motivo y un estímulo para una renovada acción ecuménica. Los vínculos existentes entre actividad ecuménica y actividad misionera hacen necesario considerar dos factores concomitantes. Por una parte se debe reconocer que «la división de los cristianos perjudica a la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura y cierra a muchos las puertas de la fe».81 El hecho de que la Buena Nueva de la reconciliación sea predicada por los cristianos divididos entre sí debilita su testimonio, y por esto es urgente trabajar por la unidad de los cristianos, a fin de que la actividad misionera sea más incisiva. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que los mismos esfuerzos por la unidad constituyen de por sí un signo de la obra de reconciliación que Dios realiza en medio de nosotros.

Por otra parte, es verdad que todos los que han recibido el bautismo en Cristo están en una cierta comunión entre sí, aunque no perfecta. Sobre esta base se funda la orientación dada por el Concilio: «En cuanto lo permitan las condiciones religiosas, promuévase la acción ecuménica de forma que, excluida toda especie tanto de indiferentismo y confusionismo como de emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo mediante la profesión común, en cuanto sea posible, de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones y den vida a la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos».82

La actividad ecuménica y el testimonio concorde de Jesucristo, por parte de los cristianos pertenecientes a diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, ha dado ya abundantes frutos. Es cada vez más urgente que ellos colaboren y den testimonio unidos, en este tiempo en el que sectas cristianas y paracristianas siembran confusión con su acción. La expansión de estas sectas constituye una amenaza para la Iglesia católica y para todas las comunidades eclesiales con las que ella mantiene un diálogo. Donde sea posible y según las circunstancias locales, la respuesta de los cristianos deberá ser también ecuménica.


Las « comunidades eclesiales de base » fuerza evangelizadora

51. Un fenómeno de rápida expansión en las jóvenes Iglesias, promovido, a veces, por los Obispos y sus Conferencias como opción prioritaria de la pastoral, lo constituyen las «comunidades eclesiales de base» (conocidas también con otros nombres), que están dando prueba positiva como centros de formación cristiana y de irradiación misionera. Se trata de grupos de cristianos a nivel familiar o de ámbito restringido, los cuales se reúnen para la oración, la lectura de la Escritura, la catequesis, para compartir problemas humanos y eclesiales de cara a un compromiso común. Son un signo de vitalidad de la Iglesia, instrumento de formación y de evangelización un punto de partida válido para una nueva sociedad fundada sobre la «civilización del Amor».

Estas comunidades descentralizan y articulan la comunidad parroquial a la que permanecen siempre unidas; se enraízan en ambientes populares y rurales, convirtiéndose en fermento de vida cristiana, de atención a los últimos, de compromiso en pos de la transformación de la sociedad. En ellas cada cristiano hace una experiencia comunitaria, gracias a la cual también él se siente un elemento activo, estimulado a ofrecer su colaboración en las tareas de todos. De este modo, las mismas comunidades son instrumento de evangelización y de primer anuncio, así como fuente de nuevos ministerios, a la vez que, animadas por la caridad de Cristo, ofrecen también una orientación sobre el modo de superar divisiones, tribalismos y racismos.

En efecto, toda comunidad, para ser cristiana, debe formarse y vivir en Cristo, en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración centra da en la Eucaristía, en la comunión expresada en la unión de corazones y espíritus, así como en el compartir según las necesidades de los miembros (cf. Act 2, 42-47). Cada comunidad —recordaba Pablo VI— debe vivir unida a la Iglesia particular y universal, en sincera comunión con los Pastores y el Magisterio, comprometida en la irradiación misionera y evitando toda forma de cerrazón y de instrumentalización ideológica.83 Y el Sínodo de los Obispos ha afirmado: « Porque la Iglesia es comunión, las así llamadas nuevas comunidades de base, si verdaderamente viven en la unidad con la Iglesia, son verdadera expresión de comunión e instrumento para edificar una comunión más profunda. Por ello, dan una gran esperanza para la vida de la Iglesia.84


Encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos

52. Al desarrollar su actividad misionera entre las gentes, la Iglesia encuentra diversas culturas y se ve comprometida en el proceso de inculturación. Es ésta una exigencia que ha marcado todo su camino histórico, pero hoy es particularmente aguda y urgente.

El proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere largo tiempo: no se trata de una mera adaptación externa, ya que la inculturación «significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas».85 Es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión y la praxis de la Iglesia. Pero es también un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo las características y la integridad de la fe cristiana.

Por medio de la inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; 86 transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro.87 Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión.

Gracias a esta acción en las Iglesias locales, la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, como la evangelización, el culto, la teología, la caridad; conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación. Estos temas, presentes en el Concilio y en el Magisterio posterior, los he afrontado repetidas veces en mis visitas pastorales a las Iglesias jóvenes.88

La inculturación es un camino lento que acompaña toda la vida misionera y requiere la aportación de los diversos colaboradores de la misión ad gentes, la de las comunidades cristianas a medida que se desarrollan, la de los Pastores que tienen la responsabilidad de discernir y fomentar su actuación.89

53. Los misioneros, provenientes de otras Iglesias y países, deben insertarse en el mundo sociocultural de aquellos a quienes son enviados, superando los condicionamientos del propio ambiente de origen. Así, deben aprender la lengua de la región donde trabajan, conocer las expresiones más significativas de aquella cultura, descubriendo sus valores por experiencia directa. Solamente con este conocimiento los misioneros podrán llevar a los pueblos de manera creíble y fructífera el conocimiento del misterio escondido (cf. Rom 16, 25-27; Ef 3, 5). Para ellos no se trata ciertamente de renegar a la propia identidad cultural, sino de comprender, apreciar, promover y evangelizar la del ambiente donde actúan y, por consiguiente, estar en condiciones de comunicar realmente con él, asumiendo un estilo de vida que sea signo de testimonio evangélico y de solidaridad con la gente.

Las comunidades eclesiales que se están formando, inspiradas en el Evangelio, podrán manifestar progresivamente la propia experiencia cristiana en manera y forma originales, conformes con las propias tradiciones culturales, con tal de que estén siempre en sintonía con las exigencias objetivas de la misma fe. A este respecto, especialmente en relación con los sectores de inculturación más delicados, las Iglesias particulares del mismo territorio deberán actuar en comunión entre si 90 y con toda la Iglesia, convencidas de que sólo la atención tanto a la Iglesia universal como a las Iglesias particulares las harán capaces de traducir el tesoro de la fe en la legitima variedad de sus expresiones.91 Por esto, los grupos evangelizados ofrecerán los elementos para una «traducción» del mensaje evangélico 92 teniendo presente las aportaciones positivas recibidas a través de los siglos gracias al contacto del cristianismo con las diversas culturas, sin olvidar los peligros de alteraciones que a veces se han verificado.93

54. A este respecto, son fundamentales algunas indicaciones. La inculturación, en su recto proceso debe estar dirigida por dos principios: «la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a asumir y la comunión con la Iglesia universal».94 Los Obispos, guardianes del «depósito de la fe» se cuidarán de la fidelidad y, sobre todo, del discernimiento,95 para lo cual es necesario un profundo equilibrio; en efecto, existe el riesgo de pasar acríticamente de una especie de alienación de la cultura a una supervaloración de la misma, que es un producto del hombre, en consecuencia, marcada por el pecado. También ella debe ser «purificada, elevada y perfeccionada».96

Este proceso necesita una gradualidad, para que sea verdaderamente expresión de la experiencia cristiana de la comunidad: «Será necesaria una incubación del misterio cristiano en el seno de vuestro pueblo —decía Pablo VI en Kampala—, para que su voz nativa, más límpida y franca, se levante armoniosa en el coro de las voces de la Iglesia universal».97 Finalmente, la inculturación debe implicar a todo el pueblo de Dios, no sólo a algunos expertos, ya que se sabe que el pueblo reflexiona sobre el genuino sentido de la fe que nunca conviene perder de vista. Esta inculturación debe ser dirigida y estimulada, pero no forzada, para no suscitar reacciones negativas en los cristianos: debe ser expresión de la vida comunitaria, es decir, debe madurar en el seno de la comunidad, y no ser fruto exclusivo de investigaciones eruditas. La salvaguardia de los valores tradicionales es efecto de una fe madura.


El diálogo con los hermanos de otras religiones

55. El diálogo interreligioso forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco , no está en contraposición con la misión ad gentes; es más, tiene vínculos especiales con ella y es una de sus expresiones. En efecto, esta misión tiene como destinatarios a los hombres que no conocen a Cristo y su Evangelio, y que en su gran mayoría pertenecen a otras religiones. Dios llama a sí a todas las gentes en Cristo, queriendo comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor; y no deja de hacerse presente de muchas maneras, no sólo en cada individuo sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan «lagunas, insuficiencias y errores».98 Todo ello ha sido subrayado ampliamente por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio posterior, defendiendo siempre que la salvación viene de Cristo y que el diálogo no dispensa de la evangelización.99

A la luz de la economía de la salvación, la Iglesia no ve un contraste entre el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso; sin embargo siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de su misión ad gentes. En efecto, conviene que estos dos elementos mantengan su vinculación íntima y, al mismo tiempo, su distinción, por lo cual no deben ser confundidos, ni instrumentalizados, ni tampoco considerados equivalentes, como si fueran intercambiables.

Recientemente he escrito a los Obispos de Asia: «Aunque la Iglesia reconoce con gusto cuanto hay de verdadero y de santo en las tradiciones religiosas del Budismo, del Hinduismo y del Islam —reflejos de aquella verdad que ilumina a todos los hombres—, sigue en pie su deber y su determinación de proclamar sin titubeos a Jesucristo, que es "el camino, la verdad y la vida"... El hecho de que los seguidores de otras religiones puedan recibir la gracia de Dios y ser salvados por Cristo independientemente de los medios ordinarios que él ha establecido, no quita la llamada a la fe y al bautismo que Dios quiere para todos los pueblos».100 En efecto, Cristo mismo, «al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo... confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta».101 El diálogo debe ser conducido y llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación.102

56. El diálogo no nace de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8).103 Con ello la Iglesia trata de descubrir las «semillas de la Palabra» 104 el «destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres»,105 semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad. El diálogo se funda en la esperanza y la caridad, y dará frutos en el Espíritu. Las otras religiones constituyen un desafío positivo para la Iglesia de hoy; en efecto, la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que es depositaria para el bien de todos.

De aquí deriva el espíritu que debe animar este diálogo en el ámbito de la misión. EL interlocutor debe ser coherente con las propias tradiciones y convicciones religiosas y abierto para comprender las del otro, sin disimular o cerrarse, sino con una actitud de verdad, humildad y lealtad, sabiendo que el diálogo puede enriquecer a cada uno. No debe darse ningún tipo de abdicación ni de irenismo, sino el testimonio recíproco para un progreso común en el camino de búsqueda y experiencia religiosa y, al mismo tiempo, para superar prejuicios, intolerancias y malentendidos. El diálogo tiende a la purificación y conversión interior que, si se alcanza con docilidad al Espíritu, será espiritualmente fructífero.

57. Un vasto campo se le abre al diálogo, pudiendo asumir múltiples formas y expresiones, desde los intercambios entre expertos de las tradiciones religiosas o representantes oficiales de las mismas, hasta la colaboración para el desarrollo integral y la salvaguardia de los valores religiosos; desde la comunicación de las respectivas experiencias espirituales hasta el llamado «diálogo de vida», por el cual los creyentes de las diversas religiones atestiguan unos a otros en la existencia cotidiana los propios valores humanos y espirituales, y se ayudan a vivirlos para edificar una sociedad más justa y fraterna.

Todos los fieles y las comunidades cristianas están llamados a practicar el diálogo, aunque no al mismo nivel y de la misma forma. Para ello es indispensable la aportación de los laicos que «con el ejemplo de su vida y con la propia acción, pueden favorecer la mejora de las relaciones entre los seguidores de las diversas religiones»,106 mientras algunos de ellos podrán también ofrecer una aportación de búsqueda y de estudio.107

Sabiendo que no pocos misioneros y comunidades cristianas encuentran en ese camino difícil y a menudo incomprensible del diálogo la única manera de dar sincero testimonio de Cristo y un generoso servicio al hombre, deseo alentarlos a perseverar con fe y caridad, incluso allí donde sus esfuerzos no encuentran acogida y respuesta. El diálogo es un camino para el Reino y seguramente dará sus frutos, aunque los tiempos y momentos los tiene fijados el Padre (cf. Act 1, 7).


Promover el desarrollo, educando las conciencias

58. La misión ad gentes se despliega aun hoy día, mayormente, en aquellas regiones del Sur del mundo donde es más urgente la acción para el desarrollo integral y la liberación de toda opresión. La Iglesia siempre ha sabido suscitar, en las poblaciones que ha evangelizado, un impulso hacia el progreso, y ahora mismo los misioneros, más que en el pasado, son conocidos también como promotores de desarrollo por gobiernos y expertos internacionales, los cuales se maravillan del hecho de que se consigan notables resultados con escasos medios.

En la Encíclica Sollicitudo rei socialis he afirmado que «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal», sino que «da su primera contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una situación concreta».108 La Conferencia de los Obispos latinoamericanos en Puebla afirmó que «el mejor servicio al hermano es la evangelización, que lo prepara a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente».109 La misión de la Iglesia no es actuar directamente en el plano económico, técnico, político o contribuir materialmente al desarrollo, sino que consiste esencialmente en ofrecer a los pueblos no un «tener más», sino un «ser más», despertando las conciencias con el Evangelio. El desarrollo humano auténtico debe echar sus raíces en una evangelización cada vez más profunda ».110

La Iglesia y los misioneros son también promotores de desarrollo con sus escuelas, hospitales, tipografías, universidades, granjas agrícolas experimentales. Pero el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias revelando a los pueblos al Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza del hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios; el dominio sobre la naturaleza creada y puesta al servicio del hombre; el deber de trabajar para el desarrollo del hombre entero y de todos los hombres.

59. Con el mensaje evangélico la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida. Es la perspectiva bíblica de los «nuevos cielos y nueva tierra» (cf. Is 65, 17; 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1), la que ha introducido en la historia el estímulo y la meta para el progreso de la humanidad. El desarrollo del hombre viene de Dios, del modelo de Jesús Dios y hombre, y debe llevar a Dios.111 He ahí por qué entre el anuncio evangélico y promoción del hombre hay una estrecha conexión.

La aportación de la Iglesia y de su obra evangelizadora al desarrollo de los pueblos abarca no sólo el Sur del mundo, para combatir la miseria y el subdesarrollo, sino también el Norte, que está expuesto a la miseria moral y espiritual causada por el «superdesarrollo».112 Una cierta modernidad arreligiosa, dominante en algunas partes del mundo, se basa sobre la idea de que, para hacer al hombre más hombre, baste enriquecerse y perseguir el crecimiento técnico-económico. Pero un desarrollo sin alma no puede bastar al hombre, y el exceso de opulencia es nocivo para él, como lo es el exceso de pobreza. El Norte del mundo ha construido un «modelo de desarrollo» y lo difunde en el Sur, donde el espíritu religioso y los valores humanos, allí presentes, corren el riesgo de ser inundados por la ola del consumismo. «Contra el hambre cambia la vida» es el lema surgido en ambientes eclesiales, que indica a los pueblos ricos el camino para convertirse en hermanos de los pobres; es necesario volver a una vida más austera que favorezca un nuevo modelo de desarrollo, atento a los valores éticos y religiosos. La actividad misionera lleva a los pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo, mientras que la nueva evangelización debe crear en los ricos, entre otras cosas, la conciencia de que ha llegado el momento de hacerse realmente hermanos de los pobres en la común conversión hacia el «desarrollo integral», abierto al Absoluto.113


La Caridad, fuente y criterio de la misión

60. «La Iglesia en todo el mundo —dije en mi primera visita pastoral al Brasil— quiere ser la Iglesia de los pobres... quiere extraer toda la verdad contenida en las bienaventuranzas de Cristo y sobre todo en esta primera: "Bienaventurados los pobres de espíritu...". Quiere enseñar esta verdad y quiere ponerla en práctica, igual que Jesús vino a hacer y enseñar».114

Las jóvenes Iglesias que en su mayoría viven entre pueblos afligidos por una pobreza muy difundida, expresan a menudo esta preocupación como parte integrante de su misión. La III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, después de haber recordado el ejemplo de Jesús, escribe que «los pobres merecen una atención preferencial, cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren. Hechos a imagen y semejanza de Dios para ser sus hijos, esta imagen está ensombrecida y aun escarnecida. Por eso, Dios toma su defensa y los ama. Es así como los pobres son los primeros destinatarios de la misión y su evangelización es por excelencia señal y prueba de la misión de Jesús».115

Fiel al espíritu de las bienaventuranzas, la Iglesia está llamada a compartir con los pobres y los oprimidos de todo tipo. Por esto, exhorto a todos los discípulos de Cristo y a las comunidades cristianas, desde las familias a las diócesis, desde las parroquias a los Institutos religiosos, a hacer una sincera revisión de la propia vida en el sentido de la solidaridad con los pobres. Al mismo tiempo, doy gracias a los misioneros quienes, con su presencia amorosa y su humilde servicio, trabajan por el desarrollo integral de la persona y de la sociedad por medio de escuelas, centros sanitarios, leproserías, casas de asistencia para minusválidos y ancianos, iniciativas para la promoción de la mujer y otras similares. Doy gracias a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos por su entrega. También aliento a los voluntarios de Organizaciones no gubernamentales, cada día más numerosos, los cuales se dedican a estas obras de caridad y de promoción humana.

En efecto, son estas numerosas «obras de caridad» las que atestiguan el espíritu de toda la actividad misionera: El amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también «el único criterio según el cual todo debe hacerse y no hacerse, cambiarse y no cambiarse. Es el principio que debe dirigir toda acción y el fin al que debe tender. Actuando con caridad o inspirados por la caridad, nada es disconforme y todo es bueno».116


CAPÍTULO VI

RESPONSABLES Y AGENTES DE LA PASTORAL MISIONERA

61. No se da testimonio sin testigos, como no existe misión sin misioneros. Para que colaboren en su misión y continúen su obra salvífica, Jesús escoge y envía a unas personas como testigos suyos y Apóstoles: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Act 1, 8).

Los Doce son los primeros agentes de la misión universal: constituyen un «sujeto colegial» de la misión, al haber sido escogidos por Jesús para estar con él y ser enviados «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6). Esta colegialidad no impide que en el grupo se distingan figuras singularmente, como Santiago, Juan y, por encima de todos, Pedro, cuya persona asume tanto relieve que justifica la expresión: «Pedro y los demás Apóstoles» (Act 2, 14. 37). Gracias a él se abren los horizontes de la misión universal en la que posteriormente destacará Pablo, quien por voluntad divina fue llamado y enviado a los gentiles (cf. Gál 1, 15-16).

En la expansión misionera de los orígenes junto a los Apóstoles encontramos a otros agentes menos conocidos que no deben olvidarse: son personas, grupos, comunidades. Un típico ejemplo de Iglesia local es la comunidad de Antioquía que de evangelizada, pasa a ser evangelizadora y envía sus misioneros a los gentiles (cf. Act 13, 2-3). La Iglesia primitiva vive la misión como tarea comunitaria, aun reconociendo en su seno a «enviados especiales» o «misioneros consagrados a los gentiles», como lo son Pablo y Bernabé.

62. Lo que se hizo al principio del cristianismo para la misión universal, también sigue siendo válido y urgente hoy. La Iglesia es misionera por su propia naturaleza ya que el mandato de Cristo no es algo contingente y externo, sino que alcanza al corazón mismo de la Iglesia. Por esto, toda la Iglesia y cada Iglesia es enviada a las gentes. Las mismas Iglesias más jóvenes, precisamente «para que ese celo misionero florezca en los miembros de su patria», deben participar «cuanto antes y de hecho en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros a predicar por todas las partes del mundo el Evangelio, aunque sufran escasez de clero».117 Muchas ya actúan así, y yo las aliento vivamente a continuar.

En este vínculo esencial de comunión entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares se desarrolla la auténtica y plena condición misionera. «En un mundo que, con la desaparición de las distancias, se hace cada vez más pequeño, las comunidades eclesiales deben relacionarse entre sí, intercambiarse energías y medios, comprometerse aunadamente en la única y común misión de anunciar y de vivir el Evangelio... Las llamadas Iglesias más jóvenes... necesitan la fuerza de las antiguas, mientras que éstas tienen necesidad del testimonio y del empuje de las más jóvenes, de tal modo que cada Iglesia se beneficie de las riquezas de las otras Iglesias».118


Los primeros responsables de la actividad misionera

63. Así como el Señor resucitado confirió al Colegio apostólico encabezado por Pedro el mandato de la misión universal, así esta responsabilidad incumbe al Colegio episcopal encabezado por el Sucesor de Pedro.119 Consciente de esta responsabilidad, en los encuentros con los Obispos siento el deber de compartirla, con miras tanto a la nueva evangelización como a la misión universal. Me he puesto en marcha por los caminos del mundo «para anunciar el Evangelio, para "confirmar a los hermanos" en la, fe, para consolar a la Iglesia, para encontrar al hombre. Son viajes de fe... Son otras tantas ocasiones de catequesis itinerante, de anuncio evangélico para la prolongación, en todas las latitudes, del Evangelio y del Magisterio apostólico dilatado a las actuales esferas planetarias».120

Mis hermanos Obispos son directamente responsables conmigo de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del Colegio episcopal, ya sea como pastores de las Iglesias particulares. El Concilio Vaticano II dice al respecto: «El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al Cuerpo de los Pastores, ya que a todos ellos, en común, dio Cristo el mandato».121 El Concilio afirma también que los Obispos «han sido consagrados no sólo para la salvación de todo el mundo».122 Esta responsabilidad colegial tiene consecuencias prácticas. Asimismo, «el Sínodo de los Obispos, ... entre los asuntos de importancia general, había de considerar especialmente la actividad misionera, deber supremo y santísimo de la Iglesia».123 La misma responsabilidad se refleja, en diversa medida, en las Conferencias Episcopales y en sus organismos a nivel continental, que por ello tienen que ofrecer su propia contribución a la causa misionera. 124

Amplio es también el deber misionero de cada Obispo, como pastor de una Iglesia particular. Compete a él, «como rector y centro de la unidad en el apostolado diocesano, promover; dirigir y coordinar la actividad misionera... Procure, además, que la actividad apostólica no se limite sólo a los convertidos, sino que se destine una parte conveniente de operarios y de recursos a la evangelización de los no cristianos».125

64. Toda Iglesia particular debe abrirse generosamente a las necesidades de las demás. La colaboración entre las Iglesias, por medio de una reciprocidad real que las prepare a dar y a recibir, es también fuente de enriquecimiento para todas y abarca varios sectores de la vida eclesial. A este respecto, es ejemplar la declaración de los Obispos en Puebla: «Finalmente, ha llegado para América Latina la hora ... de proyectarse más allá de sus propias fronteras, ad gentes. Es verdad que nosotros mismos necesitamos misioneros. Pero debemos dar desde nuestra pobreza».126

Con este espíritu invito a los Obispos y a las Conferencias Episcopales a poner generosamente en práctica todo lo que ha sido previsto en las Normas directivas, que la Congregación para el Clero emanó para la colaboración entre las Iglesias particulares y, especialmente, para la mejor distribución del clero en el mundo.127

La misión de la Iglesia es más vasta que la «comunión entre las Iglesias»: ésta, además de la ayuda para la nueva evangelización, debe tener sobre todo una orientación con miras a la especifica índole misionera. Hago una llamada a todas las Iglesias, jóvenes y antiguas, para que compartan esta preocupación conmigo, favoreciendo el incremento de las vocaciones misioneras y tratando de superar las diversas dificultades.


Misioneros e Institutos « ad gentes »

65. Entre los agentes de la pastoral misionera, ocupan aún hoy, como en el pasado, un puesto de fundamental importancia aquellas personas e instituciones a las que el Decreto Ad gentes dedica el capítulo del título: «Los misioneros».128 A este respecto, se impone ante todo, una profunda reflexión, para los misioneros mismos, que debido a los cambios de la misión pueden sentirse inclinados a no comprender ya el sentido de su vocación, a no saber ya qué espera precisamente hoy de ellos la Iglesia.

Punto de referencia son estas palabras del Concilio: «Aunque a todo discípulo de Cristo incumbe la tarea de propagar la fe según su condición, Cristo Señor, de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere, para que lo acompañen y para enviarlos a predicar a las gentes. Por lo cual, por medio del Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al mismo tiempo en la Iglesia institutos que asuman como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia».129

Se trata, pues, de una «vocación especial», que tiene como modelo la de los Apóstoles: se manifiesta en el compromiso total al servicio de la evangelización; se trata de una entrega que abarca a toda la persona y toda la vida del misionero, exigiendo de él una donación sin límites de fuerzas y de tiempo. Quienes están dotados de tal vocación, «enviados por la autoridad legítima, se dirigen por la fe y obediencia a los que están alejados de Cristo, segregados para la obra a que han sido llamados, como ministros del Evangelio».130 Los misioneros deben meditar siempre sobre la correspondencia que requiere el don recibido por ellos y ponerse al día en lo relativo a su formación doctrinal y apostólica.

66. Los Institutos misioneros, pues, deben emplear todos los recursos necesarios, poniendo a disposición su experiencia y creatividad con fidelidad al carisma originario, para preparar adecuadamente a los candidatos y asegurar el relevo de las energías espirituales, morales y físicas de sus miembros.131 Que éstos se sientan parte activa de la comunidad eclesial y que actúen en comunión con la misma. De hecho, «todos los Institutos religiosos han nacido por la Iglesia y para ella; obligación de los mismos es enriquecerla con sus propias características en conformidad con su espíritu peculiar y su misión específica» y los mismos Obispos son custodios de esta fidelidad al carisma originarlo.132

Los Institutos misioneros generalmente han nacido en las Iglesias de antigua cristiandad e históricamente han sido instrumentos de la Congregación de Propaganda Fide para la difusión de la fe y la fundación de nuevas Iglesias. Ellos acogen hoy de manera creciente candidatos provenientes de las jóvenes Iglesias que han fundado, mientras nuevos Institutos han surgido precisamente en los países que antes recibían solamente misioneros y que hoy los envían. Es de alabar esta doble tendencia que demuestra la validez y la actualidad de la vocación misionera específica de estos Institutos, que todavía «continúan siendo muy necesarios»,133 no sólo para la actividad misionera ad gentes, como es su tradición, sino también para la animación misionera tanto en las Iglesias de antigua cristiandad, como en las más jóvenes.

La vocación especial de los misioneros ad vitam conserva toda su validez: representa el paradigma del compromiso misionero de la Iglesia, que siempre necesita donaciones radicales y totales, impulsos nuevos y valientes Que los misioneros y misioneras, que han con sagrado toda la vida para dar testimonio del Resucitado entre las gentes, no se dejen atemorizar por dudas, incomprensiones, rechazos, persecuciones. Aviven la gracia de su carisma especifico y emprendan de nuevo con valentía su camino, prefiriendo —con espíritu de fe obediencia y comunión con los propios Pastores— los lugares más humildes y difíciles.


Sacerdotes diocesanos para la misión universal

67. Colaboradores del Obispo, los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, están llamados a compartir la solicitud por la misión: «El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación "hasta los confines de la tierra", pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles».134 Por esto, la misma formación de los candidatos al sacerdocio debe tender a darles «un espíritu genuinamente católico que les habitúe a mirar más allá de los limites de la propia diócesis, nación, rito y lanzarse en ayuda de las necesidades de toda la Iglesia con ánimo dispuesto para predicar el Evangelio en todas partes».135 Todos los sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a los más alejados y, sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente. Que en la oración y, particularmente, en el sacrificio eucarístico sientan la solicitud de toda la Iglesia por la humanidad entera.

Especialmente los sacerdotes que se encuentran en áreas de minoría cristiana deben sentirse movidos por un celo especial y el compromiso misionero. El Señor les confía no sólo el cuidado pastoral de la comunidad cristiana, sino también y sobre todo la evangelización de sus compatriotas que no forman parte de su grey. Los sacerdotes «no dejarán además de estar concretamente disponibles al Espíritu Santo y al Obispo, para ser enviados a predicar el Evangelio más allá de los confines del propio país. Esto exigirá en ellos no sólo madurez en la vocación, sino también una capacidad no común de desprendimiento de la propia patria, grupo étnico y familia, y una particular idoneidad para insertarse en otras culturas, con inteligencia y respeto». 136

68. En la Encíclica Fidei donum, Pío XII con intuición profética, alentó a los Obispos a ofrecer algunos de sus sacerdotes para un servicio temporal a las Iglesias de África, aprobando las iniciativas ya existentes al respecto. A veinticinco años de distancia, quise subrayar la gran novedad de aquel Documento, que ha hecho superar «la dimensión territorial del servicio sacerdotal para ponerlo a disposición de toda la Iglesia».137 Hoy se ven confirmadas la validez y los frutos de esta experiencia; en efecto, los presbíteros llamados Fidei donum ponen en evidencia de manera singular el vínculo de comunión entre las Iglesias, ofrecen una aportación valiosa al crecimiento de comunidades eclesiales necesitadas, mientras encuentran en ellas frescor y vitalidad de fe. Es necesario, ciertamente, que el servicio misionero del sacerdote diocesano responda a algunos criterios y condiciones. Se deben enviar sacerdotes escogidos entre los mejores, idóneos y debidamente preparados para el trabajo peculiar que les espera.138 Deberán insertarse en el nuevo ambiente de la Iglesia que los recibe con ánimo abierto y fraterno, y constituirán un único presbiterio con los sacerdotes del lugar, bajo la autoridad del Obispo.139 Mi deseo es que el espíritu de servicio aumente en el presbiterio de las Iglesias antiguas y que sea promovido en el presbiterio de las Iglesias más jóvenes.


Fecundidad misionera de la consagración

69. En la inagotable y multiforme riqueza del Espíritu se sitúan las vocaciones de los Institutos de vida consagrada, cuyos miembros, «dado que por su misma consagración se dedican al servicio de la Iglesia ... están obligados a contribuir de modo especial a la tarea misional, según el modo propio de su Instituto».140 La historia da testimonio de los grandes méritos de las Familias religiosas en la propagación de la fe y en la formación de nuevas Iglesias: desde las antiguas Instituciones monásticas, las Ordenes medievales y hasta las Congregaciones modernas.

a) Siguiendo el Concilio, invito a los Institutos de vida contemplativa a establecer comunidades en las jóvenes Iglesias, para dar «preclaro testimonio entre los no cristianos de la majestad y de la caridad de Dios, así como de unión en Cristo».141 Esta presencia es beneficiosa por doquiera en el mundo no cristiano, especial mente en aquellas regiones donde las religiones tienen en gran estima la vida contemplativa por medio de la ascesis y la búsqueda del Absoluto.

b) A los Institutos de vida activa indico los inmensos espacios para la caridad, el anuncio evangélico, la educación cristiana, la cultura y la solidaridad con los pobres , los discriminados, los marginados y oprimidos. Estos Institutos, persigan o no un fin estrictamente misionero, se deben plantear la posibilidad y disponibilidad a extender su propia actividad para la expansión del Reino de Dios. Esta petición ha sido acogida en tiempos más recientes por no pocos Institutos, pero quisiera que se considerase mejor y se actuase con vistas a un auténtico servicio. La Iglesia debe dar a conocer los grandes valores evangélicos de que es portadora; y nadie los atestigua más eficazmente que quienes hacen profesión de vida consagrada en la castidad, pobreza y obediencia, con una donación total a Dios y con plena disponibilidad a servir al hombre y a la sociedad, siguiendo el ejemplo de Cristo.142

70. Quiero dirigir unas palabras de especial gratitud a las religiosas misioneras, en quienes la virginidad por el Reino se traduce en múltiples frutos de maternidad según el espíritu. Precisamente la misión ad gentes les ofrece un campo vastísimo para «entregarse por amor de un modo total e indiviso».143 El ejemplo y la laboriosidad de la mujer virgen, consagrada a la caridad hacia Dios y el prójimo, especialmente el más pobre, son indispensables como signo evangélico entre aquellos pueblos y culturas en que la mujer debe realizar todavía un largo camino en orden a su promoción humana y a su liberación. Es de desear que muchas jóvenes mujeres cristianas sientan el atractivo de entregarse a Cristo con generosidad, encontrando en su consagración la fuerza y la alegría para dar testimonio de él entre los pueblos que aún no lo conocen.


Todos los laicos son misioneros en virtud del bautismo

71. Los Pontífices de la época más reciente han insistido mucho sobre la importancia del papel de los laicos en la actividad misionera.144 En la Exhortación Apostólica Christifideles laici, también yo me he ocupado explícitamente de la « perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos —y son millones y millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre,145 y de la correspondiente responsabilidad de los fieles laicos. La misión es de todo el pueblo de Dios: aunque la fundación de una nueva Iglesia requiere la Eucaristía y, consiguientemente, el ministerio sacerdotal, sin embargo la misión, que se desarrolla de diversas formas, es tarea de todos los fieles.

La participación de los laicos en la expansión de la fe aparece claramente, desde los primeros tiempos del cristianismo, por obra de los fieles y familias, y también de toda la comunidad. Esto lo recordaba ya el Papa Pío XII, refiriéndose a las vicisitudes de las misiones, en la primera Encíclica misionera sobre la historia de las misiones laicales.146 En los tiempos modernos no ha faltado la participación activa de los misioneros laicos y de las misioneras laicas. ¿Cómo no recordar el importante papel desempeñado por éstas, su trabajo en las familias, en las escuelas, en la vida política, social y cultural y, en particular, su enseñanza de la doctrina cristiana? Es más, hay que reconocer —y esto es un motivo de gloria— que algunas Iglesias han tenido su origen, gracias a la actividad de los laicos y de las laicas misioneros.

El Concilio Vaticano II ha confirmado esta tradición, poniendo de relieve el carácter misionero de todo el Pueblo de Dios, concretamente el apostolado de los laicos,147 y subrayando la contribución específica que éstos están llamados a dar en la actividad misionera.148 La necesidad de que todos los fieles compartan tal responsabilidad no es sólo cuestión de eficacia apostólica, sino de un deber-derecho basado en la dignidad bautismal, por la cual «los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio —sacerdotal, profético y real— de Jesucristo».149 Ellos, por consiguiente, «tienen la obligación general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo; obligación que les apremia todavía más en aquellas circunstancias en las que sólo a través de ellos pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo».150 Además, dada su propia índole secular, tienen la vocación específica de «buscar el Reino de Dios tratando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios».151

72. Los sectores de presencia y de acción misionera de los laicos son muy amplios. «El campo propio ... es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía ...» 152 a nivel local, nacional e internacional. Dentro de la Iglesia se presentan diversos tipos de servicios, funciones, ministerios y formas de animación de la vida cristiana. Recuerdo, como novedad surgida recientemente en no pocas Iglesias, el gran desarrollo de los «Movimientos eclesiales», dotados de dinamismo misionero. Cuando se integran con humildad en la vida de las Iglesias locales y son acogidos cordialmente por Obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los Movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Por tanto, recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, con una visión pluralista de los modos de asociarse y de expresarse.

En la actividad misionera hay que revalorar las varias agrupaciones del laicado, respetando su índole y finalidades: asociaciones del laicado misionero, organismos cristianos y hermandades de diverso tipo; que todos se entreguen a la misión ad gentes y la colaboración con las Iglesias locales. De este modo se favorecerá el crecimiento de un laicado maduro y responsable, cuya «formación ... se presenta en las jóvenes Iglesias como elemento esencial e irrenunciable de la plantatio Ecclesiae.153


La obra de los catequistas y la variedad de los ministerios

73. Entre los laicos que se hacen evangelizadores se encuentran en primera línea los catequistas. El Decreto conciliar misionero los define como «esa legión tan benemérita de la, obra de las misiones entre los gentiles», los cuales, «llenos de espíritu apostólico, prestan con grandes sacrificios una ayuda singular y enteramente necesaria para la expansión de la fe y de la Iglesia».154 No sin razón las Iglesias más antiguas, al entregarse a una nueva evangelización, han incrementado el número de catequistas e intensificado la catequesis. «El título de "catequista" se aplica por excelencia a los catequistas de tierras de misión ... Sin ellos no se habrían edificado Iglesias hoy día florecientes».155

Aunque ha habido un incremento de los, servicios eclesiales y extraeclesiales, el ministerio de los catequistas continúa siendo siempre necesario y tiene unas características peculiares: los catequistas son agentes especializados, testigos directos, evangelizadores insustituibles, que representan la fuerza básica de las comunidades cristianas, especialmente en las Iglesias jóvenes, como varias veces he afirmado y constatado en mis viajes misioneros. El nuevo Código de Derecho Canónico reconoce sus cometidos, cualidades y requisitos.156

Pero no se puede olvidar que el trabajo de los catequistas resulta cada vez más difícil y exigente debido a los cambios eclesiales y culturales en curso. Es válido también en nuestros días lo que el Concilio mismo sugería: una preparación doctrinal y pedagógica más cuidada, la constante renovación espiritual y apostólica. La necesidad de «procurar ... una condición de vida decorosa y la seguridad social» a los catequistas.157 Igualmente, es importante favorecer la creación y el potenciamiento de las escuelas para catequistas, que, aprobadas por las Conferencias Episcopales, otorguen títulos oficialmente reconocidos por éstas últimas.158

74. Además de los catequistas, hay que recordar las demás formas de servicio a la vida de la Iglesia y a la misión, así como otros agentes: animadores de la oración, del canto y de la liturgia; responsables de comunidades eclesiales de base y de grupos bíblicos; encargados de las obras caritativas; administradores de los bienes de la Iglesia; dirigentes de los diversos grupos y asociaciones apostólicas; profesores de religión en las escuelas. Todos los fieles laicos deben dedicar a la Iglesia parte de su tiempo, viviendo con coherencia la propia fe.


Congregación para la Evangelización de los Pueblos y otras estructuras para la actividad misionera

75. Los responsables y los agentes de la pastoral misionera deben sentirse unidos en la comunión que caracteriza al Cuerpo místico. Por ello Cristo pidió en la última cena: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). En esta comunión está el fundamento de la fecundidad de la misión.

Pero la Iglesia es también una comunión visible y orgánica, y por esto la misión requiere igualmente una unión externa y ordenada entre las diversas responsabilidades y funciones, de manera que todos los miembros «dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia».159

Corresponde al Dicasterio misional «dirigir y coordinar en todo el mundo la obra de evangelización de los pueblos y la cooperación misionera, salvo la competencia de la Congregación para las Iglesias Orientales».160 Por ello es de su competencia el que «forme y distribuya a los misioneros según las necesidades más urgentes de las regiones..., haga la planificación, dicte normas, directrices y principios para la adecuada evangelización y dé impulsos».161 No puedo sino confirmar estas sabias disposiciones: para impulsar la misión ad gentes es necesario un centro de promoción, dirección y coordinación como es la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Invito, pues, a las Conferencias Episcopales y a sus organismos, a los Superiores Mayores de las Ordenes, Congregaciones e Institutos, a los organismos laicales comprometidos en la actividad misionera, a colaborar fielmente con dicha Congregación, que tiene la autoridad necesaria para programar y dirigir la actividad y la cooperación misionera a nivel universal.

La misma Congregación, que cuenta con una larga y gloriosa experiencia está llamada a desempeñar un papel de primera importancia a nivel de reflexión, de programas operativos, de los cuales tiene necesidad la Iglesia para orientarse más decididamente hacia la misión en sus diversas formas. Para conseguir este fin, la Congregación debe mantener una estrecha relación con los otros Dicasterios de la Santa Sede, con las Iglesias particulares y con las fuerzas misioneras. En una eclesiología de comunión, en la que la Iglesia es toda ella misionera, pero al mismo tiempo se ven siempre como indispensables las vocaciones e instituciones específicas para la labor ad gentes, sigue siendo muy importante el papel de guía y coordinación del Dicasterio misional para afrontar conjuntamente las grandes cuestiones de interés común, salvo las competencias propias de cada autoridad y estructura.

76. Para la orientación y coordinación de la actividad misionera a nivel nacional y regional, son de gran importancia las Conferencias Episcopales y sus diversas agrupaciones. A ellas les pide el Concilio que «traten ..., de común acuerdo, los asuntos más graves y los problemas más urgentes, pero sin descuidar las diferencias locales»,162 así como el problema de la inculturación. De hecho, existe ya una amplia y continuada acción en este campo y los frutos son visibles. Es una acción que debe ser intensificada y mejor concertada con la de otros organismos de las mismas Conferencias, de manera que la solicitud misionera no quede reducida a la dirección de un determinado sector u organismo, sino que sea compartida por todos.

Que los mismos organismos e instituciones que se ocupan de la actividad misionera aúnen oportunamente esfuerzos e iniciativas. Que las Conferencias de los Superiores Mayores tengan también este mismo objetivo en su ámbito, en contacto con las Conferencias Episcopales, según las indicaciones y normas establecidas,163 recurriendo incluso a comisiones mixtas.164 De modo análogo, finalmente, hay que promover encuentros y formas de colaboración entre las diferentes instituciones misioneras, ya sea para la formación y el estudio,165 ya sea para la acción apostólica que hay que desarrollar.


CAPÍTULO VII

LA COOPERACIÓN EN LA ACTIVIDAD MISIONERA

77. Miembros de la Iglesia en virtud del bautismo, todos los cristianos son corresponsables de la actividad misionera. La participación de las comunidades y de cada fiel en este derecho-deber se llama «cooperación misionera».

Tal cooperación se fundamenta y se vive, ante todo, mediante la unión personal con Cristo: sólo si se está unido a él, como el sarmiento a la viña (cf. Jn 15, 5), se pueden producir buenos frutos. La santidad de vida permite a cada cristiano ser fecundo en la misión de la Iglesia: «El Concilio invita a todos a una profunda renovación interior, a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en la difusión del Evangelio, acepten su participación en la obra misionera entre los gentiles».166

La participación en la misión universal no se reduce, pues, a algunas actividades particulares, sino que es signo de la madurez de la fe y de una vida cristiana que produce frutos. De esta manera el creyente amplía los confines de su caridad, manifestando la solicitud por quienes están lejos y por quienes están cerca: ruega por las misiones y por las vocaciones misioneras, ayuda a los misioneros, sigue sus actividades con interés y, cuando regresan, los acoge con aquella alegría con la que las primeras comunidades cristianas escuchaban de los Apóstoles las maravillas que Dios había obrado mediante su predicación (cf. Act 14, 27).


Oración y sacrificios por los misioneros

78. Entre las formas de participación, el primer lugar corresponde a la cooperación espiritual: oración, sacrificios, testimonio de vida cristiana. La oración debe acompañar el camino de los misioneros, para que el anuncio de la Palabra resulte eficaz por medio de la gracia divina. San Pablo, en sus Cartas, pide a menudo a los fieles que recen por él, para que pueda anunciar el Evangelio con confianza y franqueza.

A la oración es necesario unir el sacrificio. El valor salvífico de todo sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros de su Cuerpo místico a unirse a sus padecimientos y completarlos en la propia carne (cf. Col 1, 24). El sacrificio del misionero debe ser compartido y sostenido por el de todos los fieles. Por esto, recomiendo a quienes ejercen su ministerio pastoral entre los enfermos, que los instruyan sobre el valor del sufrimiento, animándoles a ofrecerlo a Dios por los misioneros. Con tal ofrecimiento los enfermos se hacen también misioneros, como lo subrayan algunos movimientos surgidos entre ellos y para ellos. Incluso la misma solemnidad de Pentecostés, inicio de la misión de la Iglesia, es celebrada en algunas comunidades como « Jornada del sufrimiento por las Misiones ».


« Heme aquí, Señor, estoy dispuesto, envíame » (cf. Is 6, 8)

79. La cooperación se manifiesta además en el promover las vocaciones misioneras. A este respecto, hay que reconocer la validez de las diversas formas de actividad misionera; pero, al mismo tiempo, es necesario reafirmar la prioridad de la donación total y perpetua a la obra de las misiones, especialmente en los Institutos y Congregaciones misioneras, masculinas y femeninas. La promoción de estas vocaciones es el corazón de la cooperación: el anuncio del Evangelio requiere anunciadores, la mies necesita obreros, la misión se hace, sobre todo, con hombres y mujeres consagrados de por vida a la obra del Evangelio, dispuestos a ir por todo el mundo para llevar la salvación.

Deseo, por tanto, recordar y alentar esta solicitud por las vocaciones misioneras. Conscientes de la responsabilidad universal de los pueblos cristianos en contribuir a la obra misional y al desarrollo de los pueblos pobres, debemos preguntarnos por qué en varias naciones, mientras aumentan los donativos, se corre el peligro de que desaparezcan las vocaciones misioneras, las cuales reflejan la verdadera dimensión de la entrega a los hermanos. Las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada son un signo seguro de la vitalidad de una Iglesia.

80. Pensando en este grave problema, dirijo mi llamada, con particular confianza y afecto, a las familias y a los jóvenes. Las familias y, sobre todo, los padres han de ser conscientes de que deben dar «una contribución particular a la causa misionera de la Iglesia, cultivando las vocaciones misioneras entre sus hijos e hijas».167

Una vida de oración intensa, un sentido real del servicio al prójimo y una generosa participación en las actividades eclesiales ofrecen a las familias las condiciones favorables para la vocación de los jóvenes. Cuando los padres están dispuestos a consentir que uno de sus hijos marche para la misión, cuando han pedido al Señor esta gracia, él los recompensará, con gozo, el día en que un hijo suyo o hija escuche su llamada.

A los mismos jóvenes ruego que escuchen la palabra de Cristo que les dice, igual que a Simón Pedro y Andrés en la orilla del lago: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19). Que los jóvenes tengan la valentía de responder, igual que Isaías: «Heme aquí, Señor, estoy dispuesto, envíame» (cf. Is 6, 8). Ellos tendrán ante sí una vida atrayente y experimentarán la verdadera satisfacción de anunciar la «Buena Nueva» a los hermanos y hermanas, a quienes guiarán por el camino de la salvación.


« Mayor felicidad hay en dar que en recibir » (Act 20, 35)

81. Son muchas las necesidades materiales y económicas de las misiones; no sólo para fundar la Iglesia con estructuras mínimas (capillas, escuelas para catequistas y seminaristas, viviendas), sino también para sostener las obras de caridad, de educación y promoción humana, campo inmenso de acción, especialmente en los países pobres. La Iglesia misionera da lo que recibe; distribuye a los pobres lo que sus hijos más pudientes en recursos materiales ponen generosamente a su disposición. A este respecto, deseo dar las gracias a todos aquellos que dan con sacrificio para la obra misionera; sus renuncias y su participación son indispensables para construir la Iglesia y testimoniar la caridad.

Respecto a las ayudas materiales es importante comprobar el espíritu con el que se da. Para ello, es necesario revisar el propio estilo de vida: las misiones no piden solamente ayuda, sino compartir el anuncio y la caridad para con los pobres. Todo lo que hemos recibido de Dios —tanto la vida como los bienes materiales— no es nuestro sino que nos ha sido dado para usarlo. La generosidad en el dar debe estar siempre iluminada e inspirada por la fe: entonces sí que hay más alegría en dar que en recibir.

La Jornada Misionera Mundial, orientada a sensibilizar sobre el problema misionero, así como a recoger donativos, es una cita importante en la vida de la Iglesia, porque enseña cómo se ha de dar: en la celebración eucarística, esto es, como ofrenda a Dios, y para todas las misiones del mundo.


Nuevas formas de cooperación misionera

82. La cooperación se abre hoy a nuevas formas, incluyendo no sólo la ayuda económica sino también la participación directa. Nuevas situaciones relacionadas con el fenómeno de la movilidad humana exigen a los cristianos un auténtico espíritu misionero.

El turismo a escala internacional es ya un fenómeno de masas positivo, si se practica con actitud respetuosa en orden a un mutuo enriquecimiento cultural, evitando ostentaciones y derroches, y buscando la comunicación humana. Pero a los cristianos se les exige sobre todo la conciencia de deber ser siempre testigos de la fe y de la caridad en Cristo. También el conocimiento directo de la vida misionera y de las comunidades cristianas puede enriquecer y dar vigor a la fe. Son encomiables las visitas a las misiones, sobre todo por parte de los jóvenes, que van para prestar un servicio y tener una experiencia fuerte de vida cristiana

Las exigencias del trabajo llevan hoy a numerosos cristianos de jóvenes comunidades a regiones donde el cristianismo es desconocido y, a veces, proscrito o perseguido. Esto pasa también con los fieles de países de antigua tradición cristiana, que trabajan temporalmente en países no cristianos. Estas circunstancias son ciertamente una ocasión para vivir y testimoniar la fe. Durante los primeros siglos, el cristianismo se difundió sobre todo porque los cristianos, viajando o estableciéndose en regiones donde Cristo no había sido anunciado, testimoniaban con valentía su fe y fundaban allí las primeras comunidades.

Más numerosos son los ciudadanos de países de misión y los que pertenecen a regiones no cristianas, que van a establecerse en otras naciones por motivos de trabajo, de estudio, o bien obligados por las condiciones políticas o económicas de sus lugares de origen. La presencia de estos hermanos en los países de antigua tradición cristiana es un desafío para las comunidades eclesiales, animándolas a la acogida, al diálogo, al servicio, a compartir, al testimonio y al anuncio directo. De hecho, también en los países cristianos se forman grupos humanos y culturales que exigen la misión ad gentes. Las Iglesias locales, con la ayuda de personas provenientes de los países de los emigrantes y de misioneros que hayan regresado, deben ocuparse generosamente de estas situaciones.

La cooperación puede implicar también a los responsables de la política, de la economía de la cultura, del periodismo, además de los expertos de los diversos Organismos internacionales. En el mundo moderno es cada vez más difícil trazar líneas de demarcación geográfica y cultural; se da una creciente interdependencia entre los pueblos, lo cual es un estímulo para el testimonio cristiano y para la evangelización.


Animación y formación del Pueblo de Dios

83. La formación misionera del Pueblo de Dios es obra de la Iglesia local con la ayuda de los misioneros y de sus Institutos, así como de los miembros de las Iglesias jóvenes. Esta labor ha de ser entendida no como algo marginal, sino central en la vida cristiana. Para la misma «nueva evangelización» de los pueblos cristianos, el tema misionero puede ser de gran ayuda: en efecto, el testimonio de los misioneros conserva su atractivo incluso para los alejados y los no creyentes, y es transmisor de valores cristianos. Las Iglesias locales, por consiguiente, han de incluir la animación misionera como elemento primordial de su pastoral ordinaria en las parroquias, asociaciones y grupos, especialmente los juveniles.

Para conseguir este fin, es valiosa ante todo la información mediante la prensa misionera y los diversos medios audiovisuales. Su papel es de gran importancia en cuanto ayudan a conocer la vida de la Iglesia universal, las voces y la experiencia de los misioneros y de las Iglesias locales donde ellos trabajan. Conviene que en las Iglesias más jóvenes, que no están aún en condiciones de poseer una prensa y otros instrumentos, los Institutos misioneros destinen personal y medios para estas iniciativas.

Para esta formación están llamados los sacerdotes y sus colaboradores, los educadores y profesores, los teólogos, particularmente los que enseñan en los seminarios y en los centros para laicos. La enseñanza teológica no puede ni debe prescindir de la misión universal de la Iglesia, del ecumenismo, del estudio de las grandes religiones y de la misionología. Recomiendo que sobre todo en los Seminarios y en las Casas de formación para religiosos y religiosas se lleven a cabo tales estudios, procurando que algunos sacerdotes, o alumnos y alumnas, se especialicen en los diversos campos de las ciencias misionológicas.

Las actividades de animación deben orientarse siempre hacia sus fines específicos: informar y formar al Pueblo de Dios para la misión universal de la Iglesia; promover vocaciones ad gentes; suscitar cooperación para la evangelización. En efecto, no se puede dar una imagen reductiva de la actividad misionera, como si fuera principalmente ayuda a los pobres, contribución a la liberación de los oprimidos, promoción del desarrollo, defensa de los derechos humanos. La Iglesia misionera está comprometida también en estos frentes, pero su cometido primario es otro: los pobres tienen hambre de Dios, y no sólo de pan y libertad; la actividad misionera ante todo ha de testimoniar y anunciar la salvación en Cristo, fundando las Iglesias locales que son luego instrumento de liberación en todos los sentidos.


La responsabilidad primaria de las Obras Misionales Pontificias

84. En esta obra de animación el cometido primario corresponde a las Obras Misionales Pontificias, como he afirmado varias veces en los Mensajes para la Jornada Mundial de las Misiones. Las cuatro Obras —Propagación de la Fe, San Pedro Apóstol, Santa Infancia y Unión Misional— tienen en común el objetivo de promover el espíritu misionero universal en el Pueblo de Dios. La Unión Misional tiene como fin inmediato y específico la sensibilización y formación misionera de los sacerdotes, religiosos y religiosas que, a su vez, deben cultivarla en las comunidades cristianas; además, trata de promover otras Obras, de las que ella es el alma. 168 «La consigna ha de ser ésta: Todas las Iglesias para la conversión de todo el mundo»169 Estas Obras, por ser del Papa y del Colegio Episcopal, incluso en el ámbito de las Iglesias particulares, « deben ocupar con todo derecho el primer lugar, pues son medios para difundir entre los católicos, desde la infancia, el sentido verdaderamente universal y misionero, y para estimular la recogida eficaz de subsidios en favor de todas las misiones , según las necesidades de cada una» 170. Otro objetivo de las Obras Misionales es suscitar vocaciones ad gentes y de por vida, tanto en las Iglesias antiguas como en las más jóvenes. Recomiendo vivamente que se oriente cada vez más a este fin su servicio de animación.

En el ejercicio de sus actividades, estas Obras dependen, a nivel universal, de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y, a nivel local, de las Conferencias Episcopales y de los Obispos en cada Iglesia particular, colaborando con los centros de animación existentes: ellas llevan al mundo católico el espíritu de universalidad y de servicio a la misión, sin el cual no existe auténtica cooperación.


No sólo dar a la misión, sino también recibir

85. Cooperar con las misiones quiere decir no sólo dar, sino también saber recibir: todas las Iglesias particulares, jóvenes o antiguas, están llamadas a dar y a recibir en favor de la misión universal y ninguna deberá encerrarse en sí misma: «En virtud de esta catolicidad —dice el Concilio—, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumenten a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad ... De aquí se derivan... entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales».171

Exhorto a todas las Iglesias, a los Pastores, sacerdotes, religiosos y fieles a abrirse a la universalidad de la Iglesia, evitando cualquier forma de particularismo, exclusivismo o sentimiento de autosuficiencia. Las Iglesias locales, aunque arraigadas en su pueblo y en su cultura, sin embargo deben mantener concretamente este sentido universal de la fe, es decir, dando y recibiendo de las otras Iglesias dones espirituales, experiencias pastorales del primer anuncio y de evangelización, personal apostólico y medios materiales.

En efecto, la tendencia a cerrarse puede ser fuerte: las Iglesias antiguas, comprometidas en la nueva evangelización, piensan que la misión han de realizarla en su propia casa, y corren el riesgo de frenar el impulso hacia el mundo no cristiano, concediendo no de buena gana las vocaciones a los Institutos misioneros, a las Congregaciones religiosas y a las demás Iglesias. Sin embargo, es dando generosamente de lo nuestro como recibiremos; y ya hoy las Iglesias jóvenes —no pocas de las cuales experimentan un prodigioso florecimiento de vocaciones— son capaces de enviar sacerdotes, religiosos y religiosas a las antiguas.

Por otra parte, estas Iglesias jóvenes sienten el problema de la propia identidad, de la inculturación, de la libertad de crecer sin influencias externas, con la posible consecuencia de cerrar las puertas a los misioneros. A estas Iglesias les digo: lejos de aislaros, acoged abiertamente a misioneros y medios de las otras Iglesias y enviadlos también vosotras mismas al mundo. Precisamente por los problemas que os angustian tenéis necesidad de manteneros en continua comunicación con los hermanos y hermanas en la fe. Haced valer por todos los medios legítimos las libertades a las que tenéis derecho, acordándoos de que los discípulos de Cristo tienen el deber de «obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29).


Dios prepara una nueva primavera del Evangelio

86. Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su bondad y misericordia. En la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo. En efecto, tanto en el mundo no cristiano como en el de antigua tradición cristiana, existe un progresivo acercamiento de los pueblos a los ideales y a los valores evangélicos, que la Iglesia se esfuerza en favorecer. Hoy se manifiesta una nueva convergencia de los pueblos hacia estos valores: el rechazo de la violencia y de la guerra; el respeto de la persona humana y de sus derechos; el deseo de libertad, de justicia y de fraternidad; la tendencia a superar los racismos y nacionalismos; el afianzamiento de la dignidad y la valoración de la mujer.

La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y para la misión universal, y nos lleva a pedir como Jesús nos ha enseñado: «Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 10).

Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso: los ámbitos humanos y culturales, que aún no han recibido el anuncio evangélico o en los cuales la Iglesia esta escasamente presente, son tan vastos, que requieren la unidad de todas las fuerzas. Al prepararse a celebrar el jubileo del año dos mil, toda la Iglesia está comprometida todavía más en el nuevo adviento misionero. Hemos de fomentar en nosotros el afán apostólico por transmitir a los demás la luz y la gloria de la fe, y para este ideal debemos educar a todo el Pueblo de Dios.

No podemos permanecer tranquilos si pensamos en los millones de hermanos y hermanas nuestros, redimidos también por la sangre de Cristo, que viven sin conocer el amor de Dios. Para el creyente, en singular, lo mismo que para toda la Iglesia, la causa misionera debe ser la primera, porque concierne al destino eterno de los hombres y responde al designio misterioso y misericordioso de Dios.


CAPÍTULO VIII

ESPIRITUALIDAD MISIONERA

87. La actividad misionera exige una espiritualidad específica, que concierne particularmente a quienes Dios ha llamado a ser misioneros.


Dejarse guiar por el Espíritu

Esta espiritualidad se expresa, ante todo , viviendo con plena docilidad al Espíritu; ella compromete a dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo. No se puede dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, la cual se hace viva en nosotros por la gracia y por obra del Espíritu. La docilidad al Espíritu compromete además a acoger los dones de fortaleza y discernimiento, que son rasgos esenciales de la espiritualidad misionera.

Es emblemático el caso de los Apóstoles , quienes durante la vida pública del Maestro, no obstante su amor por él y la generosidad de la respuesta a su llamada, se mostraron incapaces de comprender sus palabras y fueron reacios a seguirle en el camino del sufrimiento y de la humillación. El Espíritu los transformará en testigos valientes de Cristo y preclaros anunciadores de su palabra: será el Espíritu quien los conducirá por los caminos arduos y nuevos de la misión, siguiendo sus decisiones.

También la misión sigue siendo difícil y compleja como en el pasado y exige igualmente la valentía y la luz del Espíritu. Vivimos frecuentemente el drama de la primera comunidad cristiana, que veía cómo fuerzas incrédulas y hostiles se aliaban «contra el Señor y contra su Ungido» (Act 4, 26). Como entonces, hoy conviene orar para que Dios nos conceda la libertad de proclamar el Evangelio; conviene escrutar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por él hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13) .


Vivir el misterio de Cristo « enviado »

88. Nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo: no se puede comprender y vivir la misión si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar. Pablo describe sus actitudes: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de si mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como un hombre; y se humilló a si mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8).

Se describe aquí el misterio de la Encarnación y de la Redención, como despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz.

Al misionero se le pide «renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos»: 172 en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador. A esto se orienta la espiritualidad del misionero: «Me he hecho débil con los débiles ... Me he hecho todo para todos, para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio» (1 Cor 9, 22-23).

Precisamente porque es «enviado», el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. «No tengas miedo ... porque yo estoy contigo» (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre.


Amar a la Iglesia y a los hombres como Jesús los ha amado

89. La espiritualidad misionera se caracteriza además, por la caridad apostólica; la de Cristo que vino «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52); Cristo, Buen Pastor que conoce sus ovejas, las busca y ofrece su vida por ellas (cf. Jn 10). Quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo.

El misionero se mueve a impulsos del «celo por las almas», que se inspira en la caridad misma de Cristo y que está hecha de atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente. El amor de Jesús es muy profundo: él, que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25), amaba a todos ofreciéndoles la redención, y sufría cuando ésta era rechazada.

El misionero es el hombre de la caridad: para poder anunciar a todo hombre que es amado por Dios y que él mismo puede amar, debe dar testimonio de caridad para con todos, gastando la vida por el prójimo. EL misionero es el «hermano universal»; lleva consigo el espíritu de la Iglesia, su apertura y atención a todos los pueblos y a todos los hombres, particularmente a los más pequeños y pobres. En cuanto tal, supera las fronteras y las divisiones de raza, casta e ideología: es signo del amor de Dios en el mundo, que es amor sin exclusión ni preferencia.

Por último, lo mismo que Cristo, él debe amar a la Iglesia: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella» (Ef 5, 25). Este amor, hasta dar la vida, es para el misionero un punto de referencia. Sólo un amor profundo por la Iglesia puede sostener el celo del misionero; su preocupación cotidiana —como dice san Pablo— es «la solicitud por todas las Iglesias» (2 Cor 11, 28). Para todo misionero y toda comunidad «la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia».173


El verdadero misionero es el santo

90. La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad: «La santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia».174

La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión. Esta ha sido la ferviente voluntad del Concilio al desear, «con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia, iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura».175 La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad.

El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo «anhelo de santidad» entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros.176

Pensemos, queridos hermanos y hermanas, en el empuje misionero de las primeras comunidades cristianas. A pesar de la escasez de medios de transporte y de comunicación de entonces, el anuncio evangélico llegó en breve tiempo a los confines del mundo. Y se trataba de la religión de un hombre muerto en cruz, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1, 23). En la base de este dinamismo misionero estaba la santidad de los primeros cristianos y de las primeras comunidades.

91. Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad. Sólo de esta manera podréis ser signos de Dios en el mundo y revivir en vuestros países la epopeya misionera de la Iglesia primitiva. Y seréis también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas.

Por su parte, los misioneros reflexionen sobre el deber de ser santos, que el don de la vocación les pide, renovando constantemente su espíritu y actualizando también su formación doctrinal y pastoral. El misionero ha de ser un «contemplativo en acción». El halla respuesta a los problemas a la luz de la Palabra de Dios y con la oración personal y comunitaria. El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: «Lo que contemplamos ... acerca de la Palabra de vida ..., os lo anunciamos» (1 Jn 1, 1-3).

El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas. Jesús instruye a los Doce, antes de mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos de la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad; es decir, les indica precisamente las Bienaventuranzas, practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5, 1-12). Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la «Buena Nueva» ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza.


CONCLUSIÓN

92. Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, si todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo. Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con «María, la madre de Jesús» (Act 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu.

En vísperas del tercer milenio, toda la Iglesia es invitada a vivir más profundamente el misterio de Cristo, colaborando con gratitud en la obra de la salvación. Esto lo hace con María y como María, su madre y modelo: es ella, María, el ejemplo de aquel amor maternal que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres. Por esto, «la Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino ... procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María».177

A la «mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico»,178 confío la Iglesia y, en particular, aquellos que se dedican a cumplir el mandato misionero en el mundo de hoy. Como Cristo envió a sus Apóstoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, así, mientras renuevo el mismo mandato, imparto a todos vosotros la Bendición Apostólica, en el nombre de la Santísima Trinidad. Amén.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 7 de diciembre, XXV aniversario del Decreto conciliar Ad gentes, del año 1990, decimotercero de mi Pontificado.

JUAN PABLO II


1 Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Misionera Mundial 72: «¡Cuántas tensiones internas, que debilitan y desgarran a algunas Iglesias e Instituciones locales , se desvanecerían ante la convicción firme de que la salvación de las comunidades locales se logra con la cooperación a la obra misionera en la universalidad del mundo!» Insegnamenti X (1972), 522.

2 Cf. Benedicto XV, Cart. Ap. Maximum illud (30 de noviembre de 1919): AAS 11 (1919), pp. 440-445; Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae (28 de febrero de 1926): AAS 18 (1926), pp. 65-83; Pío XII , Enc. Evangelii praecones (2 de junio de 1951): AAS 43 (1951) pp. 497-528; Enc. Fidei donum (21 de abril de 1957): AAS 49 (1957): pp. 225-248; Juan XXIII, Enc. Princeps Pastorum (28 de noviembre de 1959) AAS 5l (1959), 833-864.

3 Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), n. 10: AAS 71 (1979), 274 s.

4 Ibid., l.c., 275.

5 Credo niceno-constantinopolitano: Ds 150.

6 Enc. Redemptor hominis , n. 13: l.c., 283.

7 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 2.

8 Ibid., 22.

9 Enc. Dives in misericordia (30 de noviembre 1980), 7: AAS 72 (1980), 1202.

10 Homilía de la celebración eucarística en Cracovia, (10 de junio de 1979): AAS 71 (1979), 873.

11 Cf. Juan XXIII, Enc. Mater et magistra (15 de mayo de 1961), IV: AAS 53 (1961), 451-453.

12 Declar. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2

13 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 53: AAS 68 (1976), 42.

14 Declar. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2.

15 Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14-17; Decr. Ad gentes, sobre la Actividad misionera de la Iglesia, 3.

16 Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo Actual, 43; Decr. Ad gentes, sobre la Actividad misionera de la Iglesia, 7. 21.

17 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.

18 Ibid., 9.

19 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

20 Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.

21 Enc. Dives in misericordia, 1: l.c., 1177.

22 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.

23 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

24 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium , sobre la Iglesia, 4.

25 Ibid.,5.

26 Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 16. l.c., 15.

27 Discurso en la apertura de la III sesión del Conc. Ecum. Vat. II, 14 de septiembre de 1964: AAS 56 (1964), 810.

28 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 34: l.c, 28.

29 Cf. Comisión Teológica Internacional, Temas selectos de eclesiología en el XX aniversario de la clausura del Conc. Ecum. Vat. II (7 de octubre de 1985), 10: «Indole escatológica de la Iglesia: Reino de Dios e Iglesia».

30 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 39.

31 Enc. Dominum et Vivificantem (18 de mayo de 1986), 42: AAS 78 (1986), 857.

32 Ibid., 64: l.c., 892.

33 Este término corresponde al griego «parresía» que significa también entusiasmo, vigor; cf. Act 2, 29; 4, 13. 29. 31; 9, 27. 28; 13, 46; 14, 3; 18, 26; 19, 8. 26; 28, 31.

34 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 41-42: l.c., 31-33.

35 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 53: l.c., 874 s.

36 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 3. 11. 15; Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 10-11. 22. 26. 38. 41. 92-93.

37 Conc Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 10. 15. 22.

38 Ibid., 41.

39 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 54: l.c., 875-876 s.

40 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26.

41 Ibid., 38; cf. 93.

42 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 3. 15.

43 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 4.

44 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 53: l.c., 874.

45 Discurso a los representantes de las religiones no cristianas en Madrás, 5 de febrero de 1986: AAS 78 (1986), 767; cf. Mensaje a los Pueblos de Asia en Manila, 21 de febrero de 1981, 2-4: AAS 73 (1981), 392 s.; Discurso a los representantes de las religiones no cristianas en Tokyo, 24 de febrero de 1981, 3-4: Insegnamenti IV/1 (1981), 507 s.

46 Discurso a los Cardenales y Prelados de la Curia Romana, 22 de diciembre de 1986, 11: AAS 79 (1987), 1089.

47 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.

48 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 45; cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 54: l.c., 876.

49 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 10.

50 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988, 35: AAS 81 (1989), 457.

51 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6

52 Cf. ibid.

53 Ibid., 6. 23. 27.

54 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 18-20: l.c., 17-19.

55 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 35: l.c., 457.

56 Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 80: l.c., 73.

57 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia,6.

58 Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 80: l.c., 73.

59 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6.

60 Cf. ibid., 20.

61 Cf. Discurso a los miembros del Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11 de octubre de 1985: AAS 78 (1986), 178-189.

62 Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 20: l.c., 19.

63 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 5: cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

64 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 3-4; Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 79-80: l.c., 71-75; Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis , 12: l.c., 278-281.

65 Cart. Ap. Maximum illud: l.c., 446.

66 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 62: l.c., 52.

67 Cf. De praescriptione haereticorum, XX: CCL I, 201 s.

68 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9; cf. nn. 10-18.

69 Cf.Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 41: l.c., 31-32.

70 Cf. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 28. 35. 38; Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 43; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11-12

71 Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio (26 de marzo de 1967), 21. 42: AAS 59 (1967), pp. 267 s., 278.

72 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 27: l.c., 23.

73 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 13.

74 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 15: l.c., 13-15; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 13-14.

75 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 42. 64: l.c.,857-859, 892-894.

76 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 60: l.c., 50-51.

77 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 6-9.

78 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad. gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 2; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.

79 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 19-22.

80 Conc. ecum . Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 15.

81 Ibid., 6.

82 Ibid., 15; cf. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.

83 Cf. Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 58: l.c., 46-49.

84 Asamblea extraordinaria del 1985, Relación final, II, C, 6.

85 Ibid. II, D, 4.

86 Cf. Exh. Ap. Catechesi tradendae (16 de octubre 1979), 53: AAS 71 (1979), 1320; Ep. Enc. Slavorum apostoli (2 de junio de 1985), 21: AAS 77 (1985), pp. 802 s.

87 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 20: l.c., 18.

88 Cf. Discurso a los Obispos del Zaire en Kinshasa, 3 de mayo de 1980, 4-6: AAS 72 (1980), 432-435; Discurso a los Obispos de Kenya en Nairobi, 7 de mayo de 1980, 6: AAS 72 (1980), 497; Discurso a los Obispos de la India en Delhi, 1 de febrero de 1986, 5: AAS 78 (1986), 748 s.; Homilía en Cartagena (Colombia), 6 de julio de 1986, 7-8: AAS 79 (1987), 105 s.; cf. también Ep. Enc. Slavorum apostoli, 21-22: l.c. 802-804.

89 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.

90 Cf. ibid.

91 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 64: l.c., 55.

92 Las Iglesias particulares «tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después, de anunciarlo con ese mismo lenguaje... El lenguaje debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario cuanto al que podría llamarse antropológico y cultural» (Ibid., 63: l.c., 53)

93 Cf. Discurso en la Audiencia general del 13 abril de 1988: Insegnamenti XI/1 (1988), 877-881.

94 Exh. Ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 10, en la que se trata de la inculturación «en el ámbito del matrimonio y de la familia»: AAS 74 (1982), 91.

95 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandii, 63-65: l.c., 53-56.

96 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.

97 Discurso a los participantes en el Simposio de los Obispos de África, en Kampala, 31 de julio de 1969, 2: AAS 61 (1969), 577.

98 Pablo VI, Discurso en la apertura de la II sesión del Conc. Ecum. Vat. II, 29 de septiembre de 1963: AAS 55 (1963), 858; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la lglesia, 9; Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 53: l.c., 41 s.

99 Cf. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964) AAS 56 (1964), 609-659; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11. 41; Secretariado para los no cristianos. La actitud de la Iglesia frente a los seguidores de otras religiones. Reflexión y orientaciones sobre diálogo y misión (4 de septiembre de l954): AAS 76 (1984), 816-828.

100 Carta a los Obispos de Asia con ocasión de la V Asamblea Plenaria de la Federación de sus Conferencias Episcopales (23 de junio de 1990), 4: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 19 de agosto de 1990.

101 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14; cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 7.

102 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 7.

103 Cf. Enc. Redemptor hominis , 12: l.c., 279.

104 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11. 15.

105 Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2.

106 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici 35: l.c., 458.

107 Cf. Conc. Ecum. Vat. II. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 41.

108 Enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 41: AAS 80 (1988), 570 s.

109 Documentos de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, (1979), 3760 (1145).

110 Discurso a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, en Yakarta, Indonesia, 10 de octubre de 1989, 5: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 22 de octubre de 1989.

111 Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 14-21; 40-42: l.c., 264-268, 277 s.; Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 27-41: l.c., 547-572.

112 Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 28 : l.c., 548-550.

113 Cf. ibid., cap. IV, 27-34: l.c., 547-560; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 19-21. 41-42: l.c., 266-268, 277 s.

114 Discurso a los habitantes de la «Favela Vidigal» en Río de Janeiro, 2 de julio de 1980, 4: AAS 72 (1980), 854.

115 Documentos de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, 3757 (1142).

116 Isaac de Stella, Sermón 31: PL 194, 1793.

117 Conc. Ecum. Vat II. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia. 20.

118 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici , 35: l.c., 458.

119 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.

120 Discurso a los Cardenales y a los colaboradores de la Curia Romana, de la Ciudad del Vaticano y del Vicariato de Roma, 28 de junio de 1980, Insegnamenti III/1 (1980), 1887.

121 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.

122 Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.

123 Ibid., 29.

124 Cf. ibid., 38.

125 Ibid., 30.

126 Documentos de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, 2941 (368).

127 Cf. Normas directivas para la colaboración de las Iglesias particulares y especialmente para una mejor distribución del clero en el mundo, Postquam Apostoli (25 de marzo de 1980): AAS 72 (1980), 343-364.

128 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 23-27.

129 Ibid., 23.

130 Ibid.

131 Cf. ibid., 23. 27.

132 Cf. S. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y S. Congregación para los Obispos, Criterios para la relación entre los Obispos y los Religiosos en la Iglesia, Mutuae relationes (14 de mayo de 1978), 14 b: AAS 70 (1978), 482; cf. 28: l.c., 490.

133 Conc . Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 27.

134 Conc. Ecum. Vat. II. Decr. Presbyterorum ordinis, 10; cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 39.

135 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, sobre la fornación sacerdotal, 20; cf. «Guía Pastoral para los Sacerdotes Diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos», Roma, 1989.

136 Discurso a los participantes en la Plenaria de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 14 de abril de 1989, 4: AAS 81 (1989), 1140.

137 Mensaje para la Jornada Misionera Mundial de 1982: Insegnamenti V/2 (1982), 1879.

138 Cf. Conc. Ecum. Vat. II. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38; S. Congregación para el Clero, Normas directivas Postquam Apostoli, 24-25: l.c., 361.

139 Cf. S. Congregación para el Clero, Normas directivas Postquam Apostoli, 29: l.c., 362 s.; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, 20.

140 C.I.C., cán. 783.

141 Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 40.

142 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 69: l.c., 58 s.

143 Cart. Ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 20: AAS 80 (1988), 1703.

144 Cf. Pío XII, Enc. Evangelii praecones: l.c., 510 s.; Enc. Fidei donum: l.c., 228 ss.; Juan XXIII, Enc. Princeps Pastorum: l.c., 855 ss.; Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 70-73: l.c., 59-63.

145 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 35: l.c., 457.

146 Cf. Enc. Evangelii praecones: l.c., 510-514.

147 Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17. 33 ss.

148 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 35-36. 41.

149 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 14: l.c. , 410.

150 C.I.C., cán. 225, 1; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares, 6. 13.

151 Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31; cf. C.I.C., cán. 225, 2.

152 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 70: l.c. 60.

153 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 35: l.c., 458.

154 Conc. Ecum. Vat II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 17.

155 Exh. Ap. Catechesi tradendae, 66: l.c., 1331.

156 Cf. cán 785, 1.

157 Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 17.

158 Cf. Asamblea Plenaria de la S. Congregación para la Evangelización de los Pueblos de 1969, sobre los catequistas y la relativa «Instrucción» de abril de 1970 Bibliografía misionera 34 (1970), 197-212, y S.C. de Propaganda Fide Memoria Rerum, III/2 (1976), 821-831.

159 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 28.

160 Const. Ap. Pastor Bonus, sobre la Curia Romana (28 de junio de 1988), 85: AAS 80 (1988), 881; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 29.

161 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 29; cf. Juan Pablo II, Const. Ap. Pastor Bonus, sobre la Curia Romana, 86: l.c., 882.

162 Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 31.

163 Cf. ibid., 33.

164 Cf. Pablo VI, Cart. Ap. motu proprio data Ecclesiae Sanctae (6 de agosto de 1966), II, 43: AAS 58 (1966), 782.

165 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 34; Pablo Vl, Motu proprio Ecclesiae sanctae, III, n. 22: l.c., 787.

166 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 35; cf. C.I.C. cán. 211. 781.

167 Exh. Ap.Familiaris consortio, 54: l.c., 147.

168 Cf. Pablo VI, Cart. Ap. Graves et increscentes (5 de septiembre de 1966): AAS 58 (1966), 750-756.

169 P. Manna, Le nostre «Chiese» e la propagazione del Vangelo, Trentola Ducenta, 1952 (2) p. 35.

170 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.

171 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.

172 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 24.

173 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 14.

174 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 17: l.c., 419.

175 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia.

176 Cf. Discurso a la Asamblea del CELAM en Puerto Príncipe, Haití, 9 marzo de 1983: AAS 75 (1983), 771-779; Homilía en Santo Domingo, República Dominicana, para la apertura de la «novena de años», promovida por el CELAM, 12 de octubre de 1984: Insegnamenti VII/2 (1984), 885-897.

177 Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 2: AAS 79 (1987), 362 s.

178 Ibid., 22: l.c., 390.




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