domingo, 17 de septiembre de 2023

OBJECIONES CONTRA LA RELIGIÓN (4)

Todo lo que sucede en este mundo es hijo de la casualidad, y Dios no se mete en nada de cuanto pasa por acá abajo; pues a no ser así, no veríamos tanto desconcierto y tanta cosa imperfecta y mala como hay.

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


¡La casualidad! ¡La casualidad! ¿Y qué cosa es esa a que tú llamas la casualidad? ¿Donde está? ¿Es un cuerpo o un espíritu? Nadie sabe ni dice lo que es; ni es posible que nadie lo sepa, porque en rigor no es más que una palabra sin sentido.

Vamos a ver lo que tú llamas casualidad. Te pondré un ejemplo muy común. Figúrate que tú estás en lo más alto de una montaña, y desde allí ves que por tu derecha va subiendo un hombre y por tu izquierda otro. Cuando los dos lleguen a encontrarse en lo alto, ambos lo tendrán por una casualidad, pero no lo tendrás tú, que los has estado viendo subir en la misma dirección, aunque por opuestos lados. Ellos no preveían que se habían de encontrar al fin de su subida; pero tú, que los estabas viendo, sabías que de seguro habían de encontrarse.

Es decir, que es lo que los hombres llamamos casualidad a todo aquello que sucede sin que nosotros lo hayamos previsto. Pero de que nosotros no hayamos previsto una cosa, ¿se deduce que no la ha previsto nadie? No; al revés, lo natural, lo racional, es pensar que todo lo que sucede en este mundo, por algo sucede, alguien lo ha dispuesto, alguien lo dirige y alguna causa tiene. Más te diré, y es que cuanto más grande y maravilloso sea lo que sucede, tanto más racional es pensar que alguien lo ha dispuesto, que alguien lo dirige, y que para algún fin lo conserva tal como sucede.

Cuando ves tú trabajar una máquina de tejer paños, por ejemplo, ¿quién te hará creer que sus muchas y complicadas ruedas se mueven por casualidad, que la lana de donde sale el paño no la ha llevado allí nadie, sino que está allí por casualidad, y que, al moverse casualmente aquellas ruedas, da la casualidad de que sale tejido aquel paño? Tu razón natural te dice que a aquella máquina alguien la inventó y alguien la hizo; que el que la inventó y el que la hizo sabían que, movidas sus ruedas de aquella manera, y puesta aquella lana en el sitio que está, habían de producir tejido aquel paño.

Pues considera ahora si un hombre en su cabal juicio puede pensar que el Dios Todopoderoso, que inventó y fabricó esta gran máquina del mundo, no la haría, siendo como es sumamente sabio, de modo que cada una de sus ruedas se moviese con concierto para los fines que dispuso su Divina Providencia.

¿Y qué fines pueden ser estos, siendo como es Dios tan soberanamente bueno, cuando es soberanamente sabio y soberanamente poderoso? ¿Qué fines pueden ser éstos sino el mayor bien de sus criaturas?

Atiende bien a este razonamiento, hijo mío. O no hay Dios, o si lo hay, no puede menos de ser Todopoderoso, sumamente sabio y sumamente bueno. En cuanto es Todopoderoso, hizo de la nada y por su sola voluntad todas las cosas; en cuanto es sumamente sabio, las hizo de manera que a ninguna faltase lo que es necesario para cumplir el fin a que fueron hechas, y en cuánto es sumamente bueno, está perpetuamente queriendo el bien de todas las cosas y conservando los medios de que cada una de sus criaturas obre el bien que Él quiere y desea.

Es decir, hijo mío, que Dios nuestro Señor es para nosotros un padre amante y solícito, que por nosotros se desvive, que nos enseña lo que es bueno y lo que es malo, que nos muestra el buen camino que debemos seguir y el malo de que debemos apartarnos; que, oyendo nuestras súplicas, nos da su soberano auxilio, para que, ayudados de su gracia, podamos obrar el bien, y, por último, que nos castiga cuando le desobedecemos y nos premia cuando cumplimos su soberana voluntad, que no quiere más que nuestro bien.

Podrá suceder, y sucede muchas veces, que no nos dé en esta vida el castigo o el premio que merezcamos; pero infaliblemente nos lo da en la otra. Porque, en ello no hay remedio, nuestras acciones, o son buenas o malas; tu razón te dice que las acciones buenas han de tener su premio y las malas su castigo; pues, o las palabras bueno y malo no significan nada, o es tan necesario que a la acción buena siga el premio y a la mala el castigo, como es necesario que el agua moje y el sol caliente; y si toda acción buena ha de ser necesariamente premiada, y toda acción mala castigada necesariamente, claro es que si el premio o el castigo no llegan en esta vida, han de llegar en otra.

Todo esto ya ves tú cuán racional es, pero el no haberse parado en ello es causa de que algunos, al ver ciertas cosas que a ellos no les parecen en orden, digan muy formalmente: “¿De qué sirven tantas cosas inútiles como hay en el mundo? ¿Si Dios es bueno, consiente tantas cosas malas? ¿Por qué todos no hemos de ser iguales, y no que unos somos pobres, otros ricos; unos muy hermosos y muy robustos; otros muy feos y muy endebles; unos colmados de toda clase de bienes y otros afligidos por todo género de males?”

Al oír a los que así hablan, diríase que el mundo es una cosa sin pies ni cabeza, y que ellos lo habrían arreglado todo mucho mejor. Pero yo les pregunto a estos tales: ¿Y quién os dice que todo eso que os parece puesto tan fuera de orden lo esté realmente?” Pues que, de que vosotros no sepáis para lo que sirve una cosa, ¿Resulta que no sirve para nada? ¿Por ventura no puede pareceros mala una cosa que sea buena y muy buena para algo que vosotros no sabéis?

Figúrate que un patán que no sabe leer abre un libro compuesto por Fray Luis de Granada; por ejemplo, la Guía de pecadores; y al ver en cada plana del libro tantos montoncitos de letras cuántas son las palabras allí escritas, y que una palabra tiene seis, ocho o diez letras, mientras otra no tiene más que dos o tres; al ver tantos renglones como hay en cada plana, uno después de otro, estos al principio, aquellos al medio, los otros al fin; al ver tantas hojas, una encima de las otras, en unas impreso todo el papel, en otras parte impreso y parte en blanco, aquí letras grandes, allí chicas etc., etc; figúrate que al ver todo esto aquel patán te preguntará por qué aquellas letras, aquellos renglones, aquellas hojas estaban puestas así y no de otro modo; por qué lo que estaba al principio no estaba al fin, por qué la página quinta no era la octava, etc, etc. ¿Qué le responderías tú? “-Oiga usted, buen hombre” -le dirías- “el Padre Maestro Fray Luis de Granada, que compuso ese libro, era un eminente sabio que lo dispuso así con ánimo de que, leyendo lo que él escribe, se conviertan a Dios los pecadores; y en la hora y punto que se mudaran de cómo están, no ya las hojas de ese libro, si no los renglones de cada página, o las palabras de cada renglón, o las letras de cada palabra, resultaría ahí un ciempiés de garabatos, que no querrían decir nada, y sería imposible saber lo que el Padre Maestro quiso enseñarnos”. Pues figúrate que, al oírte esta respuesta, el susodicho patán, queriéndola echar de agudo y sabiondo, te replica que, en su concepto, hubiera sido mejor juntar una por otra todas las letras del mismo tamaño, las grandes con las grandes y las chicas con las chicas; que habría sido más bonito escribir todas las palabras con un mismo número de letras y de igual longitud; que no debía estar impreso en unas partes y en otras no; que aquello, como está, es muy feo y muy desbarajustado, que el que había hecho aquel libro era un botarate que no entendía (le replicarías a tu vez, oyéndole decir tanto desatino); “-Usted sí que no sabe lo que se pesca. Si estuviera eso como usted lo quiere, en vez del libro no sería más que un montón de papel manchado de tinta, donde nada se podría leer y nada se podría aprender de lo mucho bueno que encierra. Por consiguiente, déjelo usted estar; quién ha compuesto ese libro lo entendía mil veces más que usted, y si usted no comprende por qué está así, y no de otro modo, eche la culpa a su ignorancia y no a un hombre tan sabio”.

Pues mira, hijito, esto que tú le responderías al patán, es lo que hay que responder a los tontos que quieren enmendarle la plana a Dios.

La tierra, el mar, los cielos, son el gran libro que Dios nos da a leer, compuesto por su infinita sabiduría; los siglos que van pasando son, como si dijéramos, las páginas de este gran libro; los años son los renglones, y cada cual de las criaturas, desde el ángel y el hombre, hasta la pajilla más leve y hasta el grano de arena más menudo, son las letras que ha colocado, cada una en su lugar propio, aquel gran Autor, único que conoce todo lo que hay que conocer en este gran libro.

¿Me preguntas por qué una criatura es más perfecta que otra; por qué esta se haya colocada aquí, aquella otra allá; por qué el frío nos hiela en el invierno y el calor nos abrasa en el verano; por qué llueve en este mes y no en el otro; por qué uno pierde su fortuna y otro su salud, y algunos ambas cosas; por qué se malogra aquel niño tan hermoso, y queda vivo ese viejo caduco; por qué muere aquel hombre tan bueno y caritativo, mientras vive y medra tan gordo y tan rico este otro bribón? ¿Me preguntas todo esto? Yo te responderé: el que así lo ha dispuesto y lo consiente, es soberanamente Sabio, Justo y soberanamente Bueno; sus obras no pueden, por lo tanto, menos de ser buenas y justas. Y lo son, hijo mío, lo son, aunque a nosotros no nos lo parezcan.

Tú comprendes que para saber a punto fijo lo que vale una cosa, es menester conocerla a fondo, haberla visto y examinado minuciosamente; y siendo esto así, ya ves que tú no puedes conocer a fondo el universo, pues que su Divina Majestad, ni al tiempo de crearlo ni después de crearlo, te dio parte en su obra maravillosa. Vano es, por lo tanto, que te empeñes en explicar el porqué de todas las cosas, y mucho menos de las que suceden a los hombres, pues por lo mismo que nosotros tenemos un alma capaz de obrar bien o mal, por lo mismo que está en nuestra mano a traernos premio o castigo, según nuestras obras, que son tan distintas como los innumerables deseos de nuestra voluntad, es más difícil de conocer los designios de Dios en lo que permite que suceda a los hombres.

Y, sin embargo, si lo miras despacio, hallarás que no son pocas las veces en que estos designios se nos manifiestan tan claros que sólo el que esté ciego puede no verlos. Recuerda los extraños medios por donde algunas veces han sido descubiertos los delitos más ocultos; recuerda los bienes que, cuando menos lo esperan, suele conceder Dios Nuestro Señor a los buenos, y los castigos repentinos y terribles que suele dar a los malos.

El año 1848 sucedió en Tolosa en Francia que, cuando se estaban haciendo las elecciones de diputados a las Cortes de allá, que se llamaban la Asamblea Constituyente, apareció por allí uno de estos revoltosos desalmados, como tampoco faltan desgraciadamente en España, que tenía siempre en los labios la blasfemia. Se puso este tal a echar un discurso de los suyos a varios vecinos electores. Cuando había ya vomitado por aquella boca sapos y culebras contra la Religión, como poseído del demonio, miró al cielo con el puño cerrado en son de amenaza, y dijo: “Todo lo que os cuentan los curas acerca de Dios es una pura mentira, porque no hay tal Dios; y si lo hay, a ver si se atreve conmigo”. No bien había acabado de pronunciar esta brutalidad, cuando estalla una tormenta, y cae sobre él un rayo que le derriba en medio de la gente aterrada. Le creyeron muerto; pero por fortuna suya volvió en sí al cabo de dos horas, bien escarmentado y resuelto a no poner ya más en duda la existencia de Dios.

Otro desdichado, peor que éste que acabo de contarte, hallábase por los años de 1849, cierto domingo, en una aldeíta, junto a la ciudad de Caen, bebiendo vino en la taberna con un amigo suyo. Tocaron en esto a Misa en la iglesia, que estaba a dos pasos de allí, y lo mismo fue oír el hombre la campana, que, reventando de ira por los ojos y boca, empezó a decir todo género de atrocidades y de indecencias contra la Religión y los sacerdotes, hasta el punto de que su amigo mismo y el tabernero, espantados de oírle, le dijeron que no hablase de aquel modo; pero él en vez de hacerles caso, coge del mostrador un vaso de vino, y les dice: “Si es verdad que hay Dios, veamos cómo se las compone para impedirme echar este trago”. Y no bien había llevado el vaso a la boca, cuando cayó en tierra muerto de un ataque de apoplejía.

Estos y muchos otros casos parecidos te pudiera yo citar, y habrás oído contar, y quizás los hayas visto tú mismo, en que Dios no espera a la otra vida para mostrar sus juicios, sino que permite varios sucesos en ésta, a manera de prendas y avisos de su justicia futura en el otro mundo. Y estas prendas o avisos que da para castigo de malos, también los da muchas veces para premio de buenos. Hoy es un hombre injustamente perseguido, cuya inocencia se descubre en el momento quizás en que el juez iba a condenarle a muerte. Mañana es otro que se encuentra, sin saber cómo, salvado de un peligro del cual, humanamente no podía escapar. Tal desgraciado se ve que, próximo a morir en un rincón de miseria y de hambre, haya de repente un medio, en que ni aún soñar podía, para aliviar sus penas y hasta para cambiar de estado. En general, todos los pobres, así como todos los cristianos que los socorren con sus limosnas, son una manifestación viva y perpetua de la Providencia de Dios.

¿Quieres ahora que te diga por qué esto no sucede siempre; por qué no siempre manifiesta Dios de un modo visible en este mundo su justicia, su poder y su bondad? La respuesta es muy sencilla. Porque este mundo no es para el hombre más que posada donde pasa una noche, y camino por donde va en busca de la morada eterna que le está prometida, y en la cual solamente serán para él cumplidos del todo los designios de Dios. La estrella que debe guiarnos en nuestra jornada de por acá es la fe; la fe, que debe creer aquello mismo que no ve, aquello mismo que no entiende, y que solo verá y entenderá cuando reciba su eterno premio en las mansiones celestiales.

Créeme, hijo mio, por más que muchos necios te digan lo contrario, es absolutamente imposible juzgar de cuánto pasa por acá abajo, sin tener en cuenta lo que ha de pasar por allá arriba. Allí se endereza lo que aquí se ve torcido; allí se ordena y concierta lo que por acá se ve sin orden y desconcertado. Sin que mires a lo alto, no podrás entender jamás cómo es posible que Dios permita en este mundo tantos pícaros con fortuna y tantos hombres de bien tan desgraciados; tantos inocentes como pagan culpas que no deben, mientras los verdaderos culpables se quedan riendo de la fiesta.

Mira, te digo, a lo alto, piensa en la Eternidad, y ella te explicará el misterio. Allí serán castigadas con penas eternas las grandes maldades de este desalmado a quien Dios concede prosperidades en este mundo, en pago quizás de algún poco bien que puede haber hecho. Allí serán recompensadas con premios eternos las grandes virtudes de aquel otro santo, a quien Dios manda aflicciones en este mundo, en castigo quizás de faltas y deslices que no ha podido enteramente evitar su humana flaqueza.

La Eternidad sola, te repito, es el rasero propio para medir bien los sucesos de este mundo. En cuanto te empeñes en explicártelo todo con tu sola razón, sin ayuda de la fe, y juzgando del mundo nada más que por lo que en el mundo pasa, te quedarás sin entender cosa ninguna.

Procura, pues, levantar la vista a lo que está fuera de este mundo miserable, y déjate de querer enmendar la plana al Juez Soberano, sapientísimo y bondadosísimo, autor de todas las cosas. Bien hecho está siempre lo que él hace; y ten por seguro que, si permite lo malo, es siempre para que de ello resulte un bien mayor.


Acuérdate de la fábula:

Un labrador cansado,
en el ardiente estío,
debajo de una encina
reposaba pacífico y tranquilo.
Desde su dulce estancia
miraba agradecido
el bien con que la tierra
premiaba sus penosos ejercicios.
Entre mil producciones,
hijas de su cultivo,
veía calabazas,
melones por los suelos esparcidos.
“¿Por qué la Providencia
(decía entre sí mismo)
puso la ruin bellota
en elevado, preeminente sitio?
¿Cuánto mejor sería
que, trocando el destino,
pendiesen de las ramas
calabazas, melones y pepinos?"
Bien oportunamente,
al tiempo que esto dijo
cayó una bellota,
le pegó en las narices de improviso.
"¡Pardiez! (prorrumpió entonces
el labrador sencillo)
Si lo que fue bellota
algún gordo melón hubiera sido,
desde luego pudiera
tomar a buen partido,
en caso semejante,
quedar desnarigado pero vivo".
Aquí la Providencia
manifestarse quiso
que supo a cada cosa
señalar sabiamente su destino.
A mayor bien del hombre
todo está repartido
preso el pez en el agua
y libre por el aire el pajarillo.



Continúa...





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