sábado, 23 de septiembre de 2023

EL PRÓXIMO PAPA

Varios amigos me piden que esboce cómo debería ser el pontificado que suceda al languideciente Francisco, teniendo en cuenta la gravísima situación de la Iglesia. Aquí está el intento.

Por Monseñor Héctor Agüer (*)


El Colegio Cardenalicio ha adquirido una amplitud inusitada. ¡Qué lejos estamos de unas elecciones pontificias decididas por un puñado de miembros de este tradicional protagonista del momento culminante de la vida eclesial! La historia es más que elocuente. No es posible detenerse demasiado en la búsqueda de modelos. Sólo un ejemplo: en el cónclave de 1458, Enea Silvio Piccolomini -experto en versos latinos-, frustró los arreglos de un ambicioso francés, y sin quererlo ni buscarlo, él mismo resultó elegido: Pío II; había 18 cardenales. Hoy en día, el exorbitante número de sombreros rojos hace imposible prever un nombre como el futuro Sucesor de Pedro. Varios amigos me piden que esboce cómo debería ser el pontificado que suceda al languideciente Francisco, teniendo en cuenta la gravísima situación de la Iglesia.

Aquí está el intento.

En primer lugar, es necesario asegurar la Verdad de la auténtica Doctrina Católica, superar los mitos progresistas que la socavan y que el actual pontífice plantea como agenda. La Luz proviene del Nuevo Testamento, que da testimonio de la obra apostólica que los Doce -y, sobre todo, san Pablo- transmitieron como mandato a sus inmediatos sucesores, y que diseña la organización de la Iglesia, fuente de la naciente Cristiandad.

El apóstol Pablo alaba a su discípulo Timoteo: “Te encargo (diamartyromai) delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos, por su epifanía y por su Reino: predica la Palabra de Dios, exhorta con ocasión o sin ocasión, argumenta, reprende, exhorta, con paciencia incansable y enseñanza celosa. Porque llegará el tiempo cuando los hombres ya no soportarán la sana enseñanza, sino que según sus concupiscencias buscarán maestros que halaguen sus oídos y conviertan sus apartar la atención de la verdad y convertirse a los mitos (2 Tim 4:1-4). San Pablo continúa exhortando, como lo hizo la Iglesia a lo largo de los siglos: “Estad vigilantes en todo”; esto es lo que hizo la Inquisición ante las herejías y los cismas. Esta tarea hace que la obra de evangelización, de cumplimiento del ministerio (diaconía) a la perfección, gravoso. Uno de los argumentos progresistas es descalificar este empeño como si fuera contrario al cristianismo. Se trata de la confrontación del Nuevo Testamento con la concepción mundana de la Iglesia, hasta el punto de extraviar el actual pontificado. Se aplica a este caso lo que el pensador danés Soren Kierkegaard escribió en su Diario en 1848: “Justo ahora, cuando se habla de reorganizar la Iglesia, se ve claramente lo poco que hay en ella de cristianismo”. El mismo autor califica esta situación de “desafortunada ilusión”.

El próximo Papa deberá conducir a la Iglesia en la dirección indicada por aquella exhortación paulina; es lo que hizo la mística Esposa de Cristo en sus mejores tiempos. Es esencial reivindicar la Verdad de la Doctrina, que ha sido socavada y descuidada por el relativismo. Los planteamientos progresistas han dejado a la Iglesia encerrada en el recinto de la Razón Práctica, cuyo moralismo ha sustituido la dimensión contemplativa propia de la Fe y de la propuesta de plenitud a la que todos los fieles están llamados, según la vocación a la santidad que brota del bautismo.

Junto a la recuperación doctrinal se debe buscar la restauración de la Liturgia, que, según su naturaleza, debe ser exacta, solemne y bella. Este lema se refiere especialmente al Rito Romano, que ha sido arruinado por la improvisación que abomina el carácter ritual del misterio litúrgico. El motu proprio de Francisco Traditionis custodes impone arbitrariamente lo contrario de lo que Benedicto XVI había reorientado, y del espíritu de libertad recuperado según el motu proprio Summorum Pontificum; Se desea recuperar las dimensiones místicas y estéticas del carácter sacramental de la Liturgia. Los Ritos Orientales también están llamados a fortalecer sus respectivas tradiciones, superando el contagio de la desacralización que afecta directamente al Rito Romano.

Las tareas antes mencionadas sólo pueden llevarse a cabo mediante el celo iluminado de obispos y sacerdotes dignamente formados en el espíritu de la gran Tradición Católica, que aún se puede encontrar en los decretos Christus Dominus y Presbyterorum Ordinis, del Concilio Vaticano II. La historia reciente muestra que la imposición mundial del progresismo tuvo como germen la corrupción del Seminario Tradicional, mundano por una teología deficiente, y una “apertura” bajo el hechizo de un supuesto “aggiornamento”. El malentendido se concretó bajo el pretexto de la evangelización: en lugar de convertir el mundo a la Verdad y a la Gracia de Cristo, la Iglesia se convirtió al mundo, perdiendo su identidad esencial. Con estos criterios erróneos se formaron varias generaciones de sacerdotes. Este proceso de decadencia debe revertirse. La institución del Seminario sigue vigente; en su momento se han probado alternativas pero no se ha obtenido la solución esperada. Una recuperación del Seminario no implica una copia de lo que era antes del trastorno general. La institución puede adaptarse, ya que no es mala en sí misma, a la nueva situación y a las nuevas necesidades. Éstas tienen que ser reconocidas con sobriedad y discreción, evitando una exhibición que permita a la burocracia progresista -que no desaparecerá de inmediato- activar sus recursos de proscripción, hasta que el nuevo pontificado esté plenamente establecido.

El obispo debe ser directamente responsable del Seminario, aunque debe contar con la colaboración de sacerdotes bien formados y dispuestos a asumir sinceramente la orientación que el obispo quiera implementar en la diócesis.

El Magisterio abundante y profundo debe ser retomado y proyectado sobre los nuevos problemas sociales y culturales: la Familia fundada en el matrimonio ha sido sustituida por “la pareja”, que de ningún modo es indisoluble y, por lo tanto, puede cambiarse sucesivamente. Omito ahora hablar del mal llamado “matrimonio” entre personas del mismo sexo. El Matrimonio como realidad de valor civil ha desaparecido; el sacramental no implica ninguna fatiga para quienes deben bendecirlo, como es su deber. No creo que los novios católicos sean conscientes de que están llamados a ser ministros de un Sacramento que se dan mutuamente (¡porque el Matrimonio es un yugo!).

Estrechamente relacionado con la cuestión de la familia está el valor de la vida humana; Este tema es un capítulo muy importante de la moral cristiana. El próximo pontificado deberá afrontar una tarea más que necesaria: superar la herencia negativa del “aggiornamento”, coronado por el progresismo actual. Tendrá que rescatar la teología moral del relativismo que la mantiene como rehén; en este empeño deberá resolver el drama de la Humanae Vitae. Esta encíclica, publicada el 25 de julio de 1968, no fue aceptada por amplios sectores de la Iglesia: varias Conferencias Episcopales se pronunciaron en contra; se sintieron alentados por la unanimidad del periodismo, que encarnaba la “opinión pública”. Se produjo una gran confusión entre los fieles, de modo que muchos de ellos justificaron la práctica de utilizar medios que la encíclica de Pablo VI declaraba objetivamente inmorales. Roma deberá retomar los argumentos de ese texto para demostrar su veracidad, teniendo en cuenta el cumplimiento de las disposiciones de la Humanae Vitae. La crisis desatada por esta encíclica se prolongó hasta el nuevo milenio. El malentendido produjo una situación análoga a las crisis desatadas por las cuestiones dogmáticas en los inicios del cristianismo. El próximo pontificado tendrá que desatar este nudo.

El problema que acabo de abordar es un capítulo de una cuestión más amplia: la relación de la Iglesia con el llamado “mundo moderno”, que no se resolvió con el Concilio Vaticano II, sino que, por el contrario, se agravó con él, víctima de las ilusiones que ocultaba la difusión de una nueva gnosis. Las doctrinas de Karl Rahner y Pierre Teilhard de Chardin acapararon la atención de la Teología Católica: la teoría rahneriana del “cristiano anónimo” y el evolucionismo teilhardiano, que era en sí mismo una religión, ejercieron una influencia innegable en el pensamiento cristiano del siglo XX.

Respecto a esta cuestión de las relaciones de la Iglesia con el mundo contemporáneo, es oportuno recordar que en la preparación del Vaticano II, el llamado Esquema 13 cobró importancia y generó expectativas, antecedente que se convertiría en la constitución pastoral Gaudium et spes, texto que junto con la constitución dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, fueron los documentos más relevantes del concilio. Hay un hecho que explica el tono con el que se concibió la mencionada cuestión de las relaciones Iglesia-mundo. Juan XXIII quería la participación de representantes de la Iglesia ortodoxa rusa como observadores en los debates conciliares. El cardenal Eugène Tisserant estuvo a cargo de las negociaciones necesarias para asegurar esta participación y se llegó al siguiente acuerdo: los ortodoxos asistirían con la condición de que el Consejo se abstuviera de condenar el comunismo. De hecho, participaron dos prelados ortodoxos rusos (que probablemente eran espías del Kremlin). Este episodio es elocuente al mostrar el espíritu con el que el Vaticano II abordó las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Hay que añadir un optimismo ingenuo, inspirado desde el principio por el papa Roncalli, que en su discurso inaugural arremetió duramente contra los “profetas de la calamidad”. Por supuesto, él era el “papa bueno”.

En esta nota he reunido algunos de los problemas que constituyen los pantanos en los que se encuentra estancada la Iglesia. No son los únicos, pero sí los que considero prioridades que la realidad actual impondrá a los esfuerzos del próximo Pontífice. En definitiva, liberar a la Iglesia de la plaga mortal del progresismo.


(*) Arzobispo Emérito de La Plata


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