domingo, 20 de agosto de 2023

CUARTA PARTE DEL LIBRO "VIDAS DE LOS HERMANOS" (CAPÍTULO V)

Continuamos con la publicación de la Cuarta Parte del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez (1850-1939) de la Orden de Predicadores.

CUARTA PARTE

DEL LIBRO INTITULADO

"VIDAS DE LOS HERMANOS" 

CAPÍTULO V

DE LA VIRTUD DE LA ORACION

I. Un Hermano alemán, de gran vida y fama, tenía desde la niñez costumbre de venerar la Pasión de Cristo y sus cinco llagas diciendo a cada una: Adorámoste, Cristo, y te bendecimos, que por tu santa cruz redimiste al mundo. Hacía cinco venias, rezaba otros tantos Padrenuestros y rogaba a Cristo que le diese su temor y su amor. Un día, pues, como él mismo contó, apareciósele Cristo Señor y le dio a beber de sus llagas una tal dulzura, que toda dulzura y consuelo del mundo se le convirtieron en amargura.

II. Acostumbraba el mismo Hermano venerar a la Bienaventurada Virgen, y su corazón con que en Cristo creyó y le amó, y el seno en que le llevó, y los pechos a que le dio de mamar, y las manos tornátiles con que le sirvió, haciendo a cada cosa de estas una venia, rezando el Avemaría, recorriendo aquellas principales virtudes con que mereció ser Madre de Dios; es a saber, la fe, la humildad, la caridad, la castidad, la benignidad y la paciencia, y pidiéndole que del Señor se las alcanzase. Un día de sábado se le apareció la Bienaventurada Virgen y de cada una de las cosas que en veneración tenía le dio a gustar, infundiéndole sensiblemente las virtudes que pedía. Pospuso entonces el estudio y se entregó a la oración en que gozaba de dulzura admirable. Más como le acusasen los Hermanos frecuentemente de que por no estudiar se haría inútil para la Orden, rogó él a Dios que parte de aquella dulzura la conmutase en ciencia; y le oyó el Señor, y le infundió la ciencia que antes no tenía, y hoy mismo anda predicando con fama, lo mismo en latín que en alemán, sobremanera respetado por su autoridad y prudencia.

III. Hallándose hospedado en casa de un militar un Hermano, Lector y Predicador muy devoto en Inglaterra, súbitamente a la hora de la cena se declaró un incendio que se propagó por toda la casa. No había agua para apagarlo, ni fuerza humana que atajase las llamas. El Hermano compañero y con él toda la familia salen corriendo y clamando; más el otro, quieto en casa, opuso al fuego la oración con que lo apagó de tal suerte, que ni vestigio quedó de quemadura. Así lo refirió el mismo, no por vanagloria sino por edificación, a Fr. Jordán, Maestro de la Orden, y a nadie más. Este mismo Hermano, yendo otra vez de viaje y sintiéndose en extremo fatigado, vio en visión imaginaria a Cristo en la cruz extendido, que con sus ojos muy piadosamente le confortaba (1).

IV. A dos Hermanos que enviados a un convento cumplían alegremente su obediencia les amenazó en el camino tan terrible tempestad, que atemorizados, uno al otro comenzaron a decirse: “Sin duda no es a Dios aceptable nuestra obediencia”. Y no viendo lugar alguno donde recogerse, recordó uno de ellos el milagro que con el Bienaventurado Domingo había obrado el Señor, alejando de él y de su compañero la lluvia, y movido a esperanza y puesto en oración hizo la señal de la cruz contra la tempestad inminente; y enseguida dividiéndose las nubes a derecha e izquierda, y formando en la dirección que ellos llevaban como un camino de claridad, anduvieron toda una legua intactos, sin caer ni una gota sobre ellos, mientras por ambos lados descendía a torrentes la lluvia.

V. Un soldado español que se había cruzado para ir a Ultramar y que tardaba en cumplir su voto, fue muerto en una batalla y poco después se apareció a un hijo suyo con una cruz pesadísima al hombro, rogándole que se apiadase de él. El hijo, que era inteligente y letrado, comprendió que sobre su padre pesaba el voto de la cruzada, y por él tomó la cruz para cumplir su promesa. Habiendo, pues, venido a Bolonia para embarcarse en Brindis, se encontró con unos estudiantes conocidos suyos que habían entrado en nuestra Orden; los saludó y preguntado, les dijo la causa de su viaje, que era ayudar a su padre. Exhortáronle ellos a que entrase en la Orden que así socorrería más al alma de su padre; que aquello era también tomar la cruz y que las oraciones de los Hermanos y el sacrificio del altar ayudaban más que nada a sacar las almas a la luz y descanso sempiterno. Convencido por sus antiguos compañeros, hízose en el momento fraile, y con muy buena voluntad y devoción comenzó a ayudar a los que celebraban, suplicándoles humildemente que rogasen por el alma de su padre. Aconteció por aquellos días que un Hermano, por nombre Alberto, varón en gran manera justo, fuese a Florencia, donde por boca de un obseso refería el demonio varios acontecimientos y hechos de hombres, diciendo entre otras cosas a los muchos asistentes, que los Frailes Predicadores, devotos de Dios y de su Madre, predicando, trayendo a la confesión, orando y celebrando, a él y a los suyos inferían grandes injurias, y que por las misas de ellos un militar español que en la guerra había muerto, estaba ya libre de las penas; y contó por su orden lo del voto de la cruz y viaje y término del hijo. Fr. Alberto, que nada de lo ocurrido sabía, no se cuidó de tales palabras y volvió a Bolonia. Más sentado un día con los Hermanos, entre los cuales estaba dicho novicio, oyó en la iglesia un ruido causado por una endemoniada que allí habían llevado al altar del Bienaventurado Domingo, a propósito de lo cual, refirió minuciosamente lo que en Florencia había visto y oído. El Hermano español que lo escucha, lleno su espíritu de júbilo, dio muchas gracias a Dios y a los Hermanos, y contando el estado del padre, y la causa del viaje, y todo cuanto le había sucedido, se confirmó más en la Orden. En esto se da a entender que no es bueno diferir el cumplimiento de los votos, que se deben cumplir pronto; que pueden permutarse en cosas mejores, que aprovechan a los difuntos los beneficios de los vivos, que los demonios se ven en algunas ocasiones forzados a decir verdades, qué a sus devotos consuela a Dios de diversas maneras (2).

VI. Dos Hermanos españoles que volvían a su Provincia después de haber estudiado teología en París, llegaron a la tierra de Poitiers, transidos de hambre y desfallecidos de cansancio; pues desde la mañana hasta la tarde nada habían encontrado que comer ni que beber. Estaban ya cerca de una aldea en que vivían muy pocos hombres y pobres. El que venía más cansado quería allí buscar comida de puerta en puerta; pero el otro, que sentía más hambre que cansancio, prefería proseguir más adelante donde había otro pueblo mejor, no fuera que comiendo demasiado poco, desfalleciesen en el camino. Entonces el que estaba más rendido, para consolar al compañero le decía: 
- ¿No puede Dios en pobre aldea prepararnos alimento suficiente?
- Si puede, pero no acostumbra -contestó el compañero.
- No temas, querido Hermano -prosiguió el otro- El Señor nos ha de suministrar lo que necesitemos.
Mientras esto hablaban llegó en su coche la señora de San Majencio, rica y noble dama, con su hijo y mucha comitiva, la cual viendo a los dos Hermanos tan decaídos, afectuosísimamente mando a su hijo que bajase, diciendo: 
-Baja, hijo mío, por el amor de Dios y mío, a darles de comer.
Y bajando él del coche, tomó una magnífica empanada de buenos peces, preparada para su madre, y vino, queso, huevos, pan tierno, y otros peces y se lo dio rogándoles que lo aceptasen alegres, pues eran pobres de Dios y debían de estar muy cansados, y que quizás en otra parte no lo hallarían. Después que tan delicadamente, con otros muchos amables jóvenes, sirvió aquel joven a los Hermanos, dijo el mayor de éstos al menor: 
- Roguemos al Señor que a este joven, que con tanta devoción nos ha servido, le guarde y conduzca a la vida eterna. 
Puestos de rodillas y dicho el Veni, Creator Spiritus con Padrenuestro y oración, despidiéndose del joven y encomendándolo mucho a Dios, continuaron su camino. Pasado algún tiempo y volviendo uno de los Hermanos al Capítulo General de París, encontró en el convento de Poitiers a un Religioso joven que no le era enteramente desconocido, y con algo de admiración preguntó al Prior: 
- ¿De dónde es ese joven?
- Es el hijo de la señora de San Majencio - contestó.
Hízolo entonces llamar y le dijo:
- ¿Te acuerdas, Hermano, de aquel día que por mandato de tu madre diste de comer a dos  Hermanos que venían de París?
- Y bien que lo recuerdo -respondió- y doy muchas gracias al Señor que por sus oraciones me ha traído a la Orden.
- Pues yo soy uno de ellos- dijo el español- mucho rogamos porque tuvieras una vida buena y una muerte feliz.
Esto contó Fr. Gil de Santarén, que era uno de los Hermanos, varón de toda santidad, Prior Provincial de España, en fama, literatura y autoridad conspicuo (3). 


Notas:

1) Falta este párrafo en el códice de Roma.

2) No se halla esta cláusula última en el MS. Romano

3) El MS. de Salamanca concluye cómo sigue: “Yo soy uno de ellos, etc.: veo en ti buena vida; trabaja, carísimo, por perseverar, y ciertamente así llegarás al fin bienaventurado”. Esto refirió Fray Gil de Portugal, varón sincero y santo y temeroso de Dios, en artes y física grande en el siglo, y doctor en teología en la Orden.



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