Por Monseñor de Segur (1820-1881)
¿Negarías a Dios lo que concedes de buena gana a cualquiera persona de respeto para ti? Aunque ella no necesite para nada de tus obsequios, tú, sin embargo, juzgas con razón muy justo el pedirle aun aquello mismo que sabes que te ha de dar, y el darle gracias después que lo has recibido, y el saludarla cortésmente donde te la encuentras y felicitarla en sus días, etcétera, etc.
¿Y habrás de negarle tus obsequios a Dios, de quien todo lo has recibido, que piensa en ti perpetuamente con amor de padre, que perpetuamente te colma de beneficios y te llama a todas horas a buscarle y conversar con él?
Y luego si fuera la oración algún trabajo penoso, o desagradable o indigno. Pero, ¿dónde hay obligación más fácil de cumplir, más satisfactoria para nuestro espíritu y corazón, más propia y digna de nuestro ser? ¡Cómo! ¿Tenemos a honra el conversar con los grandes y poderosos de la tierra, nos complace el confiar a nuestros padres los secretos de nuestras almas y el comunicar con nuestros amigos nuestros pensamientos y afectos, y no habíamos de tener a grande honra el conversar con Dios Omnipotente, nuestro Padre celestial, nuestro amigo invariable y eterno?
La oración es la que nos alienta si desmayamos, la que nos consuela en nuestras aflicciones, la que nos alivia el peso del remordimiento cuando hemos pecado, la que apaga nuestras más ardientes pasiones, la que colma verdaderamente nuestras más grandes alegrías.
Sí, Dios mío, Dios de mi alma. ¡Con qué placer tan grande te llamo y te adoro! ¡Cómo te doy gracias por este privilegio de mi ser de hombre, que nadie puede quitarme, y qué bien estoy conociendo la felicidad que me causa el cumplir esta obligación que tu infinita bondad me impone!
Lo que siento dentro de mí, esta paz interior que voy ganando, esta altura a que se va elevando mi espíritu, me explican, ¡oh mi Dios!, por qué me has dicho: “¡Orad, orad a todas horas, y no os canséis nunca!” ¡Qué bien estoy conociendo que éste es como el espíritu de toda la vida cristiana!
¡Sí, sí, Dios mío! ¡Te invocaré perpetuamente con los labios y con el corazón a todas horas del día, en todos los momentos de mi existencia, al dormirme y al despertar, en el trabajo y en el descanso, en el peligro y la tentación en el dolor y en el goce, en la inocencia, para que me la guardes, y en la culpa, para que me la perdones!
Sólo con volverme a Ti soy ya mejor de lo que era y conozco que valgo más de lo que valía.
¡Hombre desdichado, que no has orado nunca! Inténtalo una vez siquiera; inténtalo, sobre todo cuando tu corazón esté angustiado. ¡Haz la prueba, y vuelve luego a decirme si te ha parecido inútil la oración!
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