martes, 27 de febrero de 2024

LAS DEMOCRACIAS DE HOY INSULTAN LOS DERECHOS DE DIOS

El concilio abogó claramente por la igualdad y la libertad de todos, hombres y mujeres, individuos y pueblos. Los jóvenes de aquel entonces, hoy son los maestros; destilan este liberalismo que está envenenando el mundo.

Por el Abad Benoît de Jorna


Entre los griegos, el gobierno de la ciudad se confiaba a la masa de los ciudadanos para garantizar el interés general. Como todos los ciudadanos eran iguales, todos podían pretender velar por el bien común sin que ninguno de ellos fuera superior. Este era el sistema constitucional que hoy se conoce comúnmente como democracia. Se diferenciaba de los otros dos sistemas en que todos tenían acceso al poder y no sólo uno o unos pocos, como en los sistemas monárquico o aristocrático. En estas democracias, ningún ciudadano tenía más poder que otro, y nadie estaba más sometido que otro a nadie; pero todos debían acatar las leyes vigentes y gobernar con justicia.

Esta forma de gobierno se basaba, por lo tanto, en la igualdad de todos los ciudadanos y, en consecuencia, en la libertad política de cada individuo. Es cierto que este sistema podía degenerar por falta de virtud de los ciudadanos, y la democracia es, de hecho, una corrupción de este sistema constitucional. 

La Revolución Francesa modificó mucho este sistema. Si sigue llevando el nombre de democracia, es porque el poder no lo ejerce una sola persona, sino el mayor número. Sólo ha cambiado la libertad política de la que se enorgullecían los griegos, sujetos a leyes más o menos basadas en la naturaleza. Esta libertad se ha convertido en una ausencia de sujeción política entendida como una autonomía, tanto individual como colectiva, que ya no tiene límites. Ni Dios ni el amo pueden pretender establecer las reglas de una acción social justa: las leyes mismas las hacen los gobernantes. Esta autonomía fundamental es, pues, prerrogativa del régimen democrático. Hoy, democracia significa libertad y viceversa.

Evidentemente, esto está muy lejos de la verdad proclamada por León XIII en 1888: “Decimos que el hombre debe necesariamente permanecer enteramente en una real e incesante dependencia de Dios, y que, por consiguiente, es absolutamente imposible comprender la libertad del hombre sin la sumisión a Dios y el sometimiento a su voluntad... Negar esta soberanía de Dios y rehusar someterse a ella no es libertad, es abuso de libertad y rebelión; y precisamente de tal disposición de alma se constituye y surge el vicio capital del liberalismo”.

La Iglesia conciliar no ha cesado de examinar al hombre moderno, a este demócrata, a este liberal, con una atención que desafía toda expectativa. Pablo VI declaró en su discurso del 7 de diciembre de 1965, en la última sesión pública del Concilio: “La Iglesia del Concilio no se ha contentado con reflexionar sobre su propia naturaleza y sobre la relación que la une a Dios; ha prestado también mucha atención al hombre tal como es realmente en nuestro tiempo... el hombre enteramente ocupado de sí mismo... y una simpatía sin límites ha impregnado toda ella”.

Y el 8 de diciembre de 1965, Pablo VI concluyó el concilio dirigiéndose en primer lugar a los gobernantes: “La Iglesia sólo os pide que seáis libres”. Esta propuesta aterradora no sólo desalentaba a Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, sino que dejaba al hombre librado a su propia autonomía.

En el mismo discurso, Pablo VI dijo también alegremente a las mujeres: “La Iglesia está orgullosa de haber engrandecido y liberado a la mujer, de haber hecho brillar a lo largo de los siglos su igualdad fundamental con el hombre. Y concluyó dirigiéndose a los jóvenes del momento: “La Iglesia se preocupa de que la sociedad que vais a construir respete la dignidad, la libertad y los derechos de las personas. El concilio abogaba así claramente por la igualdad y la libertad de todos, hombres y mujeres, individuos y pueblos. Los jóvenes de aquel entonces, hoy son los maestros; destilan este liberalismo que está envenenando el mundo.

Desgraciadamente, hoy vemos que demasiadas de estas ideas extravagantes se apoderaron de la propia Iglesia. ¿No podría esta igualdad para todos, esta libertad para todos, apoderarse también de la propia Iglesia? ¿Podría entonces la propia Iglesia cambiar su sistema y convertirse en una democracia moderna? El misterio está ante nuestros ojos: estamos siendo testigos de estos profundos cambios que afectan a la Iglesia. Las nuevas leyes conceden ahora a todos los mismos derechos, sean hombres o mujeres, justos o injustos: es la “libertad sin trabas” en la propia Iglesia.

Estamos afligidos, pero tenemos fe. Creemos en la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Creemos, todavía hoy y más que nunca, que Nuestro Señor Jesucristo fundó su Iglesia, sociedad visible, monárquica y jerárquica, que es perpetua y durará hasta el fin del mundo. 


Fuente : Editorial de Fideliter n° 274



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