jueves, 15 de febrero de 2024

OBJECIONES CONTRA LA RELIGION (32)

La Religión nos prohíbe ciertas comidas en determinados días. ¿A qué viene esto? ¿Por qué me condeno si como carne en viernes? ¿Qué más tiene la carne el día de abstinencia que el que no lo es?

Por Monseñor De Segur (1820-1881)


¿Qué más tiene? Tiene el que el día de abstinencia se te prohíbe comerla: tiene que te condenas si la comes, no por el solo hecho de comerla, que en sí es un hecho indiferente, sino porque comiéndola desobedeces a la Iglesia de Dios, que te manda abstenerte de ella.

Lo que condena no es la carne que se come, sino el desprecio que, al comerla, se hace de la ley de Dios, la rebeldía contra el mandato de nuestros pastores legítimos, a quienes dijo Dios: “Id, Yo os envío: el que os escucha me escucha; el que os desprecia, me desprecia”. No se trata aquí de días, ni de carne, ni esta es cuestión de estómago, sino del corazón que se niega a cumplir un precepto obligatorio y fácil.

Nuestros primeros padres en el paraíso no se perdieron, y con ellos el género humano, por el solo hecho de comer la fruta del árbol prohibido: sino porque al comerla, desobedecieron el único precepto que les había impuesto Dios. Ni en la Majestad de Dios, cabía, ni cabe tampoco en humano entendimiento, que el género humano entero se condenara porque nuestros primeros padres quisieran refrescarse la boca; pero es digno de Dios y conforme a la razón, que se condenaran por la rebeldía contra la divina voluntad; y por esta rebeldía se condenaron.

Sin duda tú te figuras que el precepto de la abstinencia es, por lo menos, un capricho de los curas o cosa inútil, cuando no sea perjudicial, y cegado con estas preocupaciones de pagano y de hereje, no has sospechado siquiera que, aparte de las razones puramente de Religión que la Iglesia ha tenido para imponer este precepto, hay otras de importancia que, no por ser de orden inferior, debieran echarse en olvido.

Y para decirte alguna desde luego, ¿no te ocurre pensar cuán útil debe de ser para la salud del cuerpo el abstenerse en determinadas épocas de comer alimentos muy pesados y nutritivos? Todos los médicos del mundo aconsejan la frugalidad como el mejor medio de gozar salud, y recomiendan abstenerse en ciertas épocas del año de alimentos fuertes.

Elevando ahora un poco el ánimo, ¿no te ha ocurrido que una de las intenciones de la Iglesia al mandarte que en determinados días cercenes un poco tu alimento, sea el que, ahorrando algo de tus gastos diarios, puedas hacer mayores limosnas? ¿Y, sobre todo, no es conveniente, no es justo tener alguna práctica, ejercer algún acto que diga a los demás, nos recuerde a nosotros mismos, que somos cristianos? La abstinencia es una de esas prácticas que por la circunstancia de ejercerse en viernes nos recuerda la Pasión y Muerte de nuestro Salvador, y que, por ser semanal y pública, da testimonio a todo el mundo de que somos cristianos.

¿No te parece todo esto racional, hijito mío? Pues todavía te lo parecerá más si consideras la grande caridad con que la Iglesia está pronta siempre a dispensarnos del precepto de la abstinencia, y sin otra obligación que la de consultarlo con nuestros confesores, en cuanto lo exigen nuestra salud o nuestras ocupaciones o cualquier otra causa legítima. Como que la Iglesia lo que quiere es nuestro bien, y está pronta a evitarnos todo cuanto nos puede dañar.

Mira, hijito, si quieres mostrarte, no sólo cristiano, sino hombre prudente y amigo de vivir como Dios manda, procura cumplir lo mejor que puedas el precepto de la abstinencia, y ríete de los tontos, que al burlarse de él prueban que no han visto lo que tiene de santo, en primer lugar, y, en segundo, lo que tiene de útil, de inofensivo y de fácil.


Apéndice

1 Si tan buena es esa abstinencia, ¿por qué la Iglesia me dispensa de ella pagándole unos cuantos reales?

2. ¿No es éste uno de los muchos abusos de la Iglesia, como el tráfico que se hace de indulgencias?

3. Con razón se dice que a Roma se va por todo, quien lleva allá dinero, todo lo consigue.

4. Y lo propio sucede por acá, en cada parroquia todo cuesta un ojo de la cara.


todas estas objeciones voy yo a contestarte en una sola respuesta.

Y desde luego, te diré que es menester estar muy cegado por las preocupaciones que te han metido en la cabeza los protestantes y los impíos, para acusar, como lo haces, a la Iglesia de aquello mismo en que te da una muestra de su inmensa caridad.

Cuando la Iglesia nos dispensa de cumplir algún precepto suyo, no lo hace como una autoridad caprichosa y tiránica, ni mucho menos se propone dejarnos libres y horros de nuestras obligaciones de cristianos, sino que obra con nosotros como una madre amorosa y prudente, que, ya por satisfacer alguna imperiosa necesidad, ya por otorgar alguna gracia a nuestra
flaca naturaleza, nos perdona algo que le debemos, y del tesoro de los méritos de Jesucristo, que ella posee y administra, nos aplica aquella parte que baste para satisfacer nuestra deuda.   

Como justo reconocimiento de la autoridad con que nos perdona, y en cierto modo como equivalencia del deber cuyo cumplimiento nos dispensa, suele la Iglesia exigirnos ciertas y determinadas obras, como limosnas, oraciones y cualesquiera otros actos de piedad.

Pues bien; esto es lo que nos exige la Iglesia cuando, al dispensarnos de la abstinencia, nos pide esos cuantos reales que tú dices. Al concedernos la Bula, no se propone la Iglesia vendernos sus favores como se vende una carga de peras, pues es imposible poner precio a lo que no lo tiene. Se propone únicamente conmutar la abstinencia aquella de que nos dispensa en la limosna que le damos para nuestra santificación.

 Y es preciso que entiendas bien de una vez esto de la Bula, sobre la cual tantos disparates se oyen y tanta ignorancia hay, aun entre gente que la echa de sabihonda y cristiana. La Iglesia, autorizada legítimamente por su Autor Divino, puede imponer, y efectivamente impone, ciertas obras de aspereza y mortificación moral, como medicina del alma de sus hijos y preservativo de recaídas en el pecado, que es la enfermedad de que quisiera siempre verlos libres, y dice así: “Todo católico, esto es, todo hijo mío llegando al uso de la razón, se abstendrá, en tales, y tales días o tiempos, de tal género de alimentos, y adoptará otros para ejercicio de penitencia. Con esto pretendo dar gloria a Dios y que se la den mis hijos; pero como yo soy la única llamada a discernir el medio más a propósito para glorificarle, y juzgo que, contribuyendo una parte de ellos, v. gr., los españoles, con una pequeña limosna a una obra grande, glorificarán más a Dios, yo los dispenso de aquella maceración y aspereza de la carne si dan esa limosna, y no los dispenso si no la dan”.

 Aquí ves, hijo mío, cómo la Iglesia no te manda que tomes la Bula, sino que, en uso, legítimo de sus facultades superiores y divinas, te pone en la disyuntiva, o de acomodarte a la ley universal, que comprende al católico alemán, al francés, al inglés, al italiano, etc., etc., y abstenerte de carnes en días fijos; o si quieres comerlas, contribuir a la gloria de Dios, fin único de la Iglesia, alargando tu óbolo o tu limosna para los fines consabidos...  

De modo que esos reales que damos al tomar la Bula de la Santa Cruzada, por ejemplo, no son el precio de un derecho que compremos para comer carne, sino una limosna que damos en reconocimiento de la autoridad con que la Iglesia nos dispensa del privilegio contenido en la Bula, y una obra piadosa, con la cual conmutamos la que dejamos de hacer al usar de este privilegio.

 Porque sí, no lo dudes, este género de limosnas, que en estas ocasiones y con estos motivos damos a la Iglesia, se hallan destinados a objetos piadosos, como redención de cautivos, conservación del culto  en los Santos Lugares, socorros a indigentes, fundación o mantenimiento de casas de caridad y otros semejantes, que en la mente de la Iglesia equivalen juntos a la gloria que resultaba a Dios de la grande empresa de las Cruzadas, síntesis de nuestras mejores glorias, y de las que se originó la Bula.

Ahí tienes en lo que se emplean, es decir, en lo que la Iglesia quiere que se empleen, esos reales que tú le das de limosna. Ahora, si me dices que alguna vez puede suceder o haber sucedido que las personas encargadas de recoger y distribuir estas limosnas han sido infieles a su cargo, nada tengo que responderte, sino que este será un pecado cometido por hombres, y del cual darán cuenta a Dios en su día; pero no que sea un abuso consentido, ni mucho menos, mandado por la Iglesia.

Y con esto vengo a responder a tu segunda objeción en que me hablas de los muchos abusos de la Iglesia.

La Iglesia no comete abusos ni muchos ni pocos, pues siendo como es santa e infalible, es por su naturaleza divina, impecable. Lo cual no quiere decir que en la Iglesia no se hayan cometido alguna vez abusos. Pero éstos jamás han sido tolerados en silencio por ella: antes bien, perpetuamente los ha condenado dondequiera que los ha visto, y ha tratado de reprimirlos, y los ha reprimido y los ha castigado. Las indulgencias plenarias y parciales te escandalizan, según veo; pero doy en sospechar que esto consiste en que tú no sabes lo que son las indulgencias. 

Tú te figuras, sin duda, que cuando el Papa o un Obispo concede una indulgencia a los fieles, se propone que éstos se echen a dormir en la seguridad de que sin más trabajos ni fatigas, ni más Confesión ni más Comunión, quedan ya horros y libres de las penas del infierno y del purgatorio.

Si así es como entiendes las indulgencias, mal negocio haces, porque de nada te aprovecharán. 

Las indulgencias no tienen por objeto perdonarnos las culpas que hayamos cometido, pues esto solamente es propio del Sacramento de la Penitencia, sino remitirnos, condonarnos la pena temporal con que debemos satisfacer a la Justicia Divina, aun después de remitida la culpa y la pena eternas, que se nos perdonan en el tribunal de la Penitencia. 

Al conceder una indulgencia, la Iglesia no se propone decir, ni dice: “Oye, tú, pecador; sabrás cómo hoy día de la fecha se me ha antojado quitarte de encima tantos o cuantos días que debías estar penando en el purgatorio por tus culpas: toma allá esa indulgencia, guárdatela en el bolsillo, y con eso tienes ya bastante”

No; la Iglesia no quiere decir ni dice semejante ridiculez y blasfemia, sino que dice: “Oye, pecador; yo, que soy tu Madre tierna y misericordiosa; yo, que, como esposa de Jesucristo, tengo y guardo, y dispenso y administro el tesoro de los merecimientos de su preciosa sangre, te llamo hoy a penitencia, y fiada en la promesa del Salvador, te digo que, si después de lavada tu culpa en el tribunal de la penitencia, y bien arrepentido, ejecutadas tales o cuales obras de piedad que te prescribo y encomiendo, te será remitida tal o cual parte de las penas temporales que debes satisfacer, en expiación de tus culpas, a la Justicia Divina. En esta indulgencia que hoy te otorgo, quiero conmutarte, con las buenas obras de la caridad o penitencia que te mando hacer, la pena que tendrías que pagar en el purgatorio. Espero que la Misericordia Divina, atendidas tus buenas disposiciones, confirmará en el cielo la gracia que yo la Iglesia te otorgo hoy en la tierra, aplicándote los méritos de Jesucristo”. 

Esto mismo se entiende de las indulgencias que se conceden en calidad de sufragios por las almas del purgatorio, y que suelen contenerse en las llamadas Bulas de Difuntos, en los altares privilegiados llamados de alma, o en cualquier otra forma canónica. Con estas indulgencias no pretende la Iglesia que se saquen almas del purgatorio contra viento y marea, como suele decirse, sino únicamente aplicar tales o cuales actos de piedad que ejecutan los fieles vivos en alivio de las almas del purgatorio a quienes se dediquen sus sufragios. Dios puede aceptar o no, según quiera, el sufragio de los fieles, y la Iglesia no pretende forzar la soberana voluntad de Dios en este punto, sino únicamente dar a los fieles un medio eficaz para que, ofreciendo a la Justicia Divina los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, inclinen la Misericordia de Dios a aliviar aquella alma por quien usamos del sufragio de la indulgencia. ¿Qué hay en todo esto que no sea tan racional como bello, y tan justo como caritativo? ¿De qué manera cabe en todo esto hacer ese tráfico de indulgencias que tú señalas entre los supuestos abusos de la Iglesia? 

Ya se ve: tú te has figurado que las gracias espirituales son cuestión de comercio entre la Iglesia y los fieles: te empeñas en considerar como un cambio de servicios mutuos lo que no es sino una sujeción de hijos a su madre, de súbditos a su soberano, de criaturas a su Dios; y de este modo, todo lo trabucas y lo enlodas. Por eso y porque eres eco desdichado de las blasfemas insulseces que has oído a tanto necio y a tanto pícaro, te parece razonable decir que a Roma se va por todo, y que en llevando allá dinero, todo se consigue.

Como esto fuera verdad, no habría estado y estaría Roma tan hostigada y perseguida por tanto enemigo como tiene. Precisamente lo que a los pícaros no les gusta de Roma es que a ella no se va por todo, y que no hay tesoros en el mundo capaces de hacerla consentir en lo que no es justo y santo.

Si los fieles que piden gracias a Roma, es decir, a la Santa Sede, al Soberano de la Iglesia, al Vicario de Jesucristo en la tierra, le dan algún dinero, no es esto a fe la paga de una cosa vendible, sino una señal de gratitud y reconocimiento. 

Por otra parte, los donativos de los fieles son el único presupuesto con que Roma cuenta para sufragar los dispendios que le ocasiona ser la capital del orbe católico, donde se sustancian y resuelven todos los negocios de la Iglesia. 

Aun así y todo, la verdad es que las cosas que cuestan verdaderamente dinero en Roma, cuestan muchísimo menos sin comparación de lo que cuesta el pleito más insignificante que hay que seguir en un tribunal civil, o el negocio menos gravoso que hay que despachar en cualquiera de las oficinas del Estado En cuanto a la socaliña de las parroquias, que tanto te enciende la sangre, permíteme que yo sienta arder la mía sólo al oírte. 

¿Cómo es eso? ¿Se despoja a la Iglesia de sus bienes, se le priva de aquello mismo que solemnemente se le ha ofrecido dar de lo que es suyo, y en seguida se le insulta diciendo que sus ministros son careros y que llevan un sentido por ejercer sus funciones? 

¡Pobres sacerdotes! ¡Míralos qué medrados están con todos esos dinerales que dices tú nos llevan por bautizarnos, casarnos y enterrarnos! ¡Quiera Dios que tengan lo preciso para no caer muertos de hambre en las gradas mismas del altar donde piden al cielo por sus calumniadores y enemigos! 

Antes de ahora te lo he dicho: el sacerdote es hombre como los demás, que necesita comer y vestirse y dormir. Para todo esto es menester dinero. Si no se lo damos los que nos aprovechamos de su ministerio para la salvación de nuestras almas, ¿de dónde les ha de venir? 

Ellos no pueden ocuparse en ganar dinero con ninguna de las industrias humanas: ellos sirven al altar, y del altar han de vivir, como dice el Apóstol. 

Acúsalos cuando veas que se regalan con tus liberalidades y que medran y engordan, como les sucede por cierto a los ministros anglicanos y de otras sectas protestantes, que tienen rentas escandalosas, y que llevan dinero y mucho dinero hasta por auxiliar a los moribundos. 

Pero si ves cómo viven los sacerdotes católicos; si eres testigo de las privaciones y miserias que pasan, soportándolas con resignación heroica; si todo esto ves y sabes, y si tienes sangre en las venas, y alma de hombre siquiera, cuando no corazón de cristiano, deja de insultar su desgracia con tus inoportunas quejas de su avaricia, que son un cruel sarcasmo y una ironía sangrienta. 

No te diré yo que una dotación fija, decorosa y bien satisfecha, que conciliase al clero el prestigio que se le debe, y alejase la odiosidad de los tan cacareados derechos de estola no fuera acaso preferible a éstos, en sentir de personas sensatas, cuya opinión no seré yo quien la deseche. Pero mientras aquella dotación no aparece, y un portero de una oficina esté mejor retribuido que un párroco, te suplico por Dios, hijo mío, que calles, y no eches tú también tu astilla en el fuego anticlerical e inhumano que desgraciadamente va cundiendo por horas.           

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