Por Monseñor de Segur (1820-1881)
No me harías esta pregunta si hubieras ya comprendido, como se debe, que la Iglesia, fundada como está por Dios mismo y perpetuamente asistida por el Espíritu Santo, no puede menos de ser perpetuamente fiel a todos los preceptos y a toda doctrina de que la hizo depositaria, maestra y administradora, su fundador Jesucristo.
Pero tú, sin saberlo quizás ni quererlo, te dejas llevar por todo lo que te dicen los enemigos de la Iglesia; y precisamente una de las cosas que más te repiten es que la Religión cristiana no es ya lo que fue en su principio; que se ha echado a perder en manos de los curas; que el cristianismo de hoy no es ya el de los primeros cristianos, y que se ha corrompido la primitiva pureza del Evangelio.
Los que estas cosas dicen descubren bien los fines que se proponen, cuando añaden: que es menester reformar el Cristianismo, y echar a un lado a la Iglesia Católica y a los curas como causantes que son de las corrupciones del Evangelio; que lo conveniente es que cada cristiano, por sí y ante sí, se arregle una religión allá para su uso particular; y que se basta y se sobra cada cual para saber y cumplir la verdadera doctrina de Jesucristo, sin que nadie se la explique ni le ayude a practicarla.
A poco que repares, hijito, verás que toda esta palabrería no es más ni menos que una repetición de lo que decía y pretendía Lutero, y de lo que dicen y pretenden todas las sectas protestantes. Los malos católicos que dicen y pretenden eso mismo, son, o unos hombres de poco juicio que se dejan engañar y que ignoran el daño que hacen a su Religión, o bribones que ven en la Iglesia un obstáculo perpetuo a sus proyectos depravados, y que, aparentando querer el evangelio puro y el Cristianismo primitivo, lo que quieren en realidad es matar hasta el nombre de cristiano, y no dejar con vida ni una palabra del Evangelio.
Pues bien, para responderte con una sola palabra a todo este barullo, te diré que si tú eres buen católico, puedes estar cierto de que practicas el Evangelio en toda su pureza, y de que crees, y esperas, y amas, y obras lo mismo que los primeros cristianos.
Y la razón de esto es muy clara. El Cristianismo es una ley de Dios, y no puede alterarse ni destruirse como las leyes de los hombres. Puede, sí, parecer distinta, y lo es, efectivamente, en algunas de sus prácticas exteriores, que no se realizan hoy de la misma manera que en tiempo de los primeros cristianos; pero el fondo siempre es el mismo, es decir, siempre es uno mismo el dogma y una misma la doctrina, hoy, como el primer día de su existencia, y como ha sido diecinueve siglos que lleva de vida.
La Iglesia ha sido fundada por Dios y para los hombres. En cuanto es obra divina, salió de manos de su autor con toda la perfección que le es propia; pero en cuanto ha sido fundada para los hombres, es indispensable que no veamos de un golpe toda su perfección, sino que la vayamos descubriendo y se vaya realizando entre nosotros, como todo se realiza entre los hombres, es decir, poco a poco, por grados y sucesivamente.
¿Naciste tú con toda la perfección de hombre que te es propia? No; primero fuiste un niño, luego adulto, luego ya hombre hecho y en todo el lleno de tu fuerza y de tu razón. Y, sin embargo, ¿no eres tú hoy el mismo que cuando eras niño y cuando adulto?
Pues, comparativamente, así sucede con la Iglesia. De manos de Dios salió fundada ya con todo cuanto le era necesario para llegar a su perfección; pero, como todas las obras de Dios hechas para el hombre, se va perfeccionando por grados a la vista de los hombres para quienes ha sido fundada.
Ahora bien, todo lo que se desenvuelve y se perfecciona por grados, varía en sus formas y tiene tantos estados diferentes cuantos son los grados por donde pasa para llegar a la perfección. Pero esta diferencia de estados no lleva consigo una diferencia de la cosa en sí misma, sino únicamente de las formas con que se desenvuelve y perfecciona.
No es diferente de sí misma la encina que ves en el bosque de lo que fue cuando era tallo y cuando era arbusto; son, en sí, diferentes su tamaño y la cantidad de los frutos. No eres tú hoy otro ser distinto del que eras cuando niño y cuando joven; son, si, distintas las formas de tu cuerpo y el caudal de tus conocimientos y tus afectos.
Pues del propio modo, la Iglesia Católica no es hoy otra cosa distinta de lo que fue en el Cristianismo primitivo; son, si, mayores los tesoros de verdad, de poder y de virtud que ha descubierto a los hombres, y son distintas algunas formas exteriores de su organización; pero estas en nada alteran ni varían lo que en su fondo fue desde su principio en tiempo de los primeros cristianos. Esta verdad se comprueba más y más cada día que ya siendo mejor estudiada y más conocida la historia de la Iglesia. Este estudio y este conocimiento, aumentados cada día con los nuevos descubrimientos que se hacen, ha bastado para convertir al Catolicismo a muchos protestantes sabios y hombres de buena fe, que registrando los escritos y monumentos de los tres primeros siglos de la Iglesia, han encontrado pruebas indudables de que los primitivos cristianos tuvieron ya la misma fe y el mismo culto que tenemos hoy los católicos.
Han visto que siempre se ha creído en la soberanía espiritual del Papa, Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, y que se le ha tenido por maestro supremo de la doctrina cristiana, juntamente con los Obispos, sucesores de los Apóstoles.
Han visto que los primeros cristianos celebraban el culto divino con la misma pompa que nosotros, y, sobre todo, el Santo Sacrificio de la Misa, con todas las ceremonias que hoy se celebran en los altares católicos, y cuya mayor parte data del tiempo mismo de los Apóstoles.
Han visto que los primeros cristianos profesaron el culto de la Santísima Virgen, Madre de Dios, y de los Santos, y que veneraron sus imágenes y reliquias, como lo hacemos los católicos, y que recibieron y practicaron los mismos Sacramentos que nosotros, incluso la confesión auricular al sacerdote, etc., etc.
Y si alguna duda pudiera quedar de todo esto, acaban de descubrirse, hace poco tiempo, en las catacumbas de Roma (principalmente en la llamada de Santa Inés, que data de mediados del siglo segundo de la Iglesia), varias capillas subterráneas, con altares en que estaban guardadas algunas reliquias con pinturas e imágenes de la Santísima Virgen, con una silla pontificial, con pilas de agua bendita, y confesionarios, y otras muchas cosas que prueban hasta qué punto, en las prácticas más exteriores del culto, obramos los católicos como obraron los cristianos primitivos.
Por aquí puedes comprender la contradicción en que incurren los protestantes y los malos católicos que secundan sus intenciones, al decir, por un lado, que ellos pretenden restablecer el Cristianismo primitivo, y por otro, al condenar creencias y prácticas que está probado sernos comunes a los católicos y a los primeros cristianos.
En resumen, hijito, la Iglesia Católica sabe perfectamente, porque así se lo prometió Jesucristo, lo que los cristianos debemos creer y lo que debemos obrar; oigamos dóciles la voz de la Iglesia, sigamos sus preceptos y sus consejos, y así tendremos el Evangelio puro, es decir, la fe verdadera y el verdadero culto que tuvieron y profesaron los cristianos primitivos, sumisos en todo a la voz de la Iglesia.
Los que nos dicen que la Iglesia ha falseado la Religión, los que quieren que tengamos una fe y un culto, distinto de lo que ella enseña, nada más pretenden sino apartarnos de nuestra madre que nos ama, para entregarnos sin defensa en manos del error y de las más brutales pasiones.
Continúa...
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