sábado, 30 de diciembre de 2023

OBJECIONES CONTRA LA RELIGIÓN (23)

La Iglesia católica es una antigualla que ya pasó.

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


Lo mismo, la mismísimo que tú dices ahora, se viene diciendo por todos los impíos y todos los bribones de todos los siglos, desde la fundación del Cristianismo. Y la Iglesia, entre tanto, ahí está más firme y más gloriosa cada día, ganando un nuevo triunfo a cada nueva persecución que levantan contra ella los malvados, y quedando vencedora su verdad eterna de todas las herejías que en el mundo se han inventado para matarla. Aún no se había cumplido un siglo desde que el Dios hombre fue crucificado, y ya entonces un procónsul (que es como si dijéramos un gobernador de provincia) escribía al emperador de Roma, Trajano, estas palabras: 

- Por aquí ando a vueltas con los cristianos; y los tengo ya tan escarmentados con mi persecución, que bien puedo asegurar que dentro de poco no quedará ni rastro de su secta, ni volverá a hablarse más en el mundo de ese Dios crucificado, con el que arman tanta bulla.

Y Trajano murió, y vinieron otros emperadores, y otros procónsules que perseguían a los cristianos, que los degollaban a millares... Y el Dios crucificado cada día ganaba nuevos adoradores.

Pasan dos siglos, y los mismos emperadores que habían perseguido a los cristianos, reciben el sagrado Bautismo, se postran humildes ante el Calvario, y adornan su corona y sus estandartes con aquella misma cruz que había sido tan escarnecida.

Todo parecía juntarse desde entonces para asegurar la paz y completa victoria al Cristianismo, cuando un emperador cristiano reniega de su fe, y empieza a perseguir de nuevo a la Iglesia, más aún con los insultos y las burlas que con los tormentos y los suplicios. Este emperador fue el llamado Juliano el Apóstata, quien en en tono de broma decía que estaba cavando el sepulcro del Galileo, con lo cual se alababa de su odio a Jesucristo, y se suponía capaz de acabar con su Religión y con su Iglesia.

Juliano murió; murió el imperio donde él era emperador; pasaron siglos y siglos, hasta trece que son ya cumplidos desde que murió el Apóstata. Y la Religión del Galileo y su santa Iglesia viven gloriosas y triunfantes.

Se levantaron cada siglo, cada año, cada mes, en todos los puntos del universo, herejes atrevidos, fundadores de sectas poderosas, que lograron contar en su seno a los reyes y grandes del mundo. Todos han dicho que iban a acabar con la Iglesia... Y la Iglesia está en pie, mientras que ellos, y sus nombres, y sus sectas, y sus poderosos protectores están sepultados en el olvido, sin que ya nadie, sino algún sabio curioso, sepa nada de ellos.

Cegado por el orgullo y alentado por la codicia, se levantó el protestantismo, hace trescientos años, en cabeza de Lutero; y como todas las herejías, salió también prometiéndoselas felices y asegurando que iba a acabar con la Iglesia:

- Oh Papa, oh Papa -decía Lutero- yo soy para ti una peste mientras vivo, después que yo muera seré tu cachete.

Y Lutero murió, y su protestantismo se dividió en innumerables sectas, que se odian y despedazan unas a otras, y todas ellas juntas y al mismo tiempo se van deshaciendo hoy mismo en todas partes como la sal en el agua...

Y el Papa, de quien Lutero pretendía ser su cachete, va siendo cada vez más venerado, cada vez más fuerte y poderoso.

Llega, por fin, el siglo pasado, y nace Voltaire, aquel famoso impío a quien ya conoces, y su desprecio y su odio a la Religión fueron tan grandes, que le inspiraron la sacrílega extravagancia de firmar sus cartas con este sobrenombre: Voltaire burla-Cristos, o destripa al infame (este infame a quien quiere destripar es el buen Jesús y su santa Iglesia). En una de sus cartas, firmada con esta firma horrible, dice así:

- Estoy harto ya de oír que bastaron doce hombres para fundar la Religión Católica, y quiero mostrar que con uno solo basta y sobra para acabar con ella. Dentro de 20 años -decía en otra carta- habremos ya dado buena cuenta del Galileo...

Y el mismo día en que se cumplían cabalmente veinte años de haber escrito esto, moría el tal Voltaire de la manera que he contado. Muere Voltaire, y sobre su mismo sepulcro comienza a rugir aquella horrorosa Revolución Francesa, de que habrás oído hablar, que inundó la Francia de sangre, que degolló al rey en un patíbulo, que derribó todos los templos de Jesucristo y despedazó a sus sacerdotes, y puso sobre sus altares a una ramera para adorarla.

Pero viene Napoleón y restablece el culto católico, y Jesús vuelve a sus altares y los sacerdotes a sus templos.

Napoleón mismo, que había restablecido el culto del Dios verdadero, se empeña después en exigir del Papa cosas que el Papa no podía concederle, y lo saca de Roma y lo lleva preso a Francia. Pero poco después, el mismo Napoleón dobla la rodilla ante el Vicario de Jesucristo, y lo restituye a su Silla, rodeado de honor y de esplendor... Y Napoleón muere de la manera que te he referido... Y aquella Revolución Francesa, vencida por él, pasa como un huracán, dejando sin duda muchas huellas de su gran destrucción, pero no impidiendo que la Iglesia de Jesucristo saliera triunfante de la guerra infernal que contra ella habían movido juntos Voltaire, el protestantismo y la Revolución, es decir, la impiedad, el error y la barbarie.

Por último, tras algunos pocos años de calma y de reposo, salen en estos tiempos que vamos, atravesando esos famosos regeneradores de la sociedad y del hombre, de quienes ya te he hablado; esos socialistas, comunistas y demás predicadores de su especie que, alentados y auxiliados por el protestantismo expirante y por todas las malas pasiones de las almas más depravadas, vuelven a repetir el sonsonete de que la Iglesia no es ya de este tiempo, que es una antigualla que ya pasó, que la ley del progreso exige ya otra clase de religión más conforme a la marcha del siglo, etc....

Y todo esto lo dicen con palabras de nuevo cuño y dándose los aires de quien inventa alguna cosa, sin que esos desdichados vean, ni quizás siquiera sospechen, que sus alharacas, sus blasfemias y sus simplicidades no son ni más ni menos que una mala repetición de la carta del procónsul romano, de la apostasía de Juliano, de las herejías de todos los siglos, de las fanfarronadas de Lutero, de las asquerosas brutalidades de Voltaire, de los aullidos bestiales de la Revolución Francesa, de todos los errores, en fin, y de todos los vicios que han manchado, manchan y mancharán el corazón de los hombres.

Todos ellos están demasiado ciegos para no ver cómo Dios se ha burlado y se burla de sus necedades, conservando y acrecentando cada día más el lustre y la magnificencia de su Iglesia Santa.

¡Desdichados, desdichados! ¿No recuerdan la promesa del Salvador al primer Papa y a los primeros Obispos: Id y enseñad a todas las gentes. Yo estoy con vosotros HASTA EL FIN DE LOS SIGLOS? ¿No recuerdan cómo esta promesa fue confirmada en cabeza del Príncipe de los Apóstoles: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, Y LAS PUERTAS DEL INFIERNO NO PODRÁN PREVALECER CONTRA ELLA?

¡Desdichados! ¿Cómo quieren luchar contra la promesa de Jesucristo? ¿Cómo no les espanta la idea de desmentir al mismo Dios? Y ya que tan privados están de fe, que no se arredran de cometer este sacrilegio, ¿cómo no ven que el mundo vive de lo que sabe y de lo que ama, y que en la Iglesia está toda la ciencia, y que su amor es infinito porque es el mismo amor de Dios?

No; la Iglesia no ha pasado, ni pasará, hasta que pase el mundo, de quien ella es espíritu y vida. Ella nada puede temer; el mismo Dios que la ha dado victoria contra sus antiguos y poderosos enemigos, se la está dando y se la dará perpetuamente contra sus enemigos de hoy, que saben mucho menos y valen mucho menos que los antiguos.

Morirán, y no quedará memoria de ellos, estos desdichados que ahora la insultan. Vendrán otros después de ellos, porque la barca de San Pedro ha de estar perpetuamente combatida por las tempestades. Pero Dios le tiene asegurado el puerto celestial de triunfos sin medida, y nada prevalecerá contra ella; ni los enemigos de sus playas, ni el tumulto de las olas, ni los monstruos de los mares.



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