viernes, 15 de diciembre de 2023

CUARTA PARTE DEL LIBRO "VIDAS DE LOS HERMANOS" (CAPITULO XXV)

Continuamos con la publicación de la Cuarta Parte del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez (1850-1939) de la Orden de Predicadores.

CUARTA PARTE

DEL LIBRO INTITULADO

"VIDAS DE LOS HERMANOS" 

CAPÍTULO XXV

DE LAS REVELACIONES Y CONSUELOS DE DIOS A LOS HERMANOS

I. Al principio de la Orden, orando ante su cama un novicio de mucha piedad, vio al diablo en figura de mona muy grande, rechinando con ira los dientes y diciendo:
- Vosotros os habéis reunido aquí contra mí; pero yo me vengaré de vosotros, y os quemaré con la casa.
Temiendo esto el Hermano, le conjuró de parte de Dios Omnipotente que no lo hiciera; y el diablo entonces, rugiendo de ira, saltó sobre él y dijo:
- ¿Y nos conjuras tú que poco ha eras de los nuestros? Pues has de morir.
Y le oprimía tan fuertemente, que no podía hablar ni revolverse, más en su corazón, invocando a la Trinidad Beatísima, dijo:
- En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Cuando pronunció y del Hijo, sintió la lengua libre, y al decir Espíritu Santo, pudo santiguarse con la mano expedita. Huyó el demonio a la celda de otro Hermano y comenzó a escribir en un papel las maquinaciones de su malicia; lo cual viendo el Hermano, y no atreviéndose a moverse ni llamar a los demás, comenzó con devoción a rezar el Avemaría. Oyóla el enemigo y no pudiendo soportarla, lleno de furia grande, rompió con los dientes el papel escrito, y con gran estrépito huyó, estrellando unos contra otros los vasos que fuera de las celdas encontró; el cual estrépito dijeron los demás Hermanos haber oído.

II. Al mismo Religioso se le apareció otra vez el diablo queriendo oprimirle, según le parecía; pero él se santiguaba Y decía la salutación de la Bienaventurada María, como muy poderosa, según había oído, para vencer los enemigos todos, y el diablo, cogiendo miedo, huyó de él.

III. Estando otra vez este Hermano en el refectorio comiendo alegremente con los demás su corta y pobre pitanza, vio hacia la mesa superior al Señor Jesús con su Madre, llevada de la mano, que iban corriendo todas las mesas, de la primera a la última donde él estaba. Cuando se acercaron, les pidió y obtuvo perdón de los pecados, y luego con gran aplauso los vio que salían del refectorio.

IV. Este mismo, después de treinta y más años de vida en la Orden, predicando en cierta ciudad una noche, dormido después de Maitines, vio que la Bienaventurada Virgen le ofrecía a su mismo Hijo por premio de la predicación; con lo cual quedó tan admirablemente consolado que casi por espacio de ocho días estuvo como embebecido.

V. Predicando en otra ocasión de la triple aureola en la fiesta del Bienaventurado Pedro Mártir, le pareció, después de los Maitines siguientes, que entrando en el coro de los Hermanos, veía los coros de los mártires y confesores, y vírgenes, y que la Bienaventurada María con el Bienaventurado Pedro Mártir, estaban en medio de todos cantando con los que llenos de alegría sempiterna, cantaban un cántico con tres aleluyas, y la antífona: Luz perpetua lucirá a tus Santos, Señor; y que acercándose él por orden de Nuestra Señora cantaba también con ellos, y que tomándole la Virgen de la mano le presentó a Cristo diciendo: 
- Hijo, también te ofrezco a éste.

VI. Otra vez que de rodillas delante del altar de la Virgen pedía perdón de sus pecados, veía en éxtasis que se allegaba a besar los pies del Niño Jesús, a quien la Virgen tenía en el regazo; de cuyos pies recibía una dulzura tan maravillosa, como si fuera un panal de miel; y lo que más fue, que vuelto en sí saboreaba, paladeaba y en los labios sentía una dulzura como de miel. - Estos seis ejemplos de Consuelo los oyó muy en secreto quien los escribió. Él es tal y tan santo, que ésto y más que ésto se puede con justicia decir y creer.

VII. Fr. Tomás de Aquino, cuya vida y ciencia es bien conocida y utilísima a la Iglesia de Dios, vio en sueños estando en París, por aquel tiempo en que el Maestro de la Orden peleaba en la corte del Señor Papa contra ciertas personas que querían devastar la Orden, vio, digo, que los Hermanos estaban mirando atónitos al cielo, y que después de mirar largo tiempo le decían:
- ¡Mira! ¡Mira!
Y veía él con los otros en el cielo, este escrito en letras de oro: "Nos libró el Señor de nuestros enemigos y del poder de todos los que nos aborrecieron". Y en efecto, por aquellos mismos días la dura carta escrita por Inocencio contra los Hermanos fue, con la gracia de Dios, revocada por su sucesor Alejandro.

VIII. Aparecióse al mismo Fr. Tomás, en sueños, una hermana suya difunta, diciendo que estaba en el purgatorio, pero que de allí saldría pasados quince días. Y preguntándola él por el otro hermano, le contestó que estaba en el paraíso. Y volviendo a preguntarle si moriría el pronto y si se salvaría, respondió ella:
- Tú, sí perseveras en el fervor, irás al cielo derecho; sino, vendrás donde yo estoy. 
Después de quince días se le apareció el hermano, de quien había oído que estaba en el cielo, anunciándole la gloria de la hermana; y como también a él le preguntaste si se salvaría, respondió:
- No te conviene, hermano, pensar en eso; tú bien estás. Guarda lo que tienes y sigue como has empezado. TEN POR CIERTO QUE NINGUNO DE TU ORDEN SE CONDENA (1).

IX. Habiendo dispuesto el cancelario de París graduar a dicho Fr. Tomás la mañana siguiente para que leyera Teología, vio aquella misma noche Fr. Tomás, que uno le daba un libro y decía:
- Regando las montañas desde su cima, con el fruto de tus obras se saciará la tierra.
Tal impresión le hicieron estas palabras, que por ellas comenzó al día siguiente su disertación.

X. De un Hermano joven, alemán, honesto y muy devoto, contaba el Maestro Jordán, de santa memoria, que el día de la Cena había recibido la comunión de manos del mismo Cristo Señor, y que el día de Parasceve había sentido en su cuerpo toda la pasión de Cristo; y era cosa estupenda oír él decirle que se preparase a tal o cual tormento, y sin ver a nadie, sentirlos uno por uno.

XI. Contó Fr. Alberto, Maestro de Teología en París, que siendo Prior Provincial de Alemania, habían recibido a un novicio de poca ciencia y edad; pero que suplían en él la devoción y otras buenas cualidades, lo que por otra parte le faltaba. Divirtiéndose con él los Hermanos, le decían de broma que el Provincial le iba a despedir de la Orden, lo cual sentía de tal suerte que, fijándose la noche de la Purificación en aquellas palabras de Simeón:
- ¿Crees lo que has de ver? ¿Crees lo que has de vivir?
Afectado en gran manera y desecho todo en lágrimas, se postró en oración y comenzó a repetir:
- ¡Señor Jesús! ¿No te he de ver jamás? ¿No he de permanecer en esta Orden?
Y como dijera ésto muchas veces y con gran afecto del corazón, oyó una voz que le respondía:
- Me verás y perseverarás en esta Orden.

XII. Otro Hermano, que en el noviciado había rendido su cuerpo con ayunos y vigilias y demás trabajos hasta el extremo de no poder ya sostenerse, postrado en oración con muchas lágrimas exclamó:
- Señor, Tú sabes, y yo lo confieso, que erré, mortificándome por demás contra el consejo de los Hermanos, mas porque solo buscaba darte gusto, mírame y ten compasión de mí, a fin de que con los demás Hermanos pueda hacer las cosas de la Orden.
Dicho esto se vio al instante libre de toda molestia, y recobradas las perdidas  fuerzas, fielmente sirvió al Señor por muchos años.

XIII. Hubo en el convento de Limoges un Hermano devoto que, además de las muchas tentaciones con que el demonio le estimulaba, padecía en el cuerpo una enfermedad vergonzosa. Comenzó, pues, a invocar a la Madre de la Misericordia, pernoctando frecuentemente en la oración; y como en cada una de las celdas está pintada la imagen del crucifijo, cual libro de la vida abierto y libro de arte de amar a Dios, muy a menudo levantaba a él los ojos del cuerpo y del corazón, esperando que de allí le vendría el auxilio; y sintiéndose cada día más enternecido, llegó hasta lamerle los pies, y abrazárselos lleno de confianza. Una noche, después de besar y lamer con muchas lágrimas los pies de la imagen de Cristo, sintió que entraba por su boca una sustancia dulcísima, más sabrosa que la miel y más olorosa que los perfumes, la cual alegraba y fortificaba el corazón y todo el cuerpo, quedando él de tal modo abstraído que su única delicia era leer y orar. Otra noche, habiéndose quedado un tanto dormido después de muchas alabanzas y súplicas a la Virgen, la vio venir, según le parecía, acompañada de dos nobilísimas doncellas, y acercándose a él y consolándole de las diversas tentaciones y enfermedad, que mucho le hacía temer, le ofreció tres manzanas hermosísimas que traía en la mano, y le dijo:
- Esta comida será tu fortaleza para resistir los trabajos, y medicina contra toda enfermedad de alma y cuerpo.
Al despertar se halló, en efecto, consolado igualmente que sano, Por lo cual al Señor y a la Señora su Madre dió magníficas gracias.

XIV. El varón religioso y fidedigno Fr. Pedro de Sesana, francés, que fue Prior y Lector en la Orden, escribió de la manera siguiente la conversión de un sarraceno: En tiempo del piadosísimo emperador Juan, habiendo yo venido a Constantinopla con otros Hermanos enviados por el Señor Papa para componer, si fuera posible, la contradicción de los griegos modernos, llegó un monje de los sarracenos, ferventísimo emulador de las tradiciones de sus padres, muy adornado exteriormente de virtudes políticas, de aspecto sencillísimo, traje vilísimo, modesta compostura y de pocas palabras, pero por dentro estaba vacío. Hablando, pues, con los Hermanos en la puerta por ver si los apartaba de sus creencias y llevaba atrás de sí, llegué yo llamado por ellos, y quedé (lo confieso) sobremanera admirado, al ver en él tanta mesura cual, a mi juicio, en ninguno de nosotros había jamás visto. Más como poco después blasfemase de Nuestro Señor Jesucristo, diciendo que era puro hombre y no Dios, me horroricé y sintiendo en mí cual nunca la gracia y mérito de la fe, contuve a los Hermanos, e impuesto silencio, pregunté al sarraceno si en su ley se mandaba que, quien estando bajo su potestad, blasfemase de Mahoma, fuera sin compasión decapitado. Contestó que sí, y yo añadí:
- Pues o tú has de ser decapitado o la ley de Mahoma es injusta; y te lo mostraré evidentemente. Porque si uno que en presencia de sarracenos blasfema a Mahoma, a quién suponéis profeta del Dios sumo, pero no Dios, es por justa ley ajusticiado, del mismo modo el que en presencia de cristianos blasfema de Cristo a quien creemos no solo profeta, sino Dios y Señor de todos los profetas, por ley justa y mucha más justa, debe ser ajusticiado. Sufre, pues, el castigo que según tu Mahoma mereces.
Calló el sarraceno, y yo entonces continué:
- No temas, que no morirás: la ley de Mahoma es injusta. Más porque has blasfemado de Dios, no quedarás sin correctivo.
Di parte al jefe del castillo del emperador, el cual mandó a dos de sus subalternos que prendieran al blasfemo y le encerraran en la cárcel. Aquel día y el siguiente no comió ni bebió el monje, sino que sentado sobre una piedra se quedó orando como inmóvil, según nos atestiguaron los que en la cárcel estaban. Resolví después visitarle, y tomando conmigo un compañero que sabía griego y latín, al día siguiente muy temprano fui a la cárcel. Estaba él sentado sobre una piedra; pero se levantó apenas nos vio y dijo:
- Oíd, os ruego, mis palabras. Antes de venir vosotros me dormí sobre esta piedra y me parecía ver a mi Abad que me ofrecía un pedazo de pan durísimo y negro; y que luego veníais vosotros y me dabais un pan entero y hermoso y que me animabais a que lo comiera.
En aquel mismo instante yo, Fr. Pedro, saqué un pan entero y blanco que, sin saberlo mi compañero, había guardado, y se lo di al pobre y hambriento, diciéndole:
- Mira cómo Dios hizo verdadera tu visión; toma este pan y come.
El cual, como lo recibiese, le añadí:
- Ahora te diré además con toda verdad la interpretación de lo que has visto. El pedazo de pan que has visto, duro y negro, cual se da a los perros, has de saber que es la doctrina de Mahoma que a ti tu Abad te enseñó. Más el pan entero y blanco es Jesucristo Nuestro Señor, que a los suyos nutre de ciencia y doctrina; Pan vivo que del cielo bajo, sobresustancial, esplendor de la gloria y figura de la sustancia de Dios, el cual se toma todo por cada uno y permanece siempre uno e íntegro, de quien tú has blasfemado, pero que hoy te le ofrecemos para creerle y adorarle.
Marchamos nosotros, y poco después, libertado él de la cárcel a petición nuestra, se dirigió a los Hermanos Menores, quienes le remitieron a nosotros, e instruido cuidadosamente de nuestros Hermanos y habiendo pasado cuarenta días en el jardín de nuestra casa, donde había una iglesia que antes había sido de los griegos, solo, y tomando comida cortísima, aprendidos el Símbolo de la fe y el Padrenuestro, de todo corazón, se convirtió a Cristo y fue bautizado el día de la conversión de San Pablo, al cual por mucho tiempo vimos humilde y devoto servir al Señor. Por todo sea Dios bendito. Amén.

XV. Un Hermano dio de noche en el dormitorio un tan grande y horrible grito, que el Prior y Hermanos, sobresaltados, corrieron a ver lo que le pasaba. Encendida luz, comenzó el Prior a hablarle, pero él no respondía. Estaba poseído de horror, los ojos fijos en cierto lugar. Mas pasada la noche y tranquilizado algún tanto, le llamó otra vez el Prior y preguntó qué había tenido. Contestó que había visto al demonio, con cuya espantosa visión había quedado aterrado. Le preguntó después qué figura tenía, y le dijo el Hermano:
- No sé pintároslo; pero os aseguro que si por un lado me presentan un horno ardiendo, y por otro aquella figura que vi, preferiría lanzarme en el horno antes que mirarla.

XVI. Cuando el joven Luis, primogénito del glorioso Luis, rey de los franceses, cayó enfermo en París, un Hermano de aquel convento, que nada sabía de dicha enfermedad, vio en sueños que el rey estaba en un sitio elevado con la corona en las manos, y junto a él sus dos hijos, es a saber, el mencionado Luis, y Felipe que era el segundo, uno a la derecha y otro a la izquierda; y que por fin imponía el rey la corona a éste segundo y no al otro, como era debido, por ser primogénito. Cuando la real familia pasó al convento para que rogasen por el enfermo, contó aquel Hermano lo que había visto; y a los pocos días murió el primogénito Luis, quien por su inocencia y ejemplares costumbres indudablemente subiría al cielo, y quedó el otro hermano heredero del reino.

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