Por el Abad François Delmotte
Entonces, ¿qué podemos hacer para animar a nuestra alma a meditar?
“Hay días en que, aun en soledad, no puedo tener pensamiento fijo de Dios ni de ningún bien, ni hacer oración. Pero siento que discierno la causa; veo claramente que todo el mal procede del entendimiento y de la imaginación; porque la voluntad es recta y no hay obra buena que no esté dispuesta a abrazar. Pero, tales son las divagaciones de la mente que se asemeja a un loco a quien nadie puede encadenar; y no está en mi poder fijarlo en el espacio de un Credo. A veces me río de él, y para gozar del espectáculo de mi miseria le dejo hacer lo que le place y le sigo con la vista para ver lo que hará. Nunca, gracias a Dios, me lleva a nada malo, sino sólo a cosas indiferentes. Así comprendo mucho mejor la gracia que Dios me concede cuando me pone en perfecta contemplación mientras tiene encadenado a este loco, y pienso también en lo que dirían de mí los que me tienen por buena si me vieran en semejante estado de ánimo. Me mueve la más profunda compasión cuando veo un alma en mala compañía, y anhelo tan ardientemente verla libre, que a veces no puedo menos que decir a Nuestro Señor: ¿Cuándo se verá por fin mi alma ocupada en celebrar todas tus alabanzas? ¿Cuándo gozarán de ti sus potencias? No permitas, Señor, que siga dividida y despedazada”.
Santa Teresa de Ávila, Vida, cap. 30
El recogimiento en la oración no siempre es fácil. Las palabras de Santa Teresa de Ávila dan testimonio de ello. Para poder meditar, primero debemos recordar qué es la oración. La oración es un acto del espíritu que busca la unión con Dios. Cuanto más auténtica, más espiritual. El cuerpo, sus gestos, ropas y actitudes están ahí para ayudar al alma a elevarse hacia Dios. Y, por otra parte, son el reflejo de la oración del alma. Como nuestra naturaleza humana es débil, le cuesta elevarse hacia Dios, recogerse. Por eso, debemos recordar que Dios mismo quiere venir a orar en nuestras almas. “El Espíritu viene al rescate de nuestra debilidad. Porque no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Romanos, 8, 26). La verdadera oración es un acto del espíritu; más exactamente, es un acto del Espíritu Santo que viene por gracia al alma para orar. El alma debe ponerse bajo la influencia del Espíritu Santo para poder orar. Esta oración del Espíritu Santo en nosotros no es otra cosa que la oración que Cristo quiere continuar en nuestra alma. Por eso la oración principal del cristiano es el Pater: “Así debéis orar: Padre nuestro que estás en los cielos...” (San Mateo 6, 7) La oración es un acto de un hijo que se dirige a su Padre del Cielo.
¿Cómo, pues, obtener y favorecer el recogimiento de nuestra alma en la oración? ¿Cómo recogernos?
Antes de la oración
La oración, acto del espíritu, requiere una preparación regular. Se puede correr una carrera de 100 metros lisos o hacer un salto de altura sin ninguna preparación... pero no es una buena manera de correr una buena carrera o hacer un buen salto de altura. Del mismo modo, es importante mantener un cierto recogimiento habitual del alma, incluso fuera de los momentos de oración. “Prepara tu alma antes de la oración, y no seas como el hombre que tienta a Dios” (Eclesiástico 18, 23). De lejos, hay que evitar todo lo que disipa y entorpece el espíritu de oración, sobre todo antes del acto mismo de la oración. En Lourdes, la Virgen María exhortó: “Oración y penitencia”. La penitencia y el hábito de la mortificación son una manera de no dejar que nuestra alma sea invadida por el espíritu del mundo, y por lo tanto, disminuye las causas de distracciones. “¿Por qué hay pocos contemplativos, sino porque pocos hombres saben separarse enteramente de las cosas y criaturas perecederas?” (Imitación de Jesucristo, III, 31, 1) Es aquí donde debemos señalar la influencia tan nociva de las pantallas en general y de las películas o series en particular. La imaginación necesita mucho tiempo de calma para digerir todas las imágenes que ha ido bebiendo. Y encuentra esta calma en cuanto el espíritu quiere orar... De ahí la aparición casi inmediata de distracciones en la oración. Por el contrario, un alma que ha hecho la mortificación de reducir el tiempo que pasa delante de las pantallas, y que ve pocas películas o ninguna, comprobará que reza con mayor fervor. Tanto si la mente divaga a causa de las pantallas y las películas, como si es capaz de meditar y rezar, la elección es real. Pero el cristiano no tiene que elegir... La necesaria mortificación de los sentidos es, por lo tanto, la preparación más fundamental para toda oración.
Durante la oración
Cuando vamos a orar, debemos marcar un tiempo de silencio para llevar nuestra alma a la presencia de Dios. “Cuando quieras orar, entra en tu habitación y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre en secreto” (Mateo 6, 6). El primer acto de oración es, pues, cerrar la puerta de nuestra alma a las solicitaciones de los sentidos, del mundo, de nuestros proyectos y preocupaciones. El Padre sólo está dentro de nuestra alma. También es aconsejable orar en un lugar tranquilo y apartado, reservado para este fin.
Durante el acto mismo de la oración, el alma se esforzará por realizar actos de fe, esperanza y caridad. Es importante hacer un acto de fe en la oración. Ya lo decía el Salmista: es porque he creído en Dios por lo que he abierto mi boca para orar, “Credidi propter quod locutus sum” (Salmo 115, 1). Por ejemplo, en el Rosario, podemos hacer un acto de fe en cada Ave María, un acto de fe en el misterio que estamos meditando, y así sucesivamente. Esto no tiene ningún secreto. Nuestras almas deben alimentar su fe estudiando humilde y regularmente el catecismo, leyendo a los escritores espirituales y nuestro misal para poder rezar.
Y luego, por supuesto, hay que tener cuidado. En definitiva, el recogimiento significa prestar atención a la presencia de Dios ante nuestra alma, en nuestra alma. Hay varias cosas a las que podemos prestar atención en la oración. En primer lugar, la mente prestará atención a las palabras pronunciadas: es el elemento necesario de toda oración, pero no es suficiente por sí solo. No obstante, marca el respeto del espíritu y, por lo tanto, manifiesta un acto de la virtud de la religión. Luego está la atención que prestamos al significado de las palabras. Esto arroja luz sobre lo que debemos pedir y cómo debemos pedirlo. En la Misa, por ejemplo, el significado de las palabras de la oración litúrgica dicta al alma los sentimientos y las acciones que debe producir en esta oración. En el rezo del rosario, cada Ave María puede rezarse como una declaración de amor y como la súplica de un pecador que pide gracias.
Por último, y sobre todo, la atención se centra en la presencia de Dios: ésta es la esencia de la oración, lo que la convierte en un verdadero acto de la virtud de la religión. La oración es, pues, un movimiento del alma del hijo hacia su Padre celestial, por medio del Hijo encarnado y bajo el impulso de amor del Espíritu Santo. Por ejemplo, en el rezo del rosario, aunque el alma rece las avemarías mecánicamente, pero esté conversando con Dios, la oración es buena y agradable a Dios. Esto es lo que dice Dom Guillerand: “Estos pensamientos, nacidos del amor, nos atraen hacia Aquel a quien nos dirigimos: esto es la atención. Un alma atenta es un alma que tiende hacia el objeto que la atrae. Un alma distraída es aquella que se deja atraer por otros objetos. La atención depende de la importancia que damos al objeto que nos atrae, de la atracción que ejerce. Si sabemos que es grande y bello, bueno y fuerte, si sabemos que es muy perfecto, rico en todo lo que puede llenarnos, nuestra atención es extrema” (Dom Guillerand, Face à Dieu).
Entonces, ¿qué debemos hacer si encontramos distracciones en nuestra oración?
Lo primero que hay que hacer es volver tranquilamente la mente al Buen Dios, la imaginación a las escenas de los misterios del Rosario, los ojos al sagrario o a una bella estatua de la Virgen María, por ejemplo. También es necesario, por un simple acto de voluntad, desaprobar esta distracción acusándose humildemente de ella ante el Buen Dios y no disculpándose. La lamentable decadencia de nuestra pobre naturaleza humana exige que estemos dispuestos a hacerlo a menudo con dulzura y firmeza, tantas veces como sea necesario. Sin embargo, es bueno que recordemos que la fe nos enseña que una distracción repelida con caridad es meritoria.
Soportar las distracciones y alejarlas una y otra vez es una escuela de humildad. Nos da la oportunidad de hacer un acto de humildad que redime esa distracción y nos coloca en el lugar que nos corresponde ante Dios.
“Verdaderamente, Dios mío, aquí estoy como estoy: incapaz de pensar en Ti, inconstante en mi oración; mi espíritu es demasiado pesado para elevarse sólo hacia Ti; estoy demasiado imbuido de los deseos del mundo, del amor propio. Cúrame, Señor, de todas estas enfermedades y concédeme en tu misericordia la gracia de la oración. Que tu Espíritu Santo entre en mí para ofrecerte una oración que te sea agradable. Tú me toleras, Dios mío, con admirable dulzura. Estoy enfermo y fluyo como el agua. Cúrame y seré estable. Fortaléceme y seré firme. Pero hasta que me pongas en este estado, tolérame”.San Agustín
Un tanto paradójicamente, la lucha contra las distracciones honra a la Majestad divina, que ve que el alma prefiere aferrarse a Dios antes que ceder a las cosas terrenas. Dom Guillerand nos dice:
“Lo importante, sin embargo, es la atención de la voluntad más que la de la mente. A menudo esto nos resulta imposible. Hay oraciones distraídas que alejan el corazón de Dios. Cuando nos esforzamos por ponernos delante de Dios, y cuando nuestro cuerpo o nuestra alma nos apartan continuamente de la vista y del recuerdo de esta presencia amada, cuando esta impotencia tortura nuestro deseo de Él y aceptamos humildemente esta tortura, la distracción se convierte en un medio de unión excepcionalmente precioso y fuerte. Porque todo en nuestra relación con Dios se mide por el amor, y toda repulsión del alma hacia lo creado para unirse a lo Increado es amor”.Dom Guillerand, Face à Dieu.
Al obligar al alma a una mayor caridad, las distracciones que combatimos brindan la oportunidad de aumentar los méritos. Permiten así adquirir gracias aquí abajo y mayor gloria en el cielo. También ejercitan la virtud de la paciencia y las virtudes teologales, así como las virtudes necesarias para alejar los malos pensamientos: castidad, fe, caridad, perdón, etc.
En resumen, el apóstol San Juan resume la razón última y los medios de la oración: “Dios es Espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad” (San Juan 4, 24). Esta es la inmensa labor del hombre en la tierra desde la Creación: elevarse por encima de sus sentidos y del mundo para unirse con su espíritu sólo a Dios. Que el cristiano sea activo en su búsqueda del Buen Dios y que tome acciones de su espíritu, de eso se trata la meditación.
Apéndice: Consejos para rezar el rosario con más fervor y menos distracciones
♦ Utiliza tu rosario y ámalo: es una forma de luchar contra las distracciones.
♦ Recuerda que el rosario es tiempo que pasas con María y Jesús, con las personas que quieres.
♦ Haz actos de Fe, Esperanza y Caridad con el contenido de los misterios o las Avemarías.
♦ Cuando estés solo: al rezar el Ave María, haz una pausa después del nombre de Jesús o de María y formula en una palabra el misterio que estás meditando (acto de Fe) o formula la gracia que estás pidiendo (acto de Esperanza), o formula un acto de amor. Hacer del rosario una oración vocal lenta, como si habláramos entre nosotros, como si nos enseñáramos a nosotros mismos estos misterios de nuestra fe.
♦ Cuando el rosario sea rezado por varias personas: mientras una reza el Ave María, meditar el misterio o pedir una gracia; en todos los casos, formular una invocación jaculatoria.
♦ En familia: rezar el rosario delante del oratorio familiar, pedir a los niños que pongan una intención a cada misterio y hacer que cada uno recite una docena por turno.
Le Seignadou
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