CUARTA PARTE
DEL LIBRO INTITULADO
"VIDAS DE LOS HERMANOS"
CAPÍTULO XXVI
DE LOS HERMANOS QUE EN VIDA RESPLANDECIERON CON MILAGROS
I. En una ocasión en que los frailes Menores de Albi se fatigaban sin resultado buscando agua, llegó nuestro Fray Mauricio del convento de Tolosa, que andaba predicando, de nación aluntino, noble por familia, humilde de corazón, de hábito vil, verdadero amador de la pobreza, contra los herejes ferviente y eficaz predicador; el cual, compadecido de los Frailes Menores, invocando a Dios, les señaló un lugar diciendo:
- Cavad aquí en nombre de Jesucristo, y la hallaréis.
Cavaron, en efecto, e hicieron un pozo que hasta hoy dura abundante en agua sana
De Fr. Gualterio, varón santo
II. Fr. Gualterio, Prior y Lector de los Hermanos en Strasburgo, humilde, devoto, misericordioso; después de haber celebrado Capítulo con las monjas de Columbaria y encomendado a varias diversos oficios, díjole a una de ellas, Sor Cunegunda, que padecía calenturas:
- Y a mí, Padre Prior, ¿qué oficio me dais?.
Respondió:
-Que te sirvan de oficio tus calenturas.
Desde aquel día no quiso la Religiosa usar medicinas, diciendo que desempeñaría el impuesto oficio hasta que de él la absolviese quien se lo había encomendado; ni creía que entre tanta medicina, alguna pudiera aprovecharle. Pasadas así seis o siete semanas volvió el Prior al lugar dicho, quién oída la devoción de la monja y compadecido de ella, dijo en presencia de muchos:
- En nombre de Cristo yo te absuelvo del oficio de estas calenturas.
Postróse ella humildemente en tierra, y al levantarse se halló plenísimamente curada.
El mismo Fr. Gualterio, cuando estaba en la parte secreta de la Misa o en la oración familiar, fue visto de muchos que lo contaron, elevarse en los aires sin otro sostén que la virtud divina.
Un Hermano, a quien el mismo Prior encargaba cierto oficio, contestó:
- Decid a la fiebre que me deje, y yo haré lo que me mandáis.
El Prior, haciendo una cruz sobre él, dijo:
- Cese desde ahora tu fiebre en nombre de Cristo.
Y al momento el Hermano quedó sano.
Orando el mismo por una doncella que había hecho voto de castidad, se le convirtieron en tal amargura de hiel las palabras de su oración, que comprendió el varón lleno de Dios, que resistían a sus súplicas los merecimientos de ella, como lo comprobó el suceso, pues mintiendo la joven al inmortal Esposo, se unió en breve a uno mortal.
Otra vez que oraba por otra persona, sintió en sus labios tal dulzura cual si fueran panal de miel.
Como supiera lo mucho que a las monjas de Strasburgo atribulaba una endemoniada, dióse dicho Fray Gualterio, con más fervor a los ayunos y oración, y yendo con otro Hermano al convento de las Religiosas, vio, según creía, multitud de ángeles que entre sí se gozaban y decían:
- Hemos sido enviados en tu auxilio.
Y mandando luego que le trajesen la obsesa, antes de levantarse de la oración, salió de ella el demonio dejándola casi muerta; pero convaleció muy pronto por la oración del hombre santo de Dios.
Celebraba con frecuencia por los difuntos, y le fue muchas veces dado conocer el estado de las almas, si estaban en el descanso o en las penas, y cuánto habían de permanecer allí. A uno, familiar suyo, de quién supo que debía de estar dos años en penas, ya por sí, ya por otros, le logró plena libertad después de seis semanas. El mismo difunto se le apareció cuando celebraba, dando a Dios gracias de su libertad.
Orando en el convento de los Frailes Menores de Columbaria y revolviendo en su corazón las amarguras de la pasión del Señor, sintió en su cuerpo tanto dolor, singularmente en las partes donde Cristo tuvo las llagas, que no pudo contenerse sin prorrumpir en quejido grande, y en adelante, se le repetía a menudo la amargura en los cinco dichos lugares.
Deseando en otra ocasión saber cuán grande habría sido el dolor de la Bienaventurada Virgen en la pasión del Hijo, le pareció que atravesaban su corazón con una espada.
De Fr. Guillermo
III. Predicando un día Fr. Guillermo de Alemania, muy religioso y celador grande de las almas, perturbándole uno con sus clamores, al cual no podía hacer callar, le dijo el Hermano, oyéndolo todos:
- No saldrás de aquí sin castigo.
Y en efecto, al salir quedó loco, teniendo sus amigos que atarle para que no maltratase a los demás. Vuelto después de diez semanas Fray Guillermo a aquel mismo lugar con el mismo compañero de antes, que era Fray Teófilo, y rogado por los amigos del demente que olvidase la injuria y rogase a Dios por él, hecha oración sobre aquel hombre, restituyóle el Señor a su primer estado.
A una monja que hacía quince semanas venía padeciendo tercianas, orando la devolvió la salud con solo decirla:
- Anda y da gracias a Cristo.
De Fr. Enrique el Mayor
IV. Una señora de cierto pueblo que tenía un hijo epiléptico hacía ya largo tiempo, le llevó a Fr. Enrique el Mayor rogándole que pidiera a Dios por él. Vencido el Hermano a las instancias de la señora, se puso en oración con la mano sobre el enfermo, y delante de todos le alcanzó al momento salud perfecta.
Hospedado otra vez en casa de una señora abandonada de un militar, la cual tenía un hijo casi muerto, con su oración y la del compañero, a quien obligó a orar, volvió a dicho hijo de muerte a vida, pues convaleció rápidamente contra la esperanza de todos.
A fuerza de ruegos consiguió cierta Religiosa una navaja que Fr. Enrique consigo traía, la cual, con mucha devoción guardó en una caja y mandándola cierto día a una mujer, cuyo vientre estaba entumecido y lleno de heridas, con solo tocarla quedó la dicha mujer plenamente curada.
Del Hermano que resucitó un gallo
V. Dos Hermanos españoles que andaban predicando, llegaron a Madrid a la casa de las Hermanas a quienes el Bienaventurado Domingo había dado el hábito de nuestra Santa Religión. Recogióse uno de ellos en una casita inmediata a prepararse para anunciarles la palabra de Dios; pero un gallo que allí había, tanto le molestaba con su importuno canto que impacientando al Hermano y viendo que nada conseguía con espantarlo, cogió un garrote, le tiró con él, y el gallo quedó muerto. Considerando luego su ligereza y el daño de las Hermanas, arrepentido de lo hecho, cogió en las manos el gallo y dijo:
- Resucítalo, Señor Jesucristo, tú que le criaste y que todo lo puedes; con tu gracia me guardaré en adelante de estas ligerezas.
Y al momento saltó el gallo de las manos en tierra, y sacudiendo las alas volvió a cantar, pero no importunamente como antes. Escribió esto al Maestro de la Orden el renombrado Fr. Gil, español, que lo oyó del mismo a quien había sucedido, y que por ser Religioso veraz y bueno merecía toda fe.
De Fr. Lorenzo, español
VI. Un capellán español que apenas nada veía de un ojo, llegó a creer que si el predicador Fr. Lorenzo ponía sobre él su mano, sanaría. Y en efecto, rogado el Hermano, le tocó el ojo, y en aquel momento recobró el capellán su vista.
Exhortando el mismo Fr. Lorenzo a un joven que no quería perdonar a su enemigo, vista su obstinación le dijo:
- Sé que te lo impide el demonio que dentro llevas.
Y como respondiese que nada tenía que ver con él ni con el demonio, se marchó el santo; más aún no habían pasado tres días, cuando se vio el joven tan poseído y atormentado corporalmente del demonio, que no pudo menos que volver a Fr. Lorenzo, obedeciéndole entonces con humildad, fue perfectamente curado.
De Fr. Tobaldo, varón de admirable santidad
VII. Hubo en el convento de Milán un Hermano, por nombre Tobaldo, varón de pureza y santidad admirable, del cual se propusieron burlarse una vez ciertos herejes; y acercándosele uno de ellos, cierto día que el Hermano se hallaba ante un altar, simulando fiebre, con fingida humildad y devoción dijo:
- Por Dios, santo Hermano, haced sobre mí la cruz, que padezco calenturas; creo firmemente que vos podéis librarme de ellas.
Contestó el Hermano:
- Pido a Dios que si tienes calentura te la quite, y si no la tienes te la mande.
Instaba cada vez más el hereje diciendo:
- Yo sé, Fr. Tobaldo, que sois un santo; no habléis así, haced la cruz y al momento quedaré libre.
- Lo que he dicho, dicho está, replicó el Hermano.
Se retiró confundido el hereje; pero aún no había salido de la puerta de la iglesia, cuando se vio acometido de tan fuerte calentura, que en vez de irse a donde estaban esperándole sus compañeros, se fue derecho a su casa y se metió en la cama, porque la fiebre iba en aumento. Llamó luego a su mujer, que era católica, y la mandó que al instante hiciese venir a Fr. Tobaldo; y como la mujer, sorprendida de todo, no se diese prisa, por segunda y tercera vez le mandó que cuanto antes pasase aviso a Fr. Tobaldo. Hízolo ella; más Fr. Tobaldo no se apresuró a visitar al hereje, porque quería que el escarmiento fuese más prolongado. Fue al día siguiente; le confesó entonces el enfermo la malicia de su corazón, adjuró enseguida la herejía, y después de ésto, haciendo el Hermano la señal de la cruz y orando por él, juntamente con el error desapareció la calentura.
Era este Hermano de gracia tan singular para dirimir discordias, que cierto día, después de haber reconciliado a muchos, vio a uno cuyo hermano habían matado, y le rogó que perdonase por Dios al asesino, a quien hizo presentarse allí mismo; y como el agraviado, lejos de perdonar, se desatase contra el otro en palabras, gestos y amenazas, confiado Fray Tobaldo en la omnipotencia de Dios y en su benignidad, dijo:
- En nombre de Dios omnipotente que hizo el cielo y la tierra, y que en la cruz por nosotros padeció, y a sus verdugos perdonó, y por ellos oró, te mando que no muevas de aquí el pie sin hacer con éste las paces.
¡Cosa prodigiosa! Aquel hombre no pudo alzar el pie hasta tanto que cumplió lo que se le mandaba. Oyendo esto otro hermano, lleno de indignación llegó corriendo a matar sin piedad al asesino, al cual el varón santo, convertida la fiereza en mansedumbre, le mandó que entonces mismo él y su hermano llevasen al otro a su casa, y que comiesen los tres juntos, y al día siguiente volviesen para hacer con él la escritura de paz, como asimismo lo hicieron según les había mandado el siervo de Dios.
De Fr. Pedro, catalán
VIII. En la Provincia de España vivió el venerable y religioso varón Fr. Pedro Sendre, de nación catalán, predicador ferventísimo, por quien, aún vivo, hizo Dios muchos milagros, entre los cuales, según afirman testigos jurados, se cuentan trece ciegos, cuatro sordos, siete cojos, cinco contrahechos y veinticuatro enfermos mortales que, al solo tacto de su mano e invocación del nombre de Cristo, recibieron sanidad perfecta.
Una mujer encorvada y toda contrahecha que mandó la llevasen a su sermón, pero que por mucha gente no pudo acercarse a él, cogió después de la predicación las cortezas de sauce donde el Hermano se había sentado, e invocando a la Virgen María y a Fr. Pedro, su predicador, tocó con ellas las junturas de sus miembros, y al instante comenzaron los miembros a estirarse con cierto ruido y se levantó ella agradeciendo a Dios.
A otra mujer que padecía mucho del mal de orina le dio el mismo Hermano a beber agua bendita, y al momento la enferma quedó sana.
De Fr. Isnar, lombardo, varón santo
IX. Fue Fr. Isnar del convento de Pavía, varón religioso, ferviente y muy gracioso predicador, por quien Dios convirtió a muchos e hizo grandes milagros, por testigos fieles aprobados. Entre ellos, con solo tocarlos e invocando el nombre de Jesús, recobraron plenamente el andar cinco cojos, el oído cuatro sordos, dos mudos el habla, tres ciegos la vista y tres el uso de la mano.
A un niño de Pavía, que todos daban por difunto, con la señal de la cruz e invocación del nombre de Jesucristo, en presencia de muchos le resucitó.
Seis jóvenes que en el río Po peligraban, invocado de ellos, maravillosamente los libró.
Una paralítica que comió de las reliquias de su mesa, fue curada.
Con su saliva untó el brazo árido de otro, y le dio salud.
A un hidrópico le besó y con el beso desapareció el entumecimiento.
A otro que tendido yacía paralítico después de catorce años, invocando a Cristo, le restituyó la salud.
Diciendo los herejes que si Fr. Isnar librase de la agitación de los demonios a un tal Martín, le creerían santo, besó el mismo santo a Martín el endemoniado, expelió de él al enemigo, le devolvió la sanidad, y por muchos años sirvió después dicho hombre a Dios y a los Hermanos de Pavía.
Diciendo en la plaza delante de muchos, otro hereje, el cual se burlaba de aquellos milagros, que si una tinaja que allí había se moviera por sí sola y le rompiera la pierna, tendría por santo al obeso Isnar; de repente y sin tocarla nadie, rodó sobre él la tinaja y le rompió la pierna.
Uno que tenía una tierra de garbanzos, la cual destrozaban hombres y bestias, se la encomendó a Fr. Isnar, y desde aquel día la tierra quedó intacta.
Un Hermano converso, español, llamado Fr. Pedro, vio, según el creía, que el clero y pueblo de Pavía se dirigían al convento de los Predicadores pidiendo que les diesen un Papa de entre los Hermanos. Lo contó así dicho Fr. Pedro al Subprior, y ambos a Fr. Isnar, que era Prior, el cual, previendo que su fin estaba cercano, cayó a los pies del Subprior, le hizo confesión general de su vida, y a los pocos días felizmente expiró. Atestiguó el Subprior que le había hallado virgen de corazón y de carne. Resplandeció después de muerto en milagros que más abajo se contarán.
De Fr. Juan Teutónico, Maestro de la Orden
X. Predicando en Basilea la Cruzada a Tierra Santa Fr. Juan Teutónico, que después fue Maestro de la Orden, tomaron la cruz, entre otros, un señor y un canónigo de la ciudad, llevándolo tan a mal la mujer del primero y madre a la vez del segundo, que llena del ira dijo contra el Predicador:
-Así te lleven tantos demonios cuántas hojas tiene ese árbol.
Pero muy pronto siguió la pena a la culpa de imprecación semejante, pues en aquel momento se le hinchó a la mujer la cara y toda ella quedó como leprosa; de donde arrepentida muy de veras, llamó al referido Hermano y le confesó su pecado, después de lo cual, imponiéndole él la mano, de repente quedó otra vez sana. El hijo canónigo que esto vio se vino a nuestra Orden, conmutando la cruz temporal que había tomado por la perpetua, y fue después un Predicador excelente y Prior útil en la misma Orden.
Reuniéndose otra vez el pueblo en un gran campo donde les había anunciado que predicaría la Cruzada, llegó un hombre noble que había escogido aquel mismo sitio para un duelo, el cual de mil maneras comenzó a perturbar la predicación con desprecio de los ruegos e instancias que el Hermano le hacía para que callase. Al fin, como viese Fr. Juan que no lograba contenerle, pidió devotamente al Señor Jesús que, como omnipotente, hiciera con él lo que convenía, y he aquí que de repente quedó aquel hombre loco furioso, teniendo que sujetarle los suyos y llevarle del campo, dejando libre la predicación del Religioso. Aterrados sus familiares tomaron todos la cruz y se la pusieron al mismo demente, quién por las oraciones de Fr. Juan y de todo el pueblo recobró plenamente la salud y razón.
XI. Contó un Hermano, a quien esto mismo acaeció, que habiendo padecido por muchos años insomnios y dolor gravísimo de cabeza hasta quedar molido el cuerpo y desfallecida el alma sin salir de la enfermería, pidió un día que le llevasen al lugar donde dos Hermanos, que venían de la predicación, se habían lavado la cabeza, y así con mucha devoción y lágrimas dijo:
- Oh, Dios omnipotente, remunerador piadoso de las obras buenas, por los sudores de tus siervos que complacido ves, ten hoy compasión de mí y hazme partícipe y consorte de tus trabajos.
Y diciendo esto derramó por la cabeza el agua con que los Hermanos se habían lavado, instantáneamente recobró la perfecta salud, no de la cabeza solamente, sino del cuerpo todo entero; sintiéndose fuerte por muchos años para la predicación y oficios del convento, la honra de Dios y salud de su alma.
Fin de la cuarta parte del libro que se dice
VIDAS DE LOS HERMANOS
En que se trata de los Progresos de la Orden
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Cuarta Parte:
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