jueves, 5 de octubre de 2023

CUARTA PARTE DEL LIBRO "VIDAS DE LOS HERMANOS" (CAPÍTULO XIII)

Continuamos con la publicación de la Cuarta Parte del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez (1850-1939) de la Orden de Predicadores.



CUARTA PARTE

DEL LIBRO INTITULADO

"VIDAS DE LOS HERMANOS" 

CAPÍTULO XIII

DE LOS QUE ENTRABAN POR ALGUNA REVELACIÓN ESPECIAL

I. Contó muchas veces a los Hermanos, Fr. Santiago, Prior un tiempo del convento de Bolonia, que cierto gran abogado, muy querido suyo, había tenido un compañero también muy amigo, el cual estando a punto de morir, y rogado por el mismo abogado, le prometió venir a verle en el espacio de treinta días.  Murió, y el día señalado, que era cerca del treinta, se le apareció, y preguntado dónde se encontraba, respondió que en el purgatorio, y preguntado después por la pena, dijo: “Aunque los montes ardieran, y cuanto hay visible en el mundo, no podría compararse su fuego al ardor del purgatorio”. Preguntado si allí había alivio, dijo: 
- “Lo tenemos a veces; pero hoy padecen las almas gran detrimento por las guerras entre el Papa y el Emperador; pues a causa del entredicho se le sustraen muchos sufragios; muchas almas volarían al cielo cada día si las Misas acostumbradas se dijesen”
Preguntado si vendría pronto la paz, dijo: 
- “De ningún modo se hará la paz, porque todo eso merecen los pecados de los hombres”. 
Preguntóle después el abogado: 
- “¿En qué estado me encuentro yo?”
Contestó el difunto: 
- “En mal estado y oficio”. 
- “¿Que haré, pues?” 
- “Huye pronto del mundo” 
- “¿A dónde huiré?” 
- “A la Orden de Predicadores”. 
Y desapareció. Compungido el abogado se fue a dicho Fr. Santiago y le contó lo acaecido, y disponiendo de sus cosas entró en la Orden.

II. Hubo en cierta ciudad de Francia (1) un decano en ciencia, prosapia y riquezas ilustre, el cual sorprendido por el Señor con grave enfermedad, y acordándose de la salud de su alma, dijo entre sí: 
- “¡Ay, Señor Dios mío! ¿Qué haré para ser salvo? ¿A quién recurriré? ¿Cuyo auxilio invocaré? Dímelo, Dios y Señor mío”.
De tal manera ocupó su ánimo este pensamiento que ninguna otra cosa podía decir ni pensar. Y como pasase gran parte de la noche repitiendo esta súplica, quedóse un poco adormecido, y en el sueño se le apareció Cristo Señor diciéndole: 
- “Si quieres ser salvo, entra con mis siervos”. 
Y preguntando él quiénes eran los siervos suyos, dijo el Señor: 
- “Entra a la Orden de los Predicadores”. 
A la mañana siguiente llama a un sacerdote y le pide que le lleve el Cuerpo de Cristo. Reúnese gran concurso de amigos, llora la familia, contristanse los que carnalmente le amaban, y él en presencia de todos, al querer darle el sacerdote el Cuerpo de Cristo, dice: 
- “Para esto pedí que me trajeran el Cuerpo de Cristo, para referir en presencia de Aquel ante quien nadie puede mentir lo que esta noche me ha acontecido”. 
Y diciéndolo todo por su orden, añadió: 
- “Desde que esto me ha mandado Cristo, no quiero retardarlo más”. 
Y al momento mandó pedir a los Hermanos que le trajesen sin demora el hábito. Y como los amigos y domésticos en alta voz llorasen y quisiesen retraerle de su propósito, él, cada vez más firme, clamaba: 
- “¡Fuera, fuera! Esta turba quiere la presa; no al hombre”.
Vestido, pues, y llevado a la casa de los Hermanos, después de algún tiempo, en medio de ellos y con sus oraciones auxiliado, muy devotamente expiró en el Señor. Consoláronse mucho los Religiosos de su entrada, ya porque antes no era devoto de la Orden, ya porque fue un gran ejemplo de verdadera conversión, y ya, en fin, porque les dejó muchos libros de que mucho necesitaban.

III. En otra ciudad de Francia cayó gravemente enfermo un gran legista, doctísimo, afluyente en delicias y bastante enredado en las cosas del mundo, el cual, como en presencia del decano de aquella iglesia y otros canónigos mandase traer los libros, que eran muchos, y los vasos de plata, que eran muchos más, para hacer de ellos testamento, sorprendido repentinamente de un leve sueño, y creyendo y esperando los presentes que con aquel sueño se reanimaría algo la naturaleza, muy pronto despertó diciendo: 
- “Acerca la nave a la orilla”. 
Dijéronle ellos: 
- “Habláis, señor, despropósitos”. 
- “No es verdad -replicó él- sé lo que digo”. 
- “¿Qué habéis visto, pues?” 
- “Me pareció ver -siguió el enfermo- que me hallaba en el mar, dentro de una barca muy chica, y que a mi alcance venían unos puercos negrísimos que forcejeaban por echarme a pique; y clamando yo al Señor, vi en la orilla a dos hombres en pie con capuchas blancas y capas negras; y diciéndoles yo con lágrimas y clamores que me socorriesen, dijeron; ‘Ven, sin miedo’, y alargando las manos, me llevaban a la orilla; por eso al despertar he dicho lo que habéis oído”. 
- “Buen sueño” -dijeron los que allí estaban. 
- “No es sueño -contestó él- es la verdad, y muy pronto veréis aquí a los Frailes Predicadores que me recibirán en su compañía y me librarán de los peligros del mundo”. 
Y cuando esto estaba diciendo, entraron en su habitación dos Frailes; y viéndolos él se alegró en gran manera, y con mucha devoción y las manos juntas les pidió que se dignasen recibirle, y ellos, habido antes consejo con los Hermanos, le recibieron; y con mucha devoción permaneció él con ellos, y después de algunos días, con gran confianza en la santa confesión, entregó su espíritu. Contáronnos esto diligentemente los mismos Hermanos que allí estuvieron.

IV. Fr. Enrique Teutónico, varón santo, y en la predicación al clero y al pueblo muy gracioso, contó haber sido ésta la causa de su entrada en la Orden. Tenía un tío militar en el pueblo de Monmarte que le había educado y a sus expensas dado carrera en París, el cual, habiendo muerto en Alemania, se le apareció y dijo: 
- “Toma, para remediar las penas que sufro, la cruz trasmarina que actualmente se predica; y cuando volvieres de Jerusalén hallarás en París la Orden de los Predicadores, en la cual entrarás. No te avergüences de su pobreza y no menosprecies su pequeño número, porque crecerá en multitud grande para salud de muchos”. Tomada, pues, la cruz, y cumplido el voto, y vuelto de Ultramar a París, halló a unos pocos Hermanos que de Tolosa habían ido, y recientemente habían tomado casa, y sin vacilar entró en su compañía; y poco después se le apareció el mismo tío y le dio gracias porque por su auxilio se había librado del purgatorio. 

V. Fr. Pedro de Aubenas, que en Provenza fue Prior y Lector, y santa y felizmente terminó en la Orden su carrera, refirió que había venido a la Orden de la suerte siguiente: hallándose en Génova estudiando Física, obligado ya a la Orden, de tal modo pervirtieron su ánimo los Pobres de Lyón, llamados Valdenses, que ya no sabía a quiénes seguir. Inclinábase más a los Valdenses que allí había, por ver en ellos más indicios exteriores de humildad y apariencias de virtudes, mientras que los Hermanos, mirados por de fuera, le parecían demasiado festivos y pomposos. Una tarde, pues, vacilando sobre esto y sin saber qué partido tomar, postrado de rodillas y llorando largamente, rogó con todo su corazón a Dios que según su misericordia le revelase lo que en aquella situación debía de hacer; y quedando después de la oración un poco dormido, parecíale que iba por un camino a cuya izquierda había una densa y oscura selva donde veía a los Valdenses divididos entre sí, las caras tristes; y a la derecha un muro bellísimo, largo en gran manera y alto, cuya dirección siguiendo largo tiempo, llegó a la puerta, y mirando lo que adentro había, divisó una pradera amena sobre toda ponderación, sembrada de árboles, alfombrada de flores, y en ella muchedumbre de hermanos predicadores en forma de corro, las caras risueñas y levantadas al cielo; cada uno de los cuales, en las manos elevadas, tenía el Cuerpo de Cristo. Y como con esta visión vehementemente se deleitase y a donde ellos estaban quisiese entrar, le salió al encuentro un ángel que guardaba la puerta y le dijo: 
- “No entrarás aquí por hoy”. 
Echóse él a llorar, y lloró tan fuertemente que despertó y se encontró bañado en lágrimas, y sintió su corazón consolado de la anterior pena. Pocos días después, desenredado de algunas cosas, abrazó la Orden de los Predicadores. Esto y muchas cosas más oí yo mismo de su boca. Era él muy contemplativo, y le reveló el Señor muchas cosas en la Orden y de la Orden.

VI. Hubo en Toscana, diócesis de Florencia, un joven que desde su niñez había tenido inclinación a servir a Dios; sencillo y de sentimientos buenos, a quien, con apariencia de santidad, sedujeron los herejes y llevaron consigo. Hallándose un día al sol con otro hereje más taimado, dijo le este al joven: 
- “Qué bien nos calienta Lucifer”. 
Espantado con tal expresión, el joven contestó: 
- “¿Qué es lo que dices?” 
- “Pues qué -dijo el otro- ¿No sabes que estas cosas visibles las hizo el diablo?”. 
Horrorizado cada vez más el joven, hizo llamar a los mayores de entre los herejes y les habló de esta manera: 
- “Doce años há que estoy con vosotros y nadie hasta ahora me ha dicho lo que éste; que todas las cosas visibles son obra del diablo. Si me lo probáis con la Escritura, dispuesto estoy a creerlo; pero, si yo os pruebo lo contrario, vosotros habréis de abjurar el error y asentir la verdad”. 
Suscitóse, pues, entre ellos una gran disputa, sin poder probar nada los herejes. Confusos, por fin, y avergonzados, marcharon dejándole solo, y él entonces, encerrado en una habitación se entregó a un gran llanto, y fuentes de lágrimas brotaron de sus ojos, sacrificio aceptable a Dios. Después de mucho pedir al Señor que le mostrase el camino que había de seguir, vínosele a la mente coger el Nuevo Testamento y buscar en él el verdadero camino de salud. Dicho el Padrenuestro, y, llorando mucho, puso delante el Nuevo Testamento, cogió un cuchillo, lo metió por entre las hojas del libro, lo abrió en nombre de Cristo, y mirando la primera línea halló que decía: 
“Dejadlos, ciegos son y guías de ciegos” -e infundida una luz de seguridad comprendió que Dios le mandaba a dejar a aquellos ciegos, cuyo camino no era de verdadera salud. Pero que dándole otra duda dijo: 
- “Ya, Señor, me has enseñado lo que debo huir; dime ahora por dónde he de caminar, porque los Judíos, los Sarracenos, los Valdenses, los Romanos, todos dicen que su camino es el de la vida”. 
Orando otra vez como antes, volvió a picar el libro con el cuchillo, abrió y encontró al primer renglón: 
“En la cátedra de Moisés se sentaron los Escribas y Fariseos; cuanto os digan hacedlo, pero sus obras no las hagáis”. 
Y viendo que esto convenía mejor a los Doctores de la Iglesia Romana, al momento se confirmó en la Fe Verdadera. Entró después en nuestra Orden y por mucho tiempo trabajó defendiendo varonilmente la Fe, disputando, predicando, descubriendo la maldad de los herejes y confirmando a los católicos.

VII. Como indujeran los Hermanos a un joven estudiante de Toscana a entrar en la Orden, y su padre, por el dolor que le había causado el año anterior la entrada de otro hijo, le retrajera con muchas palabras, apenado el estudiante comenzó a pedir al Señor que le mostrase su beneplácito; conviene a saber, sí había de atender al padre, o entrar en la Orden. Y una noche, en sueños, le pareció ver un palacio espléndido que no tenía más techo que el cielo, en medio de cuyo patio había una escala que tocaba el mismo firmamento. Y veía que en aquel patio entraban todas las almas de los que habían de ser salvos, y entre ellas reconoció el alma de su hermano, que el año antes había entrado en la Orden. Y como viese subir todas aquellas almas, y con ellas la de su hermano, quería también el con mucha ansia subir; pero no podía moverse. Y llorando y despertando decía: 
- “¡Oh, si yo hubiese entrado en la Orden de Predicadores, ahora con mi hermano subiría al cielo!”. 
Y con la fuerza de tanto llorar y pedir, despertó por completo, y conoció que el Señor le llamaba, y dejadas al momento todas las cosas y a su padre, voló a la Orden.

VIII. El año mil doscientos cincuenta y dos el Maestro Nicolás, doctor regente en artes en Salamanca, ciudad de España, donde había estudios; habiendo ido un domingo por la mañana con muchos estudiantes al sermón que en la iglesia de los Hermanos se predicaba, de tal manera comenzó de repente a llover, que no pudiendo salir de la iglesia por las muchas aguas, le invito el Subprior de la casa a quedarse aquel día a comer con los Religiosos. Más como no quisiera el doctor acceder a la invitación del Subprior, le dio este la capa de un Hermano con que pudiera abrigarse, la cual puesta, dijo el mismo Subprior en presencia de los muchos estudiantes y doctores que en el Capítulo estaban: 
- “Protesto yo hoy, y todos vosotros sois testigos, que el Maestro Nicolás ha tomado nuestro hábito”. 
El Maestro, al oírlo, se echó a reír, y riéndose y burlándose a grandes carcajadas salió del convento, y todo el día pasó corriendo de casa en casa de los estudiantes por las plazas y las calles, con su capa puesta. Pero aquella misma noche le acometió tan fuerte calentura que, temerosos los médicos y él más, volvió sus ruegos a Dios, aterrado sobremanera, y en medio de su terror oyó esta voz que le decía: 
- “Se te figura a ti que solo quiero que se respeten y honren las personas de los Predicadores? También su hábito y vestidos deben ser reverenciados. Y pues tú, irreverentemente lo trataste, has de saber que no será sin castigo, a menos que te arrepientas”. 
Tres veces oyó esta voz, y no en sueños, como él mismo dijo. De donde muy asustado llamó a los Hermanos, y el hábito, que con irrisión había antes llevado, lo tomó enseguida con reverencia y devoción grande, a gloria de Dios y salvación suya y edificación de muchos. Todo esto lo escribió largamente el mismo Hermano al Maestro de la Orden.

IX. Fr. Alberto Teutónico (2), maestro en Teología en París, cuando de jovencito estudiaba en Padua, entró en deseos de venirse a la Orden, ya por los consejos de los Hermanos, ya, y más, por las predicaciones del Maestro Jordán; pero no eran deseos muy sinceros; pues su tío materno, que con él estaba, le contradecía y hasta le obligó a jurar que durante cierto tiempo no iría a la casa de los Hermanos. Más pasado el tiempo convenido volvía con frecuencia al convento y repetía el propósito, aunque vacilando siempre por el temor de salir. Una noche vio en sueños que había entrado en la Orden y que poco después había salido; y cuando despierto recordó el sueño tenido, alegróse extraordinariamente de no ser verdad que había entrado, diciendo en su corazón: 
- “Ya veo que me sucedería lo que temo, si entrase”. 
Pero acaeció, que asistiendo el mismo día a un sermón, el Maestro Jordán que lo predicaba, dijo a propósito de las tentaciones con que el diablo sutilmente engañaba a algunos: 
- “Los hay que proponen abandonar el mundo y entrar en la Orden; pero el diablo los hace creer en sueños que entran y otra vez salen, Y de nuevo se encuentran muy alegre con sus vestidos encarnados, solos o en compañía de sus amigos, con que les infunde el temor de no perseverar si entran, o los aterra y conturba si ya han entrado”. 
Admirado vehementemente el joven, se acercó a él después del sermón y dijo: 
- “Maestro, ¿quién os ha revelado mi corazón?” 
Y le expuso todos los predichos pensamientos y el sueño. El Maestro, con suma confianza en Dios, le confortó de muchos modos contra la tentación, y él, por completo convertido, sin más dilación ni temores, entró en la Orden. Al contar todo esto el mismo Fr. Alberto, dijo que en todas las tentaciones que después en la Orden había padecido, ya el diablo, ya el mundo, siempre le había servido de singular remedio el recuerdo de la promesa de aquel hombre santo.

X. Había en Flandes un decano que muchas veces era exhortado por un antiguo Hermano Predicador a qué, renunciando a las mundanales pompas, entrase en nuestra Orden; pero él se resistía por miedo a las comidas insulsas, después de largo tiempo que vivía en la delicadeza, y a no ser capaz de andar a pie siendo como era corpulento, que ni media milla podía caminar si no a caballo. Y como así estuviese perplejo y clamase al Señor frecuentemente, vio en sueños una mesa con blancos panes ante él preparada, y se decía para sí que de tal pan bien podía usar. Y le pareció que entraba en el coro de los Hermanos vestidos todos de blanco, y que cada uno le daba un frasco de raros perfumes. Y le pareció después que hacía un viaje por entre mucha nieve, y qué, temiendo mucho, veía en medio de aquella nieve una senda recta y hermosísimamente alfombrada; con las cuales cosas, tocado del Señor, entró en la Orden, y como yo mismo oí a los Hermanos de aquel convento, recibió de Dios gran valor para sufrir los ayunos y fatigas de los viajes y demás cosas graves por amor de Cristo. Esto me lo contaron él mismo en secreto y su confesor que le había traído a la Orden. 

XI. Fr. Florencio Francés, varón santo y Maestro en Teología en París, siendo estudiante en Bolonia, aconsejábanle entrar en la Orden Fr. Guerrico, que allí entonces enseñaba, y otros muchos Hermanos; pero él cada vez se sentía más duro (3). Más el día de Viernes Santo, como fuese a oír los oficios a otra iglesia, (porque temía que los hermanos le movieran a la orden, si iba a su convento, y que por ser día tan conmovedor no tendría ánimo bastante para negarse) halló un salterio, lo abrió, y al instante le salió aquel verso: “Si no os convirtiereis, vibrará su espada: ya tiene tirante su arco y preparado”. A esta palabra, como si del cielo le fuese a él directamente enviada, se conmovió de repente sobre cuánto se puede decir; y deshecho en llanto cerró el libro, y levantándose marchó a donde estaba Fr. Guerrico, y sin más palabras, como ebrio de espíritu, dijo: 
- “Fr. Guerrico, no tardéis”
Y como el Hermano no entendiese y mucho se admirase, añadió él: 
- “Tocad a Capítulo”
Comprendió entonces el Hermano el movimiento de su alma, y lleno de júbilo mandó a tocar a Capítulo, y al momento fue aquel joven recibido, admirándose todos y dando a Dios alabanzas por tan maravillosa y repentina conversión, pues ni por un mes ni por un día la había dilatado, ni siquiera por su misma posada había vuelto. - Contó estas cosas Fr. Florencio a los Hermanos.



Notas:

1) En Anjou dice el MS. de Salamanca.

2) San Alberto Magno. El MS. de Roma dice sin nombrarlo: Un Hermano, varón de extraordinaria fama, de excelente estado y ciencia en la Orden.

3) El MS. de Roma dice magis inclinabatur, y el de Salamanca magis indurabatur, que preferimos por estar más en consonancia con lo siguiente.


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