Por el padre Michael Müller CSSR
Continuamos con la publicación del libro “La Santísima Eucaristía: Nuestro mayor tesoro” (1867) del Padre Michael Müller CSSR.
CAPÍTULO 12
Consideraciones sobre las Virtudes que nos enseña Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar
I. POBREZA
Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar es un Maestro que nos enseña cada virtud. En la tierra llevó una vida de pobreza. También en el altar lo contemplamos despojado de todo. A Él le da lo mismo estar en ciudad o en aldea; y habita tan alegremente en un copón de cobre como en uno de oro o de plata. En el Cielo tiene un séquito real, pero en la tierra, ¿quién le hace compañía? “Soy un hombre -dice- que ve su pobreza”. También nosotros vemos la pobreza de Jesús, pero ¡oh, cuán lentos somos para imitarla! ¡Nuestros afectos están fijados en buenas viviendas, buena comida, buena ropa y buena asistencia! No nos gusta sentir falta de nada ni sufrir el menor inconveniente, como si el Hijo de Dios hubiera dicho: “Bienaventurados los ricos, pero no los pobres; bienaventurados los que ríen, pero no los que lloran”.
II. HUMILDAD
Un alma humilde se rebaja ante Dios y reconoce su absoluta dependencia de Él. Mezquina y despreciable a sus propios ojos, acepta las humillaciones y el desprecio con alegría. Es obediente con todo el mundo y se considera la más baja, la más vil de las criaturas. Oculta cuidadosamente las gracias con que Dios la enriquece; busca siempre el último lugar y huye de las alabanzas de los hombres, contentándose con ser alabada sólo por Dios. En el Santísimo Sacramento, Jesús se ofrece a sí mismo para honrar a su Padre celestial. Ocultando su divinidad y su humanidad bajo las apariencias del pan y del vino, asume una condición mucho más humillante que aquella a la que se redujo en el pesebre, en la cruz o en la tumba. Más aún, se expone al desprecio, a los insultos de los idólatras, de los herejes y de los malos católicos. Y lo que es peor, incluso se somete al horrible ultraje de la Comunión sacrílega. “¡En verdad, Tú eres un Dios oculto, mi Dios y mi Señor!. Tú eres un Dios humilde, y yo soy una criatura orgullosa. Tú huyes de los honores, y yo los busco. Tú buscas humillaciones, ¡y yo las huyo!”
III. PACIENCIA
El cuerpo del Hijo de Dios bajo los velos sacramentales es ciertamente incapaz de sufrir, pero el amor por los sufrimientos que alguna vez consumió el corazón de Jesús no disminuye en nada. Fue para dejarnos un recuerdo eterno de su Pasión que Nuestro Señor instituyó este Divino Sacramento. Él conmemora sus sufrimientos y desea que nosotros también conservemos el recuerdo de ellos. ¡Pero aunque Su Sagrado Cuerpo ahora es incapaz de sufrir, Su Divina Persona todavía es sensible a cada insulto que se le ofrece! Oh, ¿quién puede enumerar los ultrajes cometidos contra Jesús en este Sacramento de su amor? Consideremos las afrentas que recibe diariamente de ateos, herejes, supersticiosos y particularmente de malos católicos. ¡Piensa en los crímenes, los pecados de irreverencia que se cometen en Sus iglesias, en Su propia Presencia Divina! ¡Piensa en todas las malas y sacrílegas comuniones que se hacen! ¡Oh Jesús! ¡Qué admirables lecciones de paciencia no nos das diariamente en este Divino Sacramento! ¡Pero, ay, tan poco me aprovecho de ellos! ¡Soy tan apasionado, tan impaciente! No estoy dispuesto a sufrir nada de Dios ni del hombre. No puedo soportar nada de mis superiores, iguales o inferiores. Soy una carga para mí mismo y, sin embargo, deseo que todos me soporten. ¡Qué irrazonable!
IV. OBEDIENCIA
Fue en obediencia a Su Padre celestial que el Hijo de Dios se hizo hombre; fue en obediencia que Su Santísima Madre lo concibió. Nació obedeciendo a un emperador terrenal. Vivió bajo obediencia a Sus padres y murió por obediencia a Su Padre celestial y a Sus jueces injustos. Aunque ahora reina en el cielo, siempre está dispuesto a obedecer al hombre. Él obedece a todos sus sacerdotes, tanto los malos como los buenos. Obedece a todas horas, de día y de noche. Obedece al instante. Tan pronto como el sacerdote pronuncia las palabras de Consagración, Jesús está instantáneamente presente. Obedece en todos los lugares donde se ofrece el Santo Sacrificio de la Misa, ya sea en tierra o en el mar, en un pueblo o en una ciudad, en una iglesia señorial o en una humilde capilla. Se somete a todo tipo de trato. Él se deja conservar, consumir y dar a toda clase de personas. Obedece sin resistencia, sin quejarse, sin mostrar el menor desgano. Alma cristiana, ¿obedeces de esta manera? ¿Obedeces a todos tus superiores sin excepción? ¿Obedeces ciegamente? ¿Obedeces en todo tiempo, en todas las cosas, mostrando siempre que eres un humilde servidor del Señor, dispuesto a seguir los mandatos de tus superiores?
V. MORTIFICACIÓN
Toda la vida de Jesús fue de continua mortificación. Ahora es siempre feliz en el Cielo; sin embargo, ha encontrado un medio para enseñarnos con su ejemplo, hasta el fin del mundo, cómo mortificar nuestros sentidos, nuestra voluntad y nuestro juicio. Él mortifica su juicio al permitir que sus sacerdotes dispongan de él mismo, lo lleven a donde quieran, lo utilicen para buenos o malos propósitos, como si estuviera completamente ciego e indefenso. Él mortifica Su voluntad al soportar las innumerables indignidades que se ofrecen a Su Santidad, a Su Majestad y a Sus demás Perfecciones Divinas. Mortifica Sus sentidos permaneciendo presente en la Sagrada Hostia como si estuviera muerto. Mortifica su lengua guardando continuamente un profundo silencio. Mortifica todo su cuerpo, uniéndose a meras apariencias sin vida y permaneciendo día y noche en el sagrario como en una prisión de amor.
¡Oh alma mía! Adicta como eres a los placeres sensuales, ¿qué unión puede haber entre tú y el cuerpo mortificado y crucificado de Jesucristo? ¡El Santísimo Sacramento te recuerda continuamente su Pasión y sientes horror al sufrimiento! ¡Su vida bajo los velos sacramentales es enteramente espiritual y la tuya es enteramente sensual!
VI. AMOR DE DIOS
Jesús nos enseña también en este Sacramento cómo debemos amar a Dios. Si amamos a Dios verdaderamente, realizaremos Su voluntad en todas las cosas, guardaremos Sus mandamientos, sufriremos mucho por Él y nos sacrificaremos en Su honor. Esto es lo que Jesús nos enseña en nuestros altares. Él se sacrifica diariamente -es más, cada hora- por el honor de su Padre y por el bien de los hombres. Así ha encontrado un medio para renovar Su muerte de manera mística, en todo tiempo y en todo lugar. Todos los hombres deben ofrecerse a Dios para reconocer su dependencia de Él, agradecerle sus innumerables beneficios, pedirle nuevas bendiciones y expiar sus pecados. Jesucristo, como cabeza del género humano, ha asumido esta obligación y se ofrece diariamente a rendir homenaje a Dios por todos los hombres, a dar gracias a Dios por todas las gracias que de él han recibido, a satisfacer sus Justicia tantas veces ofendida por sus graves crímenes y obtener para ellos todas las gracias necesarias para el alma y el cuerpo.
¡Oh desgraciado que soy! Dios toma sobre sí mis pecados, da su vida para librarme de la muerte, soporta por amor a mí mil insultos, y yo a cambio lo desprecio y ofendo, sólo provoco cada vez más su ira. No estoy dispuesto a sufrir lo más mínimo por Él, y así hago infructuosas para mí Su pasión y muerte. ¡Qué ingratitud! ¡Qué dureza de corazón! ¡Qué crueldad e injusticia!
VII. AMOR A NUESTRO PRÓJIMO
Uno de los objetivos de la Encarnación fue reunir a los hombres en los vínculos de caridad que habían sido cortados por el pecado. Jesucristo hizo de esta caridad un mandamiento expreso. Él lo llama Su único mandamiento. Él declara que es la verdadera marca de Su religión. Para conservar esta caridad, nos ha dejado su Cuerpo y su Sangre bajo las apariencias de pan y vino, para que, participando de un solo Pan, seamos también un solo cuerpo y una sola alma. Y, tanto más para asegurar la práctica de la caridad entre los hombres, ha hecho de nuestro deseo natural de felicidad el motivo de amarnos unos a otros. Él nos ha mandado participar de su Cuerpo y Sangre bajo pena de condenación eterna, y la condición indispensable para que recibamos este alimento celestial es la caridad.
Pero, no contento con todo esto, nos da continuamente en el Santísimo Sacramento lecciones de caridad muy persuasivas. Mientras otros pastores se visten con la lana de sus rebaños y se alimentan de su carne, Jesucristo, el Buen Pastor, se desnuda para vestirnos; Incluso nos da Su Carne y Sangre para nuestro alimento; y cuando un alma devota, transportada por un favor tan Divino, le pregunta cómo puede pagar tan grande beneficio, Él responde: “Haz el bien a tus semejantes, y te tendré por liberado de todas tus deudas para conmigo. Todo lo que hagas con ellos lo tendré por hecho conmigo”. “¿Te parece difícil -dice Él- amar a tu prójimo? Considera, pues, cómo te he amado Yo. ¿Te parece difícil dar y perdonar? Entonces piensa si alguna vez has de dar algo tan precioso como el alimento que yo te doy. Piensa si alguna vez has de sufrir tantas afrentas como yo he sufrido por ti en este Sacramento de amor. ¿Es el discípulo mayor que su maestro, o el siervo mayor que su señor? Ve, pues, y haz a los demás lo que yo he hecho contigo”.
¡Oh Jesús, tú has vencido! Te entregamos nuestros corazones para que los hagas humildes y amables. Oh Tú, Bienamado del Padre, que vienes a la tierra y habitas en nuestros tabernáculos para impartir a los hombres tu Divino Espíritu de Caridad, quita de nosotros todo egoísmo y dureza de corazón y enséñanos a amarnos unos a otros.
Continúa...
Capitulo 11: Sobre la Comunión Espiritual
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