Por el padre Jorge González Guadalix
Era la mañana del 4 de agosto. La Iglesia universal celebraba a San Juan María Vianney, patrón de los párrocos, y, permítanme, muy especialmente de los párrocos rurales. Un lenguaje de vida que hoy nos llevaría a decir, como a los discípulos ante las enseñanzas de Jesús, eso de: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”
Acostumbrados como estamos a un lenguaje light, a lugares comunes y tópicos para justificar una fe que hemos perdido, que un sacerdote hable de llegar al cielo, confiese horas y horas y se pase el día entre mortificaciones, oración, pobreza y confesionario, es todo un escándalo, como lo fue para los curas de los pueblos de alrededor, que no entendían cómo la gente iba a Ars mientras ellos languidecían en unas parroquias moribundas. Así respondía San Juan María Vianney: ¿cuantas horas pasáis en oración, cuántos días ayunáis, dormís en cama o en el suelo? Entonces, ¿qué queréis?
Que un sacerdote, un obispo, el papa predique la fe católica, hoy en un escándalo. Y de los gordos. Acaba de suceder con la homilía que pronunció el cardenal Sarah el pasado 26 de julio en el santuario de Sainte-Anne-d’Auray con motivo del cuarto centenario de las apariciones. Los medios más progresistas se rasgaron las vestiduras escandalizados por las cosas que dijo el cardenal. No me extraña. Juzguen ustedes mismos. Simplemente me limito a copiar algunas cosas de la homilía:
“Dar gloria a Dios no es una opción, es un deber, una necesidad. Es muy importante volver a tomar conciencia de ello, sobre todo en vuestras sociedades, que tienden a considerar a Dios como muerto, inútil, sin interés”.
“La religión se asimila a acciones humanitarias, actos de caridad, acogida de migrantes y personas sin hogar, promoción de la fraternidad universal y la paz en el mundo. La espiritualidad sería una forma de desarrollo personal, estaría ahí para aportar un poco de alivio al hombre moderno, tenso por sus actividades políticas y económicas habituales. Aunque estas cuestiones son importantes, esta visión de la religión es errónea”.
“Lo que salvará al mundo es el hombre que se arrodilla ante Dios para adorarlo y servirlo. Es arrodillado ante Dios donde el hombre descubre su verdadera grandeza y nobleza. Y si no adoramos a Dios, acabaremos adorándonos a nosotros mismos”.
“Nuestras iglesias no son salas de espectáculos, ni salas de conciertos o de actividades culturales o de entretenimiento”.
Acabó aconsejando a los fieles:“La liturgia tiene por objetivo la gloria de Dios y la santificación de los fieles”.
“que no profanen su alma abandonándola a las pasiones desordenadas y al espíritu del mundo. ¿La solución? Reservarse diariamente un tiempo verdadero de oración intensa y silenciosa, es hora de expulsar los ídolos del dinero, de las pantallas, de la seducción fácil y vulgar”.
Por supuesto que estas palabras no me escandalizan a mí ni a cualquiera que conozca el catecismo más elemental. Lo que hace mucho nos viene escandalizando es el olvido de Dios. Hoy se normalizó confundir a los fieles convirtiendo la religión -relación con Dios- en mera filantropía y auto satisfacción personal. Escandalizan nuestros templos convertidos en lugares de función y espectáculo. Escandaliza que te recuerden que nunca es el hombre más grande que cuando se arrodilla ante Dios.
Sorprende, por falta de costumbre, que te hablen de la gloria de Dios y la santificación de los fieles, o que te digan que la superación de nuestras vidas atadas al dinero, la redes o el placer o el gusto más inmediatos, pasa por reservar un tiempo diario para la oración intensa y silenciosa.
Por supuesto que las palabras del cardenal Sarah escandalizan. Por eso seguimos aplaudiendo, convirtiendo la fe cristiana en pura obra social y creyéndonos que la conversión a Jesucristo, lo que antes se llamaba así, al menos, es una mezcla de sanación interior, cursillo de aceptación del yo y niño cuánto vales. Y te llega el cardenal Sarah, expone la doctrina católica, y los gurús del modernismo, la progresía más ruin y la solidaridad de la boca para afuera y mucha tele, a punto de sufrir una ataque de pánico. La falta de costumbre.
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