viernes, 28 de enero de 2022

CUANDO LA NATURALEZA EXCITA LOS CORAZONES

Las peregrinaciones eran algo muy apreciado en el mundo medieval, pero no era sólo por la devoción al santo o al santuario al que viajaban, sino también porque la naturaleza les impulsaba a viajar por el mundo para ver algunas de sus bellezas.

Por Elizabeth A. Lozowski


Cuando el sol empieza a calentar la fría tierra del invierno y los días se alargan, alimentando un vibrante coro de plantas en flor y animales cantando, una llamada indescriptible atrae a muchas personas a dejar sus hogares para vagar por las colinas, los bosques, las praderas y las llanuras.

Esta llamada, este impulso natural en el alma del hombre, es el deseo de ver y conocer las maravillas de la Creación. Una de las formas en que el hombre satisface este deseo es caminando al aire libre, lo que hoy se conoce comúnmente como senderismo.

El senderismo es una forma maravillosa de glorificar a Dios en su creación, si se hace con el espíritu correcto. Para el oído moderno, el senderismo puede parecer una actividad para aventureros al aire libre, hippies o atletas. Sin embargo, este no era el espíritu del pasado. Nuestros antepasados católicos sabían mucho más sobre el senderismo que el típico aficionado a la naturaleza de hoy.


El hombre medieval y el mundo natural


El mundo natural era muy familiar para el hombre medieval, ya que su estilo de vida y sus costumbres mantenían artísticamente el entorno natural y su propio bienestar.

Su ropa estaba hecha de materiales naturales de su región; su casa surgía del campo y complementaba perfectamente el paisaje; estaba familiarizado con todas las plantas y animales nativos de su tierra natal, identificándolos y buscándolos en sus paseos para recolectarlos con fines culinarios y medicinales; sus pensamientos se dirigían naturalmente hacia el significado simbólico del mundo natural que le rodeaba, es decir, cómo cada elemento del reino vegetal se refería al plan de Dios para la Creación.

Aunque el senderismo y la acampada, tal y como se practican hoy en día, no existieron hasta el siglo XVIII, en la época de la cristiandad estas actividades se incorporaron de forma natural a la vida. En la Edad Media, los campesinos no solían aventurarse demasiado lejos de las aldeas de su infancia, pero estas aldeas estaban rodeadas de encantadores paisajes, colinas y bosques. Como parte de su vida y trabajo cotidianos, el campesino se adentraba en esos paisajes.

Desde la recogida de bayas en el bosque, la recolección de flores en la pradera, la recogida de conchas en la orilla del mar, hasta la caza de conejos y ciervos en las montañas, el campesino medieval salía a veces de los límites de la ciudad o la aldea.

En el campo también se tomaba su tiempo, paseando tranquilamente por los caminos y senderos ocultos que recorrían las tierras de los alrededores de su pueblo. Durante la época de la cosecha, los campesinos solían comer al mediodía en el campo, y una buena cosecha podía significar picnics festivos al aire libre.


Los domingos y los días de fiesta, días de alegría y relajación, se pasaban en paseos por el campo o en procesiones religiosas que podían cubrir una distancia de muchos kilómetros. De hecho, sólo el paseo matutino hasta la iglesia, que podía durar varias horas, era una forma natural de hacer lo que hoy se llamaría "ejercicio".

Sin embargo, no sólo los campesinos disfrutaban de la naturaleza. Los nobles, los reyes y las reinas también estaban mucho más cerca del mundo natural que nosotros. La mayoría de los antiguos palacios medievales estaban rodeados de bosques o llanuras o situados en las cimas de las montañas.

Para visitar las tierras vecinas, trasladarse a otro castillo o cumplir con los deberes del Estado, el noble estaba obligado a viajar por terrenos no urbanizados, y esto lo hacía con bastante frecuencia. La caza era también un deporte muy popular entre la nobleza y a menudo terminaba en un festín organizado en medio del bosque.

Día de la Candelaria caminando hacia la iglesia

Además, las ciudades medievales no estaban tan alejadas del campo como en la actualidad. Por ejemplo, una de las mayores ciudades de la Edad Media era París, que estaba rodeada por una muralla que se amplió en el siglo XIV para incluir aproximadamente 1.000 acres de tierra y una población estimada de 200.000 habitantes (1). Un habitante de la ciudad podía salir fácilmente de sus puertas para pasar un día en el campo.

La gente de la Edad Media se desplazaba generalmente a pie. Iban a pie a la iglesia, a visitar a los vecinos o al pueblo. Las clases altas podían viajar a caballo o en carruaje, pero algunos elegían caminar como forma de humildad y penitencia o para visitar a los pobres y enfermos de sus reinos, como solían hacer Santa Isabel de Hungría y Santa Margarita de Escocia. En la mayoría de los casos, cuando las personas de las clases altas caminaban, lo hacían como forma de recreo y no por necesidad.

Ya sea por necesidad o por recreación, el hombre medieval caminaba constantemente. Por eso no sentía ni la necesidad ni el deseo de desplazarse lejos para visitar una reserva natural o explorar una ruta de senderismo, como debemos hacer hoy para escapar de las megaciudades modernas y de los kilómetros de barrios estériles.


Caminar con un propósito

De hecho, la mentalidad del hombre medieval era diferente a la del hombre moderno; no viajaba para ir de excursión o de acampada. Viajaba para peregrinar, para hacer sus recados y cumplir con su trabajo diario, para visitar otro pueblo o ciudad, en definitiva, para llegar a un destino determinado. Si no había ningún albergue o posada en el camino, tenía que estar preparado para acampar y dormir en el bosque o al borde del camino.


Cada viaje, cada caminata tenía un propósito, que reflejaba una vida con sentido. Y, en contra del mito moderno, en la Edad Media había muchos viajeros, desde nobles hasta misioneros, pasando por artesanos, soldados y peregrinos. Un viajero típico podía caminar hasta 50 kilómetros al día.

Hubo incluso algunos espíritus aventureros que realizaron largas expediciones a través de países y hacia tierras profundamente desconocidas. El explorador más famoso de la época medieval fue Marco Polo, que escribió un libro sobre sus experiencias en Oriente. Otro aclamado aventurero de principios del Renacimiento fue Francesco Petrarca, más conocido como Petrarca, que logró su objetivo de escalar una montaña, el Mont Ventoux, con su hermano en 1336.

Para el común de los mortales, las caminatas de larga distancia se realizaban como una necesidad o como parte de una peregrinación. Estas peregrinaciones solían aventurarse con el objetivo de cumplir una promesa o penitencia, o quizás para recibir una bendición o indulgencia especial. Pero también abrían un mundo nuevo al peregrino, con vistas maravillosas que contemplar, inspirándole a dar mayor gloria a Dios mientras se extasiaba de su Creación.

Este deseo de viajar para conocer tierras lejanas se recoge en el poema de Chaucer titulado Los cuentos de Canterbury.

En su prólogo describe cómo, cuando llega la primavera con sus lluvias renovadoras y su calor, se despierta en el hombre el deseo de aventurarse en el mundo del que ha estado excluido durante tanto tiempo y de dar gracias a Dios y a los santos por haber sobrevivido a las penurias de otro invierno:
Cuando el mes de abril, con sus lluvias aromáticas
Ha traspasado la sequía de marzo hasta la raíz
Y ha bañado cada vena (de las plantas) en tal líquido
por cuyo poder se crea la flor...
Y los pequeños pájaros hacen melodía,
Los que duermen toda la noche con los ojos abiertos
(Así les incita la Naturaleza en sus corazones),
Entonces la gente anhela ir en peregrinación,
Y los palmeros anhelan buscar costas extranjeras,
Para ir a santuarios lejanos, conocidos en diversas tierras.
Y los peregrinos profesionales (anhelan) buscar las costas extranjeras,
Y especialmente de todos los confines de la comarca,
de Inglaterra a Canterbury viajan,
Para buscar al santo y bendito mártir,
que los ayudó cuando estaban enfermos (2).
Como se desprende de este poema, las peregrinaciones eran algo muy apreciado en el mundo medieval, pero no era sólo por la devoción al santo o al santuario al que viajaban, sino también porque la naturaleza les impulsaba a viajar por el mundo para ver algunas de sus bellezas. Era una consecuencia natural de la comunión del hombre medieval con Dios, que se conoce y se ama mejor a través de su Creación.

Pero, por desgracia, demasiado pronto llegaría una nueva era con los caballos de hierro del "Progreso" marchando y pisoteando el mundo, corrompiendo la inocencia y la sencillez de una vida más pura. Sin embargo, este es el tema del próximo artículo.


Notas
1) https://en.wikipedia.org/wiki/Paris_in_the_Middle_Ages
2) Ver verso en inglés antiguo aquí.

Obras citadas
https://recipereminiscing.wordpress.com/2015/03/13/the-history-of-picnics/
https://en.wikipedia.org/wiki/Hiking
https://www.medievalists.net/2019/08/travel-middle-ages-road/
Ohler, Norbert. El viajero medieval. Woodbridge, The Boydell Press, 2010.





BREVE HISTORIA DEL FUTURO (CAPITULO 4)

Finalizamos con la publicación del ultimo capítulo del libro de Jacques Attali, escrito antes de la caída del muro de Berlín, sobre el futuro económico, social y tecnológico de los próximos años.


CAPITULO 4: AÑOS DOS MIL

El porvenir del mundo, ¿puede ser diferente de aquel que le preparan las mercancías? ¿Tiene aún la política los medios para influir en los años dos mil? ¿Es lícito todavía distinguir entre una «izquierda» y una «derecha»?

A priori, las respuestas a estas cuestiones son todas negativas. Jamás el mundo ha estado más dominado por la ley del dinero. Jamás el capitalismo ha sido más triunfante, más seguro de sí mismo, menos soslayable. Jamás resultó más difícil de definir, en cualquier país, un proyecto político que no sea el de su simple adaptación a las exigencias del orden mercantil.

Con todo, si se mira con más detalle, jamás los hombres han tenido tantas razones para desear pesar en la evolución del mundo. Jamás tantas decisiones urgentes han tenido que ser tomadas por una sola generación para que el mundo materializara sus formidables potencialidades sin dejar de ser habitable.

He dicho «el mundo», porque el problema capital, mañana, será aprender a manejar la mundialidad de los problemas. Lo cual exigirá una nueva cultura, una nueva visión política, nuevas instituciones.

La gente se asombrará o se formalizarán predicciones perentorias: en nuestros días, como ayer, muchas cosas siguen estando, obviamente, fuera del alcance de toda previsión. Muchos acontecimientos improbables, muchos hombres o ideas surgirán donde menos se los esperaba: Mahoma o Lutero en el pasado, Gorbachov hoy, han modificado la historia en un sentido y con una rapidez que ninguna lógica hubiera permitido augurar. El mundo cambiará más en los próximos diez años que en ningún otro período deja historia.

Sin embargo, tanto en sus líneas de fuerza como en los escollos con que estará sembrado, el futuro, en mi opinión, sigue siendo en gran parte previsible. Y este futuro no puede ser abarcado y comprendido más que en sus dimensiones mundiales.

Desde ahora hasta el año dos mil, el orden mercantil se tornará universal; el dinero determinará en él sus leyes. De Santiago a Pekín, de Lagos a Moscú, mercado y beneficios fijarán las reglas. Se instalará una economía de paz. Pero no una economía de paz garantizada.

Competidores inestables pero cada vez más homogéneos, dos espacios económicos lo dominarán, uno organizado en torno del Pacífico, el otro en Europa. Rivalizarán en la conquista de las mentes, de las técnicas y los mercados. En cada uno de ellos, el poderío militar cederá ante el poderío económico. La democracia estará casi generalizada.

Surgirán en ellos muchas crispaciones que pondrán en tela de juicio quizá, por un tiempo, esta evolución. En el espacio del Pacifico, Estados Unidos no dejará de reaccionar al poderío japonés cuando su dependencia se haga demasiado visible, cuando las sacudidas bursátiles se revelen incontrolables y -como es probable- cuando una nueva alza de los precios del petróleo le golpee. Se volverá a encerrar primero en sí mismo, lanzará grandes programas de recuperación, desarrollará de nuevo una política industrial que aumente la intervención del Estado en la economía, en particular en los servicios financieros; sin duda se volverá hacia Europa para buscar en ella apoyos y salidas. Nada de esto bastará, a menos que Estados Unidos acepte una baja duradera de su nivel de vida, lo que sería políticamente muy costoso para quienes tuvieran el valor de decidirla. En último término, Estados Unidos aceptará, pues, integrarse en el espacio del Pacífico. La evolución de Europa habrá entonces permitido un relativo alivio de sus gastos militares, que les ayudará a recuperar progresivamente cierto equilibrio económico, político y financiero. Para decir las cosas de otro modo, la economía de paz hará tolerable la decadencia de Estados Unidos a los americanos.

En el espacio europeo, la integración armoniosa del continente tampoco está asegurada. Ni en el Oeste ni en el Este, ni entre el Este y el Oeste. En el Oeste surgirán muchos obstáculos antes de que la unión europea llegue a ser una entidad política. Pero ésta se realizará, ya que, si los progresos en este sentido no se realizan sin pausa, todas las adquisiciones serán puestas en tela de juicio. Por ejemplo, si la unificación monetaria no conduce rápidamente a la creación de un Banco Central y de una moneda común, la libre circulación de capitales, hombres y mercancías se tornará inaceptable. Igualmente, si la concertación entre los sistemas de defensa no se afirma, la propia armonización económica perderá su interés para muchos países. Por último, si las instituciones europeas no se democratizan, el conjunto de las decisiones comunitarias se tornará insoportable para todos. Los Doce tienen demasiado que perder si retroceden: están obligados a avanzar.

En el Este, en medio de la borrachera de libertad conquistada, las nuevas democracias, de tan rápido invento, seguirán siendo frágiles. Pero ¿ha habido alguna revolución sin dificultades? ¿Cabe imaginar que los rencores acumulados no provocarán ajustes de cuentas? Por algún tiempo, en todo caso, la situación económica de estos países no podrá más que agravarse, decepcionando a las opiniones públicas. Éstas pondrán en entredicho los poderes y las entidades nacionales. La aparición de regímenes autoritarios no puede excluirse.

Tanto en el Este como en el Oeste, algunos se sentirán tentados de compensar estas crispaciones mediante acercamientos bilaterales entre países de las dos partes de Europa. No creo que tales esquemas resulten duraderos: la historia trágica del siglo XX enseña que la política de las nacionalidades sólo puede perjudicar a la paz; cuando algunos se afirman dominantes, no tardan nada en verse frente a la coalición de todos los demás. La integración del espacio europeo es, pues, la condición necesaria para la estabilidad y la paz en Europa. Pese a las crispaciones, creo, pues, que la unión europea progresará, que los países del Este seguirán evolucionando hacia la democracia, que algunos de ellos se asociarán a la unión europea, y que Europa conseguirá edificar sus instituciones propias, de las que el «Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo» será pronto una prefiguración. Si no fuera éste el caso, veríamos ponerse nuevamente en marcha los engranajes que han conducido ya por dos veces al expansionismo y a la guerra.

Es probable que la razón gane la batalla, que no cometamos por tercera vez el mismo error en un siglo. ¿Optimismo excesivo? A veces lo temo. Sea lo que sea, los dados ruedan, nada ni nadie puede hacer que no hayan sido lanzados.

Si todo se arregla armoniosamente en los dos espacios dominantes, años de expansión económica aguardarán a aquellos que sepan abrirse su camino. Los objetos nómadas trastornarán las relaciones de los hombres con la salud, la educación, la cultura, la comunicación; transformarán la organización del trabajo, de los transportes, del ocio, de la ciudad, de la familia. Se convertirán en medios de creación y de crítica, de subversión y de invención, de democracia y de revolución.

Crear: palabra clave de este nuevo período. Como siempre en una forma de expansión, los creadores desempeñarán un papel esencial. Serán hombres de poder y de riqueza en la industria, el cine, la moda, la arquitectura, la música o la cocina. La expansión de los museos, de las salas de espectáculo, el desarrollo del mecenazgo de arte, del diseño, de las sociedades de innovación, comienzan a mostrarlo.

La creación aparecerá incluso pronto como una actividad socialmente necesaria, un trabajo útil, y ya no un placer del ocio. Esta necesidad de formar, de inventar, de crear, desplazará la frontera entre consumo y producción. La creación no será ya una forma de consumo, sino, convertida en trabajo, exigirá unos ingresos. El niño que se forma, el adulto que vigila su salud, el creador que materializa sus sueños, serán considerados como trabajadores que merecen salarios. El problema del paro podrá entonces ser regulado. Será incluso la única manera de resolverlo en el seno de los espacios dominantes. No sólo dando trabajo en la industria, sino denominando trabajo —mereciendo, pues, salario— a actividades hoy calificadas de otro modo.

A los ojos de miles de millones de hombres en África, en América Latina, en la India y en China, nada habrá cambiado en su miseria. Los precios de las materias primas seguirán hundiéndose. Los mercados de los espacios dominantes continuarán cerrados a sus productos. En medio de una gran desesperación y rabia, asistirán al espectáculo de la riqueza de los otros. Muchos tratarán de romper estos lazos de miseria para ir a vivir y a trabajar en los espacios dominantes. Éstos se parapetarán: cotos cerrados, asediados, ciegos a la suerte del resto del mundo.

El muro de Berlín será sustituido por un muro entre el Norte y el Sur. Incluso entre las capitales del Sur y el resto de territorios. Las minorías continuarán circulando: el Norte tiene necesidad de los creadores del Sur para alimentar sus propios objetos nómadas de músicas, imágenes, culturas o cocinas lejanas.

Al ritmo en que van las cosas, nada de todo esto parece hoy soslayable. Cuando cada uno haya comprendido que los principales envites de los años dos mil son planetarios, que el problema de la inmigración se confunde con el del desarrollo, que el de la droga y el desarme tampoco tienen más soluciones que a escala mundial, que la producción no puede crecer en su forma actual sin amenazar la supervivencia de la especie humana, que la Tierra es un objeto vivo recorrido por nómadas cada vez más numerosos, cada vez más ávidos de objetos y cada vez más productores de residuos; cuando cada uno lo haya comprendido, es muy posible que sea demasiado tarde: el hombre, parásito marginal, habrá transformado la Tierra en artefacto muerto; la presión de lo efímero, el gusto por lo inmediato y el sueño de placer habrán matado la vida.

Algunos datos en cifras bastan para demostrarlo. En el año 2025 —es decir, mañana— ocho mil millones de hombres poblarán la Tierra. Más de las dos terceras partes de los niños nacidos hasta esa fecha habrán visto la luz en los veinte países más pobres del mundo. En treinta años habrá 360 millones de habitantes adicionales en China, 600 millones en la India, 100 millones en Nigeria, en Bangladesh o en Paquistán. Esta evolución, que, bien llevada, podrá ser factor de riqueza, será totalmente incompatible con el nivel de desarrollo previsible en estos países. Y no dejará de agravarse. Por no tomar más que un ejemplo, la población de Nigeria, que se dobla cada veinte años, dentro de 140 años ¡será igual a toda la del planeta hoy! ¿Quién puede pensar que se podrá entonces, salvo que se cambie el orden de las cosas, alojar a la humanidad o darle trabajo? Desde ahora hasta el 2025, el número de habitantes del mundo en edad de trabajar se habrá triplicado. Más de la mitad de la población mundial será urbana, contra una tercera parte hoy. Ciudad de México contará con treinta millones de habitantes antes de finales de siglo. Cien millones de niños menores de cinco años habrán muerto de hambre o de enfermedad: cien millones de indignantes tragedias. Frente a tales cifras y gravísimos trastornos, ¿quién puede pensar que la economía podrá paliar la situación?.

¿Se imaginan ustedes cómo aumentará la degradación del medio ambiente ante semejante explosión demográfica? Una población creciente exige una producción que crezca rápidamente, y, por lo tanto, en el estado actual de las tecnologías, cada vez más contaminante. Desde comienzos del siglo XVIII, mientras la población mundial se multiplicaba por ocho, la producción lo hacía cien veces más. En el lapso de
cuarenta años, la producción industrial se ha multiplicado por siete, y el consumo de recursos minerales, por tres.

Salvo que revise profundamente sus modos de vida y produzca sus riquezas de otro modo, la humanidad destruirá cada vez más de prisa unos recursos que han requerido milenios para constituirse. La producción industrial provocará además la aparición de subproductos sólidos y gaseosos extremadamente nocivos.

Los residuos sólidos aumentarán: pronto, la Tierra producirá anualmente bastantes residuos para sepultar a cualquier metrópoli, por grande que sea, bajo cien metros de basura. ¿Cómo reducirlos? ¿O cómo almacenarlos? Nadie tiene respuesta a la medida del problema que se anuncia.

El agua empieza a escasear. En la periferia, un quinto de los ciudadanos y las tres cuartas partes de los campesinos no tienen hoy recursos suficientes. En consecuencia, de cinco a siete millones de hectáreas de tierras cultivadas se pierden cada año.

El consumo de petróleo y carbón se doblará desde ahora hasta el año 2000, en tanto las tecnologías actuales permiten utilizar menos de un diez por ciento de los recursos existentes. Los efectos sobre los precios son previsibles e inevitables.

Otra amenaza, las emisiones gaseosas particularmente nocivas: anhídrido carbónico, metano, clorofluorocarbonos, dióxidos de azufre y de nitrógeno, por citar sólo las más peligrosas. En un siglo, el contenido de metano en la atmósfera se ha doblado; el contenido en gas carbónico ha aumentado en una cuarta parte. Pese a las normas impuestas recientemente en los países más desarrollados, las emisiones de anhídrido carbónico por persona se doblarán en el mundo desde ahora hasta el 2030. Ahora bien, esos gases tienen efectos desastrosos sobre el equilibrio del planeta: los clorofluorocarbonos reducen la capa de ozono que rodea la atmósfera, provocando un aumento de los cánceres de la piel. El anhídrido carbónico provoca el aumento de la temperatura de la atmósfera y la enriquece en vapor de agua: en el lapso de un siglo, la temperatura media de la superficie del globo ha subido medio grado; el decenio de los ochenta habrá sido el más cálido del siglo. En consecuencia, los hielos polares comienzan a fundirse y el nivel de los océanos sube unos dos milímetros por año; algunas simulaciones prevén que la Tierra se calentará más de dos grados antes del año 2050 y que, desde ahora hasta finales del siglo próximo, el nivel de los mares se elevará al menos medio metro, si no llega a los dos metros. Sabiendo que siete de las diez ciudades más grandes del mundo son puertos de mar, que una tercera parte de la población vive a un nivel próximo al del mar, cabe imaginar las consecuencias de semejante fenómeno en la vida de los hombres.

Estas emisiones de gas tóxicas, en particular de los óxidos de azufre y de amoníaco, acelerarán también la desaparición de los bosques -sobre todo de los bosques tropicales, particularmente frágiles-, por los demás devorados por las necesidades de papel de la industria y las de la agricultura. Desde el siglo XVIII, el equivalente de la superficie de Europa ha sido roturado; en el lapso de diez años, la mitad de las reservas forestales de Alemania Occidental ha desaparecido; en 1989, doce millones de hectáreas han sido borradas del mapa (es decir, más de la superficie de Suiza y los Países Bajos unidas). Al ritmo actual, serán 225 millones de hectáreas las que habrán desaparecido en el año 2000.

Esta deforestación provocará la ruina del medio ambiente ecológico necesario para la supervivencia de numerosísimas especies vegetales y animales. Aproximadamente cinco mil especies vivientes desaparecen cada año, es decir la milésima parte de las especies existentes. La diversidad, esencial para la evolución de la vida y la adaptabilidad del hombre, disminuye de manera irreversible.

Muchos otros elementos de esta diversidad, más difíciles de medir, desaparecen día tras día: las lenguas, los paisajes, las culturas, los objetos, las cocinas, todos esos espejos de las diferencias, tienden a perder su ambigüedad y a uniformizarse en un sincretismo borroso cuyo origen e identidad nadie puede desvelar. Esta pérdida de diferencia, generadora de rivalidad y de violencia, agravará el racismo y la xenofobia.

En un mundo trastornado por el nomadismo reaparecerá entonces la necesidad de la víctima propiciatoria. Cuarenta y cinco años después del final de la guerra, las gradas del olvido desaparecerán, y el antisemitismo y el racismo serán posibles otra vez.

¿Pesadilla superable? Sí, si se sabe atacar simultáneamente todos esos problemas.

En los espacios dominantes, estas angustiosas curvas se modificarán sin duda. Los países controlarán su demografía, producirán de manera diferente los bienes que utilizan energía, desarrollarán más los bienes nómadas que utilizan información (menos contaminantes). Se dictarán normas para hacer menos destructoras todas las producciones y consumos. Actualmente hay algunos acuerdos internacionales que modifican ciertos modos de producción: así, en América del Norte y Europa occidental, las emisiones de óxido de nitrógeno han bajado ligeramente desde hace diez años, y los clorofluorocarbonos desaparecerán antes de quince.

Pero de nada servirá dictar normas en el Norte si la periferia no dispone de medios financieros y medios técnicos que les permitan aplicarlos. Con razón, el Sur no aceptará que le prohíban producir so pretexto de proteger un medio ambiente ya ampliamente degradado por siglos de producción en el Norte. La periferia continuará, pues, produciendo bienes que utilizan muchos recursos no renovables. Dentro de veinte años, habrá en el mundo dos mil millones de automóviles, contra quinientos millones hoy, y otras tantas neveras y lavadoras. Una gran parte de estos productos adicionales se fabricarán en la periferia con tecnologías contaminantes.

A este ritmo, dentro de unos decenios, las probabilidades de vida sobre la Tierra se habrán reducido. Millones de hombres morirán, acorralados, gaseados, inundados, en medio de la indiferencia o la xenofobia. Retrospectivamente, el siglo XX correrá el riesgo de aparecer como una simple repetición irrisoria y artesanal, de un espectáculo de muerte presentado en toda su cruel magnitud.

Inmensas riquezas se perfilan ante nosotros.

Y otras tantas espantosas destrucciones están en perspectiva. Pero, si bien las riquezas son efímeras, las destrucciones son irreversibles. Los años dos mil serán magníficos o terribles según se haya sabido actuar a tiempo para salvar el objeto-vida que es la Tierra, consolidar las democracias, dar a los hombres razones pacíficas de confiar en el futuro.

Estamos lejos de haberlo entendido. Y más lejos aún de haber sacado todas sus consecuencias. Éstas serán revolucionarias. Exigirán de los hombres de Estado del mañana el valor de aceptar impopulares abandonos de soberanía. El hombre deberá protegerse de sí mismo, fijar limites a sus propias quimeras, dejar de creerse propietario del mundo y de la especie, admitir que no tiene más que su usufructo.

Habrá que definir democráticamente normas mundiales evolutivas, aplicables y controlables. Las instituciones de la ONU, nacidas de la guerra, no están preparadas para esta misión. No tienen ni los medios, ni el mandato. Habrá, pues, que pasar a una fase superior de organización internacional inventando instituciones democráticas de competencias realmente supranacionales. Quiero hablar aquí de un verdadero poder político planetario que imponga democráticamente normas en los campos donde la vida está amenazada.

No ignoro los rechazos y oposiciones que semejante perspectiva suscitará. Pocos son los países que aceptarán dócilmente semejantes transferencias de competencias. Tentativas recientes lo han puesto ya de manifiesto. No subestimo tampoco la dificultad de respetar, con siete u ocho mil millones de hombres, las reglas exigentes de la democracia formal. En una primera etapa, una cumbre regular de jefes de Estado que represente el Norte y el Sur podría prefigurar tales instituciones y elaborar, a título indicativo, algunas de las normas necesarias. Si no, éstas vendrán impuestas por comités de expertos o de oscuras sinarquías.

Esta clase de autoridad parece sobre todo indispensable en cinco campos donde la vida está hoy particularmente amenazada: la malnutrición, los gases tóxicos, las manipulaciones genéticas, el armamento y la droga.

Para preservar a los niños de la enfermedad, de la subalimentación y la ignorancia, las organizaciones financieras internacionales deberán inventar nuevas formas de generosidad, garantes de la paz. Ya me he referido a ello con anterioridad.

Para preservar el clima y los bosques, una agencia mundial deberá evaluar los daños ya causados, por ejemplo en la capa de ozono, fijar normas de contaminación máxima, medir las infracciones a las normas, ayudar a los países pobres a acceder a tecnologías que permiten eliminar la contaminación por los clorofluorocarbonos y el gas carbónico.

Para proteger a la especie humana, unas normas universales, democráticamente elaboradas, deberán permitir el dominio de la procreación médicamente asistida, el diagnóstico prenatal, la marca genética, y mantener su gratuidad. Se establecerá la indisponibilidad del cuerpo humano, la inviolabilidad de la persona y el respeto de la dignidad de la vida privada. Las matrices de vida -tanto el embrión como el gen- deberán ser declarados propiedad inalienable de la especie, santuario absoluto, no manipulable, incluso aunque ello implique la negativa a tratar de corregir un defecto genético. Asimismo, se procurará evitar que se emprendan evoluciones genéticas irreversibles.

Para protegerse de los armamentos, teniendo en cuenta su proliferación planetaria, una alta autoridad, reflejo ésta de poderes democráticamente constituidos, podrá revelarse útil, más allá de las negociaciones bilaterales, para evaluar los stocks, verificar la aplicación de los acuerdos y sancionar los incumplimientos, tanto en lo que concierne a las armas químicas y nucleares como a las convencionales.

Para protegerse de la droga, una reglamentación internacional deberá finalmente excluir de la comunidad financiera internacional toda institución que autorice el blanqueo de dinero relacionado con su tráfico. Una agencia internacional deberá ayudar a la conversión de las economías que dependen de ella y a la lucha contra los traficantes.

De lo que hoy puede parecer utópico, se hablará dentro de diez años como una evidencia. Para darse cuenta de ello, ¡no hay más que considerar la magnitud de los trastornos ocurridos en el mundo sólo durante el año 1989!

Pero no será tan sencillo imaginar instituciones planetarias a la vez eficaces y democráticas, sobre todo en terrenos de tan grande complejidad. Las organizaciones internacionales existentes demuestran ya con qué rapidez toda burocracia tiende a liberarse del control de sus mandatos.

Al capricho de esta evolución, los Estados perderán seguramente una gran parte de sus poderes. No perderán, sin embargo, su importancia: sólo los Estados, en el interior de fronteras históricas estables, pueden asegurar la democracia a escala humana.

Al menos tres campos de acción les quedarán en sus manos. En cada uno de ellos, se opondrán dos concepciones:

1. Situar el país en el corazón del espacio dominante, dando prioridad a la inversión sobre el consumo, a la formación sobre el empleo, a la industria sobre los servicios, desarrollando las tecnologías que automatizan la producción, el almacenamiento y la manipulación de la información, ensanchando las redes de comunicación -puertos, trenes, ciudades, mercados financieros- para atraer a ellos a los elementos del corazón. La ubicación de un aeropuerto, el trazado de un TGV, la ayuda a los creadores de imágenes, serán elecciones esenciales para el futuro de un país. A los ojos de unos, para conseguir eso, habrá que remitirse al mercado. Para otros, será preciso organizar y planificar esas redes, utilizar un sector público poderoso. Para todos, habrá que hacer sitio a la diversidad, a la novedad, a lo universal; saber acoger el cambio; hacer de la creación una ambición, de la invención una exigencia, ¡de lo nuevo una necesidad!

2. Permitir que los consumidores accedan a los nuevos objetos nómadas-, que todos accedan a la salud, al saber, a la cultura. Para algunos, será necesario dejar que cada uno encuentre por sí mismo los medios. Para otros, redistribuir las rentas para que cada uno pueda conseguirlo. Nuevos medios se revelarán necesarios: del mismo modo que los subsidios familiares han ayudado a las mujeres a volverse consumidoras, los consumidores de objetos nómadas -jóvenes o personas mayores- deberán tener una renta. El dinero para gastos y el salario estudiantil se convertirán en institucionales y decisivos: para un país, todo dependerá de su capacidad para formar a sus ciudadanos.

3. Definir un proyecto social que abra una ambición a cada uno. Para algunos, cada uno debe tener ante todo el derecho de hacerse el más fuerte. Para otros, cada uno debe tener primero el derecho a la dignidad. Para unos, conviene privilegiar el derecho de cada uno a hacer fortuna. Para otros, el derecho de todos a unos ingresos dignos, a una vivienda y a un poder en la empresa; incluso, en último término, los medios de no pasar ya su vida solamente produciendo y consumiendo mercancías, sino de crear su propia obra.

Se perfilarán evoluciones contradictorias. Éstas reforzarán la solidaridad y agravarán la soledad. Igualmente, acelerarán la expansión y exacerbarán las injusticias. Darán la palabra a los objetos e impondrán silencio a los hombres. Desarrollarán lenguas universales y cavarán fosas entre los pueblos.

Sólo restará dar un sentido a todo ello. Éste será religioso. ¿Lo será en la tolerancia o en la exclusión? ¿En el fanatismo o en la compasión? Inmensa incertidumbre de mañana: ¿Palabra de Violencia o Nueva de Paz?

Todo saber es estructurado como un lenguaje; y el lenguaje dice lo esencial sobre el saber. Nómada viene de un antiguo término griego que al principio quería decir «partición»; luego dio lugar a palabras que significaban «ley» y otras que significaban «orden». Más tarde aún, palabras que querían decir «moneda». Extraña vecindad...

¿Qué significa? Que el nómada sólo sobrevive si reparte los pastos para los rebaños, si se organiza de manera «justa». Que no hay nómada sin Ley. Que el primer objeto nómada, el esencial, es justamente la Ley, que permite a los hombres administrar la violencia y vivir en paz. Que la Palabra recibida por el hombre del desierto en forma de piedras y transportada a un tabernáculo sigue siendo el más precioso objeto nómada de la historia humana, ya que es la Ley que protege la vida. Que el dinero se ha convertido en un objeto nómada, sagrado. Que el objeto nómada a proteger ante todo es la propia Tierra, donde anida la vida.

Sólo el futuro da un sentido al pasado. Lo que nosotros dejaremos a nuestros hijos determina el valor de la vida que habremos vivido. La Tierra es como una biblioteca que hay que dejar intacta después de haberse enriquecido con su lectura y haberla enriquecido. La vida es su libro más precioso. Conviene protegerla amorosamente antes de transmitirla —acompañada de nuevos comentarios— a otros que osarán luego llevarla más lejos, más arriba.

 FIN



jueves, 27 de enero de 2022

LOS MALOS SACERDOTES SON EL PEOR CASTIGO QUE DIOS ENVÍA A LAS PERSONAS

Desgraciadamente, hoy todo católico conoce una gran cantidad de malos sacerdotes, lo que hace más oportunas que nunca las palabras de san Antonio María Claret.


“Si veis a un mal sacerdote al frente de una parroquia, debéis afligiros y temer que tal vez nuestros pecados merezcan tan horrible castigo, pues la Sagrada Escritura nos enseña que el mayor y más terrible flagelo que Dios envía a un pueblo es dar es malos sacerdotes.

Hasta que la ira del Señor alcance su cúspide, Él permite que las naciones se armen unas contra otras; que los campos se vuelvan estériles; que el hambre, la desolación y la muerte ejerzan su dominio sobre la tierra.

Sin embargo, cuando su justa indignación llega a su punto culminante, envía el último y más atroz de sus castigos al permitir que aparezcan entre los hombres ministros infieles, sacerdotes manchados, pastores escandalosos. Entonces sucede que las abominaciones del pueblo son la causa de los malos sacerdotes, y los malos sacerdotes son el mayor castigo con que Dios castiga al pueblo”.


San Antonio María Claret

Catecismo da Doutrina Cristã Explicada & Adaptada para Jovens Homens, Editora Ave Maria, 1934, p. 305


DISCURSO DE FRANCISCO A LOS OFICIALES DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL


DISCURSO DE FRANCISCO

A LOS OFICIALES DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL



¡Excelencia,

queridos prelados auditores!

Dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, empezando por el decano, monseñor Alejandro Arellano Cedillo, a quien doy las gracias por sus palabras. Y gracias por las dos últimas cosas que ha pedido al Papa: consuelo y bendición. Me gusta. Es una petición pastoral. Gracias.

Saludo a los oficiales, a los abogados y a los otros colaboradores del Tribunal apostólico de la Rota Romana. A todos les presento mis mejores deseos para el Año judicial que hoy inauguramos.

El itinerario sinodal que estamos viviendo interpela también este encuentro nuestro, porque involucra también al ámbito judicial y vuestra misión al servicio de las familias, especialmente de las que están heridas, aquellas necesitadas del bálsamo de la misericordia [1]. En este año dedicado a la familia como expresión de la alegría del amor, tenemos hoy la ocasión de reflexionar sobre la sinodalidad en los procesos de nulidad matrimonial. El trabajo sinodal, en efecto, aunque no tenga una naturaleza estrictamente procesal, debe ser puesto, sin embargo, en diálogo con la actividad judicial, para favorecer un replanteamiento más general de la importancia que la experiencia del proceso canónico tiene para la vida de los fieles que vivieron un fracaso matrimonial y, al mismo tiempo, para la armonía de las relaciones dentro de la comunidad eclesial. Preguntémonos entonces en qué sentido la administración de la justicia necesita un espíritu sinodal.

En primer lugar, la sinodalidad implica caminar juntos. Superando una visión distorsionada de las causas matrimoniales, como si en ellas se afirmaran meros intereses subjetivos, hay que redescubrir que todos los participantes en el proceso están llamados a contribuir al mismo objetivo, el de hacer resplandecer la verdad sobre una unión concreta entre un hombre y una mujer, llegando a la conclusión sobre la existencia o no de un verdadero matrimonio entre ellos. Esta visión del caminar juntos hacia un fin común no es nueva en la compresión eclesial de estos procesos. Al respecto, es célebre el discurso a la Rota Romana en el cual el venerable Pío XII afirmó “la unidad del objetivo, que debe dar especial forma a la obra y a la colaboración de todos aquellos que participan en el tratamiento de las causas matrimoniales en los tribunales eclesiásticos de todo nivel y especie, y debe animarlos y unirlos en una misma unidad de intención y acción” [2]. Con esta óptica él delineó la tarea de cada participante en el proceso para buscar la verdad, manteniendo cada uno la fidelidad a su rol. Esta verdad, si es amada realmente, se vuelve liberadora [3].

Ya en la fase prejudicial, cuando los fieles se encuentran en dificultad y buscan una ayuda pastoral, no puede faltar el esfuerzo para descubrir la verdad sobre la propia unión, presupuesto indispensable para poder llegar a la sanación de las heridas. En este marco se comprende la importancia del esfuerzo para favorecer el perdón y la reconciliación entre los cónyuges, y también para convalidar eventualmente el matrimonio nulo cuando esto es posible y prudente. Así se comprende también que la declaración de nulidad no debe ser presentada como si fuera el único objetivo a alcanzar frente a una crisis matrimonial, o como si esto constituyera un derecho independientemente de los hechos. Al considerar la posible nulidad es necesario hacer reflexionar a los fieles sobre los motivos que les mueven a pedir la declaración de nulidad del consentimiento matrimonial, favoreciendo así una actitud de acogida de la sentencia definitiva, aunque no corresponda con la propia convicción. Solo de esta manera los procesos de nulidad son expresión de un efectivo acompañamiento pastoral de los fieles en sus crisis matrimoniales, lo que significa ponerse a la escucha del Espíritu Santo que habla en la historia concreta de las personas. Hace dos o tres años hablamos del catecumenado matrimonial.

El mismo objetivo de búsqueda compartida de la verdad debe caracterizar cada etapa del proceso judicial. Es verdad que en el proceso tiene lugar, a veces, una dialéctica entre tesis contrastantes; sin embargo, lo contradictorio entre las partes debería desarrollarse siempre en la adhesión sincera a lo que para cada uno aparece como verdadero, sin cerrarse en la propia visión, pero estando abiertos también a la contribución de los otros participantes en el proceso. La disponibilidad a ofrecer la propia versión subjetiva de los hechos se vuelve fructífera en el cuadro de una adecuada comunicación con los otros, que sabe llegar también a la autocrítica. Por eso no es admisible cualquier voluntaria alteración o manipulación de los hechos, dirigida a obtener un resultado pragmáticamente deseado. Aquí me paro, y pido disculpas, para señalar un peligro muy grande. Cuando no se supera esto, también los abogados pueden hacer daños terribles. Hace un mes un obispo vino a quejarse, porque tenía un problema con un sacerdote. Un problema grave, no matrimonial, un problema de disciplina grave que merecía ir a juicio. El juez del tribunal nacional —no estoy hablando de este o aquel país— llamó al obispo y le dijo: “He recibido esto. Yo haré lo que usted me diga. Si usted me dice que lo condene, lo condeno; si usted me dice que lo absuelva, lo absuelvo”. ¡Esto puede suceder! Se puede llegar a esto si no hay unidad en los procesos también con sentencias opuestas. Ir juntos, porque ¡está en juego el bien de la Iglesia, el bien de la gente! No es una negociación que se hace. Perdonadme, pero esta anécdota me ha iluminado mucho.

Este “ir juntos” en el juicio vale para las partes y sus patronos, para los testigos llamados a declarar según la verdad, para los peritos que deben poner al servicio del proceso su ciencia, así como en modo singular para los jueces. De hecho, la administración de la justicia en la Iglesia es una manifestación del cuidado de las almas, que requiere preocupación pastoral para ser servidores de la verdad salvífica y de la misericordia. Este ministerium veritatis asume un peculiar relieve en los obispos, cuando juzgan en primera persona, sobre todo en los procesos más breves, así como cuando ejercitan su responsabilidad hacia los propios tribunales, mostrando también así su preocupación paterna en relación con los fieles. Y vuelvo sobre una cosa que desde el primer momento he dicho siempre: el juez originario es el obispo. El decano me saludó diciendo: 'el Papa, juez universal de todos...'. Pero esto es porque soy obispo de Roma y Roma preside sobre todos, no porque tenga otro título. Gracias por ello. Si el Papa tiene este poder es porque es obispo de la diócesis cuyo obispo el Señor ha querido que sea el Papa. El verdadero y primer [juez] es el obispo, no el vicario judicial.

La sinodalidad en los procesos implica un ejercicio constante de escucha. También en este ámbito es necesario aprender a escuchar, que no es simplemente oír. Es necesario comprender la visión y las razones del otro, casi identificándose con el otro. Como en otros ámbitos de la pastoral, también en la actividad judicial es necesario favorecer la cultura de la escucha, presupuesto de la cultura del encuentro. Por eso son perjudiciales las respuestas estándar a los problemas concretos de las personas individuales. Cada una de ellas, con su experiencia a menudo marcada por el dolor, constituye para el juez eclesiástico la concreta “periferia existencial” de la que debe moverse toda acción pastoral judicial.

El proceso requiere también una atenta escucha de lo que las partes argumentan y demuestran. De particular importancia es la fase instructoria, encaminada a la constatación de los hechos, que exige a quienes la conducen saber conjugar la adecuada profesionalidad con la cercanía y la escucha. Y esto, ¿requiere tiempo? Sí, requiere tiempo. ¿Requiere paciencia? Sí, requiere paciencia. ¿Requiere paternidad pastoral? Sí, requiere paternidad pastoral. Los jueces deben ser oyentes por excelencia de todo lo que emerge en el proceso a favor y en contra de la declaración de nulidad. Están obligados a ello en virtud de un deber de justicia, animado y sostenido por la caridad pastoral. De hecho, “la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios” (Exhort. ap. Amoris laetitia, 311). Además, —como suele suceder por regla general— hay un colegio de jueces, cada juez debe abrirse a las razones presentadas por los otros miembros para llegar a un juicio ponderado. En este sentido, en vuestra acción de ministros del tribunal, no debe faltar nunca el corazón pastoral, el espíritu de caridad y de comprensión hacia las personas que sufren por el fracaso de su vida conyugal. Para adquirir tal estilo es necesario evitar el callejón sin salida del legalismo, que es una especie de pelagianismo legal; no es católico, el legalismo no es católico; es decir, de una visión autorreferencial del derecho. La ley y el juicio están siempre al servicio de la verdad, la justicia y la virtud evangélica de la caridad.

Otro aspecto de la sinodalidad de los procesos es el discernimiento. Porque el sínodo no es solamente preguntar opiniones, no es una encuesta, en la que vale lo mismo lo que cada uno dice. No. Eso que uno dice entra en el discernimiento. Se necesita capacidad de discernir. Y no es fácil el discernimiento. Se trata de un discernimiento fundado en el caminar juntos y en la escucha, y que permite leer la concreta situación matrimonial a la luz de la Palabra de Dios y del magisterio de la Iglesia. La decisión de los jueces parece, pues, como un sumergirse en la realidad de un hecho vital, para descubrir en ella la existencia o no de ese hecho irrevocable que es el consentimiento válido en que se funda el matrimonio. Solo así pueden aplicarse de forma fructífera las leyes relativas a las formas individuales de nulidad matrimonial, como expresiones de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia sobre el matrimonio. Aquí opera la prudencia del derecho, en su sentido clásico de recta ratio agibilium, es decir, virtud que juzga según la razón, o sea con rectitud en el ámbito práctico. Volviendo a ese ejemplo: “¿Qué quiere? ¿Lo condeno o lo libero?”.

El resultado de este camino es la sentencia, fruto de un atento discernimiento que conduce a una palabra de verdad sobre la vivencia personal, destacando así los caminos que pueden abrirse desde allí. La sentencia, por lo tanto, debe ser comprensible para las personas implicadas: solo así se convertirá en un momento de especial relevancia en su camino humano y cristiano.

Queridos prelados auditores, de estas consideraciones que deseaba presentaros emerge cómo la dimensión de sinodalidad consiente resaltar las características esenciales del proceso.

Os animo, por lo tanto, a proseguir con fidelidad y laboriosidad renovadas vuestro ministerio eclesial al servicio de la justicia, inseparable de la verdad y, en definitiva, de la salus animarum. Un trabajo que manifiesta el rostro misericordioso de la Iglesia: rostro materno que se inclina ante cada fiel para ayudarlo a conocer la verdad sobre sí mismo, aliviándolo de las derrotas y del cansancio e invitándolo a vivir en plenitud la belleza del Evangelio. Renuevo mi estima y gratitud a cada uno. Pido al Espíritu Santo que acompañe siempre vuestra actividad y os bendigo de corazón.

Y no os olvidéis de rezar. Que la oración siempre os acompañe. “Estoy ocupado, tengo que hacer muchas cosas...”. Lo primero que tenéis que hacer es rezar. Rezar para que el Señor esté cerca de vosotros. Y también para conocer el corazón del Señor: lo conocemos en la oración. Y los jueces rezan, y tienen que rezar, dos o tres veces más. Por favor, no os olvidéis tampoco de rezar por mí, obviamente. Gracias.


Notas:

[1] Cfr. Bula Misericordiae Vultus, 5: AAS 107 [2015], 402.

[2] Discurso a la Rota Romana, 2 de octubre de 1944: AAS 36 [1944], 281.

[3] Cfr. Jn 8,32.



BREVE HISTORIA DEL FUTURO (CAPITULO 3)


Continuamos con la publicación del tercero de cuatro capítulos del libro de Jacques Attali, escrito antes de la caída del muro de Berlín, sobre el futuro económico, social y tecnológico de los próximos años.


 CAPITULO 3: LOS OBJETIVOS NÓMADAS

¿Qué objetos consumirán los hombres del siglo venidero? ¿En qué habrán cambiado sus modos de vida, sus necesidades, sus ambiciones, sus sueños? ¿Cómo se designarán los excluidos?

He hablado de los territorios, que arraigan al hombre. Voy a evocar ahora los objetos, que harán de él un nómada.

El hombre al que nos referimos en estas líneas es el habitante privilegiado de los dos espacios dominantes y de las regiones más ricas de sus periferias. Nuevos objetos perturbarán su ritmo de vida y sus relaciones con la cultura, con el saber, con la familia, con la patria, con el mundo: Y sobre todo consigo mismo.

Le convertirán en un hombre diferente. Ya no el nómada desnudo de las primeras sociedades del orden de lo sagrado, errando de pozo en pozo a la busca de agua para sobrevivir. Ni el nómada peligroso y hostigado del orden de la fuerza, sino un nómada libre, cubierto de bienes y riquezas. Y, sin embargo, todavía sediento: de saber, de seguridad, de fraternidad.

Hablar de los objetos es hablar con otras palabras del mundo. Con términos que pueden a veces sorprender, ya que no son ni los de los economistas -que se interesan sólo en las magnitudes contables-, ni los de los políticos, que no miden más que las relaciones de fuerza. Pero mañana serán nuestros términos cotidianos, que servirán cada día para designar las nuevas herramientas de los hombres.

Si en adelante vivimos como nómadas, es porque esencialmente los objetos que poseeremos o desearemos serán portátiles.

El hombre siempre ha poseído objetos nómadas, instrumentos esenciales para su supervivencia: el fuego para los grupos errantes; los amuletos para los primeros habitantes de los poblados; las armas para los hombres de los imperios; la moneda y la letra de cambio para el comerciante. Cada uno de ellos ha marcado el poder de aquel que lo poseía en el seno de su orden.

Pero he aquí que surgen nuevos objetos nómadas. O, más bien, que todo objeto, todo servicio, se torna nómada.

¿Caricatura? ¿Paradoja? En absoluto. El comerciante siempre ha deseado disponer de objetos suficientemente ligeros para poder hacerlos circular fácilmente. Los que la industria crea actualmente —e irá creando más y más con el tiempo— serán cada vez menos pesados y engorrosos; móviles, portadores de saber, medios de comunicarse, estarán por todas partes, cumplirán mil servicios sustituyendo a los hombres que los prestan hoy. Engendrarán nuevas relaciones en la ciudad, en la familia, en la vida y en la muerte, transformando el modo de vida del siglo XXI más radicalmente aún que el automóvil y la televisión han trastornado el de nuestro siglo.

No nacerán sólo de los caprichos de la imaginación de los investigadores, sino también de las necesidades de una industria al acecho de los medios para canalizar deseos en mercancías.

Socialmente insoslayables, económicamente provechosos, están ya, en parte, tecnológicamente disponibles.

Para describir su futuro y demostrar lo que me he limitado a afirmar en el primer capítulo, haré, como el astrónomo que, antes de observarla, calcula la trayectoria de una estrella desconocida en función de las exigencias del movimiento de las otras. Diré, por lo tanto, de dónde deben surgir estos objetos y de qué resolución de la crisis mundial se desprende su necesidad.

Como las precedentes, la octava forma del orden mercantil comenzó a disgregarse cuando la parte del valor añadido consagrada a mantener el orden aumentó en él. Por «mantener el orden» entiendo las funciones a cumplir para organizar la sociedad de manera que entretenga y eduque a los consumidores. Esta ordenación está garantizada por unos servicios cuya productividad no puede aumentar al mismo ritmo que la de la producción industrial. Dicho de otro modo, el tiempo empleado en prestar tales servicios no puede disminuir tan rápidamente como el tiempo empleado en producir un objeto. Asimismo, los gastos necesarios para garantizar esta ordenación han aumentado en valor relativo (mientras, en cualquier caso, la manipulación de la información no ha sido automatizable). La parte esencial de este aumento está dedicada a financiar los gastos de sanidad y educación. Así es como en Estados Unidos, pese a los esfuerzos desplegados para contenerlos, los gastos de sanidad han pasado en diez años del 8 al 11 % del PNB, y los gastos de educación crecen en valor real de tres a seis puntos al año. En Europa, el alza correspondiente es de cinco puntos. Para este crecimiento insaciable no existe límite. Esta revolución reduce la rentabilidad de la economía, y ralentiza las inversiones industriales; fue ella la que, a mediados de los años sesenta, provocó la crisis de la octava forma.

Para frenarla, las sociedades más ricas comenzaron a incitar a los consumidores a consumir cada vez más, empujándoles a endeudarse y a amontonar los objetos en el tiempo y el espacio. Se les convenció de comprar más objetos de los que les era posible utilizar y pagar. Todos se pusieron a soñar con poseer varios relojes, con cambiar incesantemente de ropas, con adquirir más libros y discos de los que podrían jamás leer y escuchar.

Pero este amontonamiento de bienes en el espacio-tiempo gravó las principales causas de la crisis aumentando los gastos de servicios, es decir de manipulación de la información: fueron necesarios cada vez más bancos para administrar el endeudamiento, administración para manejar las empresas, médicos y profesores para mantener a los consumidores y satisfacer las reivindicaciones de los asalariados. Los
costes de organización de la sociedad han crecido más de prisa que la cifra de negocios de las empresas. Finalmente, cuanto más se intentaba evitar la crisis, más se la agravaba. Para superarla, era preciso que innovaciones tecnológicas, culturales y sociales permitieran aumentar la productividad de la manipulación de la información. Ahora bien, tales innovaciones han surgido.

Del mismo modo que la urca aceleró los transportes del siglo XVII, que la máquina de vapor multiplicó la fuerza de tracción animal en el siglo XVIII, fue el microprocesador, cuya aparición pasó casi inadvertida, lo que abrió el camino a la industrialización de los servicios. Elaborado en 1969 en Estados Unidos por la empresa Intel, almacenaba en un trocito de silicio un centenar de informaciones manipulables a la velocidad de la luz. Desde entonces, no ha dejado de ser perfeccionado, hasta llegar a cambiar de naturaleza. Hoy, manipula alrededor de dieciséis millones de signos; antes de finales de siglo alcanzará los mil millones. Una nueva especie de máquina-herramienta, el ordenador, reúne y hace trabajar a los microprocesadores en arquitecturas complejas, con rendimientos exponencialmente crecientes.

Ahí reside el principal motor de la evolución de la productividad. Robots programados por microprocesadores, armoniosamente articulados con una reforma de la organización del trabajo, comienzan a reducir el coste de producción de los objetos existentes. Ellos hacen luego posible la producción de nuevos objetos, sustitutos de ciertos, servicios particularmente costosos en campos como la comunicación y la alimentación. Por último, otros objetos del mismo tipo permitirán algún día cumplir las mismas funciones que los servicios en los terrenos de la educación y la sanidad.

¿«Objeto»? ¿Máquina? ¿Instrumento? ¿Aparato? Resulta difícil elegir el término adecuado. El automóvil y la televisión, ¿son sólo objetos? Cada vez más, gracias al ordenador, todos los «objetos» se mueven, hablan, trabajan. Son más bien «máquinas», «instrumentos», «aparatos». Si no he empleado ninguno de estos vocablos, es porque evocan las tecnologías de formas anteriores basadas en la manipulación de la energía, no en la de la información que caracterizará los tiempos venideros. Más genérico, el término «objeto» encaja mejor con la naturaleza de estas cosas que siguen siendo antes que nada mercancías, cualesquiera sean sus funciones. Lo cual no debe inducir a pensar que los bienes de consumo del futuro serán cosas inertes: como todos los objetos desde la más remota antigüedad, éstos vivirán la vida que hayan puesto en ellos quienes los producen. Como todos los bienes que el hombre ha poseído —comenzando por el propio hombre—, serán otros tantos medios de singularizarse, de durar, de canalizar la violencia, de nombrar la eternidad. Cada uno extraerá de ellos signos de libertad, marcas de distinción. Gracias a ellos, cada uno se considerará autónomo y diferente, capaz de gobernar su medio ambiente, de ser dueño de sí y del universo.

Sigamos ahora el itinerario de esta salida de la crisis mediante la aparición de objetos nuevos. Hemos vivido su parte más tranquila, más razonable. Mediante lentos deslizamientos, corre el peligro de llevar a abismos vertiginosos.

En principio, gracias a los microprocesadores, el tiempo de trabajo necesario para producir los objetos existentes ha disminuido: en el lapso de diez años, el número de horas necesarias para montar un automóvil, un robot doméstico o un televisor, se ha reducido a la mitad; el tiempo de fabricación de un periódico ha bajado a la tercera parte, el de un libro a la cuarta parte.

Otros objetos, como vestidos y zapatos -que figuran entre los primeros objetos nómadas-, que escapaban hasta ahora a la industrialización debido a su enorme diversidad, se han convertido en producibles en grandes series: un traje fabricado hasta hace poco en varias horas lo es hoy en unos minutos.

Algunos objetos nómadas, también antiguos, se han generalizado e industrializado de manera significativa: armas de puño, instrumentos de autodefensa, e incluso, si queremos considerarlos así, los animales de compañía. En suma, objetos de muerte y objetos de vida.

Hay luego los servicios que exigen una manipulación masiva de información —banca, correos, seguros, comercio—, que han aumentado su productividad, liberando un valor añadido creciente.

Por último, han aparecido nuevos objetos industrialmente producibles en serie, que reemplazan, servicios por objetos. Todos, de cerca o de lejos, están vinculados a dos funciones: comunicación y alimentación, los cuales ocupaban notablemente el tiempo de los consumidores. A la ocupación del tiempo por servicios sucede así una ocupación del espacio por objetos.

Una innovación esencial, el transistor, ha convertido primero la radio en portátil y la escucha de la música en móvil. Más tarde el magnetófono y luego los walkman han permitido al consumidor, paseante en el espacio, escuchar música allí donde quiere y cuando quiere. Luego, el magnetoscopio le ha permitido pasearse en el tiempo. Programado por un reloj de cuarzo, el magnetoscopio almacena imágenes que serán emitidas en una fecha futura, reemplazando un servicio colectivo (la emisión de televisión) por un objeto privado (el videocasete). Sobre la marcha, el compact-disc y luego el videodisc, han permitido ver, oír y almacenar en un espacio muy pequeño sonidos e imágenes, venderlos en serie, constituir colecciones. Finalmente, la comunicación de imágenes, de formas y sonidos se ha desarrollado aún más con el sintetizador, los televisores de pantallas múltiples, los scanners...

Más recientemente, el ordenador personal, miniaturización de las máquinas que equipan a las empresas, ha reemplazado innumerables servicios prestados hasta ahora a personas privadas por personas privadas: secretariado, información, contabilidad. Da un acceso directo a programas de juegos, de educación o de puesta en forma. Pidiéndoselo o informándose en los bancos de datos, el consumidor puede resolver problemas u obtener servicios.

Una forma particular de microprocesador, la tarjeta de memoria, permite igualmente al consumidor financiar servicios y almacenar informaciones confidenciales. Desemboca en una relación completamente distinta con la moneda y en una reorganización completa del sistema bancario.

Las comunicaciones del nómada se simplifican aún más. El contestador telefónico, sobre todo si es consultable a distancia, le permite recibir todos sus mensajes. Gracias al teléfono portátil, se comunica a bordo de un coche, caminando, en tren o en avión. Nadie puede escapar ya a quien le busque. El telefax reduce el tiempo de comunicación de las imágenes, de los proyectos, de los manuscritos, al de un mensaje telefónico.

La alimentación ha sido el segundo campo en el que unos servicios que emplean tiempo se han convertido, durante este decenio, en objetos producidos en serie.

La congelación ha permitido el almacenamiento duradero del alimento. El horno de microondas ha transformado la preparación de las comidas en objetos mercantiles individuales, preparados por anticipado, producidos en serie y consumibles a domicilio y en el trabajo.

En el lapso de unos años, estos objetos se han amontonado unos sobre otros, modificando la vida cotidiana de aquellos que tienen los medios de comprarlos, al igual que de aquellos que sueñan con adquirirlos. Constituyen una galaxia aparentemente desordenada, incoherente, pero, en realidad, muy homogénea y significativa. En lo esencial, procesan informaciones -imágenes, formas, sonidos- a gran velocidad, transformando servicios prestados por personas a personas en objetos producidos industrialmente, portátiles y utilizables simultáneamente.

Su papel es todavía relativamente secundario con respecto al diagnóstico que he emitido sobre la crisis en marcha, ya que apenas modifican la manera de prestar los dos servicios que gravan más pesadamente la rentabilidad de la economía, a saber, los de educación y sanidad. Sin embargo, al enseñar a los consumidores a utilizarlos y a la industria a producirlos, su aparición prepara la de objetos del mismo tipo en estos dos sectores.

Con ellos, cambiaremos a un universo totalmente distinto en el que aparecerá transformada la relación con el saber y el mal, con la vida y la muerte. En suma, con la violencia.

¿Cómo podrán semejantes objetos ver la luz? ¿Estarán en condiciones de sustituir verdaderamente los servicios prestados por el médico y el profesor? A primera vista, estas preguntas parecen absurdas, contra natura; aparentemente al menos, el hombre no puede quedar excluido del acto de curar ni del de enseñar.

Sin embargo, el proceso ha comenzado. Podemos esbozar sus etapas futuras, aunque, una vez más, no hay aquí ni plan reconocido, ni designio divino. Tan sólo, en marcha, el fascinante bricolaje de la vida.

Actualmente, al objeto de limitar los gastos de sanidad y educación a su cargo, la colectividad -cada gran Estado- fija normas de comportamiento con las que impone el respeto a todo individuo. Tales normas existen desde hace tiempo, al menos implícitamente. La belleza, por ejemplo, es una exigencia socialmente impuesta. Estas normas aspiran a inducir a cada uno a elegir el comportamiento individual más útil para la sociedad, el menos peligroso para su propia salud y para la de los demás (limitación de la velocidad, reducción en el uso del tabaco, del alcohol, del azúcar o de la droga, disminución de peso, etc.), al igual que se definen unos niveles mínimos de educación y de formación profesional exigidos a aquellos que la sociedad toma a su cargo.

En algunos países, cada individuo debe ya asumir una parte al menos de los gastos que implica el no respetar estas normas. Al objeto de evitar que los gastos que acarrea no graven injustamente a los otros ciudadanos, la cobertura de los gastos hospitalarios está subordinada al respeto por parte del enfermo de ciertas normas de comportamiento. Por otra parte el mantenimiento de ciertas ventajas o el ascenso de las profesiones dependen de la obtención y conservación de cierto nivel de educación.

Poco a poco, el ciudadano de las democracias debe así sacar partido de su autonomía. Su libertad se compra y se vende. Para vivir más y encontrar más fácilmente trabajo, se le enseña a no contar demasiado con la sociedad, a mantenerse en forma, a comer mejor, hacer gimnasia, correr, entretenerse, vigilarse, en suma, a formarse e informarse. Si se niega, deberá pagar el precio; se paga por estar en forma; él pagará por el derecho de no estarlo.

Estar en forma e informado es parecerse a un modelo, a una «estrella» tal como nos la muestra el cine. Lo que comenzó con la música y el vestuario -hit-parade y leyes de la moda- se convierte en un fenómeno social mucho más general. Poco a poco se encuentran definidos en todas partes lo anormal que hay que ahuyentar, lo peligroso que hay que excluir, lo violento que hay que eliminar. La víctima propiciatoria ya no es aquel que no tiene dinero, sino el que no está «en forma»: el gordo, el deforme, el perezoso, el enfermo, el ignorante, el desocupado...

Médicos y profesores tienen como función especialmente la de verificar por cuenta de la sociedad que todos se conformen a las normas así precisadas, sugeridas o impuestas.

Para verificar esta conformidad a los modelos, existen ya objetos. Algunos son de uso privado y relativamente antiguo, como el espejo para juzgar la propia belleza, la balanza para vigilar el peso, el termómetro para medir la fiebre. El test de alcoholemia, los de embarazo, hepatitis y SIDA son sus ejemplos más recientes. Otros están aún reservados a los profesionales: electrocardiógrafo, aparatos de medida de la tensión arterial, de la glucemia, del nivel de colesterol, etcétera.

Muchos otros instrumentos de autodiagnóstico utilizarán pronto microprocesadores para tomar la medida de un parámetro, compararlo con el estado normal y dar a conocer la diferencia. Durante algún tiempo todavía, sólo el médico podrá utilizar estos objetos nuevos. Luego serán miniaturizados, simplificados, producidos a un coste muy bajo y puestos a disposición de los consumidores, pese a la fuerte oposición del cuerpo médico con el que competirán. Algún día, cada uno de nosotros llevará en la muñeca un aparato que registrará permanentemente el estado de su corazón, su tensión arterial, su nivel de colesterol, etc. Otros aparatos portátiles o injertados medirán también diversos parámetros de la salud. 

El deseo de conocerse, la angustia ante la enfermedad, la habituación a las pantallas y las imágenes, la creciente desconfianza hacia los terapeutas, la fe en la infalibilidad de los objetos nómadas abrirán a éstos enormes mercados. Los médicos perderán por ello una parte de sus funciones; conservarán, no obstante, papeles en la curación de las enfermedades así detectadas, al igual que en la producción y
experimentación de estos objetos de autovigilancia médica.

Los países en que la cultura se basa en el individualismo y la preocupación por dominar los propios deseos -las sociedades budistas, por ejemplo- serán cada vez más receptivos a este género de objetos. Otro índice de que el Oeste del Pacífico dispone de excelentes triunfos en la carrera por el dominio.

Los instrumentos de autodiagnóstico ayudarán también a juzgar los niveles de saber. Tests y juegos educativos preparan a ello (el Trivial Pursuit y algunos concursos o campeonatos televisados demuestran hasta qué punto son populares estos «exámenes» lúdicos). Juegos binarios, serán fácilmente memorizados y los ordenadores personales permitirán así a los niños controlar sus conocimientos. Programas existentes permiten ya a cada estudiante verificar sus conocimientos y preparar sus exámenes a domicilio en numerosos campos y para numerosos niveles.

Todos estos objetos de autovigilancia ayudarán al hombre a satisfacer su pasión por él mismo. El narcisismo será la guía del nómada del mañana.

Pero no hay espejo sin maquillaje, no hay autodiagnóstico sin instrumentos de puesta en forma. Pronto, otros productos industriales fabricados en serie permitirán a cada uno, una vez medida la diferencia que le separa de ella, restaurar por sí mismo su conformidad a la norma. Múltiples especímenes existen ya de ello: medicamentos adelgazantes, artificios que restauran la belleza, lentillas que colorean los ojos, postizos que ocultan la calvicie; preservativos y píldoras que evitan el embarazo; el marcapasos que regula el ritmo cardíaco; etc.

Un paso considerable será franqueado cuando se conecten los microprocesadores a diversos órganos del cuerpo a fin de vigilar permanentemente en qué se apartan de la norma, y restablecer así los equilibrios. En la actualidad, se inyecta automáticamente insulina a los diabéticos; pronto, se inyectará incluso vitaminas a los niños. Estos microprocesadores, al comienzo formados de materiales tolerables, y más tarde de biomateriales, administrarán medicamentos a intervalos regulares. Cuasi-prótesis, cuasicopias de los órganos a los que reparan o suplen, parecerán una liberación con relación al tratamiento actual de las enfermedades, y abrirán el camino a fantásticos progresos hacia los órganos artificiales.

Se fabrica y vende desde hace mucho tiempo articulaciones, dedos, cristalinos, huesos, válvulas artificiales, prótesis de cadera, de dientes, palabra y movimiento. Mañana, se fabricará del mismo modo pulmones, riñones, estómagos, corazones. Algún día, quizá, hígados. Jamás, sin duda, cerebros (en todo caso, cerebros informados). ¿Pero es éste un terreno en el que se puede decir «jamás»?

Terrible conmoción: el hombre consumirá -en el sentido mercantil de la palabra- pedazos de hombre. Canibalismo industrial.

Simultáneamente, objetos de la misma naturaleza permitirán a todos los niños aprender por sí solos conocimientos hoy dispensados por el mundo escolar. Las diferencias entre la educación y el juego se difuminarán; la pedagogía moderna se prepara para ello. Aprender es ya vivir por poderes, viajar en
imágenes. Nómada de Carnaval, se estudiará en todas las edades, en pantallas e imágenes que se manejarán sin intervención ajena, empujados por la preocupación de estar informado, al minuto casi, de lo que pasa en todo el mundo, efímera sucesión de tragedias o de irrisiones. Videodiscos portadores de diccionarios enteros de consulta. Habituado como lo está ya a aprender mucho del periodista de televisión, maestro de la vida cotidiana, el niño escuchará el ordenador-maestro del mismo modo que utiliza ya la calculadora en lugar de aprender la tabla de multiplicar. El walkman-video experimentará un inmenso desarrollo. Al principio instrumento de ocio, luego de informaciones permanentes, se convertirá en un instrumento de autoformación. Pronto, se fusionará con el ordenador personal, y se insertará en él indiferentemente película o disquete para informarse o aprender. Se conservarán bibliotecas enteras en vídeo-ordenadores portátiles que se podrán consultar sobre la marcha. Ya el Next, uno de los nuevos ordenadores personales, lee videodiscos-láser.

Todos estos objetos utilizarán memorias magnéticas u ópticas cuya capacidad alcanzará varios billones de caracteres. Invadirán nuestra vida y sostendrán el crecimiento económico durante muchos años. Como serán portátiles, nos convertirán en seres libres de elegir dónde vivir, nómadas portadores de instrumentos capitales de su supervivencia, apartados del hospital y la escuela, del maestro y el médico.

Ciertamente, todo esto nunca será absoluto. En su viaje, el nómada tendrá necesidad de guías. El niño buscará un tutor para que le incite a trabajar; el enfermo, un médico que le tranquilice. Pero los papeles se habrán transformado profundamente: uno enseñará a aprender; el otro enseñará a vivir y a morir. Uno y otro deberán aprender a escuchar.

No he conservado el término nómada porque sí. No solamente me parece que caracteriza los objetos futuros, sino que es la palabra clave que define el modo de vida, el estilo cultural y el consumo de los años dos mil. Pues todos llevarán consigo entonces toda su identidad: el nomadismo será la forma suprema del orden mercantil.

Nómada y en forma: esta doble característica se nutre una de la otra. Se será nómada para estar en forma, para gustar, trabajar, rivalizar en la violencia. Se estará en forma para ser nómada, para viajar, encontrar el propio camino. Esto será igualmente cierto en el simulacro; el maquillaje es a la vez viaje y modo de parecer que se está en forma. Simboliza las dos exigencias de la época: el Carnaval será una forma de nomadismo.

La diversión se basará en el viaje; la televisión permite ya ir y venir por el mundo entero, en el espacio y en el tiempo, en la realidad y en la ficción. Permite además nomadizar a domicilio de un programa al otro. El programa televisado es un producto particularmente útil, solicitado y en expansión. Pero, inversamente, el viaje en sí se ha convertido en espectáculo, en diversión. La expansión sin precedentes del turismo, aspecto capital del desarrollo económico, requerirá cada vez más hoteles y medios de transporte, puertos y aeropuertos, trenes y autopistas tanto en los espacios dominantes como en la periferia. Del mismo modo que los telespectadores viajan sobre el propio terreno, los turistas querrán estar conectados continuamente a su propio domicilio. Nómadas inmóviles...

Aquellos que no tengan acceso a estos objetos nómadas y a estos sueños de viajes, viajarán mediante el espectáculo del viaje de los otros. O peor: gracias a la droga o el alcohol. Viajes perversos, que habrá que combatir tanto más cuanto que la expansión industrial se basará en la promoción de los valores que conducen a ello: la droga es el nomadismo del excluido.

Los medios de transporte (automóvil, avión, tren, barco), soportes naturales de este nomadismo, serán lugares privilegiados de amontonamiento de objetos nómadas (teléfonos, telefax, televisores, lectores de videodisco, ordenadores, hornos de microondas...). Prótesis del movimiento, hablarán, trabajarán, vivirán como seres vivos. Pronto utilizarán otras fuentes de energía: solar, nuclear, o de hidrógeno. Remolques y caravanas modernos, se vivirá en ellos en plan nómada.

La alimentación evolucionará también hacia el movimiento. Se convertirá en doblemente nómada. De un lado, bien sea en avión, en tren, en barco o a domicilio, la gente se alimentará moviéndose a fin de no perder el tiempo. Habrá que disponer de platos rápidos de preparar, listos para cocinar y servir. El éxito de los fast-food y los microondas es actualmente una ilustración de ello. Ya no se comerá en los aviones «como en casa», sino en casa como en los aviones, en fuentes preparadas: fuentes-tele, fuentes nómadas...

Por otra parte, la gente se alimentará para indicar que se mueve, para darse de nómada. Para estar en forma y gustar, porque eso es nómada. Los restaurantes exóticos estarán a la moda; se buscará en ellos frutos que no son de temporada, productos de todo el mundo. Los progresos de la congelación y la industrialización de la agricultura los harán disponibles en masa. El espacio y el tiempo se borrarán en platos exóticos listos para calentar. Extraño universo donde el verdadero viajero tendrá en lo sucesivo dificultad en encontrar, en ciudades estandarizadas, lo que el nómada inmóvil encontrará fácilmente en su supermercado...

El vestido obedecerá asimismo a esta doble exigencia. Por una parte, la gente se vestirá de nómada, luciendo conjuntos cada vez más flexibles, capaces de soportar los viajes sin arrugarse ni deformarse. El jogging —verbo de movimiento convertido en nombre de vestido— se convertirá en un atavío para cada día, para todas las edades y sexos. Por otra parte, las ropas serán cada vez más exóticas, para significar a su vez el viaje, o para reemplazarlo. Lo comprobamos hoy en las colecciones de los más grandes creadores: la inspiración está siempre en otra parte, exótica en el espacio o en el tiempo.

El reloj-pulsera será el objeto nómada perfecto, el accesorio esencial. Tiene ya muchas otras funciones, aparte de dar la hora: almacena números de teléfono, direcciones, medios de cálculo.

Medirá el grado de humedad, la temperatura de la atmósfera. Será agenda electrónica, receptáculo de innumerables datos personales, de identidad, sanitarios y culturales, la conexión con múltiples redes exteriores y un distribuidor de medicamentos. Será vestido nómada al mismo tiempo que prótesis, aderezo y alarde, joya del Carnaval nómada. Algún día incluso, cuando la forma del sonido haya sido digitalizada, obedecerá a la voz.

El teléfono pronto se reducirá a las dimensiones de una tarjeta de memoria insertable en un minúsculo aparato portátil. Unido por repetidores hertzianos a redes complejas, permitirá comunicarse dondequiera se esté sin que nadie sepa el lugar. Símbolo particularmente pesado: el nómada será en adelante identificado por un número o simplemente por su nombre, y no ya por una dirección. Bastará con pronunciar su nombre para hablarle. Un día, bastará también para escribirle: el telefax pronto se reducirá a una tarjeta de memoria personal insertable en todo aparato de ocasión para recibir correo a su nombre sin comunicar la dirección, dondequiera se esté. La tarjeta de memoria se convertirá así en la prótesis principal del individuo, una especie de órgano artificial, a la vez carnet de identidad, talonario de cheques, teléfono, telefax, pasaporte del nómada. Prótesis del yo abierta a un mercado universal.

Para utilizarla, bastará con conectarla a redes, pozos de agua de los nuevos nómadas, de acceso fácil, homogéneos e integrados como lo está ya la red Numeris. Se las encontrará en los bancos, las tiendas, todos los lugares públicos (al menos en los barrios opulentos de las metrópolis más ricas). Algún día, en ellos se podrá dictar de palabra todos los pedidos.

El nómada medio dispondrá de una vivienda impersonal, una cuasi-caravana. Sólo los más afortunados tendrán los medios para convertirse en propietarios en las grandes ciudades, oasis de nómadas inmóviles, polos de atracción para los nómadas que afluirán de todas partes. Ciudades abarrotadas, peligrosas; ciudades cableadas, de sueño, según se haya sabido tejer las redes necesarias para el funcionamiento de los objetos nómadas.

Nómada, el hombre lo será tanto por su trabajo como por su consumo. Ya, en los espacios dominantes como en las periferias, el mestizaje profesional se ha hecho corriente: americanos que trabajan en compañías japonesas, japoneses en empresas americanas. En Europa, dentro de diez años, la décima parte de los trabajadores no trabajarán ya en su país de origen. A la vez nómadas inmóviles y sujetos nómadas, los que conciben los modelos y los programas de los objetos nómadas -ingenieros, escritores, programadores, compositores, artistas, etc.; yo los llamo los estampadores- serán los primeros en viajar continuamente o en trabajar a distancia gracias al telefax y a la red Numeris.

Los trabajadores menos formados, los menos creadores de información, se convertirán en objetos del trabajo, objetos nómadas. Emigrarán sin cesar hacia los lugares donde esperarán trabajo y protección social, acompañados de objetos nómadas que les ayudarán a permanecer conectados a su universo de origen.

En el espacio europeo, el desfase entre los niveles de vida provocará una migración masiva de Este a Oeste. En el Este, contribuirá a aliviar el paro y a aportar divisas, suscitando una uniformización progresiva de los mercados financieros y las monedas. En el Oeste, rejuvenecerá a la población, hará presión sobre los salarios y las ventajas sociales de los trabajadores, y competirá fuertemente con la emigración llegada del Tercer Mundo.

En el espacio del Pacífico, los emigrantes vendrán de América Latina y del extremo septentrional de Asia. Actualmente, en Estados Unidos los hispanohablantes son más de veinte millones.

Importantes movimientos migratorios se producirán entre la periferia y los espacios dominantes. Desde luego, los países del Sur cuyo crecimiento demográfico es más fuerte sufrirán más movimiento entre sus súbditos. China tratará de enviar su exceso de población hacia Japón; África, hacia Europa. La propiedad más buscada será entonces la ciudadanía de los países de los espacios dominantes. Algún día, esta propiedad se venderá en un mercado libre de pasaportes. (¿Acaso no es ya objeto de un comercio paralelo, de un mercado negro?)

Muchos países de los dos espacios dominantes querrán protegerse de estos movimientos de población, defender su identidad. Víctimas de peligrosas crispaciones, cerrarán sus fronteras: asistiremos a la aparición de nuevas formas de Estado represivo que instituye cuotas y restricciones con vistas a limitar el acceso a la ciudadanía y a la propiedad. La dictadura que nos amenaza es aquella que se negará a acoger al Otro, que se parapetará en su riqueza, justificará la exclusión por los excesos de la movilidad. Para seguir siendo o para convertirse en ciudadano de estos países, habrá que volver a justificar el origen racial.

El racismo es inexcusable, pero hay que explicarlo. En todas partes se combate, y, por ello, debe ser analizado. Comprenderlo, hoy, es aclarar el vínculo entre nomadismo y subdesarrollo. Combatirlo es, ante todo, tratar de prever las formas que revestirá, los lugares donde la xenofobia triunfará y donde se reservará a los ciudadanos reconocidos el derecho de poseer casas, objetos de arte, empresas, convertidos en otros tantos bienes de identidad. Tales bienes serán eminentemente buscados por todos, estén donde estén: no hay nómadas sin pozos de agua. Mediante su posesión, cada uno tratará de afirmar su pertenencia a una «tribu», bien se trate de un grupo, una nación, una cultura o una religión. Asistimos ya aquí y allá a un retorno de este tipo a la familia, al clan. Los bienes nómadas no serán excluidos de ello, al contrario: servirán al nómada para conservar el contacto con su lugar de arraigo (esto ocurre ya con la música). Separados, serán utilizados para defender una identidad. Por todas partes se multiplicarán las emisoras de televisión y los videodiscos accesibles en todas las lenguas. A través de esos objetos nómadas, el nómada se encontrará en casa en todas partes, al menos si sabe contentarse con lo que se habrá convertido este «en casa»: un artefacto apenas diferenciado.

Al final de esta difícil mutación, el hombre se convertirá al mismo tiempo en portador de objetos nómadas y nómada-objeto él mismo. Su cuerpo se cubrirá de prótesis, luego él se convertirá a su vez en prótesis, hasta venderse y comprarse como un objeto.

¿Fantasía? ¿Extrapolación gratuita de las tendencias que están actualmente en marcha. Observémoslo con más detalle.

Hay seres vivos que desde hace tiempo son objetos mercantiles. No solamente se venden en el mercado vegetales y animales, sino que, desde hace poco, toda especie vegetal o animal se ha convertido en patentable; dicho de otro modo, puede ser producida y comercializada en serie en el marco del mercado. Un umbral decisivo se franqueó el día en que un industrial fue reconocido como propietario legal de una especie viva.

Las exigencias del progreso de la agricultura y la cría de ganado, y los gustos alimentarios de los nómadas, han conducido a inventar procedimientos de producción artificial de vegetales y, posteriormente, de variedades artificiales de vegetales. Al objeto de poder rentabilizar estas investigaciones, la industria ha exigido las patentes. Por la misma razón se ha patentado organismos unicelulares y, más recientemente, organismos multicelulares. Ahora bien, el hombre no es otra cosa que un organismo particularmente complejo. No se puede excluir que algunos deseen algún día patentarlo a su vez para rentabilizar manipulaciones genéticas capaces de modificarlo.

Por largo que sea el camino que conduce a tales abominaciones, la humanidad se ha comprometido ya ampliamente en ellas. Esquemáticamente trazadas, he aquí las etapas que amenazan con llevar a ello «naturalmente», para satisfacer exigencias terapéuticamente irrefutables y mercados económicamente prometedores.

Actualmente, cada uno desea poder decidir tener un solo hijo: «consumir» los hijos a la manera de objetos. La fecundación in vitro, concebida para permitir a parejas estériles que tengan hijos, permite también tenerlos sin compañero. Cabe imaginar que, pronto, una mujer podrá elegir almacenar una parte de sus óvulos para tener hijos más tarde, en una fecha elegida por ella, con el esperma de un donante conocido o desconocido. Más tarde, cada uno podrá elegir el sexo del hijo que querrá tener (lo que trastornará uno de los equilibrios estadísticos capitales de la historia humana).

Se buscará luego elegir las cualidades de los futuros hijos. En un principio, querremos evitar el tener hijos portadores de riesgos de enfermedades transmitidas hereditariamente. ¿Quién podrá negarse a eso? Se intentará, pues, medir estos riesgos mediante análisis de genes. Hoy, es posible ya detectar los fundamentos genéticos de la mucoviscidosis, de la miopatía, del mongolismo. Para descubrir este tipo de fallos nos afanaremos en descifrar el genoma, en establecer un documento de identidad genético de cada individuo. Formidable programa, uno de los más graves que la ciencia haya considerado jamás. Pero ¿quién se mostrará en desacuerdo?

Como siempre, pronto nos deslizaremos del descubrimiento a la reparación. Manipularemos los genes para reducir los riesgos. Luego pasaremos de la curación de lo patológico a la modificación de lo normal.

La elaboración de la tarjeta de identidad genética permitirá ante todo renunciar ab initio a un embrión que corra el peligro de sufrir un error de programa. Más tarde, se deseará reparar los defectos genéticos. Finalmente, se buscará concebir ab initio un embrión «normal». Manipulaciones genéticas efectuadas en los embriones los primeros días de su formación harán así de la tarjeta de identidad genética un esbozo a modelar. También aquí, ¿es concebible que la opinión se resista a ello?

Más adelante aún, cabe imaginar que el hombre aprenderá a replicar en serie unos modelos cuya tarjeta de identidad genética habrá definido él mismo. Querrá entonces comprar y consumir dobles de sí mismo, copias de seres queridos, quimeras inventadas, híbridos de donantes de cualidades particulares, elegidos para conseguir objetivos particulares. Muy pronto, se comercializarán fetos; se venderán riñones en pública subasta. Más adelante, cada uno podrá constituir colecciones de uno mismo o de otros, elegir en los bancos de injertos, consumir hombres como objetos, nomadizar en otros cuerpos y otras mentes.

Todas las leyes de la economía resultarán trastornadas; se abandonará el orden mercantil. Convertido en prótesis de sí mismo, el hombre será producido como una mercancía. La vida será objeto de artificio, creadora de valor y de rentabilidad.

Locura de nómada en la que se disolverá la distinción entre el hombre y el artefacto, entre la cultura y la barbarie, entre la vida y la muerte, entre lo sagrado, la fuerza y el dinero.

¿Dónde estará la muerte? ¿En la muerte de la última copia de uno mismo o en su olvido por los demás?

Pero ¿cabe aún hablar de vida dado que el hombre es ya producido y pensado sólo como objeto?

Muerte de la especie.

A menos que se haga del hombre un santuario; de su patrimonio genético, un tesoro a proteger. Éste
será el envite de los años dos mil.