lunes, 24 de enero de 2022

BREVE HISTORIA DEL FUTURO (CAPITULO 2)

Continuamos con la publicación del segundo de cuatro capítulos del libro de Jacques Attali, escrito antes de la caída del muro de Berlín, sobre el futuro económico, social y tecnológico de los próximos años.


CAPITULO 2: LOS DOS ESPACIOS DOMINANTES

¿Dónde estará mañana el corazón del mundo? ¿Y dónde los polos de desarrollo? ¿Cómo se repartirán los poderes? ¿Cómo evolucionarán las alianzas? ¿Disminuirán los riesgos de guerra?

Casi en todas partes -en Europa, en Asia, en América, en África- se derrumban las dictaduras. Gracias a las imágenes televisadas que atraviesan las paredes, a los pueblos que siguen a sus rebeldes, un mismo sueño de democracia se extiende por el planeta.

Sin embargo, aunque el mundo parezca cada vez más agrupado, aunque las tecnologías de comunicación se han hecho universales, aunque las grandes empresas se instalan en todos los países, el poder permanece localizado, identificable, centralizado en algunos lugares donde se acumulan potencia y valor, donde se reagrupan los centros financieros, donde se decide lo esencial del futuro del planeta.

Ciertamente es aún demasiado pronto para determinar con exactitud dónde estará el futuro polo dominante. Los dos espacios preponderantes que se estructuran ante nuestros ojos, uno en Europa, el otro en el Pacífico, se hallan en competencia por el dominio económico y político del mundo. Uno de ellos ganará al otro. El corazón estará entonces allí.

Esta evolución trastornará las necesidades económicas, los envites de la seguridad y las reglas de la geoestrategia. Para afrontarlo, hay que aprender a contemplar los mapas bajo otro punto de vista, y dejar que la geografía imponga sus leyes a la historia.

Desde hace medio siglo, el orden del mundo ha estado organizado y pensado en torno de una pirámide y de dos pilares:

-La pirámide era la octava forma del orden mercantil, donde todas las naciones estaban alineadas jerárquicamente a partir del corazón americano: el dólar reinaba allí como dueño y señor, la cultura americana imponía sus valores. A partir de ella era concebida y teorizada la economía política.

-Los dos pilares, últimos vestigios del orden de la fuerza, eran las dos principales potencias nucleares. Estados Unidos y la Unión Soviética, que dictaban sus leyes a sus aliados y arbitraban los conflictos regionales. A partir de ellos se concebía y teorizaba la estrategia militar.

Hoy, esta doble figura se disuelve ante nuestros ojos: la pirámide cambia de cima; uno de los pilares se disloca. América deja de ser el corazón en la Europa del Este, la fuerza cede ante el dinero. Estos dos fenómenos modifican profundamente la naturaleza de los conflictos económicos y las exigencias militares. Ya no se podrá hablar, como antes, de Norte-Sur, ni de Este-Oeste. Es hora de prepararse para ello.

A primera vista, esta conmoción engendrará otra geografía política -más simple, por más homogénea-, donde las leyes del dinero relegarán a todas las demás.

Mil y una peripecias nos esperan: todo está en manos de los pueblos en movimiento; nada, por suerte, es menos previsible que la democracia.

Contrariamente a lo que muchos hoy opinan, ni la omnipotencia americana, ni la disolución del imperio soviético son irreversibles. Lo único cierto es que el corazón se situará en el interior de uno de los dos espacios dominantes, y que el Este de Europa se incorporará a la economía de mercado. Para lo demás, todo dependerá del modo como se lleven a cabo las evoluciones. Si la Europa occidental sabe asociar a la oriental a su futuro, podrá pretender el estatuto de corazón, de la economía mundial, convertirse en su espacio más poblado, el más rico y el más creativo, de lo contrario, Japón ocupará este lugar.

En el interior de cada uno de los espacios dominantes, asistimos a un considerable crecimiento del intercambio de mercancías, de hombres y de informaciones, crecimiento más rápido que el de sus intercambios con el exterior. Cada uno de ellos se constituye en un conjunto relativamente homogéneo y
cerrado. En cada uno, la principal potencia económica -Japón, de un lado; la Comunidad Europea, del otro- tiende a prevalecer sobre la principal potencia militar: Estados Unidos, de una parte; la Unión Soviética, de la otra. Hay, pues, al mismo tiempo integración y vaivén.

Para comprender adonde puede conducir este doble movimiento y cuál de los dos espacios puede terminar por dominar al otro, conviene ante todo aclarar a través de qué hechos la evolución actúa en cada uno de ellos.

Por espacio del Pacífico entiendo el conjunto formado por los países ribereños -en sentido amplio- del Pacífico, es decir Oceanía, los países del Asia del Sudeste en rápido desarrollo (Japón, Corea, Malasia, Indonesia, Singapur, Taiwan, Filipinas, Hong-Kong), y todos los países de las dos Américas. No incluyo aquí la China ni el Vietnam. Esta inmensa región se ha convertido en un lugar de explosión económica. Poblaciones y producciones están allí en fuerte crecimiento, los transportes se multiplican y se aceleran, el comercio interno aumenta más de prisa que en el resto del mundo. Asistimos, pues, a la formación de un verdadero espacio económico integrado; el poder está allí a punto de bascular de una a la otra orilla del océano.

El fenómeno dominante que se juega en este caso es el de la decadencia de Estados Unidos. Muchos se niegan aún a creer en ello, enumerando sus doce mil cabezas nucleares, calibrando la potencia de su astronáutica, observando el triunfo del dólar, evaluando su dominio del mercado, soñando con la riqueza de Wall Street, temiendo el tamaño de sus bancos, envidiando la fuerza de su capitalismo, asombrándose de la dimensión de sus OPAs, irritándose ante la hegemonía del inglés, y admirando la creatividad de los cineastas de Hollywood. Cuando se les habla de decadencia, esas personas responden que la disminución del papel de Estados Unidos en la economía mundial tiene relación con los países devastados por la guerra y no con un debilitamiento real de América, siempre tan poderosa, dinámica y poco endeudada. Por último, afirman que si esta eventual decadencia se convirtiera un día en humillación, América sabría dar el golpe de riñones necesario para enderezar su curso, y que, en cualquier caso, sigue siendo la hija de Europa, y por tanto, irreversiblemente encarada al Atlántico y el Mediterráneo, no al Pacífico.

Ninguno de estos argumentos me parece convincente. Para quien, como yo, considera la industria como la única base duradera de la potencia de un país, los signos de una decadencia relativa de América son convergentes e irrefutables.

Recapitulemos los principales. La productividad de la industria americana aumenta a una velocidad tres veces inferior a la de la industria nipona, y dos veces inferior a la de Europa. No se ha creado en ella ninguno de los productos nuevos aparecidos estos últimos años, con la notable excepción del microprocesador. Ni siquiera los bienes de consumo tradicionales se fabrican allí de modo competitivo. Estados Unidos no exporta prácticamente, desde su territorio, ni automóviles, ni televisores, ni electrodomésticos, cualesquiera hayan sido sus esfuerzos para devolver a su economía una competitividad artificial a golpe de devaluaciones. En cuanto a los productos de tecnología corriente -o sea, las dos terceras partes de sus exportaciones y las tres cuartas partes de su producción-, su balanza comercial es cada vez más deficitaria. En lo que respecta a los productos de alta tecnología, sigue siendo excedentaria sólo gracias a dos sectores en los que lo ha sido durante mucho tiempo —pero pronto dejará de serlo— en situación casi de monopolio: la informática y la aerospacial. En cuanto al resto de estos productos, su déficit se ha multiplicado por seis en el lapso de diez años. Cierto es que las empresas americanas tienen filiales en el extranjero que no están contabilizadas en las estadísticas comerciales, salvo en lo referido a las recaudaciones financieras de las casas-madre.

Pero lo que no se produce en Estados Unidos sólo beneficia muy indirectamente a la economía americana.

Este déficit comercial acompaña una regresión del papel de Estados Unidos en la economía mundial: en quince años, la parte del mercado de la industria americana ha perdido seis puntos, mientras que, en el mismo lapso de tiempo, Japón ganaba quince. En particular, su participación en el mercado mundial de la máquina-herramienta -producto esencial para la competitividad económica de un país- ha pasado del 25 al 5 % en treinta años, mientras la de Japón pasaba de 0 al 22 %.

Para financiar este déficit, Estados Unidos ha favorecido el incremento del uso del dólar por los prestatarios extranjeros, y, en la fluctuación general de las monedas, esta divisa ha conseguido universalizarse como instrumento de medida, de pago y de reservas. Por este motivo, la deuda exterior estadounidense ha aumentado masivamente, hasta volverse superior a sus activos en el extranjero. El propio Estado se ve incapaz de financiar los gastos de educación, de sanidad y mantenimiento del orden social. Puentes, carreteras, escuelas y hospitales sufren a causa de estas debilidades. Para no implantar un nuevo impuesto, sea cual sea, el Estado americano reduce sus gastos de infraestructuras y toma prestado del mercado -es decir, esencialmente, de Japón- para financiar su déficit. El ahorro americano es cada vez más débil, convirtiendo así en algo más precario la financiación de la economía. Los circuitos financieros privados parecen incapaces de reaccionar a esta evolución: canalizan los préstamos hacia las industrias tradicionales más que hacia las de futuro, hacia el extranjero en vez de hacia el interior del país, hacia las grandes empresas en lugar de hacia las pequeñas, hacia la agricultura más que hacia la industria. Descenso del ahorro, pérdida de inclinación por la industria, falta de visión a largo plazo de los deseos de los consumidores en el mercado mundial: nada prepara a América para producir los bienes que necesitará, ni para exportar lo suficiente para pagar su deuda.

Esta evolución tiene su origen en profundas mutaciones culturales: la imagen que la nación americana se hace de sí misma está cada vez más centrada en una valoración nostálgica de su propia gloria. El culto de lo inmediato, el débil interés por la visión a largo plazo en una nación hoy vuelta hacia sí misma, pese a su pasado magníficamente universalista, explican el fenómeno mejor que toda disertación económica.

No se adivina lo que en los próximos diez años podría invertir esta tendencia: nada anuncia en América -a menos que se produzca un arranque psicológico improbable- un nuevo impulso del esfuerzo de investigación industrial, ni un incremento del ahorro, ni la elaboración de productos nuevos, ni una voluntad comercial conquistadora. Incluso en las industrias de armamento, de aeronáutica e informática, donde Estados Unidos figura aún en la cúspide del progreso, las empresas competidoras se multiplican en otros países, permitiendo prever un bajón de Estados Unidos en los pocos mercados que aún domina.

Esta lenta decadencia se dejará sentir cada vez más en el nivel de vida del Estado y en el del consumidor americano. Irá acompañado de un desplazamiento del centro económico estadounidense hacia el sur del país y las regiones ribereñas del Pacífico.

Aquí tenemos un aspecto enteramente capital de la evolución que se está produciendo en Estados Unidos: sus intercambios con Europa no aumentan ya al mismo ritmo que su comercio transpacífico. Éste supera ya en un cincuenta por ciento su comercio transatlántico. Al ritmo tan rápido de su crecimiento actual, lo habrá doblado antes de fin de siglo.

Este comercio transpacífico es un revelador particularmente cruel de la relativa decadencia de Estados Unidos. Pues el movimiento de mercancías tiene lugar esencialmente en un sentido único: el déficit americano con Asia alcanza hoy las dos terceras partes del déficit total de Estados Unidos, e iguala la tercera parte de los intercambios, es decir cien mil millones de dólares, de ellos la mitad sólo con Japón.

Muchos pretenden que este déficit americano se explica por el proteccionismo japonés y por el arcaísmo de las redes de distribución niponas. Esta explicación me parece muy débil. Cierto que la protección japonesa agrava el déficit americano, pero no basta para crearlo: ninguna protección resiste de forma duradera la competitividad de los productos.

De hecho, todo parece señalar que en el espacio del Pacífico, el poder económico -en lo que tiene de esencial, es decir el dominio de las grandes inversiones que estructuran la industria- está hoy domiciliado en Japón.

En veinte años, el vencido de la segunda guerra mundial pasó del nivel de país subdesarrollado al de una gran potencia económica.

También en este caso sus principales signos son industriales. Las empresas japonesas gastan el triple para su modernización que las americanas. Japón garantiza la mitad de la producción mundial de microprocesadores -contra un 38 % los Estados Unidos, inventores de este elemento esencial de la tecnología actual, y un 10 % Europa- en un mercado mundial de 500.000 millones de dólares. Las empresas japonesas definen con mucha anticipación los bienes de consumo que tienen intención de producir, y deducen sus progresos técnicos necesarios. Creadoras de los principales nuevos productos de consumo, son capaces de lanzar investigaciones aparentemente no rentables o de bajar sus precios con el único objetivo de conquistar o conservar partes de mercado. Japón ha sabido imitar, y luego inventar, los objetos, las tecnologías y los estilos necesarios para la industria mundial del mañana: la robotización y la miniaturización fueron concebidas en otros lugares, pero desarrolladas en Japón, del mismo modo que la máquina de vapor fue desarrollada en Inglaterra sin que hubiera sido inventada allí.

La explicación de este ascenso en potencia es principalmente cultural: cada vez que nace un corazón es como reacción cultural a un desafío geográfico. Aquí, la estrechez del territorio habitable ha favorecido la miniaturización de los objetos; el miedo al aislamiento ha impulsado el desarrollo de los medios de comunicación; la falta de energía ha incitado a la búsqueda de sustitutos de naturaleza informática para los desplazamientos; la frecuencia de los temblores de tierra ha conducido a desarrollar objetos ligeros, portátiles, poco costosos, fácilmente reemplazables. Por último, por su larga historia de violencia, la sociedad japonesa ha aprendido a gestionar los cambios de manera particularmente eficaz. La palabra que significa «cambio» en japonés -nemawashi-, quiere decir también «trasplante»; dicho de otro modo, el cambio es allí a la vez lento (porque exige un consenso entre todos los actores afectados) y completo (cuando está dispuesto a realizarse).

Estas realidades culturales impulsan a Japón, más que a cualquier otro país, a apostar por el futuro: más ahorro que inversión, más exportaciones que importaciones, más redes comerciales en el extranjero que equipamientos colectivos.

Japón reúne, pues, las condiciones necesarias para convertirse en corazón: visión a largo plazo de sus intereses, capacidad de trabajo, voluntad de imponer una calidad, dominio de las nuevas tecnologías de comunicación, aptitud para concebir y producir los nuevos objetos de consumo de masas, voluntad de
aprender, dinamismo exterior.

Sin decirlo ni dejar decirlo, Japón se convierte así en el polo dominante del espacio del Pacífico. Toma poco a poco el control de los mercados circundantes y de las redes industriales: las inversiones industriales japonesas en el Asia ribereña del Pacífico aumentan en una tercera parte todos los años; Japón controla hoy más del tercio de las redes comerciales, y casi la mitad de la distribución de los bienes de consumo corrientes.

En estos países de fuerte crecimiento las industrias niponas encuentran mercados considerables que aceleran su propio desarrollo. Pocos países crecen allí menos de un 10 % anual. Cuatro «dragones» (Hong-Kong, Singapur, Taiwan, Corea) se han izado casi al nivel de los países más desarrollados de Europa. Además, el crecimiento de la población —así pues, del número de consumidores— es en ellos particularmente rápido. En total, los países asiáticos ribereños del Pacífico producen ya la sexta parte del PNB mundial. En el año 2000, su PNB será igual al de la Comunidad Europea o al de Estados Unidos. El comercio entre ellos representa ya la décima parte del comercio mundial, es decir tanto como el comercio transpacífico. Su ritmo de crecimiento es tan acelerado que, dentro de diez años, la mitad del comercio mundial se efectuará, en torno del Pacífico. Hoy, seis de los ocho primeros puertos del mundo están situados en la orilla asiática del Pacífico, y más de la mitad de todo el transporte aéreo de carga pasa por el Pacífico (¡se multiplicará por seis antes de finales de siglo!).

Este comercio constituirá un formidable acelerador del crecimiento nipón y del papel de Japón en la economía del espacio que domina. Su eficacia se incrementará por la reducción del principal hándicap que sufre este espacio (y Japón en el interior de este espacio): las distancias.

Desde siempre, la proximidad geográfica ha sido la clave de la toma de conciencia de pertenecer a un mismo mundo, la clave de los hábitos comerciales y de las sinergias industriales. Ahora bien, las distancias entre los países ribereños del Pacífico son aún demasiado grandes para permitir el intercambio de ideas, de trabajo, de mercancías tan rápida y creativamente como en Europa o en Estados Unidos. Para que Japón gane definitivamente la batalla a América, y para que el Pacífico se convierta en un serio rival de Europa, es necesaria todavía una sensible aceleración de las comunicaciones. 

Se ha realizado ya en el transporte de las informaciones: teléfono, telefax, cables y satélites permiten transmitir en todo instante, en todo el planeta y a la velocidad de la luz, planos, diseños, cálculos e imágenes necesarios para la producción industrial y el consumo privado. Los japoneses son los primeros en este sector. No es por casualidad. 

Para transportar mercancías y hombres a través del océano es preciso hacer correr mucho más a los aviones y barcos. En ello se trabaja hoy. Aviones supersónicos alcanzan Mach 3,5 e incluso Mach 5 está ya en estudio. Gracias a ello, cualquier punto del Pacífico quedará a menos de dos horas de Tokio. Existen con este fin proyectos franceses (ATSF), ingleses (Hotol), alemanes (Sangen), americanos y japoneses. La realización de tales proyectos supone progresos tecnológicos importantes en el campo de los materiales, la propulsión, la aerodinámica, las estructuras, los combustibles y los equipamientos, así como la concepción de un motor que asegure el despegue, el paso del transónico, las aceleraciones supersónicas, el regreso a la atmósfera y el aterrizaje. Una realización que está lejos de estar garantizada, ya que sólo es vital para los países ribereños del Pacífico. Los japoneses, los primeros afectados por el tema, trabajan en él activamente; por tanto, es probable que sea en su país donde se produzca primero dicho avión, ciertamente en cooperación con Estados Unidos (Boeing colabora ya con Mitsubishi en el 767 modificado y en el 777). Semejante aparato permitirá a este país vivir en un espacio-tiempo próximo al que une hoy a los países de Europa.

Japón se prepara para ello: está ya previsto construir delante de Tokio una isla artificial capaz de albergar un nuevo aeropuerto que reagrupe los medios de comunicación del futuro y acoja los nuevos aparatos supersónicos.

Progresos de la misma magnitud son necesarios y previsibles en el campo de la navegación marítima. Dentro de quince años, barcos mucho más rápidos y económicos en energía que los actuales pondrán a cualquier puerto de Asia a menos de una jornada por mar de Japón. Reducirán a tres días la duración de la travesía del Pacífico. Para dominar sus técnicas, son necesarios todavía muchos progresos en la dinámica, los materiales, la propulsión. Así como la galera y la urca hicieron, en su época, de Venecia y Amsterdam ciudades-corazón, Japón, para elevarse al rango de polo dominante, deberá devolver la vida a sus astilleros navales, por un tiempo abandonados en beneficio de Corea.

Por último, Japón tiene también interés en que se realicen grandes progresos en los transportes terrestres. Y tales progresos están en marcha: la industria del automóvil japonesa ha adquirido una ventaja considerable en todo el espacio: del Pacífico. Doblará en producción a los propios Estados Unidos antes de 1992. Trabaja ya en revolucionarios motores de hidrógeno. En los próximos quince años, trenes magnéticos de gran velocidad pondrán a cualquier ciudad de Japón a menos de una hora de Tokio, transformando el conjunto de las islas en una metrópoli unificada, corazón gigantesco de las dimensiones del espacio que éste ambiciona controlar.

Japón se sitúa así poco a poco en el centro del comercio de las mercancías, en el interior del espacio del Pacífico. Está también en el centro de las finanzas planetarias: allí es, en efecto, donde se acumulan beneficios y divisas. Los diez mayores bancos mundiales son actualmente japoneses. El sistema de decisión japonés —esta misteriosa coalición de hombres de negocios y altos funcionarios— impone un elevado nivel de los títulos y de la moneda a fin de disponer de una considerable capacidad de compra dirigida principalmente a empresas americanas y europeas. El alza del yen no ha impedido la invasión del mundo por los productos nipones. Ha contribuido a que, en diez años, el valor de los activos bursátiles japoneses haya pasado del 10 al 55 % del valor de las bolsas mundiales, en tanto que, simultáneamente, el de los activos americanos haya disminuido del 40 al 20 % de este mismo valor total. Gracias a sus exportaciones y a sus movimientos de capitales, Japón acumula anualmente cerca de 200.000 millones de dólares de excedente que invierte en empresas de todos los países, pero sobre todo americanas (las dos terceras partes de las compras de obligaciones de los japoneses se efectúan allí). Japón ha comprado ya en América la parte esencial de los bienes inmuebles de oficinas, así como numerosas empresas medianas. El grupo Mitsui, por ejemplo, posee la tercera parte del capital de 75 empresas americanas, con una cifra de negocios total de 17.000 millones de dólares, y espera doblar el número de sus filiales antes de finales de 1990. En 1989, las compañías japonesas han invertido el triple que en el año anterior en sociedades americanas de alta tecnología o de inversiones estratégicas. Hoy en día es ya cierto que Japón controlará el conjunto de movimientos de imágenes a través del Pacífico. Por razón de modestas economías presupuestarias, en este terreno América ha puesto prácticamente fin a sus programas de investigación, y Japón -salvo improbable reacción americana- adquirirá el control de las normas de la televisión de alta definición en todo el espacio del Pacífico. En consecuencia, impondrá sus materiales a los consumidores americanos, a los que venderá todos los televisores, todos los scanners y todo el software de concepción asistida por ordenador. En el momento en que reine la imagen y prevalezca cada vez más, como se verá, sobre los objetos, esta renuncia de América, si se confirma, será crucial en su decadencia.

Estados Unidos se encontrará, así pues, conducido a una situación simbólicamente secundaria. Ya ahora no vende a Japón casi otra cosa que productos agrícolas (la porción de territorio americano consagrada a los productos agrícolas destinados a la exportación a Japón es superior a la superficie total de este país). Se convierten ya en el granero de trigo de Japón, como Polonia lo era de Flandes en el siglo XVII. Ya son los ahorradores japoneses quienes anticipan en parte los salarios de los funcionarios y los militares americanos. Y ya las universidades americanas forman los cuadros de su principal rival.

Estados Unidos no aceptará indefinidamente las humillaciones que esta subordinación implica. Cuando se produzca una toma de conciencia de las consecuencias geoestratégicas y culturales de esta evolución, los americanos se interrogarán sobre su propia identidad y reaccionarán con más o menos fortuna. Algunos sugerirán -lo sugieren ya- discutir la apertura de la economía al mundo. Tampoco está lejos el día en que Estados Unidos se opondrá, invocando razones de Seguridad nacional, al control de sus principales empresas por intereses japoneses. Se plantearán entonces problemas estratégicos de primera magnitud.

Pero es poco probable que Estados Unidos pueda defenderse mucho tiempo contra esta evolución demasiado profunda, demasiado multiforme, demasiado cultural. No tiene ya los medios para financiar por sí solo las inversiones necesarias para la protección del espacio del Pacífico y de las rutas que conducen a sus fuentes de aprovisionamiento. Japón proporciona más de la tercera parte de las tecnologías necesarias para el progreso del armamento americano. Estados Unidos tendrá que esforzarse mucho para encontrar otra vía, para romper las relaciones establecidas, para obstaculizar las alianzas de empresas, incluso para crear en su casa las condiciones de un renacer nacionalista. Y no será el comercio a través del Atlántico lo que compensará estas alarmantes tendencias. Estados Unidos tratará, claro, de deslizarse hacia el espacio europeo. Quizá lo consiga simbólicamente. Pero eso no cambiará los datos fundamentales que alejan a las dos orillas del océano. También en este caso, no se trata de un deseo personal, sino de una constatación. América deberá asumir que no es ya la dueña del mundo en el preciso momento en que el capitalismo muestra su fuerza incluso en la Europa del Este.

Una vez superadas estas crisis -sin duda lo serán-, asistiremos al rápido refuerzo de los vínculos institucionales entre los diversos países que componen este espacio, al mismo tiempo que a su relativo cierre con el resto del mundo. Al final, el espacio del Pacífico se organizará, pero de forma muy diferente a la Comunidad Europea. Los países que lo forman no tienen ni la historia común, ni la proximidad, ni este mutuo conocimiento íntimo de los modelos y los niveles de desarrollo que constituyen la originalidad del Viejo Mundo. Obstáculo más grave todavía: toda institucionalización excesiva conduciría necesariamente a la desaparición de la ambigüedad de las jerarquías de poder entre Estados -Unidos y Japón. Lo que, por el momento -y por mucho tiempo aún, sin duda-, ninguno de los dos países está en condiciones de aceptar. La organización institucional del espacio del Pacifico no podrá ser otra cosa que permanentemente informal, forma vaga de salvar la faz de una gran potencia declinante.

A menos que Japón decida organizar por su cuenta el espacio occidental del Pacífico. Pero esta hipótesis creo que tropezará con recuerdos demasiado recientes y humillantes: ¡con una vez basta! En suma, Japón no podrá contener indefinidamente su aspiración a potencia hasta el punto de impedir que todo el espacio del Pacífico le elija como corazón. Por lo demás, quizá finja sólo jugar con la idea de que no desea serlo -afanándose también para hacérnoslo creer- para poder conseguirlo mejor...

El espacio europeo es un dato mejor reconocido. Recientemente incluso, su futuro parecía bastante
balizado y relativamente previsible. Pero no hace mucho que todo ha cambiado, y hoy está sometido ya a influencias tan diversas que cualquier cosa se ha hecho posible en él: fraccionamientos, crispaciones, marchas atrás, conflictos.

Pero no es seguro que ocurra lo peor: si la Europa del Oeste progresa hacia su unidad, si la del Este consigue su democratización, si las dos partes de Europa saben inventar maneras audaces de unirse, no se excluye que el espacio europeo pueda convertirse en el noveno corazón de la economía mundial. Con un prodigioso incremento de esfuerzo, de creatividad y de trabajo, podrá ganar la batalla al yen, el nivel de vida de los países europeos superar el más elevado de Asia, y los valores del Viejo Mundo —libertad y democracia— acabar por extenderse a todo el planeta.

Esta visión les parecerá a algunos excesivamente optimista: la integración política del Oeste sigue siendo frágil; los brotes nacionalistas, amenazadores; la democratización en el Este sigue sometida a muchos azares; las dos partes de Europa tienen entre sí muy pocas relaciones económicas. Con todo, si el espacio europeo sabe organizarse en el Oeste, cambiar en el Este y arreglar una asociación entre Este y Oeste, todo es posible. De la coherencia y simultaneidad de estas tres evoluciones depende en este caso el futuro.

La organización de Europa occidental va por buen camino. Los doce países comprometidos en la construcción de la Comunidad Europea acabarán en tiempo útil de construir el Mercado Único y de sacar sus consecuencias para su cooperación en materia de fiscalidad, educación, investigación científica, derecho social, concentración de empresas y defensa del medio ambiente. A continuación, los Doce irán necesariamente más lejos, hacia la unidad política. Han decidido emprender la creación de una moneda común y de un banco central, así como la democratización de las instituciones comunitarias. Algunos de los Doce reflexionarán más tarde sobre la convergencia de sus estrategias de defensa. Cualesquiera sean los azares, este proceso me parece casi irreversible, a menos que lo que pase en el Este venga a ponerlo en tela de juicio.

¿Por qué este deshielo que nadie había previsto tan rápidamente? Porque, para la Unión Soviética, es la única manera de seguir siendo una gran potencia en el año 2000. Porque no hay riqueza sin creatividad, ni creatividad sin democracia. Porque el orden mercantil lo invade todo. Y porque no se puede ser potente en él si no se obedecen sus reglas. No suscribiéndolas, los países del Este de Europa -y en primer lugar la Unión Soviética- se condenaban a dejar de poseer, en plazo muy corto, los medios de la fuerza, a declinar, a desaparecer. Y esto, toda una élite, primero en el exterior y luego en el seno de los partidos dominantes, lo ha comprendido. La elección estaba entre morir como nación, o cambiar de orden. Era ya una cuestión no de razón, sino de coraje. El espectáculo de la abundancia que reina en el Oeste no ha hecho más que reforzar esta evidencia y la determinación, de los que se han abalanzado a ella.

Para acercarse más aún al espacio europeo, los países de la Europa del Este evolucionarán sucesivamente en tres direcciones, siendo cada una de ellas la consecuencia necesaria de la anterior.

Asistiremos en primer lugar a la aparición de sociedades civiles, a la promoción del reinado del derecho y a la puesta en marcha de instituciones democráticas. La puesta en tela de juicio de la ideología dominante no tardará mucho en provocar por todas partes el fin del Estado-Partido y la generalización de elecciones democráticas. Los partidos comunistas se convertirán en socialdemócratas. Ninguno de los países de la Europa del Este querrá ir a la zaga. Esto no se hará, con todo, sin crispaciones, principalmente en la URSS, donde todo descansa aún, hasta el ejército, en el partido dirigente, filtro de las élites. Es la primera revolución no sangrienta de la historia; quizá no siga siéndolo. Pero los movimientos bruscos, por espectaculares y trágicos que sean, no cambiarán el sentido de las transformaciones en marcha.

Las consecuencias económicas de tales transformaciones no se harán esperar: como no hay libertad sin reversibilidad, es decir sin derecho de cambiar de opinión, no hay democracia sin mercado.

Estos países se inscribirán, por lo tanto, a continuación e íntegramente en el orden mercantil; se convertirán en economías de mercado. También en este caso, el cambio no se efectuará sin tropiezos. Se trata, en efecto, de pasar de una economía donde la escasez es administrada por la cola de espera, y la violencia contenida por la fuerza, a una economía donde la escasez es administrada por los precios y la violencia contenida por el dinero. Todo ello pasará por la resolución de problemas similares a los de América Latina: la insuficiencia de las redes de distribución, la dominación de las redes paralelas, la inflación, el paro y el endeudamiento no encuentran en ninguna parte soluciones milagrosas. Estos países deberán, pues, afrontar la realidad de su nivel de desarrollo, restituir a los precios su función distributiva, poner en marcha un marco jurídico que dé a las empresas un verdadero poder de decisión. Lo cual exigirá una nivelación de los valores y provocará la aparición de desigualdades considerables. De ahí los riesgos de crisis, incluso de retrocesos, como lo ha demostrado, en un contexto totalmente distinto, el ejemplo chino. Suponiendo incluso que sean aplicadas con valor, espíritu de justicia y habilidad política, hará falta mucho tiempo para que estas reformas produzcan sus efectos, si es que llegan a producirlos. No veremos de un día para otro surgir empresarios que creen empleos, ni regresar capitales a los circuitos oficiales. Para triunfar, las reformas políticas deberán proceder a las reformas económicas: sólo la descentralización política debilitará suficientemente las instancias de planificación y devolverá el poder de decisión a autoridades locales suficientemente democratizadas para canalizar de forma eficaz los descontentos. La progresiva competencia de las empresas, la liberalización de las importaciones, la subasta de las divisas, la creación de una moneda convertible, la organización de un mercado de cambios, la liberalización de precios de los bienes importados, y luego de los bienes de consumo, llegarán a ser entonces —y sólo entonces— posibles y eficaces.

En cada país asistiremos finalmente, siguiendo: la huella de las dos evoluciones precedentes, al resurgir de un conjunto de valores morales y nacionales. Éstos tomarán la forma de una restauración religiosa y cultural, de un retorno a los valores del trabajo, del éxito individual y de la palabra dada. Estos países reinventarán entonces su pasado, y redescubrirán las tragedias, matanzas y horrores perpetrados en ellos durante este siglo; levantarán la tapa de hielo colocada sobre los odios, las mentiras y los compromisos. Será preciso revisarlo todo, renegociarlo todo, asumirlo todo. Estos descubrimientos de los pueblos y de su historia fundarán nuevas identidades nacionales, religiosas, lingüísticas y culturales, que no se amoldarán forzosamente a las fronteras actuales. Nacerán otras solidaridades. Así, los límites del Imperio austrohúngaro, los de los Estados bálticos, de la Hansa, del Imperio prusiano o del Imperio otomano incitarán a soñar con nuevas asociaciones, incluso con nuevas hegemonías y con muchas peligrosas nostalgias.

Finalmente la Europa del Este y la del Oeste se acercarán. Los últimos quince países de Europa que aún no pertenecen a la Comunidad Europea se asociarán de múltiples maneras a ella. La Europa continental inventará su unidad. Asociación tanto económica como política, desde luego difícil de organizar: no se administra un continente por el dinero como se lo ha administrado por la fuerza.

Los países del Norte de Europa, al igual que Suiza y Austria, se unirán uno tras otro a la construcción futura y se incorporarán al menos al Gran Mercado, cuando no al edificio monetario, político e incluso, algún día, militar de la Comunidad Europea.

Para los países de la Europa del Este, esta asociación será mucho más ardua de concebir y de lograr. En cierta manera, la línea Oder-Neisse es una frontera Norte-Sur tanto como Este-Oeste. Aquí, la asociación pasa ante todo por una ayuda del Oeste al Este, a fin de reducir los desequilibrios y preparar las convergencias. En un primer tiempo, esta asistencia deberá ser similar a la que el Norte aporta al Sur, al objeto de permitir que estos países introduzcan algunos de sus productos en los circuitos oficiales, que creen de nuevo un círculo «virtuoso» y aseguren el financiamiento de sus importaciones. Se impondrá también un escalonamiento de sus deudas, cuyos intereses gravan excesivamente su desarrollo. El tratamiento de estas deudas deberá ser equivalente al de las deudas de los países de la periferia, mencionados más adelante. Una vez iniciada esta nivelación, las instituciones a escala continental permitirán, sin poner en tela de juicio las instituciones que existen en cada una de sus dos partes, unirlas con vistas a la construcción de grandes redes de comunicación, de una protección común del medio ambiente, de la financiación de vastos proyectos industriales, de la creación de empresas conjuntas. Al mismo tiempo, el Oeste podrá ayudar al Este a formar sus cuadros, reorganizar su fiscalidad, reformar la sociedad civil (código electoral, libertades públicas, código penal) y sus administraciones (estatuto de funcionarios, organización de los mercados públicos, gestión de los bancos centrales).

La primera institución paneuropea será el «Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo», donde, en calidad de socios igualitarios,; todos los países del continente se encontrarán para estudiar y financiar grandes proyectos de;desarrollo con capitales tomados en préstamo en Jos mercados. Dicha institución será el foro de-aprendizaje de la transición de la economía centralizada a la economía de mercado. Podrá desempeñar, en la construcción de la «casa común» el papel que la CECA desempeñó no hace mucho en los inicios de la construcción de la Comunidad Europea. Financiará las grandes redes de comunicación que reducirán las distanciáis entre las dos partes de Europa por lo que se refiere a los hombres, las mercancías y las ideas. De tales redes dependerá la irreversibilidad de su acercamiento. De estas empresas comunes derivará una progresiva homogeneización económica y cultural del espacio europeo. Si estas etapas son otros tantos éxitos, la unificación del espacio europeo se producirá de forma natural. Todos estos países serán miembros de instituciones continentales. Unos -algún día, una veintena- pertenecerán a la Comunidad Europea; otros al Comecon; algunos a la OTAN, otros al Pacto de Varsovia. Europa habrá abierto la vía a la conquista de su identidad, escapando a las antiguas divisiones.

Pero esta edificación sólo podrá triunfar si se realiza de manera prudente y razonable, si no trata de hacerse por encima o por debajo, dicho de otro modo, en detrimento de la construcción de la unión europea:

Ni por encima, porque no es preciso que las instituciones continentales debiliten las instituciones de los Doce.

Ni por debajo, porque no hace falta que unas aproximaciones parciales rompan la construcción de los Doce.

En resumen, no es necesario que el acercamiento de las dos Alemanias, económicamente natural y políticamente probable, se haga contra la unión europea. Pero cuando la unión europea se haya iniciado, cuando las instituciones continentales estén en marcha, las dos Alemanias crearán entre sí una comunidad
que reforzará el vínculo entre las dos partes del continente. De la seriedad que se demuestre en la dirección de esta cuestión, y en particular del respeto por los acuerdos internacionales y las fronteras, dependerá la estabilidad del espacio europeo. Del equilibrio de esta evolución dependerán las posibilidades de Europa de convertirse en corazón de la economía mundial.

De nada serviría ir demasiado de prisa. La precipitación provocaría el retorno a los nacionalismos y a las catástrofes; las integraciones más logradas son las que se preparan con más antelación.

La competición decidirá entonces sobre dónde debe estar situado el corazón en el interior de este espacio. Hoy en día, el corredor que ya de Londres a Milán pasando por Bruselas y Frankfurt es el más probable. La fuerza de Alemania y de su moneda parecerá por un momento insuperable. Lo que ocurra en la Europa del Este tenderá también a reforzarla en detrimento de Francia y de la Europa del Sur. Pero esta zona tiene algunos hándicaps: no controla las tecnologías del futuro; sobre todo, envejecerá (en el año 2030, habrá más franceses que alemanes del Oeste), y la Europa del Sur y del Oeste está bien situada para beneficiarse del formidable crecimiento de los mercados en el Este. A ella corresponde saber aprovecharlos.

El corazón europeo estará, pues, situado allí donde una nación sepa desarrollar mejor las redes industriales y comerciales, así como los sistemas de comunicación transeuropeos (en el año 2010, el tren unirá París con Moscú en cinco horas); allí donde la creación, la formación y la investigación estén más valoradas; allí donde la cohesión social permita manejar mejor los trastornos. Es vital prepararse para ello.

Cada uno de los dos espacios dominantes administrará su periferia, compuesta de un conjunto de naciones en vías de desarrollo, en tanto se beneficia de ello.

La periferia del espacio del Pacífico es infinitamente más prometedora que la del espacio europeo. Encontramos allí a Birmania, Tailandia, Malasia, Indonesia, Filipinas, sin olvidar a todas las naciones de América Latina. Los países de Asia -casi todos futuros «dragones»- crecen ya rápidamente: cinco veces más de prisa que los de África. Su enorme crecimiento demográfico -hay ya más jóvenes en Indonesia que en toda la Comunidad Europea- es también una baza ganadora. En el caso de América Latina, lo más difícil será reducir su endeudamiento. Un Fondo Multilateral alimentado por «Derechos de Emisión Especiales» -moneda olvidada del Fondo Monetario Internacional- permitiría disponer de los recursos necesarios para escalonar el pago de sus deudas (al igual que las de los países del Este europeo). A continuación, habría que restaurar un clima económico y político favorable al desarrollo.

El espacio europeo tendrá como periferia a África, continente cuyo crecimiento es particularmente débil, el último lugar del planeta donde subsiste el hambre. Desde 1970, la participación de África en los mercados mundiales ha bajado a la mitad; su deuda se ha multiplicado por veinte, e iguala ahora a su PNB; la renta per cápita del África subsahariana ha bajado en una cuarta parte desde 1987. África jamás ha crecido al mismo ritmo que su población. Igualmente la demografía es allí un hándicap. La población del continente —450 millones de habitantes— se ha doblado desde 1960, y volverá a doblarse en los próximos veinte años (habrá entonces más habitantes en Nigeria que en la URSS). La disminución de las exportaciones y las inversiones, la degradación de los equipamientos colectivos, todo permite pensar que la situación del continente empeorará... salvo si Europa aumenta masivamente su ayuda hasta restaurar las infraestructuras y modelar un medio favorable a la creación de empresas. Su futuro más plausible es, por tanto, trágico; es la única región totalmente excluida de la abundancia, inmenso desafío para la humanidad.

Dos países siguen siendo esencialmente exteriores a toda influencia capital de los dos espacios dominantes: India y China. La india experimentará un crecimiento muy rápido. Varios centenares de millones de indios serán consumidores solventes. No se excluye que este país pueda así unirse al pelotón de los «dragones». Será esencial para Europa asociarse a ella y no abandonarla a Japón.

Por haber elegido anteponer las reformas económicas a las reformas políticas -queda excluida la posibilidad de llevar a buen término unas sin haber concluido las otras-, China conocerá un desarrollo más lento. Cabe esperar incluso en ella un largo período de crisis y recesión. Cuando el orden lógico de las reformas sea restablecido, todo volverá a ser posible.

El principal problema que opondrá los dos espacios dominantes a sus periferias será el de la migración de sus poblaciones. Inmenso envite el del regreso de los nómadas. Ya volveré a ello.

Una visión enteramente distinta del mundo se organiza: dos superpotencias militares en decadencia, dos potencias económicas nuevas cambian completamente los problemas estratégicos. En lugar de dos bloques ideológicamente antagónicos; el mundo estará pronto dispuesto en torno de dos espacios animados por los mismos deseos, ideológicamente próximos aunque económicamente rivales, y, por consiguiente, en el sentido de la teoría de la violencia esbozada anteriormente, infinitamente más peligrosos uno para otro y para el resto del mundo.

Por cierto, las dos alianzas que disponen hoy del poder de destruir el planeta no se disolverán de la noche a la mañana. Ciertamente, la amenaza de la fuerza seguirá siendo un elemento decisivo de las relaciones internacionales. Pero, de forma progresiva, la oposición entre los dos imperios dará paso a la rivalidad entre dos espacios. Ésta se ventilará en la competencia que les enfrentará en los terceros mercados, en la agricultura, en la conquista de patentes y en la producción de bienes industriales.

En un primer tiempo, las dos potencias nucleares, eslabones económicamente débiles de los dos espacios dominantes, reducirán sus gastos militares para reducir sus déficit presupuestarios. A continuación, irán reduciendo poco a poco la presencia de sus tropas en los territorios de sus aliados. Este desarme, incluso parcial, facilitará a Estados Unidos los medios para una formidable reactivación económica; y es asimismo la condición del éxito económico de la perestroika, que no triunfará si no llega hasta el final de su lógica. Cada uno, en Europa y en Asia, recuperará entonces más autonomía en su defensa. La estabilidad de las alianzas es por el momento lo más verosímil y lo más deseable. Pero, pase lo que pase, en adelante se tratará sobre todo, por lo que atañe a los países de los espacios dominantes, de defender márgenes, de administrar y vigilar intereses económicos; cabe, por tanto, esperar una reducción masiva de las armas fijas en beneficio de las armas móviles. Volveremos entonces a la disuasión global: el arma nuclear mantendrá su credibilidad mediante el juego de las armas submarinas reducidas hasta un mínimo de credibilidad o umbral de suficiencia. Las armas nucleares de corto alcance no tendrán ya justificación, salvo en caso de inconfesables ambiciones regionales. Las negociaciones sobre la reducción de armas convencionales se acelerarán. Y provocarán una partida masiva de las tropas extranjeras estacionadas aún en los países europeos.

Finalmente, serán posibles conflictos entre los diversos países de los dos espacios: disputas territoriales; tensiones económicas, quizá incluso conflictos militares. Nadie debe olvidar que, en este siglo, la Europa de las naciones ha sido en dos ocasiones la causa y el teatro principal de una guerra mundial. Y que las fronteras nacidas de la segunda no se corresponden siempre con una realidad cultural y lingüística. Nadie debe tampoco olvidar que, cierto día, los japoneses podrían decidirse a pedir cuentas a los americanos por Hiroshima. Cierto que jamás una democracia ha hecho hasta ahora la guerra  a otra democracia, y en ello reside la principal esperanza del futuro. Pero también ahí reside su principal riesgo: algunas naciones pueden dejar de ser democracias para hacerse la guerra.

A mucho más largo plazo, la geoestrategia deberá ser también pensada a la luz de conflictos potenciales entre los dos espacios dominantes y una periferia explotada, espectadora de las riquezas del Norte. Con este motivo, se iniciarán luchas por las inmensas tierras de Asia. India y China no aceptarán indefinidamente sufrir la influencia de los dos espacios dominantes. La proliferación de las tecnologías militares, la diversificación de los armamentos, la fabricación de armas químicas y misiles balísticos que pueden transportar cargas convencionales o químicas, hacen posible tales conflictos a iniciativa de los Estados o de bandas privadas, armadas por países industrializados o productores locales. Evidentemente, no hemos llegado a este punto, y no llegaremos por mucho tiempo. Pero es responsabilidad nuestra velar para que se consigan las condiciones que impidan que tales desvíos se produzcan.

En resumen, no nos dirigimos hacia un mundo liberado del riesgo de la guerra. Por el contrario: la rivalidad económica, las diferencias crecientes en el desarrollo, la ruptura de los bloques, los antagonismos regionales son portadores de numerosos riesgos. Y nuevos objetos, medios de comunicarse, se convertirán también en medios de guerra.

Extraño futuro el de unos espacios de abundancia basculando en la inestabilidad de los nómadas...



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