miércoles, 26 de enero de 2022

EL VERDADERO ORIGEN DEL MATRIMONIO

Se unirá el hombre a su esposa y serán dos en una carne. Y así no son dos, sino una carne. Por consiguiente, lo que Dios unió, el hombre no lo separe.

Autor: Papa León XIII


“Para todos consta, venerables hermanos, cuál es el verdadero origen del matrimonio. Pues, a pesar de que los detractores de la fe cristiana traten de desconocer la doctrina constante de la Iglesia acerca de este punto y se esfuerzan ya desde hace tiempo por borrar la memoria de todos los siglos, no han logrado, sin embargo, ni extinguir ni siquiera debilitar la fuerza y la luz de la verdad. 

Recordamos cosas conocidas de todos y de que nadie duda: después que en el sexto día de la creación formó Dios al hombre del limo de la tierra e infundió en su rostro el aliento de vida, quiso darle una compañera, sacada admirablemente del costado de él mismo mientras dormía. Con lo cual quiso el providentísimo Dios que aquella pareja de cónyuges fuera el natural principio de todos los hombres, o sea, de donde se propagara el género humano y mediante ininterrumpidas procreaciones se conservara por todos los tiempos. 

Y aquella unión del hombre y de la mujer, para responder de la mejor manera a los sapientísimos designios de Dios, manifestó desde ese mismo momento dos principalísimas propiedades, nobilísimas sobre todo y como impresas y grabadas ante sí: la unidad y la perpetuidad. 

Y esto lo vemos declarado y abiertamente confirmado en el Evangelio por la autoridad divina de Jesucristo, que atestiguó a los judíos y a los apóstoles que el matrimonio, por su misma institución, sólo puede verificarse entre dos, esto es, entre un hombre y una mujer; que de estos dos viene a resultar como una sola carne, y que el vínculo nupcial está tan íntima y tan fuertemente atado por la voluntad de Dios, que por nadie de los hombres puede ser desatado o roto. Se unirá (el hombre) a su esposa y serán dos en una carne. Y así no son dos, sino una carne. Por consiguiente, lo que Dios unió, el hombre no lo separe”.


Texto tomado de la encíclica Arcanum (1880)



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