viernes, 28 de enero de 2022

BREVE HISTORIA DEL FUTURO (CAPITULO 4)

Finalizamos con la publicación del ultimo capítulo del libro de Jacques Attali, escrito antes de la caída del muro de Berlín, sobre el futuro económico, social y tecnológico de los próximos años.


CAPITULO 4: AÑOS DOS MIL

El porvenir del mundo, ¿puede ser diferente de aquel que le preparan las mercancías? ¿Tiene aún la política los medios para influir en los años dos mil? ¿Es lícito todavía distinguir entre una «izquierda» y una «derecha»?

A priori, las respuestas a estas cuestiones son todas negativas. Jamás el mundo ha estado más dominado por la ley del dinero. Jamás el capitalismo ha sido más triunfante, más seguro de sí mismo, menos soslayable. Jamás resultó más difícil de definir, en cualquier país, un proyecto político que no sea el de su simple adaptación a las exigencias del orden mercantil.

Con todo, si se mira con más detalle, jamás los hombres han tenido tantas razones para desear pesar en la evolución del mundo. Jamás tantas decisiones urgentes han tenido que ser tomadas por una sola generación para que el mundo materializara sus formidables potencialidades sin dejar de ser habitable.

He dicho «el mundo», porque el problema capital, mañana, será aprender a manejar la mundialidad de los problemas. Lo cual exigirá una nueva cultura, una nueva visión política, nuevas instituciones.

La gente se asombrará o se formalizarán predicciones perentorias: en nuestros días, como ayer, muchas cosas siguen estando, obviamente, fuera del alcance de toda previsión. Muchos acontecimientos improbables, muchos hombres o ideas surgirán donde menos se los esperaba: Mahoma o Lutero en el pasado, Gorbachov hoy, han modificado la historia en un sentido y con una rapidez que ninguna lógica hubiera permitido augurar. El mundo cambiará más en los próximos diez años que en ningún otro período deja historia.

Sin embargo, tanto en sus líneas de fuerza como en los escollos con que estará sembrado, el futuro, en mi opinión, sigue siendo en gran parte previsible. Y este futuro no puede ser abarcado y comprendido más que en sus dimensiones mundiales.

Desde ahora hasta el año dos mil, el orden mercantil se tornará universal; el dinero determinará en él sus leyes. De Santiago a Pekín, de Lagos a Moscú, mercado y beneficios fijarán las reglas. Se instalará una economía de paz. Pero no una economía de paz garantizada.

Competidores inestables pero cada vez más homogéneos, dos espacios económicos lo dominarán, uno organizado en torno del Pacífico, el otro en Europa. Rivalizarán en la conquista de las mentes, de las técnicas y los mercados. En cada uno de ellos, el poderío militar cederá ante el poderío económico. La democracia estará casi generalizada.

Surgirán en ellos muchas crispaciones que pondrán en tela de juicio quizá, por un tiempo, esta evolución. En el espacio del Pacifico, Estados Unidos no dejará de reaccionar al poderío japonés cuando su dependencia se haga demasiado visible, cuando las sacudidas bursátiles se revelen incontrolables y -como es probable- cuando una nueva alza de los precios del petróleo le golpee. Se volverá a encerrar primero en sí mismo, lanzará grandes programas de recuperación, desarrollará de nuevo una política industrial que aumente la intervención del Estado en la economía, en particular en los servicios financieros; sin duda se volverá hacia Europa para buscar en ella apoyos y salidas. Nada de esto bastará, a menos que Estados Unidos acepte una baja duradera de su nivel de vida, lo que sería políticamente muy costoso para quienes tuvieran el valor de decidirla. En último término, Estados Unidos aceptará, pues, integrarse en el espacio del Pacífico. La evolución de Europa habrá entonces permitido un relativo alivio de sus gastos militares, que les ayudará a recuperar progresivamente cierto equilibrio económico, político y financiero. Para decir las cosas de otro modo, la economía de paz hará tolerable la decadencia de Estados Unidos a los americanos.

En el espacio europeo, la integración armoniosa del continente tampoco está asegurada. Ni en el Oeste ni en el Este, ni entre el Este y el Oeste. En el Oeste surgirán muchos obstáculos antes de que la unión europea llegue a ser una entidad política. Pero ésta se realizará, ya que, si los progresos en este sentido no se realizan sin pausa, todas las adquisiciones serán puestas en tela de juicio. Por ejemplo, si la unificación monetaria no conduce rápidamente a la creación de un Banco Central y de una moneda común, la libre circulación de capitales, hombres y mercancías se tornará inaceptable. Igualmente, si la concertación entre los sistemas de defensa no se afirma, la propia armonización económica perderá su interés para muchos países. Por último, si las instituciones europeas no se democratizan, el conjunto de las decisiones comunitarias se tornará insoportable para todos. Los Doce tienen demasiado que perder si retroceden: están obligados a avanzar.

En el Este, en medio de la borrachera de libertad conquistada, las nuevas democracias, de tan rápido invento, seguirán siendo frágiles. Pero ¿ha habido alguna revolución sin dificultades? ¿Cabe imaginar que los rencores acumulados no provocarán ajustes de cuentas? Por algún tiempo, en todo caso, la situación económica de estos países no podrá más que agravarse, decepcionando a las opiniones públicas. Éstas pondrán en entredicho los poderes y las entidades nacionales. La aparición de regímenes autoritarios no puede excluirse.

Tanto en el Este como en el Oeste, algunos se sentirán tentados de compensar estas crispaciones mediante acercamientos bilaterales entre países de las dos partes de Europa. No creo que tales esquemas resulten duraderos: la historia trágica del siglo XX enseña que la política de las nacionalidades sólo puede perjudicar a la paz; cuando algunos se afirman dominantes, no tardan nada en verse frente a la coalición de todos los demás. La integración del espacio europeo es, pues, la condición necesaria para la estabilidad y la paz en Europa. Pese a las crispaciones, creo, pues, que la unión europea progresará, que los países del Este seguirán evolucionando hacia la democracia, que algunos de ellos se asociarán a la unión europea, y que Europa conseguirá edificar sus instituciones propias, de las que el «Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo» será pronto una prefiguración. Si no fuera éste el caso, veríamos ponerse nuevamente en marcha los engranajes que han conducido ya por dos veces al expansionismo y a la guerra.

Es probable que la razón gane la batalla, que no cometamos por tercera vez el mismo error en un siglo. ¿Optimismo excesivo? A veces lo temo. Sea lo que sea, los dados ruedan, nada ni nadie puede hacer que no hayan sido lanzados.

Si todo se arregla armoniosamente en los dos espacios dominantes, años de expansión económica aguardarán a aquellos que sepan abrirse su camino. Los objetos nómadas trastornarán las relaciones de los hombres con la salud, la educación, la cultura, la comunicación; transformarán la organización del trabajo, de los transportes, del ocio, de la ciudad, de la familia. Se convertirán en medios de creación y de crítica, de subversión y de invención, de democracia y de revolución.

Crear: palabra clave de este nuevo período. Como siempre en una forma de expansión, los creadores desempeñarán un papel esencial. Serán hombres de poder y de riqueza en la industria, el cine, la moda, la arquitectura, la música o la cocina. La expansión de los museos, de las salas de espectáculo, el desarrollo del mecenazgo de arte, del diseño, de las sociedades de innovación, comienzan a mostrarlo.

La creación aparecerá incluso pronto como una actividad socialmente necesaria, un trabajo útil, y ya no un placer del ocio. Esta necesidad de formar, de inventar, de crear, desplazará la frontera entre consumo y producción. La creación no será ya una forma de consumo, sino, convertida en trabajo, exigirá unos ingresos. El niño que se forma, el adulto que vigila su salud, el creador que materializa sus sueños, serán considerados como trabajadores que merecen salarios. El problema del paro podrá entonces ser regulado. Será incluso la única manera de resolverlo en el seno de los espacios dominantes. No sólo dando trabajo en la industria, sino denominando trabajo —mereciendo, pues, salario— a actividades hoy calificadas de otro modo.

A los ojos de miles de millones de hombres en África, en América Latina, en la India y en China, nada habrá cambiado en su miseria. Los precios de las materias primas seguirán hundiéndose. Los mercados de los espacios dominantes continuarán cerrados a sus productos. En medio de una gran desesperación y rabia, asistirán al espectáculo de la riqueza de los otros. Muchos tratarán de romper estos lazos de miseria para ir a vivir y a trabajar en los espacios dominantes. Éstos se parapetarán: cotos cerrados, asediados, ciegos a la suerte del resto del mundo.

El muro de Berlín será sustituido por un muro entre el Norte y el Sur. Incluso entre las capitales del Sur y el resto de territorios. Las minorías continuarán circulando: el Norte tiene necesidad de los creadores del Sur para alimentar sus propios objetos nómadas de músicas, imágenes, culturas o cocinas lejanas.

Al ritmo en que van las cosas, nada de todo esto parece hoy soslayable. Cuando cada uno haya comprendido que los principales envites de los años dos mil son planetarios, que el problema de la inmigración se confunde con el del desarrollo, que el de la droga y el desarme tampoco tienen más soluciones que a escala mundial, que la producción no puede crecer en su forma actual sin amenazar la supervivencia de la especie humana, que la Tierra es un objeto vivo recorrido por nómadas cada vez más numerosos, cada vez más ávidos de objetos y cada vez más productores de residuos; cuando cada uno lo haya comprendido, es muy posible que sea demasiado tarde: el hombre, parásito marginal, habrá transformado la Tierra en artefacto muerto; la presión de lo efímero, el gusto por lo inmediato y el sueño de placer habrán matado la vida.

Algunos datos en cifras bastan para demostrarlo. En el año 2025 —es decir, mañana— ocho mil millones de hombres poblarán la Tierra. Más de las dos terceras partes de los niños nacidos hasta esa fecha habrán visto la luz en los veinte países más pobres del mundo. En treinta años habrá 360 millones de habitantes adicionales en China, 600 millones en la India, 100 millones en Nigeria, en Bangladesh o en Paquistán. Esta evolución, que, bien llevada, podrá ser factor de riqueza, será totalmente incompatible con el nivel de desarrollo previsible en estos países. Y no dejará de agravarse. Por no tomar más que un ejemplo, la población de Nigeria, que se dobla cada veinte años, dentro de 140 años ¡será igual a toda la del planeta hoy! ¿Quién puede pensar que se podrá entonces, salvo que se cambie el orden de las cosas, alojar a la humanidad o darle trabajo? Desde ahora hasta el 2025, el número de habitantes del mundo en edad de trabajar se habrá triplicado. Más de la mitad de la población mundial será urbana, contra una tercera parte hoy. Ciudad de México contará con treinta millones de habitantes antes de finales de siglo. Cien millones de niños menores de cinco años habrán muerto de hambre o de enfermedad: cien millones de indignantes tragedias. Frente a tales cifras y gravísimos trastornos, ¿quién puede pensar que la economía podrá paliar la situación?.

¿Se imaginan ustedes cómo aumentará la degradación del medio ambiente ante semejante explosión demográfica? Una población creciente exige una producción que crezca rápidamente, y, por lo tanto, en el estado actual de las tecnologías, cada vez más contaminante. Desde comienzos del siglo XVIII, mientras la población mundial se multiplicaba por ocho, la producción lo hacía cien veces más. En el lapso de
cuarenta años, la producción industrial se ha multiplicado por siete, y el consumo de recursos minerales, por tres.

Salvo que revise profundamente sus modos de vida y produzca sus riquezas de otro modo, la humanidad destruirá cada vez más de prisa unos recursos que han requerido milenios para constituirse. La producción industrial provocará además la aparición de subproductos sólidos y gaseosos extremadamente nocivos.

Los residuos sólidos aumentarán: pronto, la Tierra producirá anualmente bastantes residuos para sepultar a cualquier metrópoli, por grande que sea, bajo cien metros de basura. ¿Cómo reducirlos? ¿O cómo almacenarlos? Nadie tiene respuesta a la medida del problema que se anuncia.

El agua empieza a escasear. En la periferia, un quinto de los ciudadanos y las tres cuartas partes de los campesinos no tienen hoy recursos suficientes. En consecuencia, de cinco a siete millones de hectáreas de tierras cultivadas se pierden cada año.

El consumo de petróleo y carbón se doblará desde ahora hasta el año 2000, en tanto las tecnologías actuales permiten utilizar menos de un diez por ciento de los recursos existentes. Los efectos sobre los precios son previsibles e inevitables.

Otra amenaza, las emisiones gaseosas particularmente nocivas: anhídrido carbónico, metano, clorofluorocarbonos, dióxidos de azufre y de nitrógeno, por citar sólo las más peligrosas. En un siglo, el contenido de metano en la atmósfera se ha doblado; el contenido en gas carbónico ha aumentado en una cuarta parte. Pese a las normas impuestas recientemente en los países más desarrollados, las emisiones de anhídrido carbónico por persona se doblarán en el mundo desde ahora hasta el 2030. Ahora bien, esos gases tienen efectos desastrosos sobre el equilibrio del planeta: los clorofluorocarbonos reducen la capa de ozono que rodea la atmósfera, provocando un aumento de los cánceres de la piel. El anhídrido carbónico provoca el aumento de la temperatura de la atmósfera y la enriquece en vapor de agua: en el lapso de un siglo, la temperatura media de la superficie del globo ha subido medio grado; el decenio de los ochenta habrá sido el más cálido del siglo. En consecuencia, los hielos polares comienzan a fundirse y el nivel de los océanos sube unos dos milímetros por año; algunas simulaciones prevén que la Tierra se calentará más de dos grados antes del año 2050 y que, desde ahora hasta finales del siglo próximo, el nivel de los mares se elevará al menos medio metro, si no llega a los dos metros. Sabiendo que siete de las diez ciudades más grandes del mundo son puertos de mar, que una tercera parte de la población vive a un nivel próximo al del mar, cabe imaginar las consecuencias de semejante fenómeno en la vida de los hombres.

Estas emisiones de gas tóxicas, en particular de los óxidos de azufre y de amoníaco, acelerarán también la desaparición de los bosques -sobre todo de los bosques tropicales, particularmente frágiles-, por los demás devorados por las necesidades de papel de la industria y las de la agricultura. Desde el siglo XVIII, el equivalente de la superficie de Europa ha sido roturado; en el lapso de diez años, la mitad de las reservas forestales de Alemania Occidental ha desaparecido; en 1989, doce millones de hectáreas han sido borradas del mapa (es decir, más de la superficie de Suiza y los Países Bajos unidas). Al ritmo actual, serán 225 millones de hectáreas las que habrán desaparecido en el año 2000.

Esta deforestación provocará la ruina del medio ambiente ecológico necesario para la supervivencia de numerosísimas especies vegetales y animales. Aproximadamente cinco mil especies vivientes desaparecen cada año, es decir la milésima parte de las especies existentes. La diversidad, esencial para la evolución de la vida y la adaptabilidad del hombre, disminuye de manera irreversible.

Muchos otros elementos de esta diversidad, más difíciles de medir, desaparecen día tras día: las lenguas, los paisajes, las culturas, los objetos, las cocinas, todos esos espejos de las diferencias, tienden a perder su ambigüedad y a uniformizarse en un sincretismo borroso cuyo origen e identidad nadie puede desvelar. Esta pérdida de diferencia, generadora de rivalidad y de violencia, agravará el racismo y la xenofobia.

En un mundo trastornado por el nomadismo reaparecerá entonces la necesidad de la víctima propiciatoria. Cuarenta y cinco años después del final de la guerra, las gradas del olvido desaparecerán, y el antisemitismo y el racismo serán posibles otra vez.

¿Pesadilla superable? Sí, si se sabe atacar simultáneamente todos esos problemas.

En los espacios dominantes, estas angustiosas curvas se modificarán sin duda. Los países controlarán su demografía, producirán de manera diferente los bienes que utilizan energía, desarrollarán más los bienes nómadas que utilizan información (menos contaminantes). Se dictarán normas para hacer menos destructoras todas las producciones y consumos. Actualmente hay algunos acuerdos internacionales que modifican ciertos modos de producción: así, en América del Norte y Europa occidental, las emisiones de óxido de nitrógeno han bajado ligeramente desde hace diez años, y los clorofluorocarbonos desaparecerán antes de quince.

Pero de nada servirá dictar normas en el Norte si la periferia no dispone de medios financieros y medios técnicos que les permitan aplicarlos. Con razón, el Sur no aceptará que le prohíban producir so pretexto de proteger un medio ambiente ya ampliamente degradado por siglos de producción en el Norte. La periferia continuará, pues, produciendo bienes que utilizan muchos recursos no renovables. Dentro de veinte años, habrá en el mundo dos mil millones de automóviles, contra quinientos millones hoy, y otras tantas neveras y lavadoras. Una gran parte de estos productos adicionales se fabricarán en la periferia con tecnologías contaminantes.

A este ritmo, dentro de unos decenios, las probabilidades de vida sobre la Tierra se habrán reducido. Millones de hombres morirán, acorralados, gaseados, inundados, en medio de la indiferencia o la xenofobia. Retrospectivamente, el siglo XX correrá el riesgo de aparecer como una simple repetición irrisoria y artesanal, de un espectáculo de muerte presentado en toda su cruel magnitud.

Inmensas riquezas se perfilan ante nosotros.

Y otras tantas espantosas destrucciones están en perspectiva. Pero, si bien las riquezas son efímeras, las destrucciones son irreversibles. Los años dos mil serán magníficos o terribles según se haya sabido actuar a tiempo para salvar el objeto-vida que es la Tierra, consolidar las democracias, dar a los hombres razones pacíficas de confiar en el futuro.

Estamos lejos de haberlo entendido. Y más lejos aún de haber sacado todas sus consecuencias. Éstas serán revolucionarias. Exigirán de los hombres de Estado del mañana el valor de aceptar impopulares abandonos de soberanía. El hombre deberá protegerse de sí mismo, fijar limites a sus propias quimeras, dejar de creerse propietario del mundo y de la especie, admitir que no tiene más que su usufructo.

Habrá que definir democráticamente normas mundiales evolutivas, aplicables y controlables. Las instituciones de la ONU, nacidas de la guerra, no están preparadas para esta misión. No tienen ni los medios, ni el mandato. Habrá, pues, que pasar a una fase superior de organización internacional inventando instituciones democráticas de competencias realmente supranacionales. Quiero hablar aquí de un verdadero poder político planetario que imponga democráticamente normas en los campos donde la vida está amenazada.

No ignoro los rechazos y oposiciones que semejante perspectiva suscitará. Pocos son los países que aceptarán dócilmente semejantes transferencias de competencias. Tentativas recientes lo han puesto ya de manifiesto. No subestimo tampoco la dificultad de respetar, con siete u ocho mil millones de hombres, las reglas exigentes de la democracia formal. En una primera etapa, una cumbre regular de jefes de Estado que represente el Norte y el Sur podría prefigurar tales instituciones y elaborar, a título indicativo, algunas de las normas necesarias. Si no, éstas vendrán impuestas por comités de expertos o de oscuras sinarquías.

Esta clase de autoridad parece sobre todo indispensable en cinco campos donde la vida está hoy particularmente amenazada: la malnutrición, los gases tóxicos, las manipulaciones genéticas, el armamento y la droga.

Para preservar a los niños de la enfermedad, de la subalimentación y la ignorancia, las organizaciones financieras internacionales deberán inventar nuevas formas de generosidad, garantes de la paz. Ya me he referido a ello con anterioridad.

Para preservar el clima y los bosques, una agencia mundial deberá evaluar los daños ya causados, por ejemplo en la capa de ozono, fijar normas de contaminación máxima, medir las infracciones a las normas, ayudar a los países pobres a acceder a tecnologías que permiten eliminar la contaminación por los clorofluorocarbonos y el gas carbónico.

Para proteger a la especie humana, unas normas universales, democráticamente elaboradas, deberán permitir el dominio de la procreación médicamente asistida, el diagnóstico prenatal, la marca genética, y mantener su gratuidad. Se establecerá la indisponibilidad del cuerpo humano, la inviolabilidad de la persona y el respeto de la dignidad de la vida privada. Las matrices de vida -tanto el embrión como el gen- deberán ser declarados propiedad inalienable de la especie, santuario absoluto, no manipulable, incluso aunque ello implique la negativa a tratar de corregir un defecto genético. Asimismo, se procurará evitar que se emprendan evoluciones genéticas irreversibles.

Para protegerse de los armamentos, teniendo en cuenta su proliferación planetaria, una alta autoridad, reflejo ésta de poderes democráticamente constituidos, podrá revelarse útil, más allá de las negociaciones bilaterales, para evaluar los stocks, verificar la aplicación de los acuerdos y sancionar los incumplimientos, tanto en lo que concierne a las armas químicas y nucleares como a las convencionales.

Para protegerse de la droga, una reglamentación internacional deberá finalmente excluir de la comunidad financiera internacional toda institución que autorice el blanqueo de dinero relacionado con su tráfico. Una agencia internacional deberá ayudar a la conversión de las economías que dependen de ella y a la lucha contra los traficantes.

De lo que hoy puede parecer utópico, se hablará dentro de diez años como una evidencia. Para darse cuenta de ello, ¡no hay más que considerar la magnitud de los trastornos ocurridos en el mundo sólo durante el año 1989!

Pero no será tan sencillo imaginar instituciones planetarias a la vez eficaces y democráticas, sobre todo en terrenos de tan grande complejidad. Las organizaciones internacionales existentes demuestran ya con qué rapidez toda burocracia tiende a liberarse del control de sus mandatos.

Al capricho de esta evolución, los Estados perderán seguramente una gran parte de sus poderes. No perderán, sin embargo, su importancia: sólo los Estados, en el interior de fronteras históricas estables, pueden asegurar la democracia a escala humana.

Al menos tres campos de acción les quedarán en sus manos. En cada uno de ellos, se opondrán dos concepciones:

1. Situar el país en el corazón del espacio dominante, dando prioridad a la inversión sobre el consumo, a la formación sobre el empleo, a la industria sobre los servicios, desarrollando las tecnologías que automatizan la producción, el almacenamiento y la manipulación de la información, ensanchando las redes de comunicación -puertos, trenes, ciudades, mercados financieros- para atraer a ellos a los elementos del corazón. La ubicación de un aeropuerto, el trazado de un TGV, la ayuda a los creadores de imágenes, serán elecciones esenciales para el futuro de un país. A los ojos de unos, para conseguir eso, habrá que remitirse al mercado. Para otros, será preciso organizar y planificar esas redes, utilizar un sector público poderoso. Para todos, habrá que hacer sitio a la diversidad, a la novedad, a lo universal; saber acoger el cambio; hacer de la creación una ambición, de la invención una exigencia, ¡de lo nuevo una necesidad!

2. Permitir que los consumidores accedan a los nuevos objetos nómadas-, que todos accedan a la salud, al saber, a la cultura. Para algunos, será necesario dejar que cada uno encuentre por sí mismo los medios. Para otros, redistribuir las rentas para que cada uno pueda conseguirlo. Nuevos medios se revelarán necesarios: del mismo modo que los subsidios familiares han ayudado a las mujeres a volverse consumidoras, los consumidores de objetos nómadas -jóvenes o personas mayores- deberán tener una renta. El dinero para gastos y el salario estudiantil se convertirán en institucionales y decisivos: para un país, todo dependerá de su capacidad para formar a sus ciudadanos.

3. Definir un proyecto social que abra una ambición a cada uno. Para algunos, cada uno debe tener ante todo el derecho de hacerse el más fuerte. Para otros, cada uno debe tener primero el derecho a la dignidad. Para unos, conviene privilegiar el derecho de cada uno a hacer fortuna. Para otros, el derecho de todos a unos ingresos dignos, a una vivienda y a un poder en la empresa; incluso, en último término, los medios de no pasar ya su vida solamente produciendo y consumiendo mercancías, sino de crear su propia obra.

Se perfilarán evoluciones contradictorias. Éstas reforzarán la solidaridad y agravarán la soledad. Igualmente, acelerarán la expansión y exacerbarán las injusticias. Darán la palabra a los objetos e impondrán silencio a los hombres. Desarrollarán lenguas universales y cavarán fosas entre los pueblos.

Sólo restará dar un sentido a todo ello. Éste será religioso. ¿Lo será en la tolerancia o en la exclusión? ¿En el fanatismo o en la compasión? Inmensa incertidumbre de mañana: ¿Palabra de Violencia o Nueva de Paz?

Todo saber es estructurado como un lenguaje; y el lenguaje dice lo esencial sobre el saber. Nómada viene de un antiguo término griego que al principio quería decir «partición»; luego dio lugar a palabras que significaban «ley» y otras que significaban «orden». Más tarde aún, palabras que querían decir «moneda». Extraña vecindad...

¿Qué significa? Que el nómada sólo sobrevive si reparte los pastos para los rebaños, si se organiza de manera «justa». Que no hay nómada sin Ley. Que el primer objeto nómada, el esencial, es justamente la Ley, que permite a los hombres administrar la violencia y vivir en paz. Que la Palabra recibida por el hombre del desierto en forma de piedras y transportada a un tabernáculo sigue siendo el más precioso objeto nómada de la historia humana, ya que es la Ley que protege la vida. Que el dinero se ha convertido en un objeto nómada, sagrado. Que el objeto nómada a proteger ante todo es la propia Tierra, donde anida la vida.

Sólo el futuro da un sentido al pasado. Lo que nosotros dejaremos a nuestros hijos determina el valor de la vida que habremos vivido. La Tierra es como una biblioteca que hay que dejar intacta después de haberse enriquecido con su lectura y haberla enriquecido. La vida es su libro más precioso. Conviene protegerla amorosamente antes de transmitirla —acompañada de nuevos comentarios— a otros que osarán luego llevarla más lejos, más arriba.

 FIN



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