domingo, 23 de enero de 2022

BREVE HISTORIA DEL FUTURO (CAPITULO 1)

Comenzamos con la publicación del primero de cuatro capítulos del libro de Jacques Attali, escrito antes de la caída del muro de Berlín, sobre el futuro económico, social y tecnológico de los próximos años.


CAPITULO 1: LINEAS DE HORIZONTE

Ante nosotros, en vísperas del tercer milenio, del que nos separa un breve decenio, ¿qué nuevo orden político se perfila? ¿Qué desarrollo? ¿Qué relaciones de poder entre las naciones? ¿Qué estilos de vida? ¿Qué tendencias artísticas? Entramos en un período radicalmente nuevo: la historia se acelera, los bloques se disuelven, la democracia gana terreno, surgen nuevos actores y nuevas posturas. Frente a estas evoluciones aparentemente desordenadas, está de moda desconfiar de los modelos, abandonarse al juego de las fuerzas múltiples que agitan nuestro planeta, hacer del mercado el dueño de todas las cosas, el árbitro de toda cultura.

No suscribo esta moda. Creo más bien que nuestra época, como las demás, es relativamente explicable, que nuestro futuro puede ser aclarado con hipótesis serias, que tenemos derecho a esbozar líneas de horizonte. A condición de tender nexos de unión entre las innumerables aportaciones de las ciencias sociales de hoy y utilizarlas para dar sentido a la abundancia de hechos que inciden por sorpresa en nuestra vida cotidiana. 

Para conseguirlo hay que correr riesgos y otear a lo lejos, delante y detrás de nosotros.

Imposible explicar el presente o decir algo del futuro sin una clave de lectura que nos permita descifrar e interpretar la historia de las relaciones sociales, y, ante todo, de la relación con la violencia que las determina.

De este recorrido por la memoria de la humanidad, historia y ciencia mezcladas, sacaré conclusiones poco clásicas sobre las perspectivas que nos aguardan: contrariamente a las ideas en boga, pienso que no asistiremos a un triunfo de la economía americana sobre un mercado dominado por los servicios, sino que nos encaminamos hacia un mundo hiperindustrial, en fuerte crecimiento, dominado por dos espacios rivales: el espacio europeo y el espacio del Pacífico. Dos espacios integrados donde las potencias económicas sustituirán a las potencias militares, ambas en decadencia. La economía mundial se animará por una demanda de objetos nuevos que cambiarán completamente nuestros modos de vida, y que yo llamo objetos nómadas, porque serán portátiles y permitirán cumplir lo esencial de las funciones de la vida sin tener ya lazo fijo. Esta nueva figura exigirá inventar nuevas reglas de política económica, y pensar de manera distinta la geopolítica y los equilibrios estratégicos.

La crisis económica mundial se ha superado. La democracia se instaura en los lugares más inesperados. El mapa ideológico y social de Europa se ha vuelto irreconocible. En el conjunto de los países desarrollados se han reunido los signos de un nuevo período de crecimiento. Éste durará varios decenios. Ciertamente, asistiremos todavía de vez en cuando a fases de disminución de la velocidad. Durante mucho tiempo subsistirán problemas: desequilibrios entre algunos países, difíciles transiciones hacia el mercado, injusticias entre grupos sociales, paro, hambre, desórdenes en los mercados de capitales y de materias primas. Pero el crecimiento económico a escala planetaria no sufrirá por ello de forma duradera.

Por todas partes, tanto en los países desarrollados como en los otros, la renovación tecnológica permite formidables ganancias de productividad, de lo que resultan beneficios para invertir y salarios para consumir. En los campos más variados de ocios y servicios aparecen nuevos productos, se abren mercados, se crean empleos.

Por todas partes también, tanto en el Este como en el Oeste, en el Norte como en el Sur, la democracia gana terreno. Y, con ella, se liberan las fuerzas del mercado, dejando entrever a los que acceden a él la posibilidad de incorporarse a su vez al movimiento general de crecimiento.

Ante estos signos de aflojamiento de las presiones, después de quince años de crisis y cuarenta y cinco de guerra fría, muchos llegan a la conclusión de que todo marcha mejor en el menos malo de los mundos posibles, que es suficiente con vivir este crecimiento, con dejarlo extenderse sobre el planeta sin
preocuparse de organizarlo, ni siquiera de describirlo. No es ésta mi opinión.

Ante todo, porque un crecimiento duradero sólo estará realmente garantizado si la política económica de los grandes países deja de ir en sentido contrario. En Estados Unidos en particular, los excesos de la especulación financiera, la insuficiencia del ahorro real, el retorno de la inflación, el alza de los tipos de interés, el endeudamiento de las empresas, engendrarán nuevas y numerosas conmociones bursátiles, ralentizando temporalmente la expansión. Ahora bien, lo que pasa en Estados Unidos, país hoy todavía dominante, no puede dejar de ejercer consecuencias notables en la economía mundial.

En segundo lugar, porque, incluso en los países más ricos, el crecimiento no afecta todavía más que a una fracción de sus poblaciones. En muchas de ellas, las infraestructuras se encuentran en fase de desatención, bien se trate de puentes o de sistemas educativos, redes de carreteras o sistemas hospitalarios; ahora bien, el descenso de los gastos públicos no invertirá su tendencia a menos que se produzca una radical revisión de los fundamentos de las políticas económicas. La soledad se apoderará de las grandes ciudades; muchas personas, abrumadas bajo una masa de informaciones, se verán reducidas a gozar del espectáculo del poder y de los placeres de una minoría; el consumo de drogas reflejará, acompañará y agravará este desconcierto. El derecho de darse gustos, la libertad de consumir, acabarán así por amenazar mortalmente a las sociedades más prometedoras. 

El crecimiento no está tampoco garantizado en los países del Este de Europa que acceden hoy a la democracia. El inmenso trastorno que está hoy en marcha transformará profundamente la geopolítica y la geoestrategia mundiales. Pero ninguna adquisición, ni económica ni política, puede ser considerada irreversible mientras los consumidores no reciban los dividendos de las audacias de los ciudadanos.

Lo que es cierto en el Norte -tanto en el Oeste como en el Este- lo es mucho más en el Sur. Graves peligros se ciernen sobre su futuro. Es cierto que, gracias a la revolución verde, Asia sacia su hambre: ésta ya no es más que un azote localizado en África y en algunas regiones de América Latina. Pero la pobreza se instala con carácter fijo en muchos países del Sur, y el regreso del crecimiento en el Norte profundiza las diferencias entre los más ricos y los más despojados. Miles de millones de hombres se enfurecen al ver los estragos que la prosperidad de algunos causa a su propia supervivencia y al medio ambiente de todos. Ahora bien, la ley del mercado no reabsorberá estos desórdenes. Por el contrario, los acentuará en favor de los más fuertes.

Si los países del Norte, testigos en todo momento, de tales tragedias, permanecen indiferentes o pasivos, si las mutaciones en curso en el Este de Europa no llegan a movilizar todas las energías y todas las generosidades, el Sur se rebelará, y tal vez entren algún día en guerra.

A nosotros, tanto en Tokio como en París, en Moscú como en Nueva York, en el interior de nuestras fortalezas, nos corresponde captar la magnitud de estos peligros y aprovechar las potencialidades de la nueva era que se anuncia para conducir la economía de esta revolución.

Para conseguirlo, sería necesario comprender las fuerzas que están en marcha en este fin de siglo que ha conocido lo mejor y cometido lo peor. Y sería necesario —¡es posible!— dar un sentido dichoso, jubiloso, a estos próximos años dos mil.

De ahí la necesidad de un marco de pensamiento para poner en orden lo que se agita, aclarar los problemas, proponer soluciones. Comprendo que haya resistencia: nuestro siglo está lleno de teorías confeccionadas; todas han conducido a callejones sin salida o a matanzas. Los que anunciaban el fin del capitalismo han empujado a sus pueblos a soñar con él. Aquellos que pretendían construir una edad de oro mediante la eliminación de una clase social o de un grupo étnico se han hundido en la barbarie. Los que anunciaban el triunfo del individualismo ven cómo sus conciudadanos exigen más solidaridad y más fraternidad.

¿Hay que renunciar por eso a teorizar la historia? ¿Hay que predecir su «fin»? ¿Hay que aceptar el capitalismo tal como es, porque triunfa en todos los mercados? ¿Hay que desechar todas las doctrinas junto con las predicciones que han producido? ¿Es necesario decir que no hay nada útil, ni en el liberalismo, ni en el marxismo, ni en el estructuralismo, ni en el funcionalismo, ni en ninguna teoría imaginable, porque los modelos sociales que inspiraron o justificaron han degenerado en dictaduras?

Yo no lo creo así. Cada uno de estos discursos ha desempeñado -y puede seguir haciéndolo- un papel esencial en la comprensión de diversos aspectos de nuestro presente. Algunos han mostrado la importancia insoslayable del mercado en la fijación de los precios; otros han destacado el papel motor de los conflictos en el reparto del valor; otros, finalmente, han desvelado la existencia de invariables comunes a todas las sociedades, cualesquiera sean, vengan de donde vengan. Todas estas construcciones teóricas, calcadas de los paradigmas de las ciencias físicas de su época, han tenido su utilidad: unas, basadas en los principios de la mecánica, han mostrado la importancia del mercado y la reversibilidad del tiempo del poder; otras, basadas en los conceptos de la termodinámica, han subrayado las necesidades de la lucha social y la irreversibilidad del tiempo de la historia.

Hoy, una ciencia humana acorde a la realidad debe estar basada en modelos mucho más complejos. Habiendo estallado los del siglo pasado, tiene que sacar provecho de los progresos más recientes de las ciencias de nuestro tiempo.

Del mismo modo que la mecánica inspiró el liberalismo, y la termodinámica inspiró el marxismo, es en la teoría de la información en todas sus formas -biología, informática, lingüística, antropología- en lo que debe basarse actualmente un análisis social. Esta teoría enseña que ninguna forma, social o física, puede existir si sus miembros no se comunican entre sí y con el exterior; demuestra que el tiempo puede convertirse en reversible allí donde el orden -es decir, información que tiene sentido para un observador- puede ser creado. Dicho de otro modo, que pueden existir formas locales provisionalmente en orden en un océano de desorden. Y que una forma puede durar allí donde la comunicación permita la negociación, allí donde la violencia esté controlada por un sentido. Dicho también de otro modo, (una forma social exige, para instalarse y perdurar, la ordenación de la violencia; del mismo modo que los mensajes exigen, para ser comprendidos y transmitidos, la ordenación de los ruidos.

A partir de esta intuición -algunos dirían de esta metáfora- y de los resultados más recientes de las ciencias históricas, es posible, en mi opinión, aclarar concretamente el futuro de las formas sociales y de las relaciones internacionales, no reduciéndolas, como en la época de Clausewitz o Walras, a juegos de fuerzas en equilibrio, ni, como en los tiempos de Marx o Toynbee, a máquinas en perpetua degradación, sino considerándolas como formas vivientes que obedecen a las leyes -aún inciertas- de la vida, nutridas de las experiencias -todavía mal teorizables- de la historia.

El hombre se comunica con el hombre desde hace un millón de años. Y hace al menos quinientos mil que conoce el fuego. Desde entonces sabe que puede comprender y actuar sobre su medio ambiente. Hace unos quince mil años que dedujo los principios que hacen posible una vida social: los primeros mitos. Desde hace diez mil, vive en poblados, en estado sedentario. Finalmente, sólo desde hace menos de mil años, una parte de sus relaciones sociales está dominada por el dinero.

¿Cómo vamos a comprender lo que somos hoy sin analizar lo que nos ha enseñado ese pasado tan lejano y lo que el cerebro ha almacenado desde entonces para sobrevivir? Quisiera resumir mis ideas sobre esta larga trayectoria antes de sacar algunas conclusiones acerca de lo que se anuncia en el orden mundial.

Y ante todo, algunas precisiones de vocabulario:

Llamo forma social a todo grupo de hombres organizado de forma permanente: familia, tribu, país o conjunto internacional. En toda forma social, los hombres, para subsistir, han tenido que aprender a convivir con la violencia... más concretamente con dos fuentes de violencia: una que viene del mundo visible (otros hombres), y otra de la naturaleza (del mundo invisible). Violencia de los vivos, violencia de los muertos.

En todas las sociedades primitivas, a fin de combatir estas dos formas de violencia, los hombres han utilizado medios muy semejantes. Más exactamente, han construido por todas partes discursos capaces de reducirla. Son estos discursos, llamados corrientemente mitos, los que han producido el orden social. En ellos se esconde una misma sabiduría, ilustrada con historias más o menos difíciles de interpretar. La violencia entre los individuos, cuentan, es el resultado de su rivalidad, provocada ésta por su enfrentamiento ante un mismo objeto deseable. Siempre se desea lo que otro desea. En cuanto hay identidad, hay violencia. Para reducir la rivalidad, que amenaza con destruir el grupo, las sociedades han organizado jerarquías y diferencias que permiten polarizar la violencia de todos sobre uno solo, víctima propiciatoria y príncipe a la vez, ya que al desaparecer ayuda a mantener el orden en el grupo. Éste es, esquemáticamente resumido, el fundamento de todo deseo y de toda violencia, en toda forma social, desde que los hombres viven en grupo y -más adelante lo demostraré- hasta hoy. De esta polarización de la violencia y del deseo, nace lo sagrado.

En efecto, la violencia procedente de lo invisible es manejada de la misma manera que la violencia procedente de los hombres: al desaparecer, la víctima propiciatoria, poseída por los dioses, puede defender en el más allá la causa de los vivos. Por esto, en todas las sociedades primitivas, el príncipe y el sacerdote se confunden en una especie de casi-dios, real o simbólicamente sacrificado para que sobreviva el grupo. La muerte es para todos sólo un paso sin importancia; para la víctima propiciatoria, es el viaje de un diplomático, intercesor de los vivos. No hay, por lo tanto, sociedad ordenada sin sacrificio fundador. No hay orden sin ruido. Pero, para funcionar de forma duradera, este sacrificio debe ser descrito también en un mito que los sacerdotes repiten y los príncipes administran. Lo sagrado pone en orden la violencia a partir de las primeras formas sociales sedentarias -o sea, diez mil años antes de nuestra era- tres poderes se organizan para canalizar y administrar la violencia, tres poderes que encajan jerárquicamente uno en el otro: el religioso, el militar y el económico. El primero administra las relaciones con el más allá; el segundo, las relaciones entre los grupos sociales; el tercero, las relaciones en el interior de cada grupo social.

¿Qué vínculo tiene esto con nuestra modernidad? Ciertamente, no se puede designar la cima de una pirámide sin localizar primero su base; no se puede comprender correctamente una frase en medio de un libro sin conocer los capítulos anteriores. En la historia de los hombres, la pirámide es alta, y muchos los capítulos precedentes. Igualmente conviene, para comprender los años que nos aguardan, averiguar lo que, invariable desde hace milenios, estructura aún nuestros comportamientos más inconscientes.

Hasta el momento han existido tres formas de gestión de la violencia: en primer lugar, lo sagrado, cuyo sentido ya he comenzado a describir; luego, la fuerza y finalmente, el dinero. Cuando la fuerza apareció, sólo parcialmente reemplazó a lo sagrado; y el dinero sólo muy despacio se hace un lugar entre ambos.

Cada una de estas formas define un orden que corresponde a cierto tipo de formas sociales. Éstas se han sucedido alimentándose de las que les precedieron. Superponiéndose sin excluirse, las tres están presentes en nuestra vida cotidiana.

Jamás hemos escapado a la necesidad de obrar con astucia, con la violencia, ni de esta trilogía funcional del poder. Con la progresiva extensión de la dimensión de las formas sociales, la gestión de la violencia deja de basarse sólo en lo religioso para convertirse en parte política, luego económica; la relación con la violencia y con la muerte bascula de lo sagrado a la fuerza cuando se constituyen los grandes imperios, y luego de la fuerza al dinero cuando se instala el capitalismo.

Esta evolución no se efectúa de manera tajante. Múltiples aspectos del orden de lo sagrado subsisten aún en el orden de la fuerza; y estos dos órdenes perduran ampliamente en el del dinero, donde nos encontramos todavía.

Hasta los cuatro mil años antes de nuestra era, el hombre vive en pequeños grupos dispersos. Los mitos organizan el orden en torno de una víctima propiciatoria, al principio real, luego representada, civilizada, idealizada, mitologizada. El jefe allí es el sacerdote; contiene la violencia mediante el lugar que asigna a cada uno -hombre, mujer, niño- con relación a lo sagrado. Todo allí es vivo: tanto la naturaleza como los objetos fabricados por el hombre. Intercambiar objetos es, pues, intercambiar vidas; consumir es comer vidas, alimentarse de la fuerza de los demás, acordarse de lo que fue sin duda el orden primero, caníbal. En el orden de lo sagrado se perdura acumulando vidas, o sus prolongaciones, los objetos. El mercado silencioso -donde cada uno negocia lo que tiene intención de ceder- es la forma principal de la circulación de los objetos y de las mujeres. No hay nada -nacimiento, muerte, arte, vida privada- que no esté integrado en esta visión del mundo. Toda representación, toda imagen, aspiran a explicar la relación con la violencia y a hacer comprender a los hombres la necesidad de la víctima propiciatoria. A partir de los cuatro mil años antes de nuestra era, con motivo de las necesidades agrícolas y demográficas, los poblados se reagrupan. En Babilonia, en Egipto, en China, en la India, en Japón, en América, en África, la fuerza sustituye a lo sagrado para canalizar las rivalidades y jerarquizar los deseos. El policía sustituye al sacerdote para designar y castigar a los desviados, los marginados, nuevos chivos expiatorios. El príncipe se arroga el derecho a la eternidad; reina primero como un dios, y luego, por sí mismo, por la fuerza. Sólo él acumula objetos para servir a su eternidad. Sólo él deja huella mediante una tumba: el individuo nace en el príncipe. La muerte de los otros es anónima. El objeto no vive; es ya una mercancía cuyo intercambio es administrado por la policía.

Hasta que el dinero se insinúa en las relaciones sociales -a partir del siglo vii antes de nuestra era- para acabar tomando el control veinte siglos más tarde.

Hacia el año mil de nuestra era, en algunos puertos pequeños de Europa, lejos de los grandes imperios de Asia, se desarrolla otra relación con la violencia, así pues con la muerte y la eternidad: el dinero introduce la idea de que todas las cosas son expresables en una medida única, un equivalente universal. La rivalidad se canaliza entonces hacia la cantidad equivalente monetaria de lo que cada uno puede disponer. El dinero se impone progresivamente con relación a los modos anteriores de gestión de la violencia, ya que constituye un formidable progreso sobre todo lo que le ha precedido: permite intercambiar más objetos diferentes, a mayores distancias, y crear riquezas en mejores condiciones. El valor de las cosas no es ya medida de la vida de quienes las han hecho o de la fuerza de quienes las poseen, sino de la cantidad de dinero cuyo equivalente son. Los objetos circulan entonces sin amenazar ya la vida de quienes los intercambian.

El dinero -también llamado el mercado, o el capitalismo, tres conceptos indisociables- se impone así como un modo de gestión de la violencia radicalmente nuevo, eficaz y universal, opuesto a los de lo sagrado y de la fuerza. En este orden nuevo, el poder se mide por la cantidad de dinero controlado, en primer lugar por la fuerza, y luego por la ley. La víctima propiciatoria es aquel que se encuentra privado de él y que amenaza el orden discutiendo su distribución. Ya no es el poseído, como en el orden de lo sagrado, ni el desviado, como en el orden de la fuerza, sino el mendigo, el nómada, el desheredado.

A diferencia de los órdenes precedentes donde formas sociales múltiples podían coexistir, yuxtapuestas por el mundo en imperios rivales, el orden mercantil, por su parte, se organiza a cada instante en torno de una forma única de vocación mundial. De una forma a la otra se extiende la fracción de las relaciones sociales regidas por la mercancía, dicho de otro modo, la proporción de la violencia que ella canaliza. De forma en forma se extiende la parte del mundo donde el dinero es la ley.

Como hoy entramos en una nueva -la novena- forma de este género, es importante, antes de proseguir, precisar lo que define toda forma mercantil.

Cada una de las ocho formas precedentes se han caracterizado por los rasgos comunes siguientes:

1. En el centro de cada forma domina una ciudad a la que yo llamo, a imitación de otros, el corazón, en ella se concentra lo esencial de los poderes financieros, técnicos, culturales, ideológicos (aunque no necesariamente políticos). Una élite gestiona allí los mercados y los stocks, los precios y los productos; acumula los beneficios, controla los salarios y a los trabajadores, financia a los artistas y a los explotadores. Ella define la ideología que asegura su poder. Con frecuencia son determinantes en ella las revoluciones religiosas. La moneda del corazón domina los intercambios internacionales. Los artistas llegan de todas partes a construir allí palacios y tumbas, a pintar retratos y paisajes.

2. En torno de este corazón, un medio, integrado por numerosos países o regiones desarrolladas, compra los productos del corazón. Ahí encontramos antiguos o futuros corazones, regiones en decadencia o en progreso.

3. Más lejos, la periferia, parcialmente también en el orden de la fuerza, reagrupa las regiones explotadas que venden sus materias primas y su trabajo al corazón y al medio, sin tener jamás acceso a las riquezas del corazón.

En cada forma mercantil se imponen tecnologías más eficaces que las anteriores para la puesta en marcha de la energía y la organización de las comunicaciones. Un bien de consumo específico es ahí el motor de la demanda y de la producción industrial.

Una forma será estable mientras libere suficiente valor mercantil para mantener la demanda de sus productos. Cuando este mecanismo se agarrote, la forma se disgregará. Hasta que reaparezca otra forma donde la jerarquía de las naciones y la tecnología dominante se vean trastornadas.

Una forma mercantil tiene, pues, una vida muy breve entre dos períodos de desorden de duración mucho mayor. En otras palabras, el desorden es el estado natural del mundo, la forma organizada es aquí la excepción. En cada instante, la sociedad mercantil está, bien alejándose de una forma anterior (gloria
declinante), bien aproximándose a una forma futura (nueva utopía).

Se llama crisis a este largo período de incertidumbre y de aparente regresión entre dos formas. Se inicia en cuanto hay que gastar demasiado valor para producir la demanda -es decir, para mantener a los consumidores en estado de solvencia- y comprometer demasiados créditos militares para proteger la forma. Se prolonga hasta que, en alguna parte, nuevas tecnologías, nuevas mentalidades y nuevas relaciones sociales se demuestran capaces de producir más eficazmente la demanda y de reducir la parte que su coste ocupa en el valor añadido. Se termina cuando se organiza una nueva forma, cuando se instala un nuevo corazón, cuando las tecnologías y las relaciones sociales permiten a empresas en competencia sobre los mercados imponer la sustitución de un servicio no mercantil por un nuevo objeto mercantil, producido éste industrialmente en serie y, por lo tanto, creador de valor añadido.

En cada crisis se juega así la rivalidad de países que sueñan con dominar el mundo o, más sencillamente, con ver cómo mejora su posición dentro de la jerarquía de las naciones. Lo esencial de las relaciones internacionales puede explicarse por las estrategias empleadas por las naciones para permanecer en el corazón, o para acceder a él, o también para salir de la periferia, o, finalmente, para entrar en él cuando dichas naciones están asimismo excluidas del orden mercantil.

Nos encontramos hoy al final de una crisis y en el alba de una mutación. Lo que ocurre en la Europa del Este se inscribe en ello. Una nueva forma mercantil emerge ante nuestros ojos. Y abre un largo período de abundancia.

Para comprender mejor lo que se ventila en ello, recordemos algunos rasgos de las formas anteriores.

Del siglo XIII al XX el campo de la mercancía se extendió revistiendo ocho formas sucesivas, caracterizadas por:

1. Ocho corazones: Brujas, que emerge hacia el 1300; Venecia, hacia 1450; Amberes, en el 1500; Génova, hacia 1550; Amsterdam, hacia 1650; Londres, en 1750; Boston, en 1880; Nueva York, en 1930.

2. Ocho innovaciones técnicas capitales, principalmente el timón de codaste, la carabela, la máquina de vapor, el motor de explosión eléctrico.

3. Ocho funciones sociales cumplidas en principio por sectores de servicios (alimentarse, vestirse, transportarse, entretenerse, distraerse, etcétera) se han convertido sucesivamente en objetos de consumo. Así, la diligencia se ha convertido en automóvil; el lavandero en máquina de lavar; el narrador de cuentos en televisión. Al hacerse urbana, la familia se ha reducido a su núcleo central, y los servicios gratuitos que sus miembros se prestaban mutuamente han sido reemplazados por objetos producidos en serie y vendidos en el mercado. Otros tantos oficios desaparecen. Surgen otros nuevos.

No recapitularé aquí las teorías que subtienden esta rápida visión panorámica. Dichas teorías remiten, en síntesis, a numerosas investigaciones, en particular a los trabajos de Claude Lévi-Strauss, de Fernand Braudcl, de Georges Dumézil, de Ilya Prigoguin, de René Girard, de Michel Serres, de Yves Stourdzé y de Immanuel Wallerstein. De momento me limitaré a algunas observaciones sobre una pregunta esencial para la continuación de este tema: ¿quién decide que tal o cual lugar se convierta en corazón?

Me parece que es siempre ahí donde un grupo sabe movilizar a un pueblo en torno de un proyecto cultural, reunir recursos y poner en marcha tecnologías para desarrollar y acelerar las comunicaciones. En general, se trata de una nación capaz de reaccionar de manera más creativa que las otras a una dificultad, a una carencia, encontrando solución a un problema. Así Amsterdam, al no disponer de suficiente tierra para producir grano, desarrolló en el siglo xv la industria de los colorantes. Londres, a falta de carbón de leña, puso en marcha con éxito la máquina de vapor. Con mucha frecuencia, se produce también con ocasión de una mutación radical del pensamiento religioso o de la organización política: Lutero y Locke son al menos tan importantes para Amsterdam y Londres como las nuevas tecnologías que en ellas aparecen. Igualmente hoy, Tokio, a falta de espacio, ha sabido convertirse en maestra de las técnicas de miniaturización. Más tarde insistiré en las razones culturales del surgimiento de Japón.

Repitámoslo: en las formas pasadas o futuras, el corazón no está necesariamente destinado a convertirse en maestro del juego político mundial. Frecuentemente, por otra parte, se convierte en corazón aquel que ha sabido evitar mezclarse en una guerra en la que sus rivales se han desgastado. Lección de importancia para el futuro.

La octava forma mercantil, centrada en torno de Nueva York, animada por el motor eléctrico, causada por la demanda de las familias necesitadas de bienes de equipo domésticos, que utiliza el dólar como moneda para los intercambios y las reservas de los bancos centrales, se instala a comienzos de los años treinta. Y domina el orden hasta mediados de los años sesenta, fecha en la que entra en crisis. Entonces comienzan los desórdenes en los mercados de las principales monedas del corazón y del medio.

Contrariamente a lo que se dice en los discursos habituales, la causa primera de esta crisis no reside en el alza del coste de la energía, sino en la de los costes de producción de la demanda -en particular, en el aumento de los costes de la educación y la sanidad-, que consumen una parte creciente del valor producido y reducen la rentabilidad de la economía, los beneficios de las empresas y las rentas de los consumidores. Más tarde se añadieron otros costes, civiles y militares, de mantenimiento del orden, y luego el incremento de los de la energía.

Al igual que las crisis precedentes, ésta fue al comienzo retrasada a golpes de empréstitos contratados por los Estados y las empresas. Este endeudamiento hizo la fortuna de los banqueros y ayudó a la creación de instituciones financieras cuyo desarrollo especulativo culmina hoy en la más extrema inestabilidad. Así es como encontramos hoy demasiado dinero para OPAs y LBOs —que no hacen otra cosa que cambiar el nombre de los dirigentes de las empresas— y demasiado poco para invertir, estabilizar el curso de las materias primas, luchar contra el narcotráfico, desarrollar a los países más pobres o consolidar las democracias balbuceantes del Este de Europa, de Asia o de América Latina. Tales desviaciones de capitales, tales masas especulativas, alejan de la investigación y la industria a inversores y ahorradores, retrasando así la superación de la crisis.

Hoy, mediante esas moratorias, se anuncia en algunas partes del mundo una novena forma, una nueva era del desarrollo en la que estos problemas hallarán soluciones nuevas.

El advenimiento de esta novena forma mercantil se nutre, en primer lugar, de la libertad de crear, de producir, de intercambiar, en suma, de la democracia. Sus contornos se dibujan desde Santiago a Moscú, de Budapest a Soweto, extendiendo al mismo tiempo el campo de la forma mercantil. Lo que pase en las calles y los parlamentos, en el Este de Europa y en otras partes, será el factor determinante, no
cuantificable, de la salida de la crisis económica mundial.

Los signos anunciadores de abundancia son numerosos. Nuevas tecnologías, provocadas por la competencia, permiten, al automatizar los procesos de producción, reducir los costes de los objetos industriales existentes, tales como el automóvil o los electrodomésticos. Más concretamente, la automatización de la manipulación de las informaciones hace posible reducir el trabajo necesario para producirlos. Se ha liberado así un enorme excedente. Por lo demás, esta automatización lleva a la producción en serie de objetos nuevos, sustitutos de servicios hasta entonces prestados por los hombres a otros hombres.

Estos nuevos objetos, generadores de beneficios, ofrecen nuevas perspectivas al desarrollo del consumo privado. Aunque aparezcan en los campos más diversos, constituyen un conjunto coherente, una galaxia ordenada. Para explicarme mejor, los llamo objetos nómadas, porque tienen en común el ser ligeros, sin lazos, llevados por cada individuo, y no ya, como los bienes de consumo dominantes de la forma precedente, ser medios de desplazamiento (automóvil) o situados en domicilios (lavadora, televisor) y unidos a las redes.

Algunos de estos objetos son conocidos desde hace mucho tiempo, como las armas, los vestidos o el reloj. Más recientemente, otros objetos nómadas han aparecido en sectores aparentemente anecdóticos de la economía: micrófonos y teléfonos portátiles transforman el consumo cultural y la comunicación; el ordenador personal y el telefax, convertidos en portátiles, han comenzado ya a trastornar la organización del trabajo.

Se trata aquí, en realidad, de precursores casi irrisorios de objetos mucho más importantes, en trance de llegar a ser productos industriales de masas, fuentes de gigantescas cifras de negocios industriales y que estructurarán un nuevo orden económico, social y cultural.

Pronto aparecerán otros bienes nómadas que permitirán la transformación de objetos individuales producidos en serie (y, por tanto, creadores de beneficios) de dos servicios hoy particularmente costosos para la colectividad: la sanidad y la educación.

En primer lugar, instrumentos de diagnóstico médico; luego, de automedicación, y, finalmente, de prótesis médicas. Simultáneamente, las máquinas de enseñanza permitirán que cada niño reciba por sí solo un complemento de lo que aprende en la escuela. Estos objetos contribuirán a reducir el coste de la demanda al transformar servicios a cargo de la colectividad en objetos creadores de valor, y ayudarán también a extender el campo de la oferta empujando a los consumidores a desearlos. Serán precisos entonces menos médicos y profesores, pero más ingenieros e informáticos para concebir objetos.

Así pues, el conjunto de las industrias de la manipulación informática tiene garantizado un gran futuro. Todo lo que haga «inteligentes» a los objetos existentes (automóvil y televisor), lo audiovisual (materiales y programas), las máquinas de diagnóstico y tratamiento médico, y finalmente los órganos artificiales, aparejará producciones industriales tan importantes como las de las dos formas anteriores, el coche o la lavadora.

Ésta es la forma que se anuncia. No la deseo, pero la preveo. El hombre, al igual que el objeto, será nómada, sin domicilio ni familia estables, portador en él, sobre él, de todo lo que constituirá su valor social. 

Cada uno querrá asegurarse de responder a un ideal de salud y de saber socialmente producido, y, para ello, habrá de conformarse a una norma educativa o terapéutica que el orden social haga imperativa. Conformarse o ser excluido. Lo efímero será el ritmo de la ley; el narcisismo será la mayor fuente del deseo. El deseo de ser normal será el motor de la inserción social. Cada uno se protegerá a sí mismo de la violencia, a la vez sacerdote y policía, verdugo y víctima propiciatoria.

Los objetos nómadas mantienen una relación nueva con el devenir y con la muerte: para conjurar el miedo de no tener tiempo de utilizarlos, cada uno querrá asegurarse el espectáculo de su presencia. Comprar objetos cuyo uso toma tiempo es creer que se compra vida. Hoy en día, libros y discos cumplen este papel: contemplar la propia biblioteca es soñar que uno no morirá antes de haber leído todos los libros que la llenan. La muerte, amontonada hoy en las bombas, lo será mañana en objetos nómadas: armas individuales o perros de ataque. Más tarde, podrá ser enmascarada o disuelta gracias a prótesis informáticas, formas extremas del sueño de durar gracias al objeto, de la vida convertida en objeto.

Más allá aún, otras prótesis, genéticas éstas, se tornarán concebibles: clonaciones, bancos de quimeras, vidas retardadas. El objeto-vida está hoy al final del objeto nómada. El hombre será algún día producido como un objeto, en serie, como lo son ya los animales que come o aquellos de los que se rodea. Esto es en cualquier caso lo que la lógica de la ciencia y la economía conduce a predecir.

Del canibalismo real al consumo mercantil de prótesis, la traducción del orden de lo sagrado en orden del dinero, del cuerpo en objeto, está aconteciendo ante nuestros ojos.

Si aceptamos este pronóstico, está claro que no vamos hacia una sociedad pacificada donde los servicios habrían ganado la mano a la industria, como es de buen tono pretenderlo, sino, por el contrario, hacia una sociedad hiperindustrial donde dominará una competencia despiadada para la producción y el
consumo de bienes que utilizarán la información, convertida en escasa para ser vendida.

Esta evolución conducirá a reemplazar actos vivientes por artefactos, y a utilizar incesantemente cada vez más recursos de la naturaleza. Amenazando con transformarse a sí mismo en objeto producido en serie, el hombre no se conduce ya como usufructuario del universo y de la vida, sino como un propietario que se arroga el derecho de destruir su bien. Ahí reside el peligro absoluto, irreversible.

Antes incluso de que esta nueva forma se instale, se anuncia ya como doblemente inestable.

Por un lado, el objeto nómada, factor de libertad y de autonomía individual, es al mismo tiempo factor de rebelión: ya la música y la imagen -para decirlo en pocas palabras, el clip- hacen aparecer modelos con los que los jóvenes sienten deseos de identificarse. Vestido con unos tejanos, calzado con zapatillas de lona, unos auriculares en los oídos, el joven, o lo que sea, se quiere nómada. Sin lazos, ni proyecto familiar duradero, libre en su cabeza, está dispuesto a todo -a todos los nomadismos y a todas las rebeliones- para estarlo también en su vida cotidiana, tener acceso a la sociedad de consumo, a sus objetos y a sus sueños. Ahí está sin duda uno de los principales motores del poderoso movimiento de liberación que se manifiesta hoy en todos los pueblos.

La nueva forma social es también liberadora de violencia: al quedar todas las diferencias reducidas al dinero, la uniformidad, motor del deseo mimético, provoca aquí la violencia. Además, los nuevos objetos no colman la ausencia de sentido y de duración: la libertad, si es libertad con aburrimiento, busca invertirse en todos los viajes, y ante todo en aquel del que no se regresa: el de la droga. Cabe, pues, esperar que en el corazón mismo los excluidos del consumo nómada elijan esta forma extrema de libertad: violencia contra sí mismo, suicidio mediante el viaje. El Estado, que sustrae a la mercancía toda gestión social y acepta la degradación del aparato educativo y terapéutico, será incapaz de responder a ello.

Por otro lado, esta forma es igualmente inestable en la medida en que la incertidumbre subsiste en cuanto a la localización del nuevo corazón del mundo y a las condiciones en que podría sustituir al actual (Estados Unidos).

Considerando la historia de las formas anteriores, muchos indicios permiten pensar que Tokio -incluso Japón entero- reúne las condiciones necesarias para reorganizar en torno suyo todos los poderes (monetario, financiero, industrial e incluso cultural) mundiales:

1. Las tecnologías de los objetos nómadas se desarrollan allí desde hace más tiempo que en otra parte.

2. Una organización coherente del Estado y las empresas tiende hacia el objetivo de tomar y conservar partes de mercado.

3. Una tradición cultural de autodominio, una obsesión de comunicar para conseguir consenso, las necesidades demográficas del abigarramiento, y finalmente la disolución de la familia como célula de servicios, favorecen en ese país más que en otro la demanda de tales objetos.

4. El control de un medio donde se producen los bienes tradicionales, y se consumen los bienes nuevos, está ya muy avanzado.

Pero hay otras condiciones, igualmente importantes, que son más difíciles de cumplir: ¿podrá Japón producir valores sociales universales? ¿Querrá asumir el papel de protector militar que un corazón debe cumplir respecto de la periferia y del medio? No es nada evidente. Por primera vez en el orden mercantil, una ciudad que podría convertirse en corazón vacila en pagar el precio del imperium; las lecciones de la historia, que enseña que la cima es el punto más próximo al precipicio, han sido, en Japón, particularmente bien aprendidas.

Otros países siguen siendo, pues, corazones posibles, y no renuncian, por su parte, a querer serlo: ni América del Norte ni Europa carecen de triunfos financieros, monetarios, tecnológicos y demográficos. Con todo, salvo que imaginemos grandes mutaciones, hoy en día poco probables, ni una ni otra disponen de medios suficientes para ganar la batalla de manera decisiva a Japón.

La salida más probable parece la yuxtaposición duradera de dos espacios dominantes, dos casicorazones organizados cada uno de ellos en torno de una pareja compuesta por un gigante político y un gigante económico que rivalizan al mismo tiempo en el interior de cada espacio y para la dominación del otro espacio.

Una de estas parejas es el binomio Estados Unidos/Japón; estos dos países componen, con sus vecinos, el espacio del Pacífico. La otra es la pareja Comunidad Europea/URSS; con sus vecinos, constituyen el espacio europeo. Estos dos espacios, formados cada uno de un casi-corazón y un medio, estarán cada vez más integrados, y serán cada vez más rivales.

Esta representación puede sorprender. Japón ha establecido relaciones económicas, financieras y comerciales considerables con Europa. La Europa del Este las tiene muy importantes con Estados Unidos. Con estos últimos, finalmente, la Comunidad Europea mantiene relaciones económicas, culturales, históricas y religiosas tan antiguas como poderosas. Pero las relaciones dominantes van a instaurarse, en breve plazo, en el interior de cada uno de los espacios que acabo de definir. Espacios rivales, protegidos uno del otro.

Esta evolución provocará graves trastornos. En el interior de cada espacio, la competición entre el poder político y el poder económico aparejará graves conflictos. Será difícil, para uno, aceptar las pretensiones del otro, al tiempo que será imposible para ambos ignorar los acercamientos necesarios para sus respectivos intereses. Así pues, será preciso decidir, en el interior de cada espacio, un reparto de poder: en el Pacífico y en Europa, ¿quién tendrá la moneda dominante? ¿Quién controlará la defensa? ¿Dónde estará el principal mercado financiero? Cabe imaginar que la mayor potencia económica de cada espacio dejará a la potencia militar, por un tiempo, algunas responsabilidades de política internacional: en nuestros días, éstas no tienen mucho alcance, porque se carece de los medios financieros para ejercerlas. En realidad, las dos superpotencias actuales perderán el control de su imperium y se convertirán poco a poco en secundarias en su propio espacio. En el espacio del Pacífico, el alejamiento geográfico y las diferencias culturales entre los países obstaculizan la integración. Pero esta dificultad no es insuperable, ya que Japón, con habilidad, afirma sólo muy progresivamente su aplastante superioridad tecnológica, financiera y económica. En el seno de este espacio, el dominio del mar (militar y civil) resultará esencial, y Japón, que lo poseerá, dominará a sus partenaires. Quedará por arreglar el problema de la protección militar de este espacio.

En el espacio europeo, la extrema complejidad de las relaciones entre los diversos países dificulta algo más las previsiones. Asistimos, en el Oeste, al nacimiento de un bloque en el momento mismo en que, en el Este, se derrumba otro bloque. Algunos países, oscilando de la periferia al medio y, a menudo de manera simultánea, de la dictadura a la democracia, vacilan aún en arrimarse al nuevo bloque. Sin embargo, lo harán. Un día, la Comunidad Europea estará unida, de una forma u otra, a través de instituciones continentales, a todos los demás Estados europeos. Nacimiento de una formidable potencia: el espacio europeo. Las alianzas militares evolucionarán convirtiéndose en redes de concertación política. La parte esencial de los transportes será terrestre. Las tecnologías ferroviarias se revelarán cruciales. Falta saber quién dominará este espacio inmenso, y dónde estará el casi-corazón del continente europeo. La región que se extiende desde Londres a Milán parece la mejor situada. Controlando los capitales, será ella -si no aparecen resistencias previsibles- quien dicte ampliamente su ley en el movimiento de las mercancías.

El resultado de la competición entre espacio europeo y espacio del Pacífico no está dado. Si sabe organizarse, Europa dispondrá de buenos triunfos, aunque el Pacífico se beneficie hoy de un cuerpo de ventaja.

Entre estos dos espacios, la rivalidad provocará tensiones comerciales, financieras y políticas, con vistas a apropiarse de las técnicas, las empresas y los mercados, en particular en sus respectivas periferias (África para Europa, América Latina y Asia del Sudeste para el Pacífico).

Dos mundos quedarán excluidos de ello: las masas de la India y de la China. Estos dos mundos, que se desarrollan a gran velocidad al lado de dos espacios dominantes, constituirán un envite en su rivalidad antes de ser ellos mismos rivales de los espacios dominantes.

Si saben ser previsoras, las potencias de mañana vigilarán en las periferias, ante sus puertas, donde miles de millones de hombres efectúan una entrada titubeante en la sociedad mercantil y en la democracia. Sus niveles de vida estarán cada vez más alejados de los de ambos espacios dominantes, incluso cuando los modos de vida estarán cada vez más próximos de los suyos. Espectadores cotidianos de las mayores riquezas de la época, no aceptarán durante mucho tiempo dejar de recibir su justa parte del crecimiento mundial.

Ahora bien, el juego del mercado por sí solo no podrá desarrollar las infraestructuras de las grandes ciudades del Sur, ni salvar sus sistemas de sanidad o de educación, ni aportar calidad a su producción de materias primas. Reducir la diferencia existente entre los espacios dominantes y el resto del mundo supone, por lo tanto, una acción voluntaria de organización mundial. Si ello no se lleva a cabo, la guerra será mañana no tanto posible entre los dos espacios dominantes como entre éstos y la periferia. Conflictos imprevisibles recurrirán en cualquier caso cada vez más a los métodos del siglo: los media servirán de amplificadores de amenazas; los videocasetes serán portadores de mensajes de rebelión; las tomas de rehenes, los secuestros de aviones, las interrupciones de comunicaciones, serán estrategias de ataque corrientes y quizá incluso superadas.

En resumen, sea cual sea el corazón, e incluso en el interior de éste, esa nueva forma del orden mercantil es peligrosa para la especie humana: sustituye actos vivientes por artefactos, transforma la naturaleza en mercancía, amenaza con hacer del propio hombre un producto en serie; ahonda el abismo entre nómadas de lujo y nómadas de miseria.

Excepto si se cambia de líneas de horizonte, si se inscribe en muy diferentes perspectivas y se concibe un proyecto que dé sentido al tiempo, conciliando modernidad y espiritualidad, enriqueciendo la libertad de cada uno y la de la especie entera.

Nuestras culturas, nuestros pasados, nos preparan para ello. La historia que se despierta nos invita. La vida que se degrada lo exige de nosotros.

Diez años nos separan del año dos mil. Un día, se hablará de este decenio como de aquel en que se jugó el nuevo milenio. De la acción de los hombres durante estos años dependen nuestras posibilidades de no echar a perder tantas esperanzas.

Vasta ambición. Ella exigirá hacer evolucionar en consonancia las instituciones a escala planetaria.

Un sistema monetario internacional en el que se definirán zonas de estabilidad entre las principales monedas favorecerá el crecimiento equilibrado y la integración de los espacios dominantes. Una reglamentación bancada y financiera mundial reducirá la especulación financiera y el blanqueo del dinero de la droga. La libertad del comercio internacional, en particular la apertura de los mercados del Norte a los productos de los países del Sur, hará entrar las divisas necesarias para el pago de las deudas de éstos y para el desarrollo de sus inversiones. Mecanismos de estabilización del curso de las materias primas favorecerán el desarrollo de los países que de ellas dependen. Finalmente, habrá que someter las legislaciones nacionales sobre protección del medio ambiente, desarme, lucha contra la droga y dominio de las manipulaciones genéticas a altas autoridades planetarias democráticamente constituidas, encargadas de dictar reglas universales.

Difíciles problemas institucionales y políticos. Pero no mucho más difíciles, a fin de cuentas, de lo que lo fueron en Europa, a finales del siglo xviii, la sumisión de todos a reglas de derecho y la organización de la separación de poderes.

Estas soluciones están al alcance de la mano. No exigen construir un modelo arbitrario, opuesto a la forma que surge (eso sería imposible, irrisorio y peligroso). Pero sí buscar un mejor equilibrio, en el seno de esta forma, entre creación y espectáculo, entre desorden y orden, entre complejidad y jerarquía, entre éxito y dignidad.

Para evitar, en el interior de cada espacio dominante, la dimisión del hombre ante el objeto, la única respuesta convincente es personal, y escapa a los decretos de la política. Corresponde a cada uno privilegiar el derecho a la dignidad más que el de ser el más fuerte, conseguir que la creación tenga prelación sobre el espectáculo, la duración sobre lo efímero, la diversidad sobre la unidad, el uso del tiempo sobre el almacenamiento de las cosas. La creación es el único sustituto razonable de la violencia y del amontonamiento de los objetos nómadas. No es una actividad «de élite», sino una potencialidad de cada uno. Su promoción pasa por una nueva educación: desarrollo del saber de los hombres, y no solamente de las máquinas; de instrumentos de música, más que de discos; de cámaras más que de casetes; de medios de elegir su estado más que de objetos que sirvan para conformarse a las normas. A fin de que cada uno de nosotros no se limite a desear ser espectador, sino que contribuya a dar un sentido a la democracia mediante el ejercicio de su libertad, que aspire a hacer de su vida una obra de arte.


Capitulo 2





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