domingo, 2 de noviembre de 2025

HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS


HOMILÍA DE LEÓN XIV

EN LA

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Cementerio del Verano, Roma

Queridos hermanos y hermanas:

Nos hemos reunido en este lugar para celebrar la conmemoración de todos los fieles difuntos, en particular de los que están sepultados aquí y, con especial afecto, de nuestros seres queridos. En el día de la muerte ellos nos han dejado, pero los llevamos siempre con nosotros en la memoria del corazón. Y cada día, en todo lo que vivimos, esta memoria está viva. A menudo, hay muchas cosas que nos los recuerdan, imágenes que nos llevan a los momentos que vivimos con ellos. Muchos lugares, incluso los olores de nuestras casas nos hablan de aquellos a quienes hemos amado y que nos han dejado, pero mantienen encendido en nosotros su recuerdo.

Hoy, sin embargo, no estamos aquí sólo para conmemorar a los que han dejado este mundo. La fe cristiana, fundada sobre la Pascua de Cristo, nos ayuda a vivir la memoria más que como un recuerdo del pasado, como una esperanza futura. No es tanto un volverse hacia atrás, sino más bien un mirar hacia adelante, hacia la meta de nuestro camino, hacia el puerto seguro que Dios nos ha prometido, hacia la fiesta sin fin que nos aguarda. Allí, en compañía del Señor Resucitado y de nuestros seres queridos, gustaremos la alegría del banquete eterno: “En aquel día —hemos escuchado en la lectura del profeta Isaías—, el Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos […]. Destruirá la Muerte para siempre” (Is 25,6.8).

Esta “esperanza futura” anima nuestro recuerdo y nuestra oración en este día. No se trata de una ilusión que sirve para mitigar el dolor por la separación de las personas amadas, ni tampoco un simple optimismo humano. Sino de la esperanza fundada en la resurrección de Jesús, que ha vencido a la muerte y ha abierto también para nosotros el paso hacia la plenitud de la vida. Él —como recordaba en una reciente catequesis— es “el punto de llegada de nuestro caminar. Sin su amor, el viaje de la vida se convertiría en un vagar sin meta, un trágico error con un destino perdido. […] El Resucitado garantiza la llegada, nos conduce a casa, donde somos esperados, amados, salvados” (Catequesis, 15 octubre 2025).

Y este punto final de llegada, el banquete alrededor del cual el Señor nos reunirá, será un encuentro de amor. Por amor, Dios nos ha creado; en el amor de su Hijo, nos salva de la muerte; quiere que vivamos para siempre en la alegría del amor junto con Él y nuestros seres queridos. Precisamente por esto, nosotros caminamos hacia la meta y la anticipamos, en un vínculo invencible con aquellos que nos han precedido, sólo cuando vivimos en el amor y practicamos el amor mutuo, en particular hacia los más frágiles y los más pobres. Jesús nos invita a hacerlo con estas palabras: “porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,35-36).

La caridad vence a la muerte. En la caridad Dios nos reunirá junto con nuestros seres queridos. Y, si caminamos en la caridad, nuestra vida será una oración que se eleva y nos une a los difuntos, nos acerca a ellos, en la espera de encontrarlos nuevamente en la alegría de la eternidad.

Queridos hermanos y hermanas, mientras el dolor por la ausencia de quien no está ya con nosotros permanece impreso en nuestro corazón, encomendémonos a la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5); contemplemos a Cristo resucitado y pensemos en nuestros seres queridos difuntos como envueltos por su luz; dejemos resonar en nosotros la promesa de vida eterna que el Señor nos dirige. Él eliminará la muerte para siempre. Él la ha vencido para siempre abriendo un paso de vida eterna —es decir, haciendo Pascua— en el túnel de la muerte, para que, unidos a Él, también nosotros podamos entrar en él y atravesarlo.

Él nos espera y, cuando lo encontremos, al final de esta vida terrena, nos regocijaremos con Él y con nuestros seres queridos que nos han precedido. Que esta promesa nos sostenga, enjugue nuestras lágrimas, dirija nuestra mirada hacia adelante, hacia la esperanza futura que no declina.
 
* * *

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, 2 de noviembre de 2025

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

La resurrección de entre los muertos de Jesús, el Crucificado, ilumina en estos primeros días de noviembre el destino de cada uno de nosotros. Nos lo dijo Él mismo: “La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día” (Jn 6,39). Por lo tanto, el núcleo de la preocupación de Dios está claro: que nadie se pierda para siempre, que cada uno tenga su lugar y resplandezca en su unicidad.

Es el misterio que celebramos ayer, en la Solemnidad de todos los santos: una comunión de las diferencias que, por así decirlo, extiende la vida de Dios a todos los hijos e hijas que desearon formar parte de ella. Este es el deseo inscrito en el corazón de cada ser humano, que suplica reconocimiento, atención y alegría. Como escribió el Papa Benedicto XVI, la expresión “vida eterna” trata de dar un nombre a esta espera irreprimible: no es un continuo sucederse de días sin fin, sino el sumergirse en el océano infinito del amor, en el que el tiempo, el antes y el después ya no existen más. Una plenitud de vida y de felicidad: es esto lo que esperamos y aguardamos de nuestro estar con Cristo (cf. Carta enc. Spe salvi, 12).

De este modo, la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos acerca más al misterio. La preocupación de Dios por no perder a nadie, en efecto, la conocemos desde dentro cada vez que la muerte parece hacernos perder para siempre una voz, un rostro, un mundo entero. De hecho, cada persona es un mundo entero. Por eso, el día de hoy es una jornada que desafía la memoria humana, tan maravillosa y tan frágil. Sin la memoria de Jesús ―de su vida, muerte y resurrección― el inmenso tesoro que es cada vida se expone al olvido. En la memoria viva de Jesús, en cambio, incluso quien nadie recuerda o quien hasta la historia parece haber borrado, aparece en su infinita dignidad. Jesús, la piedra que los constructores ha rechazado, es ahora la piedra angular (cf. Hch 4,11). Este es el anuncio pascual. Por esta razón, los cristianos recuerdan desde siempre a los difuntos en cada Eucaristía, y hasta la fecha piden que sus seres queridos sean mencionados en la plegaria eucarística. Desde aquel anuncio surge la esperanza de que nadie se perderá.

Que la visita al cementerio, en la que el silencio interrumpe la agitación del activismo, sea para todos nosotros una invitación a la memoria y a la espera. “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” profesamos en el Credo. Conmemoramos, por lo tanto, el futuro. No estamos encerrados en el pasado, en las lágrimas de la nostalgia; tampoco estamos confinados en el presente, como en un sepulcro. Que la voz familiar de Jesús nos alcance, y alcance a todos, porque es la única que viene del futuro. Nos llama por nuestro nombre, nos prepara un lugar, nos libera del sentimiento de impotencia con el que corremos el riesgo de renunciar a la vida. Que María, mujer del sábado santo, nos enseñe a seguir esperando.
  

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ni una palabra de sufragio, él, que como agustino, debería recordar el "sacrificium pretii nostri", el sacrificio de nuestro rescate, que recuerda San Agustín en las Confesiones al hablar de la muerte de su madre, Santa Mónica.
Sí, el aceptable Sacrificio del Altar, que se ofrece por las benditas Almas del purgatorio, no una, sino tres veces en éste día, por cada sacerdote que no pertenezca a la falsa iglesia globalista, masónica y ecologista de este sinvergüenza.
Van a ir él y todos sus cómplices directamente al infierno por todo el daño que están causando a los Fieles católicos, entre los que me cuento.

Anónimo dijo...

Por cierto "nadie se perderá" dice el sinvergüenza. Niega el peligro de la realidad del infierno y la necesidad de las buenas obras, del dogma católico en suma.