lunes, 9 de enero de 2023

AMAD VUESTRA PEQUEÑEZ

Reproducimos un artículo de Mons. Dr. Juan Straubinger (1883- 1956), quien fuera profesor de Sagrada Escritura en el Seminario San José de La Plata, Argentina (1940- 1951), publicado en la "REVISTA ECLESIÁSTICA DE SANTA FE" (Argentina), Año XLIV, No. 4, Abril 1944.


'Amad vuestra pequeñez'. Con esta frase profundísima señala la Santa de Lisieux una cultura espiritual diametralmente opuesta al culto de la propia excelencia que predica el mundo.

Varios santos, cada vez que se sorprendían a sí mismos en debilidad o ingratitud para con Dios, le repetían, acomodándolas al caso aquellas palabras del Salmista: "Nuestra tierra produce su fruto", como diciéndole: ¿Qué otra cosa puedes esperar de mí, que soy mala tierra, sino malas yerbas? ¿Acaso el cardo se sorprenderá de que su perfume no sea como el de la rosa?

En esta pequeñez, tan contraria a nuestra tendencia, consiste la espiritualidad auténticamente evangélica. Ella constituye el fácil camino de la infancia espiritual, el ascensor que nos lleva al cielo en los brazos de Cristo, y que los soberanos Pontífices han reconocido y recomendado como verdadero secreto de la santidad, fundándose en la terminante sentencia de Jesús: "Si no os volvéis y os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mat. 18, 3).

La pequeñez espiritual nos ayuda a decir a nuestro Padre Celestial lo que Jesús nos enseñó como lo más perfecto: "¡Hágase tu voluntad!" (Mat. 6, 10). Nos libra de los escrúpulos y de una ascética mal entendida, que a veces busca la santidad martirizando voluntariamente el propio cuerpo. No es eso lo que manda Jesús. Es más bien una sana y veraz desconfianza de nosotros mismos y una filial sumisión a los designios de Dios, lo que el Divino Maestro nos pone por delante, tanto en la humilde oración de Getsemaní, pidiendo que el Padre aparte de Él el cáliz, cuanto en la caída de Pedro que reniega de Él tres veces después de haber jurado que daría por Él la vida, y que sin duda no habría incurrido en tal miseria si hubiera desconfiado de sí mismo.

Así, cuando Santa Gertrudis en una visión tiene que elegir la salud o la enfermedad, no pide ni la una ni la otra, sino que se arroja en el Corazón de Cristo para que sea Él quien resuelva.

¡Hágase tu voluntad! Recemos así, pero no como quien agacha la cabeza ante una fatalidad ineludible y cruel, sino como el niño que dice al Padre: Elige tú lo que me conviene, pues lo sabes mejor que yo, y sé que quieres mi bien.

Hacerse pequeño y reconocerse como tal no es otra cosa que negarse a sí mismo, que el mismo Jesús nos enseña cuando dice: "Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz y sígame". (Mat. 16, 24). ¿No suenan estas palabras como un Evangelio de dolor? Bien es cierto que muchos lo toman en sentido pesimista, viendo en el cristianismo la religión de la desgracia, pero no menos cierto es que el negarse a sí mismo, en boca de Cristo, lejos de ser una crueldad, es una amorosa advertencia para que nos libremos de nuestro peor enemigo que somos nosotros mismos.

"La carne es debil", dice Jesús (Mat. 26, 41), sólo el espíritu está pronto. Ahora bien, el espíritu no es cosa propia nuestra, sino nos es dado, como enseña el Apóstol (Rom. 5, 5; I Tes. 4, 8). Es el Espíritu Santo, que viene a nosotros y nos anima, como el viento es capaz de hacer volar una hoja seca. Ese espíritu que siempre "está pronto", es lo único que puede vencer a esa carne débil y flaca, cuyos deseos son contrarios al espíritu. Mientras obra en nosotros el espíritu, S. Pablo nos asegura que no realizaremos esos malos deseos de la carne (Gal. 5, 16 s.). Estos son los que nos llevan no sólo al pecado, sino también a la tristeza y al desaliento en las pruebas, que es el peor pecado contra la fe, porque "al que viene a Mí no lo echaré fuera", dice Jesús (Juan 6, 37).

Negarse a sí mismo es entonces en primer lugar, desconfiar de nosotros y buscar fuerza en Dios. Es la receta de Jesús a los discípulos en el pasaje antes citado, durante las angustias de Getsemaní: "Velad y orad para no entrar en la tentación" (Mat. 26, 41).

Vemos, pues, que no se trata solamente de renunciar a los propios vicios, sino también a las virtudes propias. Porque el Espíritu de Dios es el único que las puede dar, y las da precisamente al que confiesa que es pequeño e incapaz de tenerlas. Recordemos una vez más aquí las negaciones de Pedro, que seguramente no habrían sucedido si él hubiese sido menos valiente en prometer. Es la suprema lección que nos da María Santísima en el Magnificat: "A los hambrientos llenó de bienes, y a los ricos los dejó vacíos" (Luc. 1, 53). Los peores ricos son los ricos de espíritu, que se sienten capaces de ser valientes por sí mismos. Son, dice San Agustín, lo opuesto a los "pobres de espíritu", a quienes Cristo llama bienaventurados (Mat. 5, 3).

Jesús, espejo de la misericordia del Padre, sólo nos pide que nos hagamos pobres en nosotros mismos, o mejor que reconozcamos que lo somos, para poder llenarnos con las riquezas de esa misericordia que Él nos conquistó. De ahí su afán por vernos humildes. El soberbio se siente rico en sí mismo, es decir cree que no necesita de nadie, y entonces impide al Divino Padre y al Divino Hijo el ejercicio de esa misericordia del amor, íntimo reflejo de su Esencia (I Juan 4, 16).

De ahí, pues, que para ser ricos debemos hacernos pequeños. Podemos poseer cuanto queramos de virtudes prestadas por Dios. Propias no podemos poseer ninguna. En eso consiste el error de ciertas almas, que quieren levantar con mucho esfuerzo el edificio de su propia santidad - es lo que el Cardenal Bourne acertadamente llama "las matemáticas de la santidad" - sin comprender que no lo podrán jamás y que si lo consiguieran sería para un mayor daño; pues se sentirían dignas de un merito propio, robando a Dios la gloria, que es lo único que Él no cede a nadie (Salmo 148, 13; Is. 42, 8; 48, 11; I Tim. 1, 17, etc.)

Así el conocimiento de la propia pequeñez y de las riquezas infinitas del Corazón de Dios nos lleva a vivir en estado permanente de contrición perfecta, que es el único estado lógico de aquel que se encuentra ante la Majestad divina y sabe que no puede justificarse por sí mismo.

María comprendió esto mejor que nadie, y por eso, siendo la más pobre, fue la más rica en dones de Dios.

El que recuerda estas doctrinas insuperables de divino consuelo, se hace invencible "en Cristo Jesús". Se habituará, como el Salmista, a vivir de esa condición, tan humilde en el confesar como segura en el confiar (Cfr. Salmo 50). Y al experimentar la dulzura inmensa de ser pequeña ante Dios, crecerá cada día en el amor, según aquella sentencia divina: "Ama menos aquel a quien menos se le perdona" (Luc. 7, 47)”.

PAX VOBIS


Las Lenguas Catolicas


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