Por el Padre Thomas G. Weinandy, OFM, cap.
Se ha informado ampliamente lo que Francisco les dijo a los seminaristas de Barcelona, España, en una charla improvisada, que “no deben ser clericales, deben perdonar todo”. Tal debe ser el caso “incluso si vemos que no hay intención de arrepentirse, debemos perdonar todo”. Al negar la “absolución” a alguien que no se ha arrepentido, “nos convertimos en un vehículo para un juicio malvado, injusto y moralista”, y los sacerdotes que niegan la absolución a los impenitentes son “delincuentes”.
En un momento, Francisco se refirió a tales sacerdotes -a quienes encuentra detestables- de una manera grosera y obscena (Para ver un ejemplo del informe, haga clic aquí).
El escenario, tal como lo retrata Francisco, de un pecador impenitente que se confiesa es extremadamente raro. Sin embargo, plantea una importante cuestión doctrinal.
El sacramento de la Penitencia o Reconciliación es un sacramento de la misericordia de Dios. Aunque el bautismo limpia a los fieles de todo pecado, es evidente que continuamos pecando, y a veces podemos cometer pecados mortales, que nos separan de Dios. Para obtener el perdón misericordioso de Dios por pecados tan graves, estamos obligados a confesarlos dentro del sacramento de la Penitencia.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial” (¶ 1446). La misericordia de Dios está siempre presente en el sacramento de la Reconciliación.
Dicho esto, hay, sin embargo, una condición previa por parte del pecador para obtener el perdón misericordioso de Dios: la necesidad de un doloroso arrepentimiento y el deseo de no volver a pecar. Citando al Concilio de Trento, el Catecismo declara: “Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es 'un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar'” (¶1451). Además, el Código de Derecho Canónico establece que, para que los penitentes reciban “el remedio salvífico del sacramento de la penitencia, deben estar dispuestos a que, repudiando los pecados que han cometido y con el fin de enmendar su vida, vuelvan a Dios” (Canon 987).
La declaración improvisada de Francisco de que se debe dar la absolución incluso a aquellos que no se han arrepentido es absolutamente contraria a la tradición apostólica viva de la Iglesia, que se encuentra en el Catecismo, y ha sido definida por el Concilio de Trento y consagrada en el Derecho Canónico.
Sin embargo, uno se puede hacer la pregunta: ¿Por qué es necesario el arrepentimiento (y la intención de no volver a pecar) para recibir la absolución sacramental por el ministerio del sacerdote? ¿Existe una interrelación intrínseca entre el arrepentimiento y la absolución? ¿O es la necesidad del arrepentimiento simplemente una ley arbitraria instituida por la Iglesia, y por lo tanto, no es esencial para recibir la absolución sacramental?
Francisco, al parecer, afirma esto último.
Si una persona no se arrepintiera de sus pecados, parecería obvio que no se podría dar la absolución sacramental. El deseo de la absolución sacramental implica y presupone que los penitentes reconozcan que han pecado y ahora deseen que Dios, en su misericordia compasiva, los perdone.
El perdón misericordioso de Dios está siempre presente en el sacramento de la Reconciliación, y el sacerdote está siempre dispuesto a absolver los pecados, sobre todo los mortales. Sin embargo, es sacramentalmente imposible obtener el perdón amoroso y misericordioso de Dios, si uno no está arrepentido de los pecados cometidos.
Si bien Francisco puede querer mostrarse como “misericordioso” al sugerir que el pecado no arrepentido sea absuelto, él es, sin embargo, moralmente “delincuente”, ya que la persona sigue siendo culpable de los pecados que cometió. Tal es particularmente el caso, si uno está en pecado mortal. Por lo tanto, la exhortación de Francisco es pastoralmente irresponsable y podría ser espiritualmente mortal, ya que las personas que no se arrepienten pueden pensar que fueron absueltas cuando, de hecho, no lo fueron.
Las Escrituras dan testimonio de la relación obligatoria entre el arrepentimiento y el perdón. El Evangelio de Marcos nos dice que después de que Juan fue arrestado, Jesús fue a Galilea y proclamó: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio” (Mc. 14-15) El arrepentimiento es requisito para entrar en el reino de Dios, porque es un reino del perdón misericordioso de Dios y fuente de una vida santa.
En el Evangelio de Lucas, Jesús narra la parábola del hijo pródigo. El hijo menor pidió su parte de la herencia de su padre. Habiéndola recibido, se fue a un país lejano donde vivió una vida pecaminosa y derrochadora. Cuando recobró el sentido, se dio cuenta de que necesitaba arrepentirse y volver a su padre: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré. 'Padre, he pecado contra el cielo y contra ti'” (Lc 15,18).
Al ver a su hijo a lo lejos, el padre misericordioso salió corriendo a saludarlo y amorosamente, con regocijo, lo volvio a llevar a su casa. Sí, el padre era misericordioso, pero el padre solo podía manifestar su misericordia cuando su hijo delincuente regresaba a él arrepentido. Si él no hubiera regresado, el padre nunca habría sido capaz de promulgar su siempre compasiva misericordia.
Lo mismo es cierto con respecto a Dios nuestro Padre. A menos que volvamos a Él con arrepentimiento, Él es incapaz de realizar su perdón misericordioso por medio del sacramento del perdón. Francisco, al separar el acto humano del arrepentimiento del acto divino del perdón, anula la misericordia de Dios.
A la luz de todo lo anterior, la lección para todos nosotros es que necesitamos arrepentirnos cada vez más profundamente de nuestros pecados, confesarlos con humildad y resolver con más fervor no volver a cometerlos nunca más. Al hacerlo, la absolución sacramental del sacerdote nos manifestará maravillosamente la siempre presente y abundante misericordia de Dios Padre, hecha visible en Jesucristo su Hijo, y sellada en el amor del Espíritu Santo.
The Catholic Thing
No hay comentarios:
Publicar un comentario