Por Juan Carlos Grisolia
“A la tarde de la vida, te examinarán en el amor”
San Juan de la Cruz
Para obrar esa entrega, se hace necesario beber en las fuentes que han de suministrar a la Persona Humana, que ejercita la virtud de la caridad, la participación suficiente en el Ser Absoluto, de la bondad y la belleza eternas; pero fundamentalmente de la verdad. Esta es el ser de Dios participado a los hombres, en la Creación de los mismos, como sujetos diversos del Creador.
Y en cuanto la caridad es un hábito sobrenatural, en tanto virtud, para ejercerla solo podemos hacerlo elevándonos para recibirla como verdadero don.
Cierto es que el hombre puede convertirse en “fuente de la que manan ríos de agua viva” (conf. Jn. 7,37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (conf. Jn. 19, 34)” (Benedicto XVI. “Deus Cartas Est”. Ediciones Paulinas pág. 18).
Y con esta condición el hombre puede brindar genuinamente, en su descenso y entrega a su prójimo, el amor oblativo que es aquél definido en la perfección por la naturaleza de su origen.
Se define la acción de contemplar como un “ocuparse con intensidad en pensar en Dios y considerar sus atributos divinos o los misterios de la religión” (D.R.A.E.).
Pero contemplar consiste en el ejercicio de las facultades propias de la Persona Humana, imagen y semejanza de su Creador, para conocerle en aquellas perfecciones de las que la criatura participa, esto es la verdad, la bondad y la belleza en grado sumo, imposible de superar. Esta es la sabiduría, que es la que suministra el fin más elevado de la actividad humana.
Aristóteles ha escrito al respecto: “Esta actividad contemplativa es por sí misma la más elevada; de todo lo que hay en nosotros, el espíritu ocupa el primer puesto, y entre todo lo que se relaciona con el conocimiento, las cuestiones que el espíritu abarca son las más elevadas…. La sabiduría trae aparejados placeres maravillosos, tanto por su pureza como por su solidez, y la vida para aquellos que saben se revelan como más agradable que para aquellos que intentan saber… Si pues el espíritu, en relación al hombre es un atributo divino, una existencia conforme al espíritu será, en relación a la vida humana verdaderamente divina” (Nic. 1177 a 1179).
La sabiduría, vocablo cuya raíz sugiere “sapere” es decir el goce de la verdad por el intelecto, en tanto conocimiento superior, es de por sí difusivo, pues el saber tiende a incrementarse para satisfacer su naturaleza, que es aquella determinada por su origen, y que por ser parcial busca -aunque en este mundo no ha de encontrar- la plenitud de la que se nutre.
El hombre, persona humana, en posesión de la sabiduría, entonces, se encuentra impulsado a brindar las perfecciones propias del ser aprehendido. Por ello es que la caridad es el más alto grado del amor, pues impulsa a la entrega al prójimo del mismo modo que Dios en el acto de creación y su Hijo en el acto de redención, se brindaron.
San Pablo insiste “La caridad es la perfección de la ley” (Romanos 13,10), “Pues toda ley se resume en este precepto: ‘ama a tu prójimo como a ti mismo’ (Gal. 5,14)”.
Y es aquí donde adquieren singular relevancia las palabras de Aristóteles –a quien con toda justicia se llamó el cristiano preexistente- que nos enseñan “No debemos escuchar a las personas que nos aconsejan, con el pretexto de que somos hombres, no pensar sino en las cosas humanas y, con el pretexto de que somos mortales, renunciar a las cosas inmortales” (Nic. 1177 a 1179).
Ya el Estagirita ubicaba y expresaba la esencia de la virtud de la caridad, como un contenido del alma, que por tanto no se encontraba sujeto a los apetitos de una materia vacía, inadmisible a poco que se reflexionara sobre el orden del universo en el que estaba inserta aquella que era propia del hombre.
Esto decía de la excelencia propia de la caridad, entre las demás virtudes, en tanto se destaca su ejercicio por dirigir todos los demás hábitos de la Persona Humana a su fin último sobrenatural, esto es, por afirmar la trascendencia, evidencia exigida si queremos entender el sentido del hombre.
La sabiduría, fruto de la contemplación, nos brinda el conocimiento de nuestra propia realidad y de la de nuestro prójimo. El encuentro con éste, ya es un acto de caridad, pues la definición del sujeto receptor del ser que lo perfecciona, indica movimiento, entrega y provoca esa mutación.
Jean Guitton, citando a Alain, señala: “La caridad consiste menos en desear el bien de los hombres que en encontrarlos magníficos y en un no saciarse de verlos” y agrega el gran filósofo francés: “Estamos tan inclinados al desprecio o al miedo. Ese amor es una virtud en el sentido noble del término. Hay que tender humildemente a ella. Cuando consideramos al prójimo como un ser irremplazable, en vez de ignorarlo o de despreciarlo, nos sorprendemos admirándole en sus trabajos habituales, en sus sufrimientos, en sus largas horas de tedio o en sus reacciones instintivas… Entonces lo amamos, incluso sin tener que pronunciar la palabra bondad, tan mágica y tan insulsa” (Sabiduría Cotidiana. Pág. 52).
Se trata de la contemplación, y por ello de la visión de la realidad del Absoluto expresadas en sus criaturas.
La contemplación modifica cualitativamente a la persona. La ordena a la meditación, a la consideración, a la reflexión. El idioma alemán designa la contemplación con el conocido vocablo Betrachtung, que precisamente expresa las acciones arriba detalladas en éste párrafo.
No se puede amar, si no se conoce lo que se da ni a quien se le da. Se trata de la actividad natural del intelecto, que penetra la realidad suprema en sus manifestaciones temporales, para elevarse en el conocimiento cada vez mayor de las esencias, cuyos contenidos –en tanto participados del Absoluto- no tienen límites.
Esta modificación cualitativa tiene una especial incidencia en la perfección de las acciones de la Persona Humana, que encuentran su causa próxima determinante en la generosidad. La generosidad entonces, prima en el incremento óntico de la condición ética.
Así entonces, es ella -la generosidad- el ánimo, en tanto voluntad operante, que se inclina “a anteponer el decoro a la utilidad y al interés” (D.R.A.E.). Esto es la primacía de la pureza, la honestidad, el recato; al provecho personal, a la ganancia.
En este contexto, la Persona Humana, al ejercer la caridad, necesariamente debe incrementar su capacidad óntica. Esto es el amor operante, el amor efectivo, perfecciona a la Persona Humana para que esta pueda brindar perfección. Es incompatible con la mediocridad, la negación de la realidad objetiva, los mecanismos mediante los cuales el hombre maniobra para posicionarse socialmente en la atención exclusiva a lo que se denomina lo práctico o lo útil. Todo lo cual determina el egoísmo que, en definitiva, no es sino –como varias veces lo he señalado- el abrazo a la propia sombra y con ello la angustia de una existencia que se hunde en el vacío propio de la carencia de sentido.
Es prudente retornar al idioma alemán, porque sus vocablos suelen expresar profundos contenidos conceptuales. Así, la palabra española generosidad, en alemán se expresa con los vocablos Grossmut palabra compuesta por los términos Gross (grande), Mut (valor, coraje, bravura, valentía). Edelmut palabra formada por los vocablos Edel (noble, hidalgo, caballeroso) que califica tales condiciones con el valor, el coraje. Y también Seelengrösse, término integrado por los vocablos Seele (alma) calificada por su grandeza, y finalmente es prudente señalar el vocablo Freigebigkeit, en el que se destaca el término libre.
Tales calidades de la voluntad, preparan la Persona Humana para una entrega cada vez menos condicionada por su egoísmo. Es el acercamiento del hombre a la grandeza de su Creador, de la que participa.
Por ello puede insistirse en que el amor operante, esto es la caridad, perfecciona a quién la ejerce y con ello obtiene las calidades necesarias para brindarse al prójimo.
Es un movimiento de causas eficientes y finales en armónica interacción.
La sabiduría, por lo tanto, y en principio, no consiste en conocimientos obtenidos por medio de profundos y extensos estudios. Ella se obtiene con la simple visión del orden natural y de su ley, todo lo que nuestra naturaleza percibe como propio. Se trata, primariamente de un acto de introspección personal y, a partir del mismo, de proyección al prójimo que está en el entorno de la realidad a la que pertenecemos. Posible de mayor perfección por el conocimiento místico, que es el que se sustenta en la fe. En tanto tenemos conciencia de nuestros hermanos, ya los estamos amando. Por ello, la caridad no consiste- inicialmente - en la entrega de cosas materiales, sino en la unión espiritual, aquella que no sólo no se agota, sino que requiere, permanentemente de la renovación de la misma, die Seeleverbindung, la unión en las almas, que permite que los cuerpos se amalgamen, in die Gemeinschaft, en la comunidad.
Por eso la caridad es el medio que garantiza la unión en la comunidad y, con ello, la satisfacción de la tendencia social de la Persona Humana.
La caridad únicamente es posible en libertad. Y ello así por cuanto esta es exclusivamente “la preferencia reflexiva de lo mejor”. La caridad es el impulso a hacer lo que se debe, y la sabiduría, fruto de la contemplación no admite otra opción. Aquí, lo que se debe coincide con lo que se quiere. La atracción, el examen, la deliberación y, finalmente, la decisión, que componen las distintas etapas en la formación del acto libre, son regidas por los componentes de los principios propios de la sabiduría. Por eso, en el acto de caridad la libertad se afirma abundando el ser del que ama, para mejor brindarse al ser amado.
La libertad permite la necesaria distinción, exigida por la diversidad de los contenidos, de la entrega perfectiva - y de sus modalidades - conforme el sujeto receptor. Es posible así entender el amor entre padres e hijos, entre esposos, entre compañeros de trabajo o de deporte, entre amigos. Todas son formas de dación del ser, pero, en su natural distinción, la caridad es el factor unitivo de lo que aparece distinto. Y en esa unidad se complementan los sujetos que la integran con las esencias comunes del amor operante. Aquellas que conducen a la trascendencia.
Del eros y del agapé
El primero designa el amor carnal, sexual.
Los antiguos griegos llamaron eros al amor entre el hombre y la mujer. Por su naturaleza se imponía fuertemente al ser humano.
En principio se debe afirmar, que en lo atinente al vínculo que genera toda acción de caridad, aquélla que se pretende sustentada solo en lo erótico, carece de la estabilidad necesaria a la unión permanente que es el objetivo del acto de amor.
Al estar afirmado sólo en el deseo carnal, el vínculo, la relación, se agota y desaparece con la satisfacción del mismo.
Friedrich Nietzsche, en su obra “Jenseits von Gut und Böse”, acusa al cristianismo de haber “dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio”.
Benedicto XVI, en la Encíclica “Deus Caritas Est” formula las siguientes precisiones: “Pero, ¿es realmente así?. El cristianismo ¿ha destruido verdaderamente el eros?. Los griegos –sin duda análogamente a otras culturas- consideraban el eros ante todo como un arrebato, una ‘locura divina’ que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia, y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta... El eros se celebraba pues, como una fuerza divina, como comunión con la divinidad… A esta forma de religión… El antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró la guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros, que se produce en esos casos, lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza… Por eso, el eros ebrio e indisciplinado, no es elevación, ‘éxtasis’ hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre” (Ediciones Paulinas. Pág. 10 y 11).
Los tiempos que vivimos han reducido las relaciones sexuales al único objetivo que debe buscarse consumar en un vínculo entre un hombre y una mujer. Es el culto al placer, por el placer mismo. Se trata del hedonismo que es el nombre de la doctrina que persiguen los hombres a pesar del vacío en el que se sumergen en cada acción de este tipo.
Dice Jean Guitton, (ob. cit. pág. 27): “Ese amor de concupiscencia tiene como objetivo su interés, busca el gozo más que la alegría. No ama en verdad al otro, sino que se ama a sí mismo a través del otro”. Es una desviación del amor, es lo sensible descontrolado.
Por eso Benedicto XVI abunda en el concepto señalando: “Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro ‘sexo’, se convierte en mercancía, en simple ‘objeto’ que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía” (“Deus Caritas Est”. Cit. pág. 13).
El hombre queda así desmembrado. Ni siquiera se trata de considerar el cuerpo en toda su integridad, y lo genital, solo es considerado en lo que de goce puede suministrar como atractivo, con total prescindencia de lo funcional. Esto explica el desprecio por el propio cuerpo, pero fundamentalmente del de aquél o del de aquella en el que el sujeto ha pretendido encontrar un vínculo, una permanencia, imposible de ser sustentada en el arrebato de lo sensible.
Agrega Benedicto XVI: “La fe cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno, en cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza” (“Deus Caritas Est”. Cit. pág. 14).
Se ha dicho que el amor sustentado en la sabiduría, genera el vínculo que impone el carácter inagotable de las perfecciones a las que se puede acceder por su ejercicio, esto es por la caridad. Se trata de un requerimiento de la naturaleza perfectible del hombre, que encuentra su satisfacción, aunque provisoria y relativa, en la elevación y purificación. Es la exaltación tranquila de la voluntad asentada sobre las conclusiones del intelecto. Es un goce pleno, profundo. Es el goce del sabor de la bondad, belleza y verdad eternas.
El amor agapé, también llamado caridad, “nos impulsa ….. a darnos a otros, a alegrarnos por su bien, a imaginar un todo del que somos solamente una parte” (Jean Guitton. Ob. Cit. pág. 27). Y como es el bien por excelencia, es unitivo, y en la unidad perfectiva, dando sentido aún, al goce sensible que es una expresión del presupuesto que nace de la relación y hasta de la fusión entre dos personas humanas.
Es la evidencia que surge de la comprensión de nuestra naturaleza corporal y espiritual. Con este presupuesto, el amor apasionado se desprende de lo sensible, para abrazarse como afición vehemente a la verdad, que es el ser. Es el hombre, Persona Humana, que en su integridad afronta el desafío que proviene de la certeza del goce futuro que provocará la visión del Absoluto. Por ello busca y permanece en la unidad consigo mismo y con el prójimo, en la que hasta el momento de trascender, encontrará bienes sucesivos, que le permitirán gozar de la dicha y paz propia de la auténtica felicidad.
El hombre lo sabe, pues se le ha revelado el misterio a través de la entrega que Dios ha hecho de su Hijo, lo que permite predicar con Benedicto XVI: “Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor” (“Deus Caritas Est”. Cit. pág. 23).
La caridad causa de la paz
San Agustín ha definido la Paz como “la tranquilidad en el orden”.
Por lo demás, de lo formulado hasta este estado del presente desarrollo, puede concluirse que la caridad es la participación del hombre en el poder de Dios. Por cuanto el mismo se traduce en la entrega creadora del Padre. Así como el hombre es imagen y semejanza de quien le ha dado existencia, participa, en la medida de sus limitaciones, de la capacidad de amar, lo que se traduce en el ejercicio del poder que le permite encauzar o modificar la realidad.
La caridad, entonces, sustentada en la sabiduría y operada en el marco amplio que la generosidad otorga a la voluntad; y la libertad, en tanto condición de la Persona Humana, que le permite, en su recto ejercicio –asegurado por el intelecto y la voluntad como causas recíprocas- la aprehensión de lo mejor, o sea del bien; es la virtud que opera como hábito que se manifiesta en los afectos, en tanto se concretan éstos en el amor –que es entrega- como en los sentimientos externos que se definen como la forma que contiene la esencia de la dación.
La caridad, solo puede ejercerse en el marco del orden, pues éste es la “unidad que resulta de la armónica disposición de las cosas” y la unidad, que es garantía de las esencias, permite hacer efectiva la entrega perfectiva a la Persona Humana, definida por su naturaleza espiritual, con prescindencia de las variantes generadas por lo accidental.
Conclusión:
En cuanto el servicio del amor, que implica la caridad, se abandone o se desprecie, entonces, no habrá paz. Y no la habrá:
* Mientras la caridad sea un simple enunciado
* Mientras la palabra amor sea el medio de engaño por el que se oculten perversos intereses
* Mientras la dignidad de la Persona Humana sea un concepto extraño en la sociedad
* Mientras la vida de los pequeños que viven en el seno materno sea un medio de cambio en el triste negocio de conservación de la permanencia en los despachos públicos.
* Mientras la vida de los más débiles – por vejez o enfermedad – o de aquellos hermanos con capacidades diferentes, quede sometida a las reglamentaciones de la eutanasia que preparan los actuales cultores de las doctrinas eugenésicas
* Mientras las voluntades de los hombres masificados se compren con míseras limosnas
* Mientras las Personas Humanas sean consideradas cosas, simple materia, usadas para brindar el aplauso pagado con la ración vergonzante
* Mientras los sabios enmudezcan, porque el grito de los necios, que sólo aturde, les impida expresarse
* Mientras el virtuoso sea burlado y el corrupto alabado
* Mientras el concepto de amor sea bastardeado aplicándoselo a uniones aberrantes
Y como todo esto ya está sucediendo, progresivamente la paz se irá totalmente extinguiendo. Y la sociedad, que ya soporta estallidos acotados, se desmembrará en múltiples fragmentos. Y, entonces, habremos privado a nuestros hijos y nietos, del destino por cuya grandeza muchos lucharon y hasta dieron su vida. Y los responsables seguirán exclamando. Y la exclamación será sólo ruido, aquel que escuchamos desde hace tiempo, y por el que se ha perdido el silencio que es calma. Ésta, la necesaria al pensamiento que debe preceder la acción que transforme. Y, así inmovilizados, permaneceremos infecundos y la comunidad se encaminará al agotamiento para ser presa de quienes, extraños a la tierra, aguardan dominar.
Pero en la esperanza, es posible y necesario afirmar: La Nación encenegada todavía resiste en su esencia, pues no hay barro que, por espeso y pestilente, pueda opacar la historia en la que se alzan – docentes – vidas heroicas afirmadas en el dolor y la sangre, que es como ejercieron el genuino amor a sus hermanos.
Y otra vez la Patria Argentina, por la obra de sus hijos, deberá cimentar – con el sufrimiento que templa – el nuevo camino que conduzca al destino que nunca debió ser quitado.
En tanto nosotros, prestos a rendir las cuentas exigidas, recordaremos aquella sentencia de San Juan de la Cruz, que dice: “A la tarde de la vida te examinarán en el Amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición”. Instalados, entonces, en el ejercicio de la caridad, antes que sea demasiado tarde.
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