viernes, 29 de julio de 2022

ULTRAMONTANISTAS: PADRINOS DEL MOVIMIENTO TRADICIONAL

La crisis que vive hoy la Iglesia es ciertamente inédita por sus características, pero no es ni la primera ni la última de la historia. 

Por Roberto de Mattei


Pensemos, por ejemplo, en el ataque que sufrió el Papado en los años de la Revolución Francesa.

En 1799 la ciudad de Roma fue invadida por el ejército jacobino del general Bonaparte. El Papa Pío VI fue llevado prisionero a la ciudad de Valence, donde murió el 29 de agosto, después de que los sufrimientos aceleraran su muerte. El ayuntamiento de Valence notificó al Directorio la muerte de Pío VI, añadiendo que el último papa de la historia había sido enterrado.

Diez años más tarde, en 1809, el sucesor de Pío VI, Pío VII, viejo y enfermo, también fue arrestado y, tras dos años de prisión en Savona, fue llevado a Fontainebleau, donde permaneció hasta la caída de Napoleón. Nunca el papado había aparecido tan débil ante el mundo. Pero diez años después, en 1819, Napoleón había desaparecido de la escena y Pío VII estaba de nuevo en el trono papal, reconocido como la suprema autoridad moral por los gobernantes europeos. En ese año 1819 se publicó en Lyon Du Pape, la obra maestra del conde Joseph de Maistre (1753-1821), una obra que tuvo cientos de reimpresiones y que anticipó el dogma de la infalibilidad papal, posteriormente definido por el Concilio Vaticano I.


De Maistre: Contrarrevolucionario ultramontano

Joseph de Maistre fue un gran defensor del papado, pero sería un error que alguien lo convirtiera en apologista de un papa despótico o dictador. Hoy en día hay algunos tradicionalistas que culpan de los abusos de poder eclesiásticos a los católicos intransigentes del siglo XIX. Estos ultramontanos y contrarrevolucionarios, se nos dice, atribuían un poder excesivo al Papa, entusiasmándose sin medida con el dogma de la infalibilidad. Esta reacción exagerada se tradujo en una simpatía por aquellos católicos galicanos que negaban la infalibilidad y el primado universal del Papa, y por aquellos católicos liberales o semiliberales que, aunque no negaban en principio el dogma de la infalibilidad, consideraban inadecuada su definición. Entre ellos se encontraba el arzobispo de Perugia monseñor Gioacchino Pecci, más tarde Papa con el nombre de León XIII, que, una vez elegido, fue el primer Papa moderno que gobernó de forma centralizadora, imponiendo como casi infalible la opción política y pastoral de la unión con la Tercera República francesa.

León XIII

El dogma de la infalibilidad proclamado por Pío IX define con precisión los límites de este extraordinario carisma, que ninguna religión posee, fuera de la católica. El Papa en la Iglesia no puede hacer lo que quiera, porque la fuente de su poder no es su voluntad. La tarea del Papa es transmitir y defender, a través de su Magisterio, la Tradición de la Iglesia. Junto al Magisterio extraordinario del Papa, que tiene su fuente en las definiciones ex cathedra, hay una enseñanza infalible que se deriva de la conformidad del Magisterio ordinario de todos los Papas a la Tradición Apostólica. Sólo creyendo en la Iglesia y su Tradición ininterrumpida puede el Papa confirmar a sus hermanos en la fe. La Iglesia no es infalible porque ejerce autoridad, sino porque transmite una doctrina.


"Yo soy la Tradición"

Las palabras atribuidas al Beato Pío IX, "Yo soy la Tradición", suscitan a veces escándalo. Sin embargo, estas palabras deben entenderse en su correcto sentido. Lo que el Papa quiso decir no es que su persona sea la fuente de la Tradición, sino que no hay Tradición fuera de él, como no hay Sola Scriptura independiente del Magisterio de la Iglesia.

La Iglesia se basa en la Tradición, pero no puede continuar sin el Papa, cuya autoridad no puede ser transferida ni a un concilio ecuménico, ni a un episcopado nacional, ni a un sínodo permanente.


La prioridad de la jerarquía sobre el dogma

Hay una frase de Joseph de Maistre en su "Lettre à une dame russe sur la nature et les effets du schisme", que puede ser tan sorprendente como la de Pío IX, pero que también es profundamente cierta: "Si se permitiera establecer grados de importancia entre las cosas de institución divina, yo colocaría la jerarquía antes que el dogma, tan indispensable es para el mantenimiento de la fe" [1].

Esta frase resume el problema capital de la regula fidei en la Iglesia. El padre Juan Perrone (1794-1876), fundador de la escuela teológica romana, desarrolla este tema en los tres volúmenes de su obra Il protestantesimo e la regola di fede. Las dos fuentes de la Revelación son la Tradición y la Sagrada Escritura. La primera es asistida por Dios, la segunda es inspirada por Dios. "La Escritura y la Tradición se fecundan mutuamente, se ilustran, se refuerzan y completan el siempre único e idéntico depósito de la revelación divina" [2].

Pero para conservar este depósito de la fe, que es siempre uno y el mismo hasta el fin de los tiempos, Cristo lo confió a una autoridad siempre viva y parlante; la autoridad de la Iglesia que consiste en el cuerpo universal de los obispos unidos a la cabeza visible de la Iglesia, el Romano Pontífice a quien Cristo confirió la plenitud del poder sobre la Iglesia universal.

La Sagrada Escritura y la Tradición constituyen las normas remotas de nuestra fe, pero la siguiente regula fidei está representada por la autoridad docente y juzgadora de la Iglesia, que tiene su cúspide en el Papa. La jerarquía es, en este sentido, anterior al dogma. Pero incluso si diéramos la primacía al dogma sobre la jerarquía, deberíamos recordar que, de todos los dogmas, el que en cierto sentido fundamenta todos los demás es precisamente el dogma de la autoridad infalible de la Iglesia. La Iglesia goza del carisma de la infalibilidad, aunque la ejerce de manera extraordinaria sólo de forma intermitente. Pero la Iglesia es siempre infalible, y lo es no desde 1870, sino desde que el Señor transmitió a su Vicario en la tierra, San Pedro, el poder de confirmar a sus hermanos en la fe.

La sucesión apostólica en la que se basa la autoridad de la Iglesia es un elemento fundamental de su constitución divina. El Concilio de Trento, al definir la verdad y las reglas de la fe católica, afirma que están contenidas "en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que, recogidas por los Apóstoles de boca del mismo Cristo o por los mismos Apóstoles, bajo la inspiración del Espíritu Santo, transmitidas casi de mano en mano, han llegado hasta nosotros" (Denz-H, n. 1501).

"Sólo es verdadera la Tradición que se apoya en la Tradición Apostólica", reitera el teólogo romano contemporáneo Mons. Brunero Gherardini (1925-2017) [3].

Esto significa que el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, príncipe de los Apóstoles, es el garante por excelencia de la Tradición de la Iglesia. Pero también significa que en ningún caso el objeto de la fe puede superar lo que nos dan los testimonios de los Apóstoles.


Sola Scriptura y Sola Traditio

Los protestantes negaron la autoridad de la iglesia en nombre de la "Sola Scriptura". Este error lleva de Lutero al Socinianismo, que es la religión de los relativistas modernos. Pero también se puede negar la autoridad de la iglesia en nombre de la "Sola Traditio", como hacen los ortodoxos y como corren el peligro de hacer algunos tradicionalistas. La separación de la Tradición de la autoridad de la Iglesia conduce en este caso a la autocefalia, que es la condición de quienes no tienen una autoridad visible e infalible con la que relacionarse.

Lo que tienen en común los protestantes defensores de la Sola Scriptura y los griegos ortodoxos defensores de la Sola Traditio es el rechazo de la infalibilidad del Papa y de su Primado universal; el rechazo de la Cátedra Romana. Por eso, según Joseph de Maistre, no hay ninguna diferencia radical entre el Cisma de Oriente y el protestantismo occidental.
Es una verdad fundamental en todas las cuestiones religiosas que toda iglesia que no es católica es protestante. En vano se ha intentado hacer una distinción entre iglesias cismáticas y heréticas. Sé bien lo que se quiere decir, pero al final toda la diferencia radica sólo en las palabras, y todo cristiano que rechaza la comunión del Santo Padre es un protestante o pronto lo será. ¿Qué es un protestante? Es un hombre que protesta; ¿y qué importa que proteste contra uno o varios dogmas, contra esto o contra aquello? Podrá ser más o menos protestante, pero siempre protesta... Una vez roto el vínculo de la unidad, ya no hay un tribunal común, ni por consiguiente una regla de fe invariable. Todo se reduce al juicio particular y a la supremacía civil que constituyen la esencia del protestantismo [4].
En la Iglesia Católica, la autenticidad de la Tradición está garantizada por la infalibilidad del Magisterio. Sin la infalibilidad no habría ninguna garantía de que lo que la Iglesia enseña es verdadero. La comprensión de la palabra de Dios se dejaría a la investigación crítica de los individuos y se abrirían de par en par las puertas del relativismo, como ocurrió con Lutero y sus seguidores. Al negar la autoridad del Papa, la Revolución Protestante se condenó a sí misma a una constante variación en un torbellino doctrinal. Pero en Oriente, tras el cisma de 1054, la Iglesia ortodoxa, que en nombre de la sola Traditio sólo acepta los siete primeros concilios de la Iglesia, se condenó a sí misma a una inmovilidad estéril.

A los que están bajo el hechizo de la ortodoxia hay que recordarles las palabras de Joseph de Maistre: "Todas estas Iglesias separadas de la Santa Sede a principios del siglo XII pueden compararse a cadáveres congelados cuyas formas se han preservado del frío" [5].

Un teólogo agustino de la Asunción, el padre Martin Jugie (1878-1954), desarrolló este tema en un libro publicado en 1923 titulado Joseph de Maistre et l'Eglise greco-russe, cuya lectura recomiendo.

Durante muchos siglos, Oriente se ha acostumbrado a considerar la doctrina revelada como un tesoro que hay que custodiar, no como un tesoro que hay que explotar; como un conjunto de fórmulas inmutables, no como una verdad viva e infinitamente rica, que el espíritu del creyente busca siempre comprender y asimilar mejor [6].
La Iglesia no fue fundada por Cristo como una institución, ya rígida e irrevocablemente constituida, sino como un organismo vivo, que -como el cuerpo, imagen de la Iglesia- debía tener un desarrollo. Este desarrollo de la Iglesia, su crecimiento en la historia, se produce a través de la contradicción y la lucha, luchando especialmente contra las grandes herejías que la atacaban internamente. De nuevo De Maistre:
Cuando consideramos las pruebas que ha sufrido la Iglesia romana por los ataques de la herejía y la mezcla de naciones bárbaras que se produjo en su seno, nos admiramos al ver que, en medio de estas terribles revoluciones, todos sus títulos están intactos y se remontan a los Apóstoles. Si la Iglesia ha cambiado algunas cosas en sus formas externas, es una prueba de que vive, pues todo lo que vive en el universo cambia, según las circunstancias, en todo lo que no tiene que ver con las esencias. Dios, que se las reservó, dio las formas al tiempo para que las ordenara según ciertas reglas. La variación de la que hablo es incluso el signo indispensable de la vida, porque la inmovilidad absoluta sólo pertenece a la muerte [7].
El Concilio Vaticano I, citando a Vicente de Lerín, explica que la comprensión de las verdades de la fe debe crecer y progresar con la sucesión de la edad y de los siglos en la inteligencia, la ciencia y la sabiduría, pero sólo "en el mismo dogma, sentido y sentencia" (Commonitorium, cap. 23, 3). El progreso de la fe no significa de hecho alteración de la fe. La condena de la alteración de la fe, sin embargo, no significa el rechazo de todo desarrollo orgánico del dogma, que se realiza a través del Magisterio de la Iglesia, bajo la influencia del Espíritu Santo, y está garantizado por el carisma de la infalibilidad. Pero si la Iglesia es infalible debe haber un sujeto que ejerza este carisma. Este sujeto es el Papa y no puede ser otro que él. En la fe de la infalibilidad del Papa están las raíces de la fe en la infalibilidad de toda la Iglesia [8].

La Constitución Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I establece claramente cuáles son las condiciones de la infalibilidad papal. La infalibilidad del Papa no significa en absoluto que goce, en materia de gobierno y magisterio, de un poder ilimitado y arbitrario. Si bien el dogma de la infalibilidad define un privilegio supremo, establece sus límites precisos, admitiendo la posibilidad de infidelidad, error y traición.

Para el papólatra, o "hiperpapalista", el Papa no es el Vicario de Cristo en la tierra, cuya labor es transmitir intacta y pura la doctrina que ha recibido, sino que es un sucesor de Cristo que perfecciona la doctrina de sus predecesores, adaptándola a los tiempos cambiantes. La doctrina evangélica está en perpetua evolución porque coincide con el Magisterio del Pontífice reinante. El Magisterio perenne es sustituido por el Magisterio "vivo", expresado por la enseñanza pastoral, que se transforma cada día y tiene su regula fidei en el sujeto de la autoridad y no en el objeto de la verdad transmitida.


El tradicionalismo y el papado

No se necesita ciencia teológica para comprender que, en el desafortunado caso de contraposición -verdadera o aparente- entre el "Magisterio vivo" y la Tradición, la primacía sólo puede atribuirse a la Tradición, por una sencilla razón: La Tradición, que es el Magisterio "vivo" considerado en su universalidad y continuidad, es en sí misma infalible, mientras que el llamado Magisterio "vivo", entendido como la predicación actual de la jerarquía eclesiástica, sólo lo es bajo ciertas condiciones [9].

En efecto, en la Iglesia, la "regla de fe" última en tiempos de defección de la fe no es el Magisterio vivo contemporáneo y sus actos no definitivos, sino en la Tradición, que constituye, con la Sagrada Escritura, una de las dos fuentes de la Palabra de Dios.

¿Qué sucede cuando quienes gobiernan la Iglesia dejan de custodiar y transmitir la Tradición y, en lugar de confirmar a sus hermanos en la fe, crean confusión en sus mentes y provocan amargura y resentimiento en sus corazones?

Cuando esto sucede es el momento de aumentar el amor a la Iglesia y al Papa. Pero la respuesta al hiperpapalismo no es el neogalicanismo de ciertos tradicionalistas, ni la Sola Traditio de los cismáticos greco-rusos. El hombre de la Tradición no es un anarco-tradicionalista, sino un católico que repite con Joseph de Maistre:
Oh, santa Iglesia de Roma, mientras la palabra se conserve para mí, me serviré de ella para celebrarte. Te saludo, madre inmortal de la ciencia y de la santidad. Salve, magna parens... En medio de todos los trastornos imaginables, Dios ha velado constantemente por ti, oh Ciudad Eterna. Todo lo que podía destruirte se ha alzado contra ti, y tú has resistido; y así como antes eras el centro del error, desde hace dieciocho siglos eres el centro de la verdad [10].
El amor al Romano Pontífice, a sus prerrogativas y derechos, ha caracterizado a los espíritus auténticamente católicos a lo largo de veinte siglos de historia, porque, como afirma Plinio Corrêa de Oliveira, "después del amor a Dios, éste es el más alto amor que nos enseña la religión" [11].

Sin embargo, no se debe confundir el Primado Romano con la persona del Papa reinante, como tampoco se debe confundir el llamado Magisterio vivo, con el Magisterio perenne, la enseñanza privada y no infalible del Papa con la Tradición de la Iglesia. El error, como bien ha señalado el estudioso chileno José Antonio Ureta, no está en el ultramontanismo, sino en el neogalicanismo, que hoy se presenta en dos versiones: la de los sinodales alemanes y la de algunos neotradicionalistas, especialmente del área anglosajona.

La única esperanza en el futuro no reside en la disminución del papado, sino en el ejercicio de su suprema autoridad para condenar solemne e infaliblemente los errores teológicos, morales, litúrgicos y sociales de nuestro tiempo. Es inútil discutir quién será el próximo Papa. Es importante discutir lo que el próximo Papa debe hacer y rezar para que lo haga.


Notas:

[1] Joseph de Maistre, "Lettre à une dame russe sur la nature et les effets du schisme et sur l'unité catholique", en Lettres et opuscules inédits, A. Vaton, París 1863, vol. II, pp. 267-268.

[2] Il protestantesimo e la regola di fede, Civiltà Cattolica, Roma 1953, 3 volúmenes, vol. I, p. 15.

[3] Quod et tradidi vobis, La Tradizione vita e giovinezza della chiesa (Casa Mariana, Frigento 2010), 405.

[4] Du Pape (H. Pélagaud, Lyon-París 1878), 401, 405.

[5] Ibídem, 406.

[6] Martin Jugie, Joseph de Maistre et l'Eglise greco-russe, Maison de la bonne presse, París 1923, pp. 97-98.

[7] Du Pape, p. 410.

[8] Michael Schmaus, Catholic Dogmatics, Marietti, Casale Monferrato 1963, vol. III/1, p. 696.

[9] R. de Mattei, Apologia della Tradizione, Lindau, Turín 2011, p. 146.

[10] Du Pape, 482, 483

[11] R. de Mattei, The Crusader of the 20th Century. Plinio Correa de Oliveira, Piemme, Casale Monferrato 1996, p. 309.


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