EL TEMPLO MASONICO LEVANTADO
SOBRE LAS RUINAS DE LA IGLESIA CATOLICA
Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella.
(Mateo, XVI, 8)
A
M A R I A
PRESERVADA DEL PECADO ORIGINAL
A LA VISTA DE LOS MÉRITOS
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Dios dijo a la serpiente:
“Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la descendencia de Ella.
Ella te aplastará la cabeza.
Y tú le herirás el talón”
(Génesis III, 15).
Société Saint Augustin – Desclée, De Brouwer et Cia., Lille, 41, Rue du Metz
NIHIL OBSTAT:
Insulis, die 11 Novembris 1910.
H. QUILLIET, s. th. d.
librorum censor
IMPRIMATUR
Cameraci, die 12 Novembris 1910.
A. MASSART, vic. gen.
Domus Pontificiae Antistes.
SECRETARÍA DE ESTADO DE SU SANTIDAD
Del Vaticano, 23 de octubre de 1910.
Monseñor:
El Santo Padre Pío X recibió con paternal interés la obra titulada: “La conspiración anticristiana”, que me pedisteis que le enviara en vuestro nombre.
Su Santidad os felicita afectuosamente por haber llevado a buen término la composición de esta importante y sugerente obra, como continuación de una larga serie de estudios que igualmente honran vuestro celo y vuestro ardiente deseo de servir a la causa de Dios y de la Santa Iglesia.
Las ideas rectrices de vuestra hermosa obra son las que inspiraron a los grandes historiadores católicos: la acción de Dios en los acontecimientos de este mundo, el hecho de la Revelación, el establecimiento del orden sobrenatural y la resistencia que el espíritu del mal opone a la obra de la Redención. Usted muestra el abismo al que conduce el antagonismo entre la civilización cristiana y la supuesta civilización que retrocede hacia el paganismo. ¡Cuánta razón tiene al afirmar que la renovación social solo podrá lograrse mediante la proclamación de los derechos de Dios y de la Iglesia!
Al expresarles su gratitud, el Santo Padre les desea que, con una salud siempre vigorosa, puedan llevar a cabo íntegramente el plan sintético que han trazado y, como muestra de su especial benevolencia, les envía su bendición apostólica.
Con mi agradecimiento personal y mis felicitaciones, reciba, Monseñor, la certeza de mis más sinceros sentimientos en Nuestro Señor.
Cardenal Merry Del Val
☙❧
Sobre el Autor
El texto que figura a continuación ha sido extraído del libro “Nobleza y Elites Tradicionales Análogas en las Alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza Romana”, del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, Livraria Civilização Editora, Oporto, 1993.
“Monseñor Henri Delassus (1836-1921), ordenado sacerdote en 1862, ejerció su ministerio como vicario en Valenciennes (Saint-Géry) y Lille (Sainte-Catherine y Sainte-Marie-Madelaine). En 1874 fue nombrado Capellán de la Basílica Notre-Dame de la Treille (Lille). Canónigo honorario en 1882 y Prelado doméstico en 1904. En 1911 fue ascendido a Protonotario Apostólico. En 1914 se convirtió en Canónigo de la recién creada diócesis de Lille y Deán del cabildo de la catedral. Como escritor, publicó las siguientes obras:
Histoire de Notre-Dame de la Treille, Patronne de Lille (1891), L’Américanisme et la Conjuration Antichrétienne (1899), Le Problème de l’Heure Présente: Antagonisme de Deux Civilisations (2 vols., 1904), L’Encyclique “Pascendi Dominici Gregis” et la Démocratie (1908), Vérités Sociales et Erreurs Démocratiques (1909), La Conjuration Antichrétienne: Le Temple Maçonnique voulant s’elever sur les Ruines de l’Eglise Catholique (prefácio do Cardeal Merry del Val, 3 vols., 1910), Condamnation du Modernisme dans la Censure du Sillon (1910), La Question Juive (extraído de La Conjuration Antichrétienne, 1911), La Démocratie Chrétienne: Parti et Ecole vus du Diocèse de Cambrai (1911), La Mission Posthume de Jeanne d’Arc et le Règne Social de Jésus-Christ (1913), Les Pourquoi de la Guerre Mondiale: Réponses de la Justice Divine, de l’Histoire, de la Bonté Divine (3 vols., 1919-1921).
Como periodista, en 1872 comenzó a colaborar en el periódico “Semaine Religieuse du Diocèse de Cambrai”, del que se convirtió en propietario, director y redactor jefe en 1874. Hizo de esta publicación “un bastión contra el liberalismo, el modernismo y todas las formas de conspiración anticristiana en el mundo”. Con la creación de la diócesis de Lille, esta revista pasó a llamarse “Semaine Religieuse du Diocèse de Lille” y se convirtió en el órgano oficial del obispado en 1919.
Mons. Delassus, que había sido ordenado sacerdote bajo Pío IX, ejerció la mayor parte de su ministerio bajo León XIII y San Pío X, y falleció durante el pontificado de Benedicto XV.
Tuvo un papel destacado en las acaloradas polémicas que marcaron la vida de la Iglesia durante esos pontificados, siempre movido por las grandes preocupaciones que caracterizaron los pontificados de Pío IX y San Pío X. La forma en que Mons. Delassus abordaba los problemas religiosos, sociales y políticos de la Europa y América de su tiempo era muy similar a la de Pío IX y San Pío X, orientación que defendió con inteligencia, cultura y valentía insuperables, tanto durante el reinado de estos dos Pontífices como durante el de León XIII.
Como es sabido, la interpretación que este último daba del panorama religioso, social y político general de Europa y América en el mismo período, tanto como Cardenal-Obispo de Perugia como Papa, en muchos puntos no coincidía —en la medida en que esto puede ocurrir entre Papas— con la interpretación de Pío IX y de San Pío X. La fidelidad de Mons. Delassus a la línea de pensamiento y acción que había seguido bajo Pío IX y que continuaría siguiendo durante los pontificados posteriores, lo expuso a incomprensiones, advertencias y medidas cautelares, probablemente penosas para él, por parte de la Curia Romana en la época de León XIII. Las recibió con toda la deferencia prescrita por las leyes de la Iglesia, pero también haciendo uso de la libertad que esas leyes le garantizaban.
Así, fue objeto de advertencias por parte de las autoridades locales y de la propia Santa Sede debido a sus ataques contra el Congreso Eclesiástico de Reims (1896) y el Congreso de la Democracia Cristiana (1897). En 1898, una carta del padre Sébastien Wyart le hizo ver que sus polémicos artículos desagradaban al Vaticano. Poco después, la Santa Sede pidió a Mons. Delassus que cesara “su campaña refractaria y sus polémicas violentas”. En 1902, el cardenal Rampolla pidió a Mons. Sannois, obispo de Cambrai, que advirtiera al periódico de Mons. Delassus, “Semaine Religieuse”.
El ascenso de San Pío X al Solio Pontificio compensaría ampliamente a Mons. Delassus por las penas que había sufrido. El Santo Pontífice comprendió, admiró y apoyó claramente al valiente polemista, al igual que él apoyó sin reservas la lucha antiliberal y antimodernista de San Pío X. En reconocimiento al mérito de esa lucha, el valiente sacerdote fue elevado por San Pío X a Prelado Doméstico en 1904, a Protonotario Apostólico en 1911, y también ascendió al cargo de Deán del Cabildo de la Catedral de Lille en 1914 (1).
Durante la guerra, Mons. Delassus suspendió comprensiblemente sus polémicas, al igual que lo hicieron, en beneficio de la unión nacional contra el adversario externo, los polemistas franceses de todas las tendencias. En los albores de la paz, en 1918, Mons. Delassus reavivó su llama polemista. Esta llama sagrada se extinguió poco después de su muerte.
Nota:
1) Con motivo del cincuentenario de su ordenación sacerdotal, Mons. Delassus recibió del Pontífice la siguiente carta:
“Hemos sabido con alegría que dentro de pocos días cumplirá cincuenta años de sacerdocio. Le felicitamos de todo corazón y le pedimos a Dios que le conceda toda clase de prosperidades. Nos sentimos impulsados a este acto de benevolencia, que bien merece, como bien sabemos, tanto por su devoción hacia nuestra persona como por los testimonios inequívocos de su celo, ya sea por la doctrina católica que defiende, ya sea por la disciplina eclesiástica que mantiene, ya sea, en definitiva, por todas estas obras católicas que sostiene y de las que nuestra época tiene tanta necesidad.
Debido a tan santas obras, os dispensamos de todo corazón los merecidos elogios y os concedemos, de todo corazón, querido hijo, la Bendición Apostólica, al mismo tiempo prenda de las gracias celestiales y testimonio de Nuestra benevolencia.
Dado en Roma, a los pies de San Pedro, el 14 de junio de 1912, noveno año de nuestro pontificado.
Pío X, Papa”.
(Actes de Pie X, Maison de la Bonne Presse, París, 1936, t. VII, p. 236).
☙❧
El autor consideró que no debía ocuparse de la reimpresión.
El problema que el americanismo había planteado inicialmente a sus meditaciones se convirtió pronto, en su espíritu, en el de la Revolución, y luego en el de la civilización moderna, que se remonta al Renacimiento.
Hoy, él lo concibe en una amplitud aún mayor: es el problema de la resistencia que el naturalismo opone al estado sobrenatural que Dios se dignó ofrecer a sus criaturas inteligentes. Así considerado, el problema abarca todos los tiempos. Se presentó en la creación de los ángeles, en el paraíso terrenal, en el desierto donde Cristo quiso someterse a la tentación; seguirá planteándose, para la cristiandad y para cada uno de nosotros, hasta el fin del mundo.
Rehacer la obra agotada ofrecía, desde este punto de vista, dos ventajas. Tras una madura reflexión, el autor prefirió seccionar su obra.
El problema se planteaba así: existe una lucha entre la civilización cristiana que está en posesión del Estado y la civilización moderna que quiere suplantarla; ¿cuál será la salida a este antagonismo?
De ahí surgen tres preguntas:
La del judío y del masón, que son precisamente hoy, a la vista de todos, los sitiadores de la ciudadela católica.
La de la democracia, que es, en palabras de los propios sitiadores, la sugerencia principal que utilizan para atacar la civilización cristiana en la opinión pública y, a continuación, en las instituciones.
La de la renovación religiosa, social y familiar, exigida por las ruinas ya acumuladas y las que aún causará el anticristianismo.
Estas tres cuestiones estaban estrechamente relacionadas en el libro titulado “El problema de la hora presente”. El autor consideró conveniente separarlas para poder tratar cada una de ellas con mayor profundidad.
La cuestión de la democracia se retomó en la obra que acaba de aparecer bajo el título “Verdades sociales y errores democráticos”.
La cuestión de la conspiración anticristiana, de la que la secta judeo-masónica es el alma y el brazo, es el objeto del presente libro.
El autor no se detuvo en buscar los orígenes de la secta; no se preocupó en estudiarla desde diversos puntos de vista, como hicieron otros publicistas. Lo que quiso sacar a la luz fue el papel que desempeña la secta judeo-masónica en la guerra declarada a la institución católica y a la idea cristiana, y el objetivo de esa guerra. Ese objetivo es arrancar a la humanidad del orden sobrenatural fundado por la Redención del divino Salvador y fijarla definitivamente en el naturalismo.
Queda por hablar de la Renovación. Esta no puede ser más que fruto de la restauración de la Autoridad:
La autoridad de Dios sobre Su obra, particularmente sobre las criaturas inteligentes;
La autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, el nuevo Adán, sobre la humanidad que Él rescató con Su Sangre y de la cual Él es el Señor por Su personalidad divina;
La autoridad de la Iglesia sobre los pueblos a los que ha dotado de civilización cristiana y que se precipitan a sus brazos bajo la presión del abandono en el que los va sumiendo el progreso de la civilización moderna;
La autoridad de las familias principescas sobre las naciones que han construido;
La autoridad del padre de familia y la de los antepasados sobre las generaciones que ellos iniciaron.
En definitiva, el derecho de propiedad sobre los bienes que la familia o el individuo han adquirido gracias a su trabajo y sus virtudes, y no sobre las riquezas obtenidas mediante la usura o la injusticia.
La renovación exige esta restauración séxtuple. Si no comienza a producirse en un futuro próximo, la sociedad familiar, civil y religiosa se precipitará en el abismo hacia el que corre a una velocidad que se acelera cada día.
Una vez realizado este tercer trabajo, quedaría por reconstruir la síntesis de la que brotaría la solución al enigma que inquieta a las generaciones contemporáneas y que proyectaría su luz sobre el futuro de la humanidad.
Septuagenario desde hace cinco años, el autor no puede esperar cumplir tal encargo. Que Dios, si esto entra en Sus designios, lo confíe a quien pueda llevarlo a buen término.
Nota:
1) Desclée et Cie. Rome, Piazza Grazioli, Palazzo Doria; Lille 41, rue du Metz
I
EL ESTADO DE LA CUESTIÓN
CAPÍTULO I
LAS DOS CIVILIZACIONES
El Syllabus de Pío IX termina con esta proposición condenable y condenada:
“El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y la civilización moderna”.
La última proposición del decreto llamado Syllabus de Pío X (1), proposición igualmente condenable y condenada, concluye así:
“El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal”.
No fue seguramente sin intención que estas dos proposiciones fuesen puestas en último lugar apareciendo como la conclusión en ambos Syllabus. En efecto, ellas resumen las proposiciones anteriores y precisan su espíritu (2).
Es necesario que la Iglesia se reconcilie con la civilización moderna. Y la base propuesta para esta reconciliación, no es la aceptación de los datos de la verdadera ciencia que la Iglesia jamás repudió, que ella siempre favoreció, y a los progresos que ella siempre aplaudió y contribuyó más que nadie, sino el abandono de la verdad revelada, abandono que transformaría al catolicismo en un protestantismo amplio y liberal dentro del cual todos los hombres podrían encontrarse, cualquiera sean sus ideas sobre Dios, sobre sus revelaciones y sus mandamientos. Sólo así, dicen los modernistas, por este liberalismo es que la Iglesia puede ver nuevos días abrirse ante ella, y procurarse el honor de entrar en las vías de la civilización moderna y marchar con el progreso.
Todos los errores indicados en ambos Syllabus se presentan como las distintas cláusulas del tratado propuesto a la signatura de la Iglesia para esta reconciliación con el mundo, para ser así admitida en la ciudad moderna.
Civilización moderna. ¿Hay pues, civilización y civilización? ¿Hubo pues, antes de la era llamada “moderna” una civilización distinta de la que goza, o al menos procura el mundo de nuestro tiempo?
En efecto, la hubo, y la hubo en Francia y en Europa: fue una civilización llamada la Civilización Cristiana.
¿En qué se diferencian estas dos civilizaciones?
Se diferencian por la concepción en que ellas fundan el fin último del hombre, y por los efectos diversos e incluso opuestos que de una y otra concepción proceden dentro del orden social como dentro del orden privado.
Todos los errores indicados en ambos Syllabus se presentan como las distintas cláusulas del tratado propuesto a la signatura de la Iglesia para esta reconciliación con el mundo, para ser así admitida en la ciudad moderna.
Civilización moderna. ¿Hay pues, civilización y civilización? ¿Hubo pues, antes de la era llamada “moderna” una civilización distinta de la que goza, o al menos procura el mundo de nuestro tiempo?
En efecto, la hubo, y la hubo en Francia y en Europa: fue una civilización llamada la Civilización Cristiana.
¿En qué se diferencian estas dos civilizaciones?
Se diferencian por la concepción en que ellas fundan el fin último del hombre, y por los efectos diversos e incluso opuestos que de una y otra concepción proceden dentro del orden social como dentro del orden privado.
“Todo hombre busca ser feliz”, dice Bossuet (3). Eso le es tan propio, es el objeto hacia el cual tienden todas las inteligencias sin excepción. El gran orador no ahorra punto en reconocerlo: “Las naturalezas inteligentes, sólo tienen voluntad de decidir por la felicidad”. Y añade: “Nada de más razonable, ya que, ¿qué hay de mejor que desear el bien, es decir, la felicidad?” (4). Así, encontramos dentro del corazón del hombre un impulso invencible hacia la búsqueda de la felicidad. Su voluntad no podría negarse a ello. Es el fondo de todos sus pensamientos, el gran móvil de todas sus acciones; y al mismo tiempo que se lanza hacia la muerte, es porque se convence de encontrar en la nada una suerte preferible a la que tiene estando vivo.
El hombre puede equivocarse, y de hecho se equivoca a menudo en la búsqueda de la felicidad, en la elección del camino que debe seguir para encontrarla. “En buscar la felicidad, está la fuente de todo bien, continúa diciendo Bossuet, y la fuente de todo mal es buscar lo contrario” (5). Esto es tan verdadero para la sociedad como para el individuo. El impulso hacia la felicidad viene del Creador, y Dios le da al hombre la luz que le ilumina el camino, directamente por la gracia, indirectamente por las enseñanzas de su Iglesia. Pero pertenece al hombre, ya sea como individuo o sociedad, le pertenece a su libre arbitrio de dirigirse, de ir en busca de su felicidad allí donde le plazca ponerla, en lo que es realmente bueno, y, por encima de toda bondad, que es el bien absoluto, Dios; o en lo que tiene apariencias de bien, o en lo que no es más que un bien relativo.
Desde la creación del género humano el hombre fue engañado. En lugar de creer en la palabra de Dios y de obedecer a sus mandamientos, Adán escuchó la voz seductora que le decía poner su fin en sí mismo, en la satisfacción de su sensualidad, en las ambiciones de su orgullo. “Seréis como dioses”; “el fruto del árbol era bueno al paladar, bello a la vista, de un aspecto que excitaba el deseo”. Habiéndose así desviado, y una vez dado el primer paso, Adán comprometió a toda su descendencia en la falsa dirección que acababa de elegir.
En esa dirección marchó, avanzó, y se extravió durante el transcurso de los siglos. La historia, se puede decir, son los males que encontró en su largo extravío. Dios tuvo piedad de él. Bajo su designio de infinita misericordia y de infinita sabiduría, resolvió volver a poner al hombre en la vía de la verdadera felicidad. Y con el fin de hacer su intervención más eficaz, quiso que una Persona divina viniera sobre la tierra a mostrar el camino por su palabra, y guiarlo con su ejemplo. El Verbo de Dios se encarna y viene a pasar treinta y tres años entre nosotros, para sacarnos de las vías de la perdición y abrirnos el camino de una felicidad verdadera.
Su palabra como sus acciones invertían todas las ideas vigentes hasta entonces. El decía: ¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los mansos, los pacíficos, los misericordiosos! ¡Bienaventurados los puros! Antes de Él venir al mundo, se decía: ¡Bienaventurados los ricos! ¡Bienaventurados los que dominan! ¡Bienaventurados los que están en condiciones de no rechazar en nada a sus pasiones! Nació en un establo, se hizo siervo de todos, sufrió muerte y pasión, para que no se tomen sus palabras para declamaciones, sino que por medio de lecciones, las lecciones más persuasivas que se puedan concebir, siendo otorgadas por Dios y un Dios que se inmolaba por amor a nosotros.
El quiso perpetuar su palabra, hablándonos siempre en forma activa, a los ojos y a los oídos de todas las generaciones que debían venir. Para eso, funda la Santa Iglesia. Establecida en el centro de la humanidad, no sólo dejó, por las enseñanzas de sus Doctores y los ejemplos de sus Santos, de decir, a todos los que Ella ve pasar ante sus ojos: “buscáis, oh mortales, la felicidad, y buscáis una cosa que es buena, pero advertid que la buscáis donde no la está. La buscáis sobre la tierra, y no es allí donde ella se encuentra, como bien nos dice el divino Salmista: Diligit dies videre bonos… Aquí son los días de la miseria, los días del sudor y del trabajo, los días de los gemidos y de la penitencia a las cuales podemos aplicar las palabras del profeta Isaías: “Pueblo mío, los que os dicen bienaventurados, abusan e invierten todas vuestras acciones”. Y agrega: “Engañan aquellos que hacen creer a los pueblos que son bienaventurados”. Entonces, ¿dónde se encuentra la felicidad y la verdadera vida, si no es en la tierra de los vivos? ¿Quiénes son los hombres bienaventurados sino aquellos que están con Dios? Son aquellos que ven bellos los días porque Dios es la luz que los ilumina, aquellos viven en la abundancia porque Dios es el tesoro que los enriquece. Porque Dios es el único bien que los satisface totalmente (6).
Del siglo I al siglo XIII, los pueblos se fueron convirtiendo a medida que atendían a esta predicación, y el número de los que hicieron de esta luz la norma de sus vidas fue cada vez más grande. Sin duda, hubo fallas, fallas de naciones y fallas de almas.
Pero esta nueva concepción de la vida se convirtió en la ley de todos, ley a la que los que se extraviaban, no perdían de vista y la que todos conocían, todos sentían que era necesario volver nuevamente a ella cuando se descarriaban. Nuestro Señor Jesucristo, con su Nuevo Testamento, era el Doctor escuchado, el guía seguido, el rey obedecido. Sus derechos eran reconocidos oficialmente por los príncipes y por los pueblos, que lo declaraban hasta en sus monedas. Sobre todos estaba grabada la cruz, la augusta señal que el ideal cristiano había introducido en el mundo, que era el principio de la nueva civilización, de la civilización cristiana que debía regir, el espíritu de sacrificio opuesto al ideal pagano, al espíritu de gozar que había inspirado a la civilización antigua y pagana.
A medida que el espíritu cristiano penetraba en las almas y en los pueblos, almas y pueblos subían dentro de la luz y dentro del bien, ellos se elevaban y veían su felicidad a la altura a que los llevaba. Los corazones se volvieron más puros, los espíritus más inteligentes, los inteligentes y los puros introdujeron en la sociedad un orden más armonioso, que el eminente Bossuet nos describió magníficamente en su sermón sobre la dignidad de los pobres. El orden más perfecto trajo una paz más general y más profunda; la paz y el orden generaron la prosperidad, y todas estas cosas daban mayor espacio a las artes y a las ciencias, que son reflejos de la luz y de la belleza de los cielos. De suerte que, como observa Montesquieu: “La religión cristiana que no busca otro objeto que la felicidad en la otra vida, hace incluso más feliz la vida presente” (7). Es lo que por otra parte había anunciado San Pablo: “Pietas ad omnia utilis est, promisiones habens vital nunc est et futurae”. La piedad es útil a todos, teniendo las promesas de la vida presente y de la vida futura (8). ¿Acaso Nuestro Señor no había dicho: “Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura”? (9). No era solamente una promesa de orden sobrenatural, sino el anuncio de las consecuencias que debían salir lógicamente de la nueva orientación otorgada al género humano.
De hecho, ¿no se ve acaso, que el espíritu de pobreza y de pureza de corazón dominan las pasiones que son la fuente de todas las torturas del alma y de todos los desórdenes sociales? De la mansedumbre, la pacificación y de la misericordia procede la concordia, haciendo reinar la paz entre los ciudadanos y en la ciudad. El amor a la justicia, incluso cuando es amenazada por la persecución y el sufrimiento, eleva el alma, ennoblece el corazón y le procura los más nobles gozos; y al mismo tiempo eleva el nivel moral de la sociedad.
Aquella sociedad que pone su mirada en las Bienaventuranzas Evangélicas como ideal, como el objeto a seguir y donde se ofrecen todos los medios para alcanzar la perfección y la beatitud son señaladas en el sermón de la montaña:
¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
¡Bienaventurados los mansos!
¡Bienaventurados los que lloran!
¡Bienaventurados los que sufren hambre y sed de justicia!
¡Bienaventurados los misericordiosos!
¡Bienaventurados los puros de corazón!
¡Bienaventurados los pacíficos!
¡Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia!
El ascenso, no digamos sólo de las almas santas, sino también de las naciones, tuvo su punto culminante en el siglo XIII. San Francisco de Asís y Santo Domingo, con sus discípulos San Luis de Francia y Santa Isabel de Hungría, acompañados y seguidos de tantos otros, mantuvieron por un tiempo el ideal que había sido alcanzado por la imitación que había excitado dentro de las almas los ejemplos de desprecio de las cosas de este mundo, de la caridad con el prójimo y del amor de Dios que habían dado tantos otros santos. Pero mientras que estas nobles almas alcanzaban las más altas cumbres de la santidad, muchos otros se enfriaban en su impulso hacia Dios; y, hacia finales del siglo XIV, se manifestó abiertamente un movimiento de retroceso, que impulsó a la sociedad y la trajo a la situación actual, es decir, al triunfo próximo, e inminente reino del socialismo, fin obligado de la civilización moderna. Ya que mientras que la civilización cristiana eleva a las almas y conduce a los pueblos a la paz social y a la prosperidad incluso temporal, la levadura de la civilización pagana, tiende a producir los efectos contrarios; la búsqueda de todos los placeres, y para obtenerlos, la guerra, de hombre a hombre, de clase a clase, de pueblo a pueblo; guerra que no podría terminar sino con la destrucción del género humano.
Continúa...
El hombre puede equivocarse, y de hecho se equivoca a menudo en la búsqueda de la felicidad, en la elección del camino que debe seguir para encontrarla. “En buscar la felicidad, está la fuente de todo bien, continúa diciendo Bossuet, y la fuente de todo mal es buscar lo contrario” (5). Esto es tan verdadero para la sociedad como para el individuo. El impulso hacia la felicidad viene del Creador, y Dios le da al hombre la luz que le ilumina el camino, directamente por la gracia, indirectamente por las enseñanzas de su Iglesia. Pero pertenece al hombre, ya sea como individuo o sociedad, le pertenece a su libre arbitrio de dirigirse, de ir en busca de su felicidad allí donde le plazca ponerla, en lo que es realmente bueno, y, por encima de toda bondad, que es el bien absoluto, Dios; o en lo que tiene apariencias de bien, o en lo que no es más que un bien relativo.
Desde la creación del género humano el hombre fue engañado. En lugar de creer en la palabra de Dios y de obedecer a sus mandamientos, Adán escuchó la voz seductora que le decía poner su fin en sí mismo, en la satisfacción de su sensualidad, en las ambiciones de su orgullo. “Seréis como dioses”; “el fruto del árbol era bueno al paladar, bello a la vista, de un aspecto que excitaba el deseo”. Habiéndose así desviado, y una vez dado el primer paso, Adán comprometió a toda su descendencia en la falsa dirección que acababa de elegir.
En esa dirección marchó, avanzó, y se extravió durante el transcurso de los siglos. La historia, se puede decir, son los males que encontró en su largo extravío. Dios tuvo piedad de él. Bajo su designio de infinita misericordia y de infinita sabiduría, resolvió volver a poner al hombre en la vía de la verdadera felicidad. Y con el fin de hacer su intervención más eficaz, quiso que una Persona divina viniera sobre la tierra a mostrar el camino por su palabra, y guiarlo con su ejemplo. El Verbo de Dios se encarna y viene a pasar treinta y tres años entre nosotros, para sacarnos de las vías de la perdición y abrirnos el camino de una felicidad verdadera.
Su palabra como sus acciones invertían todas las ideas vigentes hasta entonces. El decía: ¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los mansos, los pacíficos, los misericordiosos! ¡Bienaventurados los puros! Antes de Él venir al mundo, se decía: ¡Bienaventurados los ricos! ¡Bienaventurados los que dominan! ¡Bienaventurados los que están en condiciones de no rechazar en nada a sus pasiones! Nació en un establo, se hizo siervo de todos, sufrió muerte y pasión, para que no se tomen sus palabras para declamaciones, sino que por medio de lecciones, las lecciones más persuasivas que se puedan concebir, siendo otorgadas por Dios y un Dios que se inmolaba por amor a nosotros.
El quiso perpetuar su palabra, hablándonos siempre en forma activa, a los ojos y a los oídos de todas las generaciones que debían venir. Para eso, funda la Santa Iglesia. Establecida en el centro de la humanidad, no sólo dejó, por las enseñanzas de sus Doctores y los ejemplos de sus Santos, de decir, a todos los que Ella ve pasar ante sus ojos: “buscáis, oh mortales, la felicidad, y buscáis una cosa que es buena, pero advertid que la buscáis donde no la está. La buscáis sobre la tierra, y no es allí donde ella se encuentra, como bien nos dice el divino Salmista: Diligit dies videre bonos… Aquí son los días de la miseria, los días del sudor y del trabajo, los días de los gemidos y de la penitencia a las cuales podemos aplicar las palabras del profeta Isaías: “Pueblo mío, los que os dicen bienaventurados, abusan e invierten todas vuestras acciones”. Y agrega: “Engañan aquellos que hacen creer a los pueblos que son bienaventurados”. Entonces, ¿dónde se encuentra la felicidad y la verdadera vida, si no es en la tierra de los vivos? ¿Quiénes son los hombres bienaventurados sino aquellos que están con Dios? Son aquellos que ven bellos los días porque Dios es la luz que los ilumina, aquellos viven en la abundancia porque Dios es el tesoro que los enriquece. Porque Dios es el único bien que los satisface totalmente (6).
Del siglo I al siglo XIII, los pueblos se fueron convirtiendo a medida que atendían a esta predicación, y el número de los que hicieron de esta luz la norma de sus vidas fue cada vez más grande. Sin duda, hubo fallas, fallas de naciones y fallas de almas.
Pero esta nueva concepción de la vida se convirtió en la ley de todos, ley a la que los que se extraviaban, no perdían de vista y la que todos conocían, todos sentían que era necesario volver nuevamente a ella cuando se descarriaban. Nuestro Señor Jesucristo, con su Nuevo Testamento, era el Doctor escuchado, el guía seguido, el rey obedecido. Sus derechos eran reconocidos oficialmente por los príncipes y por los pueblos, que lo declaraban hasta en sus monedas. Sobre todos estaba grabada la cruz, la augusta señal que el ideal cristiano había introducido en el mundo, que era el principio de la nueva civilización, de la civilización cristiana que debía regir, el espíritu de sacrificio opuesto al ideal pagano, al espíritu de gozar que había inspirado a la civilización antigua y pagana.
A medida que el espíritu cristiano penetraba en las almas y en los pueblos, almas y pueblos subían dentro de la luz y dentro del bien, ellos se elevaban y veían su felicidad a la altura a que los llevaba. Los corazones se volvieron más puros, los espíritus más inteligentes, los inteligentes y los puros introdujeron en la sociedad un orden más armonioso, que el eminente Bossuet nos describió magníficamente en su sermón sobre la dignidad de los pobres. El orden más perfecto trajo una paz más general y más profunda; la paz y el orden generaron la prosperidad, y todas estas cosas daban mayor espacio a las artes y a las ciencias, que son reflejos de la luz y de la belleza de los cielos. De suerte que, como observa Montesquieu: “La religión cristiana que no busca otro objeto que la felicidad en la otra vida, hace incluso más feliz la vida presente” (7). Es lo que por otra parte había anunciado San Pablo: “Pietas ad omnia utilis est, promisiones habens vital nunc est et futurae”. La piedad es útil a todos, teniendo las promesas de la vida presente y de la vida futura (8). ¿Acaso Nuestro Señor no había dicho: “Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura”? (9). No era solamente una promesa de orden sobrenatural, sino el anuncio de las consecuencias que debían salir lógicamente de la nueva orientación otorgada al género humano.
De hecho, ¿no se ve acaso, que el espíritu de pobreza y de pureza de corazón dominan las pasiones que son la fuente de todas las torturas del alma y de todos los desórdenes sociales? De la mansedumbre, la pacificación y de la misericordia procede la concordia, haciendo reinar la paz entre los ciudadanos y en la ciudad. El amor a la justicia, incluso cuando es amenazada por la persecución y el sufrimiento, eleva el alma, ennoblece el corazón y le procura los más nobles gozos; y al mismo tiempo eleva el nivel moral de la sociedad.
Aquella sociedad que pone su mirada en las Bienaventuranzas Evangélicas como ideal, como el objeto a seguir y donde se ofrecen todos los medios para alcanzar la perfección y la beatitud son señaladas en el sermón de la montaña:
¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
¡Bienaventurados los mansos!
¡Bienaventurados los que lloran!
¡Bienaventurados los que sufren hambre y sed de justicia!
¡Bienaventurados los misericordiosos!
¡Bienaventurados los puros de corazón!
¡Bienaventurados los pacíficos!
¡Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia!
El ascenso, no digamos sólo de las almas santas, sino también de las naciones, tuvo su punto culminante en el siglo XIII. San Francisco de Asís y Santo Domingo, con sus discípulos San Luis de Francia y Santa Isabel de Hungría, acompañados y seguidos de tantos otros, mantuvieron por un tiempo el ideal que había sido alcanzado por la imitación que había excitado dentro de las almas los ejemplos de desprecio de las cosas de este mundo, de la caridad con el prójimo y del amor de Dios que habían dado tantos otros santos. Pero mientras que estas nobles almas alcanzaban las más altas cumbres de la santidad, muchos otros se enfriaban en su impulso hacia Dios; y, hacia finales del siglo XIV, se manifestó abiertamente un movimiento de retroceso, que impulsó a la sociedad y la trajo a la situación actual, es decir, al triunfo próximo, e inminente reino del socialismo, fin obligado de la civilización moderna. Ya que mientras que la civilización cristiana eleva a las almas y conduce a los pueblos a la paz social y a la prosperidad incluso temporal, la levadura de la civilización pagana, tiende a producir los efectos contrarios; la búsqueda de todos los placeres, y para obtenerlos, la guerra, de hombre a hombre, de clase a clase, de pueblo a pueblo; guerra que no podría terminar sino con la destrucción del género humano.
Continúa...
Notas:
1) El Syllabus de Pío IX (8/12/1864) se refiere al decreto que expone los errores modernos condenados por la Iglesia. El Sillabus de San Pío X (3/7/1907), conocido también como decreto “Lamentabili sine exitu” es el que expone los errores condenados del Modernismo.
2) En la deliberación de la ley sobre la libertad de la enseñanza superior, M Challemenl-Lacout dijo: “Las universidades católicas que quieran preparar a los futuros médicos, abogados, magistrados, los auxiliares del espíritu católico, deberán sostener y aplicar los principios del Syllabus. Ahora bien Francia, en su gran mayoría, considera las proposiciones condenadas por el Syllabus como los fundamentos mismos de nuestra sociedad”.
3) Méditations sur l’Evangile.
4) OEuvres oratoires de Bossuet. Sermón pour la Toussaint.
5) Méditations sur l’Evangile.
4) OEuvres oratoires de Bossuet. Sermón pour la Toussaint.
5) Méditations sur l’Evangile.
6) OEuvres oratoires de Bossuet. Sermón pour la Toussaint.
7) Esprit des lois, Libre XIV, Ch. III. M de Tocqueville dio una razón que no es la única ni la principal, pero que conviene señalar. “En los siglos de fe, se coloca el fin último de la vida en la otra vida. Los hombres de esos tiempos se acostumbraron naturalmente, por decirlo así sin quererlo, a considerar durante una larga sucesión de años un ideal fijo, hacia el cual avanzan sin cesar, y aprendieron, por progresos insensibles, a reprimir mil pequeños deseos pasajeros para satisfacer mejor este gran y permanente ideal que los animaba: Cuando estos mismos hombres quieren ocuparse de las cosas de la tierra, estas prácticas chocan. Fijan de buen grado en sus acciones de aquí abajo un objetivo general y evidente, hacia el cual todos sus esfuerzos se dirigen. No se los ve no realizar cada día nuevas tentativas; mas no se detienen en sus intenciones, no se cansan de progresar. Esto explica por qué los pueblos religiosos a menudo realizan cosas tan duraderas. Descubrieron que al ocuparse del otro mundo, habían encontrado el gran secreto de salir bien de éste. Los pueblos religiosos infunden un hábito general de implicarse para el futuro. En esto, no son menos útiles a la felicidad de esta vida que a la felicidad de la otra. Es una de las partes más importantes de la política. Pero a medida que las luces de la fe se obscurecen, la vista de los hombres se estrecha, y se diría que cada día el objeto de las acciones humanas les parece más terrenal. Una vez que se acostumbraron a no preocuparse más por la otra vida, se los ve caer fácilmente en esa indiferencia completa y brutal de lo futuro y no se ajustan más que a ciertos instintos de la especie humana. Tan pronto como perdieron la costumbre de colocar sus principales esperanzas en la eternidad, se los ve realizar sin demora sus más bajos deseos y parece que de momento se desesperan de vivir una eternidad, estando dispuestos a actuar como si vivieran solo para el día presente.
En los siglos de incredulidad, hay todavía que temer que los hombres se entreguen sin cesar a los caprichos diarios de sus deseos, y que, renunciando enteramente a obtener lo que no puede adquirirse sin prolongados esfuerzos, no se sustentan en nada grande, pacífico y duradero”.
8) I Tim., IV, 8.
9) Mat., VI, 33.
En los siglos de incredulidad, hay todavía que temer que los hombres se entreguen sin cesar a los caprichos diarios de sus deseos, y que, renunciando enteramente a obtener lo que no puede adquirirse sin prolongados esfuerzos, no se sustentan en nada grande, pacífico y duradero”.
8) I Tim., IV, 8.
9) Mat., VI, 33.
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