Por Patrick O’Hearn
La modestia es una de las virtudes perdidas de nuestro mundo decadente. Pero la cuestión más profunda de la modestia no se refiere principalmente a lo que visten las mujeres. Comienza y termina con los padres.
Después de dar una charla el año pasado en Nueva York al Grupo Goretti (solteros católicos de entre 20 y 30 años) sobre “Las virtudes necesarias para encontrar a tu cónyuge”, me dirigí al metro. En la esquina había cuatro chicas, de unos 14 o 15 años, vestidas con faldas tan cortas y ajustadas que, en comparación, el personaje de Julia Roberts en la película Pretty Woman parecía modesto. Se me encogió el corazón. Eran las hijas de alguien.
Quería enfrentarme a ellas, tal vez conmocionarlas para que tomaran conciencia, pero sabía que no era mi lugar. En cambio, recé en silencio: “Querido Señor, ayúdalas a conocer su verdadero valor”. Mientras me alejaba, no pude evitar preguntarme: ¿Dónde estaban sus padres? ¿Qué padre permite que su hija deambule por la noche vestida así? ¿Está viendo un partido de futbol mientras la dignidad y la seguridad de su hija están en juego?
Este es el segundo silencio de Adán. El primero tuvo lugar en el Edén, cuando Adán no protegió a su esposa de la seducción de la serpiente. Ese silencio continúa hoy en día, ya que los padres renuncian a su responsabilidad de proteger los corazones, las mentes y los cuerpos de sus hijas. Y lo mismo ocurre con sus hijos. Sus hijos deben aprender a cultivar la virtud de la pureza.
Lamentablemente, muchos padres católicos quieren caer bien a sus hijos y por eso guardan silencio cuando sus hijas llevan leggings (calzas) en público y faldas cortas en misa. O tal vez los padres estamos demasiado ocupados con nuestras carreras y aficiones como para prestar atención a las necesidades emocionales de nuestras hijas. Los hombres también debemos dar ejemplo de modestia en nuestra forma de vestir. Nunca olvidaré haber visto a un joven sacerdote llevar una camiseta ajustada en un evento relacionado con la iglesia. Es evidente que transmitía un mensaje equivocado.
En Parents of the Saints (Padres de los Santos), relato cómo San Luis Martín, padre de Santa Teresa de Lisieux, marcó la pauta de la modestia en su hogar:
Nunca toleraba, ni para sí mismo ni para nadie en la casa, una apariencia descuidada o cualquier falta de modestia en el vestir. No nos atrevíamos, en su presencia, a llevar vestidos de manga corta, solo hasta el codo. (p. 131)
Citando a San Ambrosio, Santo Tomás de Aquino ofrece también algunos comentarios prácticos sobre la modestia, que él consideraba parte de la virtud de la templanza.
El cuerpo debe adornarse de forma natural y sin afectación, con sencillez, con descuido más que con delicadeza, no con ropas costosas y deslumbrantes, sino con ropas comunes, de modo que no falte nada a la honestidad y la necesidad, pero sin añadir nada para aumentar su belleza. (Summa Theologiae, II-II, Q. 169, Art. 1)
Hoy en día, muchos hombres culpan a las mujeres por las tentaciones a las que se enfrentan. Pero la modestia no comienza con la vestimenta, sino con la paternidad. Una niña que es vista, apreciada y afirmada por su padre no buscará llamar la atención a través de su cuerpo. Cuando capta la mirada de su padre y conoce el amor de su Padre Celestial, aprende a vestirse para la gloria, no para la gratificación.
Es más fácil para un padre permanecer en silencio. Pero algún día seremos juzgados no solo por nuestros propios pecados, sino también por lo que permitimos o ignoramos, especialmente en nuestros hogares.
Cuando estaba discerniendo sobre el matrimonio, no me interesaban los extremos: ni las modelos excesivamente sexualizadas ni el estereotipo de mujer desaliñada y sin forma. Quería una mujer equilibrada, alegre y virtuosa. Una vez le dije a un grupo de estudiantes de secundaria: “Cuando mi esposa lleva vaqueros, la deseo más”.
Pero ambos aprendimos. Mi esposa se dio cuenta de que cuando llevaba vaqueros o ropa ajustada, llamaba la atención. Ya no se viste así, no por culpa o miedo, sino por convicción. Ella no es una propiedad. Es un templo del Espíritu Santo. Y lo mismo ocurre con todas las mujeres.
El Santo Sacrificio de la Misa debería ser el último lugar en el que alguien se enfrentara a una ocasión de pecado. Como dijo un santo cuando se enfrentó a la inmodestia en la iglesia: “Carne del mercado”. Una vez, antes de la misa, mi difunta abuela le dijo a una adolescente que se cubriera con tono serio, lo que hizo llorar a la joven. ¿Duro? Quizás. Pero mi abuela sabía que el Señor merecía algo mejor.
Necesitamos señales en nuestras iglesias (la basílica de San Pedro tiene unas normas estrictas de vestimenta), no regaños, sino recordatorios. La modestia no es opresión, es reverencia.
Cuando era asistente residente en la Universidad Franciscana, vi de primera mano cómo incluso los espacios católicos fieles no son inmunes a la inmodestia. Un día, tres jóvenes tomaban el sol en bikini justo fuera de las residencias. Llamé a una asistente residente para que interviniera. Las bañistas se enfadaron mucho. En otra ocasión, unos hombres sin camiseta jugaban al baloncesto justo enfrente del convento de las hermanas. Les pedí que se cubrieran. Se marcharon enfadados.
Incluso en una de las universidades católicas más fieles de Estados Unidos, la modestia está desapareciendo. ¿Qué pasa con el resto de nuestras universidades?
La modestia comienza en el hogar, cuando los padres dicen la verdad con valentía. Nuestras hijas deben saber que son tesoros, no mercancías. Pueden revelarse a la lujuria de los hombres o reservar su belleza para la mirada de Dios y de su futuro esposo.
Ningún hombre quiere desear a otra mujer, y mucho menos a la hija de otra persona. Más importante aún, ella es hija de Dios Padre.
Seamos como Cristo, el Nuevo Adán, que dijo la verdad, vivió en pureza y dio su vida por su Esposa. El silencio de Adán debe terminar. Las almas de nuestras hijas dependen de ello, y también las nuestras.
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