San Benito comienza recordándonos que la Sagrada Escritura clama, ¡grita! que “todo el que se exalta será humillado y el que se humilla, será ensalzado” (Lc 14, 11). Este, y numerosos otros pasajes de la Escritura, nos hacen ver con claridad y firmeza que toda falsa exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. Las formas de la autoexaltación son diversas: sea en los pensamientos (orgullo), en las palabras (jactancia), en los actos (desobediencia) o en los deseos (ambición y presunción).
Frente a todos estos vicios, San Benito nos presenta un itinerario espiritual de abajamiento interior en la vida presente para alcanzar la verdadera exaltación y grandeza a la que Dios nos llama, que no es otra cosa que la eterna bienaventuranza. Para explicar este camino utiliza el texto bíblico de Gen 28: Jacob va huyendo de su hermano Esaú y, por la noche, ve en sueños una escala que se levanta de la tierra al cielo, por la cual los ángeles del Señor suben y bajan. Tomando esta bella imagen de forma alegórica, nos explica que esta escala es nuestra vida y, a través de los diferentes escalones (que luego describirá en detalle en 12 etapas), por la humildad ascendemos al cielo, y por la soberbia descendemos.
La humildad es considerada en este capítulo, más que como una virtud particular, como la base y fundamento de todo el edificio espiritual. Fue la humildad la piedra de tope del discernimiento del destino eterno de los ángeles: llevó a los ángeles buenos a fijarse eternamente en Dios, mientras que los demonios fueron precipitados al abismo por su soberbia.
San Benito divide la escala de la humildad en 12 grados, partiendo desde lo más interior y fundamental, para llegar luego a las manifestaciones exteriores. Así, nos pone en el primer grado o escalón el temor de Dios.
Aun cuando la humildad se manifiesta en los actos de la voluntad, está fundada primeramente sobre la inteligencia sobrenatural y la fe. Es una actitud de “verdad” delante de Dios, de quien hemos recibido todo por nuestra condición de criaturas. Es una humildad ontológica, fundada en la realidad y en ser de las cosas. Se fundamenta en el conocimiento de Dios y de nuestra propia naturaleza creada, pecadora y redimida. El verdadero temor de Dios consiste entonces primeramente en mantener esa presencia continua de Dios ante nosotros, teniendo conciencia de nuestra perpetua dependencia y necesidad de Él.
Este conocimiento conlleva una fidelidad práctica. El verdadero temor de Dios implica también que el Señor tiene designios sobre nosotros y ha establecido preceptos que debemos cumplir para alcanzar la cumbre de la escala. La meditación continua de la voluntad de Dios, la recompensa y el castigo invitan a esa actitud tan querida en la espiritualidad monástica: la vigilancia. Por eso, San Benito dice que el monje debe guardar “en todo momento” la presencia de Dios, pues cualquier olvido o negligencia nos apartarán de sus caminos, y nos veremos precipitados al abismo infernal de la soberbia.
El monje debe vigilar continuamente sus actos, para rechazar el vicio de la voluntad propia (nuestro querer separado del querer de Dios), que proviene del hombre viejo y se opone a la voluntad divina. Pero sobre todo debe vigilar sus pensamientos, pues en ellos se encuentra la raíz de todo pecado. Ha de saber que Dios nos observa siempre “desde el cielo”, esto es, no desde arriba, sino desde el fondo de nuestra propia alma, desde la intimidad más profunda de nosotros mismos, donde ningún pensamiento se le oculta. Es en el interior del alma donde debe encontrarse nuestra mirada con la suya.
Permanezcamos, pues, siempre ante los ojos de nuestro Padre amoroso y providente, que vela continuamente por nosotros. No nos apartemos nunca de su presencia, del tal manera que, con su gracia, ascendamos continuamente por la escala de la humildad hasta alcanzar la gloria eterna del cielo. Digamos con el salmista:
Frente a todos estos vicios, San Benito nos presenta un itinerario espiritual de abajamiento interior en la vida presente para alcanzar la verdadera exaltación y grandeza a la que Dios nos llama, que no es otra cosa que la eterna bienaventuranza. Para explicar este camino utiliza el texto bíblico de Gen 28: Jacob va huyendo de su hermano Esaú y, por la noche, ve en sueños una escala que se levanta de la tierra al cielo, por la cual los ángeles del Señor suben y bajan. Tomando esta bella imagen de forma alegórica, nos explica que esta escala es nuestra vida y, a través de los diferentes escalones (que luego describirá en detalle en 12 etapas), por la humildad ascendemos al cielo, y por la soberbia descendemos.
La humildad es considerada en este capítulo, más que como una virtud particular, como la base y fundamento de todo el edificio espiritual. Fue la humildad la piedra de tope del discernimiento del destino eterno de los ángeles: llevó a los ángeles buenos a fijarse eternamente en Dios, mientras que los demonios fueron precipitados al abismo por su soberbia.
San Benito divide la escala de la humildad en 12 grados, partiendo desde lo más interior y fundamental, para llegar luego a las manifestaciones exteriores. Así, nos pone en el primer grado o escalón el temor de Dios.
Aun cuando la humildad se manifiesta en los actos de la voluntad, está fundada primeramente sobre la inteligencia sobrenatural y la fe. Es una actitud de “verdad” delante de Dios, de quien hemos recibido todo por nuestra condición de criaturas. Es una humildad ontológica, fundada en la realidad y en ser de las cosas. Se fundamenta en el conocimiento de Dios y de nuestra propia naturaleza creada, pecadora y redimida. El verdadero temor de Dios consiste entonces primeramente en mantener esa presencia continua de Dios ante nosotros, teniendo conciencia de nuestra perpetua dependencia y necesidad de Él.
Este conocimiento conlleva una fidelidad práctica. El verdadero temor de Dios implica también que el Señor tiene designios sobre nosotros y ha establecido preceptos que debemos cumplir para alcanzar la cumbre de la escala. La meditación continua de la voluntad de Dios, la recompensa y el castigo invitan a esa actitud tan querida en la espiritualidad monástica: la vigilancia. Por eso, San Benito dice que el monje debe guardar “en todo momento” la presencia de Dios, pues cualquier olvido o negligencia nos apartarán de sus caminos, y nos veremos precipitados al abismo infernal de la soberbia.
El monje debe vigilar continuamente sus actos, para rechazar el vicio de la voluntad propia (nuestro querer separado del querer de Dios), que proviene del hombre viejo y se opone a la voluntad divina. Pero sobre todo debe vigilar sus pensamientos, pues en ellos se encuentra la raíz de todo pecado. Ha de saber que Dios nos observa siempre “desde el cielo”, esto es, no desde arriba, sino desde el fondo de nuestra propia alma, desde la intimidad más profunda de nosotros mismos, donde ningún pensamiento se le oculta. Es en el interior del alma donde debe encontrarse nuestra mirada con la suya.
Permanezcamos, pues, siempre ante los ojos de nuestro Padre amoroso y providente, que vela continuamente por nosotros. No nos apartemos nunca de su presencia, del tal manera que, con su gracia, ascendamos continuamente por la escala de la humildad hasta alcanzar la gloria eterna del cielo. Digamos con el salmista:
“Domine, no est esxaltatum cor meum,
neque elati sunt oculi mei,
neque ambulavi in magnis,
neque in mirabilibus super me.
Si no humiliter sentiebam,
sed exaltavi animam meam,
sicut ablactatus est super matre sua,
ita retributio in anima mea” (Ps. 130)
Que en su verdadera traducción, dice (la traducción más difundida hoy en día, ¡disminuye notablemente el significado y sentido de este pasaje!):
“Señor, mi corazón no se ha exaltado,
ni mis ojos se han alzado,
no he caminado en grandezas
ni en maravillas que están sobre mí.
Si yo no hubiera sentido humildemente
sino que mi alma se hubiera exaltado,
como un niño a quien su madre desteta,
así sería la retribución a mi alma”.
Schola Veritatis
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