Por Roberto de Mattei
La crisis de nuestro tiempo se ha trasladado a partir de ahora del ámbito cultural y moral al psicológico, entendiendo por psicología su sentido etimológico, que es el de "ciencia del alma". Si la moral establece las leyes del comportamiento humano, la psicología investiga la vida cognitiva y afectiva del hombre. El hombre es un compuesto de alma y cuerpo, y el alma, que es el principio vital del cuerpo, tiene dos facultades principales, el intelecto y la voluntad. Como ser corpóreo, el hombre también está dotado de sentidos internos y externos que participan en su proceso cognitivo. Cuando las facultades primarias y secundarias del hombre están bien ordenadas, su personalidad se desarrolla armoniosamente. Pero cuando, en el oscuro lugar de encuentro entre las impresiones de los sentidos y las facultades espirituales se desarrollan pasiones desordenadas, el alma experimenta una situación de desequilibrio que puede conducir a la ruina moral y psicológica. El hombre corre el riesgo de sufrir un colapso psicológico cuando desconoce el único y verdadero fin de su vida, que es nuestra santificación y la gloria de Dios.
Se podría objetar que muchos individuos, a pesar de haber perdido de vista el fin primordial del hombre, parecen psicológicamente tranquilos y sin problemas. Y, sin embargo, la estabilidad psicológica que dan la salud, el dinero y los propios afectos es sólo aparente. Los individuos aparentemente fuertes, pero carentes de Dios, son como las casas construidas sobre arena de las que habla el Evangelio. Basta con que pierdan uno de los falsos bienes en los que se apoyan para que se desencadene en ellos una crisis psicológica.
Pero, ¿qué ocurre cuando el riesgo para sus vidas no proviene de la pérdida de bienes individuales, sino de catástrofes sociales como una guerra o una pandemia que trastorna la sociedad? Entonces, más que nunca, se hacen realidad las palabras del Evangelio: "Cayó la lluvia, vinieron las inundaciones, soplaron los vientos y golpearon aquella casa, y cayó; y fue grande su caída" (Mt 7,27).
En las épocas tormentosas de la historia debemos comprender que sólo dentro de nosotros mismos podemos encontrar la solución a los problemas que nos afligen. No estamos librando una batalla política, social o médica, sino que somos soldados de una larga guerra contra la carne, el demonio y el mundo que se remonta a los orígenes de la creación.
En esta batalla, como explica el padre Réginald Garrigou-Lagrange (1877-1974) "una vida interior es para cada uno de nosotros lo único necesario" (The three ages of the spiritual life), It. tr. Fede e Cultura, Verona 2020, p. 21). La verdadera vida del hombre no es, de hecho, la vida superficial y externa del cuerpo, destinada a la decadencia y a la muerte, sino la vida inmortal del alma, que ordena sus potencias en la dirección correcta.
padre Réginald Garrigou-Lagrange
Dios no nos pide que salvemos a la sociedad, sino que nos pide que salvemos nuestras almas y que le demos gloria, también socialmente, mediante el testimonio público de la verdad del Evangelio.
Sólo Dios salva a la sociedad, y lo hace a través de la Iglesia, que nunca pierde sus rasgos distintivos, empezando por la santidad que le es intrínseca. Por eso, en tiempos de confusión y malestar general, escribe de nuevo el padre Garrigou-Lagrange, "es necesario que cada uno de nosotros piense en lo único necesario y pida al Señor santos que vivan sólo de este pensamiento y puedan ser los grandes ejemplos que el mundo necesita. En los tiempos más turbulentos, como en la época de los albigenses y después con el surgimiento del protestantismo, el Señor envió multitudes de santos. La necesidad no se hace sentir menos hoy" (Las tres edades de la vida espiritual, op. cit., pp. 23-24).
Dom Prosper Guéranger (1805-1875) no lo expresa de otro modo: "En su infinita justicia y misericordia, Dios concede santos a las distintas épocas, o decide no concederlos, de tal manera que, si se puede utilizar la expresión, se necesita el termómetro de la santidad para determinar la condición de normalidad de una época o de una sociedad" (Le sens de l'histoire, en Essai sur le naturalisme contemporain, Ediciones Delacroix, 2004, p. 377).
Dom Prosper Guéranger
Esto significa que hay siglos más tacaños y otros más generosos, en cuanto a la correspondencia con las gracias que Dios concede en la llamada a la santidad. Un siglo pobre en santos fue el XV, y un siglo generoso fue el XVI; un siglo tacaño fue el XX, con algunas excepciones deslumbrantes; ¿será el XXI un siglo de generosa correspondencia a la gracia? ¿Cuál es la temperatura que indica el termómetro espiritual de nuestro tiempo?
Si miramos a nuestro alrededor no vemos a los grandes santos que quisiéramos que se levantaran a nuestro lado para sostenernos. Pero quizás olvidamos que el criterio de santidad no son los milagros sensacionales, sino la capacidad de las almas de vivir abandonadas a la Divina Providencia día a día, como lo hizo San José, modelo de santidad, guerrero silencioso y fiel, alma activa y contemplativa, ejemplo perfecto del equilibrio de todas las virtudes naturales y sobrenaturales.
Nadie sabía mejor que San José lo frágil que era el Imperio Romano tras el velo de las apariencias, y nadie era más consciente que él de la traición del Sanedrín, y sin embargo cumplió la ley romana del censo y las prescripciones judías para la circuncisión de Jesús, sin incitar nunca a la rebelión violenta contra la autoridad. No había ira, sólo quietud en su corazón, y el único odio que conocía era el del pecado. El año de San José anunciado ha terminado, pero la devoción a San José debe seguir inspirando a los fieles católicos e impulsándolos en la búsqueda de la santidad, que sin embargo tiene su culminación en Jesucristo. Sólo Él tiene la plenitud absoluta y universal de la gracia y es Él y sólo Él quien hace grandes santos.
Y hoy, más que nunca, necesitamos santos, hombres justos y equilibrados, que vivan según su razón y su fe, sin desanimarse nunca, sino confiando sólo en la ayuda de la Divina Providencia y de la Santísima Virgen María.
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