Por Monseñor Carlo Maria Viganò
Salve, Regina.
Con estas palabras comienza una de las oraciones más intensas de doctrina y de espiritualidad, y al mismo tiempo más querida por el pueblo cristiano.
Es el saludo sencillo, compuesto, reverente, de una multitud infinita de almas que desde todos los rincones del mundo – y desde las penas purificadoras del Purgatorio – se eleva a la Augusta Virgen Madre, Nuestra Señora, que honramos como Reina en virtud de su divina Maternidad, de los méritos de la Corredención y de los privilegios especialísimos con los que, en vista de la Encarnación, ha sido distinguida por la Santísima Trinidad.
A esas voces se unen las de las Jerarquías angélicas y de los Santos, que desde su morada de gloria celebran a Aquella que, sobre todas las criaturas, fue elegida para ser el Tabernáculo del Altísimo, el Arca de la Eterna Alianza en la que se custodia la plenitud de la Ley, el Pan de la Vida, el cetro del nuevo Aarón, el óleo de la Unción real y sacerdotal.
María Santísima es también Reina de la Cruz: su Regalidad, a imitación de la Soberanía de Cristo, fue conquistada en la co-Pasión y coronada en la Corredención, porque no puede haber la gloria de la victoria sin antes subir al Calvario.
Quien no reconoce a María Santísima como Reina y Señora, no reconoce a Jesucristo como Rey, ni puede esperar tener parte en el banquete del Soberano quien no honra a su Madre.

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