El 5° Concilio de Letrán fue un Concilio Ecuménico convocado por el Papa Julio II en 1512 y concluyó en 1517 con el papa León X.
A pesar de la Bula Papal Cantate Domino del beato Papa Eugenio IV, los problemas abundaron menos de un siglo después. Así, el Papa Julio II, intentando resarcirse de los escándalos causados por Pontífices anteriores —en concreto, el Papa Borgia, Alejandro VI— , convocó el XVIII Concilio Ecuménico, regresando a Letrán para el Quinto Sínodo en 1512. A la muerte de Julio II, su sucesor, el Papa León X, continuó el Concilio. No se proclamó ninguna doctrina, y todos los Decretos fueron principalmente disciplinarios, intentando frenar la oleada de Martín Lutero y otros que se rebelaban abiertamente contra la Iglesia. Aunque se planteó la idea de una Cruzada contra los turcos, los problemas con la creciente Reforma Protestante ocuparon la agenda. El Concilio reafirmó la superioridad del Papa sobre los poderes conciliares.
INTRODUCCIÓN
Este concilio fue convocado por el papa Julio II mediante la bula Sacrosanctae Romanae Ecclesiae, emitida en Roma el 18 de julio de 1511, después de que varios cardenales cismáticos, apoyados oficialmente por Luis XII, rey de Francia, reunieran un cuasi concilio en Pisa. Aplazado dos veces, el Concilio celebró su primera sesión con plena solemnidad en Roma, en la residencia de Letrán, el 10 de mayo de 1512. En dicha sesión, Giles de Viterbo, General de la Orden de los Eremitas Agustinos, pronunció un elaborado discurso sobre los males de la Iglesia.
Hubo doce sesiones. Las cinco primeras, celebradas durante el pontificado de Julio II, trataron principalmente de la condena y el rechazo del cuasi concilio de Pisa, así como de la revocación y anulación de la “Sanción Pragmática” francesa. Tras la elección del Papa León X en marzo de 1513, el Concilio tenía tres objetivos: primero, lograr una paz general entre los gobernantes cristianos; segundo, la reforma de la Iglesia; y tercero, la defensa de la fe y la erradicación de la herejía. Las siete sesiones posteriores a la elección de León dieron la aprobación a varias Constituciones, entre las que cabe destacar la condena de las enseñanzas del filósofo Pomponazzi (sesión 8) y la aprobación del acuerdo alcanzado fuera del Concilio entre el Papa León X y el Rey Francisco I de Francia (sesión 11).
Todos los Decretos de este Concilio, presidido personalmente por el Papa, se presentaron en forma de bulas. Al principio se añaden las palabras “con la aprobación del Sagrado Concilio” y al final “en sesión pública celebrada solemnemente en la basílica de Letrán”. Los Padres confirmaron todos los Decretos con sus votos. Si alguien deseaba rechazar una propuesta, expresaba su opinión disidente verbalmente o brevemente por escrito. Como resultado, los asuntos propuestos, tras diversos debates, a veces se modificaban.
Las decisiones sobre la reforma de la curia apenas surtieron efecto debido a la timidez e insuficiencia de las recomendaciones, sobre todo porque el papado mostró poca disposición a llevar adelante el asunto. Por otro lado, el Concilio suprimió por completo el cisma de Pisa. Es evidente que los Obispos nunca estuvieron presentes en gran número en el Concilio, y que los Prelados que vivían fuera de Italia estuvieron notablemente ausentes, hasta tal punto que ha habido frecuentes debates sobre si el Concilio fue ecuménico.
Los Decretos y demás Actas del Concilio se publicaron por primera vez en Roma poco después de su clausura, concretamente el 31 de julio de 1521, por orden del Cardenal Antonio del Monte, actuando por orden del Papa León X. El título de esta edición es: SA. Lateranense concilium novissimum sub Iulio II et Leone X celebratum (= Lc). Posteriormente, se utilizó en diversas colecciones conciliares, desde Cr2 3 (1551) 3-192 hasta Msi 32 (1802) 649-1002. Hemos seguido esta edición de 1521 y hemos tomado los títulos de las Constituciones del resumen que la precede.
SESIÓN 1: 10 de mayo de 1512
Se leen la Bula de convocación del Concilio, Sacrosancta Romanae Ecclesiae, y las Bulas de aplazamiento, Inscrutabilis y Romanus pontifex {Msi 32, 681-690}. Se ordena la celebración de Misas y el ofrecimiento de oraciones para implorar la ayuda de Dios; se deben observar diversas disposiciones en el Concilio y se emiten Decretos; se eligen abogados, procuradores, notarios, guardias y escrutadores de votos; se establecen los asignadores de los lugares y su ubicación en el orden correspondiente.
SESIÓN 2: 17 de mayo de 1512
Se condena el cuasi concilio de Pisa y se declara nulo todo lo realizado en él. Se confirma el Concilio de Letrán y todo lo que se haya hecho correctamente en él.
Julio, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Nos proponemos, con la ayuda del Altísimo, proceder a la celebración de este Sagrado Concilio de Letrán, que ya ha comenzado, para alabanza de Dios, la paz de toda la Iglesia, la unión de los fieles, la derrota de las herejías y los cismas, la reforma de la moral y la lucha contra los peligrosos enemigos de la fe, para que las bocas de todos los cismáticos y enemigos de la paz, esos perros que aúllan, puedan ser silenciados y los cristianos puedan mantenerse inmaculados ante tan pernicioso y venenoso contagio.
En consecuencia, en esta segunda sesión legítimamente reunida en el Espíritu Santo, después de una madura deliberación celebrada por Nos con nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, por consejo y consentimiento unánime de los mismos Hermanos con conocimiento seguro y por la plenitud del poder apostólico, confirmamos, aprobamos y renovamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, las condenas, revocaciones, anulaciones, invalidaciones y anulaciones de la convocatoria, convocatoria y declaraciones públicas de esa asamblea cismática, el tan cacareado cuasi concilio de Pisa, con su propósito de desgarrar y obstaculizar la unión de la mencionada iglesia, y de las citaciones, advertencias, decretos, indultos, sentencias, actos, legados, creaciones, obediencias, retiros, censuras impuestas y solicitudes que emanan de él, y del traslado de dicho cuasi concilio a las ciudades de Milán o Vercellae o cualquier otro lugar, y de todos y cada uno de los actos y decisiones de dicho cuasi concilio, expresados en nuestras diversas cartas, completadas y emitidas en forma debida, especialmente las emitidas con fecha del 18 de julio del octavo año de nuestro pontificado, y del 3 de diciembre y 13 de abril del noveno año de nuestro pontificado. Asimismo, confirmamos, aprobamos y renovamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, las Cartas mismas, junto con sus Decretos, declaraciones, prohibiciones, mandatos, exhortaciones, advertencias, aplicaciones de interdictos eclesiásticos y otras sentencias, censuras y sanciones, ya sean por sanciones canónicas o por nuestra propia iniciativa, especialmente las contenidas en la Carta de Convocatoria de este Sagrado Concilio Universal, y todas y cada una de las demás cláusulas contenidas en dichas cartas, cuyo significado deseamos que se considere expresado como si estuviera insertado aquí textualmente, aunque, por ser definitivas y válidas, no requieren otra confirmación o aprobación para una mayor garantía y demostración de la verdad. Deseamos, decretamos y ordenamos que se observen sin alteración, y reparamos todos y cada uno de los defectos que en ellas haya, si los hubiere.
Condenamos y rechazamos el mencionado cuasi concilio y su traslado, así como todo lo realizado por él, así como a quienes participaron en él o dieron apoyo, aprobación o consentimiento, directa o indirectamente, en cualquier medida y de cualquier manera, desde el día de la convocatoria del cuasi concilio hasta la fecha, ya se hayan realizado o se vayan a realizar en el futuro, incluso si son o han sido tales que deban mencionarse de forma especial, específica, definida y separada, ya que consideramos que su significado y características están claramente expresados. Lo condenamos y rechazamos, al igual que otros concilios falsos que se apartan de la verdad y cuyos actos han sido condenados y rechazados por la ley y los Cánones Sagrados. Proclamamos que estas cosas son nulas, sin valor y vacías, como de hecho lo son, sin tener o haber tenido fuerza ni importancia; y, en la medida en que sea necesario, las declaramos nulas, inválidas y sin efecto, y deseamos que se consideren nulas, inválidas y sin efecto.
Decretamos y declaramos, con la aprobación de este mismo Sagrado Concilio, que este Sagrado Concilio Ecuménico, convocado debida y correctamente, con justicia y razón, y para fines verdaderos y lícitos, ha comenzado a celebrarse, y que todo lo que se ha hecho y se hará y se ejecutará en él será justo, razonable, establecido y válido, y que posee y tiene la misma fuerza, poder, autoridad y estabilidad que poseen y tienen otros Concilios Generales aprobados por los Sagrados Cánones, especialmente el Concilio de Letrán.
Además, en la disposición de las estaciones, al acercarse los calores del verano, para atender la conveniencia y salud de los Prelados, y para que se pueda esperar a quienes viven más allá de las montañas y al otro lado del mar y que hasta ahora no han podido asistir a este Sagrado Concilio, y por otras causas justas y razonables conocidas y aprobadas por dicho Sagrado Concilio, convocamos la tercera sesión de este mismo Concilio para el próximo 3 de noviembre, con la aprobación del mismo. Y a todos y cada uno de los Prelados y demás presentes en el mismo Concilio, les concedemos la libertad y el permiso de retirarse de la curia romana y permanecer donde deseen, siempre que estén presentes en el mencionado Concilio de Letrán el 3 de noviembre, una vez eliminado cualquier impedimento claramente legítimo, sujeto a la imposición de las penas indicadas en la Carta de Convocatoria del Concilio y en los castigos canónicos contra quienes no asistan a los Concilios, con la aprobación del mismo Sagrado Concilio. Que nadie, por tanto... Si alguien... {En esta sesión, debido a la llegada del obispo de Gurk, representante del serenísimo emperador, se hizo un aplazamiento de la tercera sesión hasta el 3 de noviembre}.
SESIÓN 3: 3 de diciembre de 1512
Se rechazan todas y cada una de las medidas promovidas por los Cardenales cismáticos
Julio, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Para alabanza y gloria de aquel cuyas obras son perfectas, continuamos el Sagrado Concilio de Letrán, legítimamente reunido por el favor del Espíritu Santo, en esta tercera sesión. Habíamos convocado esta sesión en otra ocasión, durante la segunda sesión, para el tercer día del siguiente noviembre. Posteriormente, por consejo y acuerdo unánime de nuestros Venerables Hermanos, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, por las razones entonces expuestas y por otras causas legítimas, la pospusimos y la convocamos para hoy, aprobando el mismo Sagrado Concilio tanto el aplazamiento como la convocatoria por las razones mencionadas, que le eran conocidas. Esto ocurrió tras la feliz y favorable adhesión y unión con este Santísimo Concilio de Letrán por parte de nuestro amadísimo hijo en Cristo, Maximiliano, siempre reverenciado Emperador electo de los Romanos.
Condenamos, rechazamos y detestamos, con la aprobación de este mismo Sagrado Concilio, todo lo realizado por esos hijos de la condenación, Bernardo Carvajal, Guillermo Briconnet, René de Prié y Federico de San Severino, antiguos Cardenales, y sus partidarios, seguidores, cómplices y discípulos —quienes son cismáticos y herejes y han obrado desesperadamente para su propia ruina y la de otros, con el objetivo de romper la unidad de la Santa Madre Iglesia en el cuasi concilio celebrado en Pisa, Milán, Lyon y otros lugares—, cualesquiera que sean las cosas en número y tipo que se hayan promulgado, llevado a cabo, hecho, escrito, publicado u ordenado hasta el día de hoy, incluyendo la imposición de impuestos por ellos realizada en todo el Reino de Francia, o que se realice en el futuro. Si bien son, en efecto, nulas, inútiles e inválidas, y ya han sido condenadas y rechazadas por Nos con la aprobación del mencionado Sagrado Concilio, mantenemos, no obstante, esta presente condena y rechazo para mayor precaución. Deseamos que el significado y las características de las cosas realizadas o por realizar se consideren aquí expresadas textualmente y no solo mediante cláusulas generales. Decretamos y declaramos que son y han sido nulas, sin propósito y sin valor, sin fuerza, eficacia, efecto ni importancia.
Renovamos nuestra Carta fechada el 13 de agosto de 1512, en San Pedro, Roma, en el noveno año de nuestro pontificado, por la cual, por consejo de los Dominicos, en vista del apoyo, los favores, el sustento y la ayuda notoriamente brindados a cismáticos y herejes en la promoción del mencionado cuasi concilio de Pisa, condenado y rechazado, por el Rey de Francia y no pocos otros Prelados, funcionarios, nobles y barones del Reino de Francia, pusimos bajo interdicto eclesiástico el Reino de Francia y, en particular, Lyon, con excepción del ducado de Bretaña, y prohibimos la celebración de las ferias habituales de Lyon en dicha ciudad, trasladándolas a la ciudad de Ginebra. Asimismo, renovamos los Decretos, Declaraciones, prohibiciones y todas las cláusulas contenidas en la Carta, contando asimismo con el conocimiento completo y la aprobación del mencionado Sagrado Concilio. Como queda dicho, sometemos dicho reino y sus ciudades, tierras, pueblos y cualesquiera otros territorios a este interdicto, y trasladamos las ferias de Lyon a la referida ciudad de Ginebra.
Para que este Sagrado Concilio de Letrán llegue a una conclusión fructífera y beneficiosa, y para que los muchos otros asuntos importantes que deben tratarse y discutirse en el Concilio procedan a la alabanza de Dios todopoderoso y a la exaltación de la Iglesia Universal, declaramos, con la plena aprobación de dicho Sagrado Concilio, que la cuarta sesión de la celebración continua del Concilio se celebrará el día diez del presente mes de diciembre. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
SESIÓN 4: 10 de diciembre de 1512
Se revoca la Pragmática y se anulan los actos del cuasi-concilio de Pisa sobre la misma {Antes de esta Constitución, en la misma sesión, se leyó también: Una advertencia contra la Pragmática y sus partidarios}
Julio, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Prestando atención, con paternal y ferviente consideración, a la seguridad del rebaño que nos fue confiado desde arriba, a la reforma de las costumbres y a la defensa de la libertad de la Iglesia, así como a la paz y el desarrollo de la fe católica, aprobamos y renovamos, con la aprobación de este Santo Concilio, para alabanza y gloria de Dios todopoderoso y de la Trinidad indivisa, la Carta recientemente emitida por Nos, de la que el mismo Concilio tiene conocimiento, mediante la cual realizamos una reforma general de los funcionarios de la curia romana y de sus impuestos. Ordenamos que la Carta fuera publicada por ciertas personas, designadas posteriormente, para beneficio de los fieles y de acuerdo con nuestros deseos. Ahora ordenamos que sea publicada en detalle por dichas personas designadas, junto con otros Prelados de diversas naciones presentes en el mencionado Concilio y que serán nombrados. Todo lo que pueda pervertir el juicio humano debe cesar, como es justo y apropiado. Ordenamos, además, que las Declaraciones nos sean remitidas en otras sesiones de este Sagrado Concilio y sean aprobadas por el mismo Concilio, para que se puedan llevar a cabo debidamente.
Además, durante períodos considerables de tiempo ha habido un gran menosprecio de la Sede Apostólica y de la cabeza, la libertad y la autoridad de la Santa Iglesia universal romana, así como una limitación de los Cánones Sagrados, por parte de varios Prelados de la nación francesa y por nobles laicos y otros que los apoyan, especialmente bajo el pretexto de cierta sanción que llaman la Pragmática {Esta Sanción Pragmática había sido promulgada por el Rey Carlos VII de Francia en Bourges el 7 de julio de 1438, con el objetivo de eliminar los abusos en la Iglesia, véase DThC 12/2 (1935) 2780-2786, DDrC 7 (1958) 109-113, y NCE 11 (1967) 662-663}. No deseamos soportar más algo tan pernicioso y ofensivo para Dios, un claro menosprecio y daño a dicha Iglesia. Pues solo en esas regiones la sanción, ejecutada por quienes carecen de todo poder legítimo para tal fin y sin la autoridad de los Papas ni de Concilios Generales legítimos, se ha introducido y observado abusivamente. Con razón, junto con su contenido, debe ser declarada nula y sin valor y derogada. Luis XI, Rey de Francia, de distinguida memoria, derogó esta sanción, como consta claramente en sus Cartas patentes ya emitidas. Por lo tanto, con la aprobación del mismo Concilio, encomendamos a las reuniones de nuestros Venerables Hermanos, Cardenales de la mencionada Iglesia, y de otros Prelados, que se celebrarán en el Cenáculo de Letrán, en la medida en que sea necesario, la tramitación de la declaración y abrogación que debemos hacer, así como el informe que se nos presentará a nosotros y al mismo Sagrado Concilio sobre los asuntos discutidos en la primera y siguientes sesiones, en la medida en que sea conveniente. Determinamos y decretamos que los Prelados de Francia, los Capítulos de las Iglesias y Monasterios, y los laicos que los favorecen, de cualquier rango que puedan ser, incluso reales, que aprueben o usen falsamente dicha sanción, junto con todas y cada una de las demás personas que piensen, ya sea individualmente o en grupo, que esta sanción es para su ventaja, sean advertidos y citados, dentro de un término definido y adecuado que se establecerá, mediante un Edicto Público -que se fijará en las puertas de las iglesias de Milán, Asti y Pavía, ya que no se puede acceder con seguridad a Francia- que deben comparecer ante Nos y el mencionado Concilio y declarar las razones por las que dicha sanción y su efecto corruptor y mal uso en asuntos concernientes a la autoridad, dignidad y unidad de la Iglesia romana y la Sede Apostólica, y la violación de los Cánones Sagrados y de la libertad eclesiástica, no deben ser declarados y juzgados nulos y sin valor y ser abrogados, y por qué los así advertidos y citados no deben ser restringidos y mantenidos como si hubieran sido advertidos y citados en persona. Además, respecto de todas y cada una de las disposiciones y colaciones de beneficios eclesiásticos, confirmaciones de elecciones y peticiones, concesiones, mandatos e indultos, de cualquier clase, acerca de los favores y de las cuestiones de justicia o de ambas juntas, de cualquier sentido que puedan ser -cosas que deseamos que se tengan por claramente expresadas en la presente Carta- que fueron hechas por la sinagoga o cuasi concilio de Pisa y sus adherentes cismáticos, carentes de toda autoridad y mérito, aunque son ciertamente nulas y sin valor, sin embargo, para mayor precaución, decretamos, con la aprobación de dicho Sagrado Concilio, que son nulas y sin efecto, fuerza o importancia; y que cada individuo, de cualquier rango, estatus, grado, nobleza, orden o condición, a quien le fueron otorgados, o a cuya conveniencia, ventaja u honor pertenezcan, debe renunciar a sus frutos, rentas y ganancias, o a disponer que esto se haga, y está obligado a restituir tanto estas cosas como sus beneficios y a renunciar a las demás concesiones mencionadas, y que a menos que haya renunciado real y completamente a los beneficios mismos y a las demás cosas que se le otorgaron, dentro de los dos meses siguientes a la fecha de la presente Carta, queda automáticamente privado de los demás beneficios eclesiásticos que posee por título legítimo. Además, aplicamos todo lo que se haya obtenido o se obtenga en forma de frutos, rentas y ganancias de este tipo, e impuestos monetarios impuestos por dicho cuasi-concilio, a la campaña que se llevará a cabo contra los infieles.
Para que la Declaración de reforma y de nulidad de dicha sanción, así como otros asuntos, se lleven a cabo a su debido tiempo, y para que los Prelados que aún deben asistir a este Sagrado Concilio (hemos recibido noticias de que algunos ya han emprendido viaje para asistir) puedan llegar sin inconvenientes, declaramos, con la aprobación del Concilio, que la quinta sesión se celebrará el 16 de febrero, que será el miércoles posterior al primer domingo de la próxima Cuaresma. Que nadie, por tanto... Si alguien...
SESIÓN 5: 16 de febrero de 1513
Bula que renueva y confirma la Constitución contra la comisión del mal de simonía en la elección del Romano Pontífice
Julio, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para la eternidad. El Supremo Hacedor de las cosas, el Creador del Cielo y la tierra, ha dispuesto por su inefable providencia que el Romano Pontífice presida al pueblo cristiano en la Cátedra de Supremacía Pastoral, para que pueda gobernar la Santa, Romana y Universal Iglesia con sinceridad de corazón y obras, y pueda procurar el progreso de todos los fieles. Por lo tanto, consideramos conveniente y saludable que, en la elección de dicho Pontífice, para que los fieles lo vean como un espejo de pureza y honestidad, toda mancha y todo rastro de simonía estén ausentes, que se levanten hombres para este pesado oficio que, habiendo embarcado de la manera y el orden apropiados de una manera debida, correcta y canónica, puedan asumir el timón de la barca de Pedro y puedan ser, una vez establecido en tan alta dignidad, un apoyo para las personas justas y buenas y un terror para las personas malvadas; para que, con su ejemplo, el resto de los fieles reciban instrucción sobre la buena conducta y sean guiados hacia la salvación; para que las cosas que hemos determinado y establecido para esto, de acuerdo con la magnitud y gravedad del caso, sean aprobadas y renovadas por el Sagrado Concilio General; y para que las cosas así aprobadas y renovadas sean comunicadas, de modo que cuanto más frecuentemente sean sostenidas por dicha autoridad, con mayor firmeza perduren y con mayor determinación sean observadas y defendidas contra los múltiples ataques del diablo. Anteriormente, de hecho, por grandes y urgentes razones, como resultado de importantes y maduras discusiones y deliberaciones con hombres de gran erudición y autoridad, incluyendo Cardenales de la Iglesia Romana, personas excelentes y muy experimentadas, se emitió un documento en las siguientes líneas.
Constitución insertada
Julio, Obispo, siervo de los siervos de Dios, para que quede constancia eterna. Considerando que el detestable delito de simonía está prohibido tanto por la Ley Divina como por la humana, especialmente en asuntos espirituales, y que es particularmente atroz y destructivo para toda la Iglesia en la elección del Pontífice Romano, Vicario de nuestro Señor Jesucristo, nosotros, por lo tanto, puestos por Dios al frente del gobierno de la misma Iglesia universal, a pesar de ser de escaso mérito, deseamos, en la medida de nuestras posibilidades y con la ayuda de Dios, tomar medidas eficaces para el futuro con respecto a las cosas antes mencionadas, como estamos obligados a hacer, de acuerdo con la necesidad de un asunto tan importante y la grandeza del peligro. Con el consejo y el consentimiento unánime de nuestros Hermanos, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, mediante esta nuestra Constitución, que tendrá validez permanente, establecemos, ordenamos, decretamos y definimos, por autoridad apostólica y la plenitud de nuestro poder, que si ocurre (que Dios lo evite en su misericordia y bondad hacia todos) después de que Dios nos haya liberado a nosotros o a nuestros sucesores del gobierno de la Iglesia universal, por los esfuerzos del enemigo de la raza humana y siguiendo el impulso de la ambición o la codicia, la elección del Pontífice Romano sea realizada o efectuada por la persona elegida, o por uno o varios miembros del Colegio Cardenalicio, dando sus votos de una manera que implique de alguna forma la comisión de simonía, mediante el regalo, la promesa o la recepción de dinero, bienes de cualquier tipo, castillos, cargos, beneficios, promesas u obligaciones —por parte de la persona elegida o de una o varias personas, de cualquier manera o forma, incluso si la elección resultara en una mayoría de dos tercios o en la elección unánime de todos los Cardenales, o incluso en un acuerdo espontáneo por parte de todos, sin que se haya realizado un escrutinio, entonces no solo esta elección o elección en sí misma es nula, y no confiere a la persona elegida o escogida de esta manera ningún derecho de administración espiritual o temporal, sino que también se puede alegar y presentar, contra la persona elegida o escogida de esta manera, por cualquiera de los cardenales que haya participado en la elección, la acusación de simonía, como una herejía verdadera e incuestionable, de modo que el elegido no sea considerado por nadie como el Pontífice Romano.
Otra consecuencia es que la persona elegida de esta manera queda automáticamente privada, sin necesidad de otra Declaración, de su rango Cardenalicio y de todos los demás honores, así como de las iglesias catedrales, incluso metropolitanas y patriarcales, monasterios, dignidades y demás beneficios y pensiones de cualquier tipo que poseyera por título, encomienda o de cualquier otra forma; y que la persona elegida debe ser considerada, y de hecho lo es, no un seguidor de los Apóstoles, sino un apóstata y, como Simón, un mago y un heresiarca, y perpetuamente excluido de todos y cada uno de los actos mencionados. Una elección simoníaca de este tipo nunca será válida por una entronización posterior ni por el paso del tiempo, ni siquiera por el acto de adoración u obediencia de todos los Cardenales. Será lícito a todos y cada uno de los Cardenales, incluso a los que consintieron en la elección o promoción simoníaca, incluso después de la entronización y adoración u obediencia, así como a todo el clero y al pueblo romano, junto con los que sirven como prefectos, castellanos, capitanes y otros oficiales en el Castillo de Sant' Angelo en Roma y en cualesquiera otros baluartes de la Iglesia romana, no obstante cualquier sumisión o juramento o promesa dada, retirarse sin penalidad y en cualquier momento de la obediencia y lealtad a la persona así elegida, incluso si ha sido entronizada (mientras que ellos mismos, no obstante esto, permanecen completamente comprometidos con la fe de la Iglesia romana y con la obediencia hacia un futuro Pontífice Romano que entra en el cargo de acuerdo con los Cánones) y evitarlo como a un mago, un pagano, un publicano y un heresiarca. Para incomodarle aún más, si utiliza el pretexto de la elección para interferir en el gobierno de la Iglesia universal, los Cardenales que quieran oponerse a dicha elección pueden pedir la ayuda del brazo secular contra él.
Quienes rompan su obediencia no serán sometidos a ninguna penalidad ni censura por dicha separación, como si rasgaran la vestidura del Señor. Sin embargo, los Cardenales que lo eligieron por medios simoníacos serán tratados sin más declaración como privados de sus Órdenes, así como de sus títulos y honores como Cardenales y de cualquier Prelacía Patriarcal, Arzobispal, Episcopal u otra, dignidades y beneficios que en ese momento tuvieran por título o en encomienda, o en los cuales o a los cuales ahora tengan algún derecho, a menos que lo abandonen total y efectivamente y se unan sin pretensiones ni engaños a los otros Cardenales que no consintieron a esta simonía, dentro de los ocho días después de recibir la solicitud de los otros Cardenales, en persona si esto es posible o de lo contrario mediante un anuncio público. Luego, si se han unido en plena unión con los dichos otros Cardenales, quedarán inmediatamente reintegrados, restaurados, rehabilitados y restablecidos en su antiguo estado, honores y dignidades, incluso del Cardenalato, y en las iglesias y beneficios que tenían a su cargo o tenían, y quedarán absueltos de la mancha de simonía y de cualesquiera censuras y penas eclesiásticas.
Los intermediarios, corredores y banqueros, ya sean clérigos o laicos, de cualquier rango, calidad u orden que hayan tenido, incluso Patriarcales, Arzobispales o Episcopales, o que disfruten de cualquier otro estatus secular, mundano o eclesiástico, incluyendo portavoces o enviados de Reyes y Príncipes, que participaron en esta elección simoníaca, quedan por ese mismo hecho privados de todas sus iglesias, beneficios, prelaturas y feudos, y de cualquier otro honor y posesión. Se les prohíbe cualquier cosa de ese tipo y hacer o beneficiarse de un testamento, y sus bienes, al igual que los de los condenados por traición, son inmediatamente confiscados y asignados al tesoro de la Sede Apostólica si los criminales antes mencionados son Eclesiásticos o súbditos de la Iglesia Romana. Si no son súbditos de la Iglesia romana, sus bienes y feudos en las regiones bajo control secular se asignan inmediatamente al tesoro del gobernante secular en cuyo territorio se encuentra la propiedad; de tal manera, sin embargo, que si dentro de los tres meses a partir del día en que se supo que habían cometido simonía o habían tomado parte en ella, los gobernantes no han asignado de hecho dichos bienes a su propio tesoro, entonces los bienes se consideran desde esa fecha como asignados al tesoro de la Iglesia romana, y se consideran inmediatamente así sin necesidad de ningún pronunciamiento ulterior en el mismo sentido.
Tampoco son vinculantes, inválidas e ineficaces para la acción las promesas, compromisos o compromisos solemnes hechos en cualquier momento para tal fin, incluso antes de la elección en cuestión y realizados de cualquier manera por personas distintas de los Cardenales, con alguna solemnidad y forma extrañas, incluyendo los hechos bajo juramento, condicionalmente o dependientes del resultado, o en forma de obligaciones acordadas bajo cualquier incentivo, ya sea un depósito, préstamo, intercambio, acuse de recibo, donación, prenda, venta, intercambio o cualquier otro tipo de contrato, incluso en la forma más completa de la Cámara Apostólica. Nadie puede ser obligado ni presionado por la fuerza de estos en un tribunal de justicia o en otro lugar, y todos pueden retirarse legalmente de ellos sin pena ni temor ni estigma de perjurio.
Además, los Cardenales que hayan participado en dicha elección simoníaca y hayan abandonado a la persona elegida, podrán unirse a los demás Cardenales, incluso a aquellos que consintieron en la elección simoníaca pero posteriormente se unieron a los Cardenales que no cometieron dicha simonía, si estos últimos están dispuestos a unirse a ellos. Si estos Cardenales no están dispuestos, podrán proceder libre y canónicamente sin ellos en otro lugar a la elección de otro Papa sin esperar otra Declaración formal que acredite que la elección fue simoníaca, aunque siempre permanecerá vigente nuestra misma Constitución actual. Podrán anunciar y convocar un Concilio General en el lugar que consideren oportuno, sin perjuicio de las Constituciones y Órdenes Apostólicas, especialmente la del Papa Alejandro III, de feliz memoria, que comienza con Licet de evitanda discordia, y las de otros Pontífices Romanos, nuestros predecesores, incluidas las emitidas en Concilios Generales, y cualquier otra disposición contraria que imponga restricciones.
Finalmente, todos y cada uno de los Cardenales de la Santa Iglesia Romana en ejercicio en ese momento, y su Sagrado Colegio, están bajo pena de excomunión inmediata, en la que incurren automáticamente y de la cual no pueden ser absueltos excepto por el Romano Pontífice canónicamente elegido, salvo en peligro inminente de muerte. No se atreverán, durante una vacante en la Sede Apostólica, a contravenir lo antedicho, ni a legislar, disponer u ordenar, ni a actuar o intentar nada en modo alguno, bajo cualquier pretexto o excusa, contrario a lo antedicho o a cualquiera de ellos. Desde este momento decretamos que es nulo e inválido si alguien, consciente o inconscientemente, incluso por nosotros, atenta contra estas o cualquiera de las normas anteriores. Para que el significado de esta Constitución, Decreto, Estatuto, Reglamento y limitación sea conocido por todos, es nuestra voluntad que la presente Carta se fije en las puertas de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles y de la Cancillería, y en un rincón del Campo dei Fiori, y que no se requiera ni se espere ninguna otra formalidad para su publicación, salvo que la mencionada exhibición pública sea suficiente para su publicación solemne y vigencia perpetua. Que nadie, por lo tanto... Si alguien... Dado en Roma, junto a San Pedro, el 14 de enero de 1505/1506, en el tercer año de nuestro Pontificado.
[. . .] Al reflexionar sobre cuán pesada es la carga y cuán perjudicial es la pérdida para los Vicarios de Cristo en la tierra que serían las elecciones falsificadas, y cuán grande el daño que podrían traer a la Religión Cristiana, especialmente en estos tiempos muy difíciles cuando toda la Religión Cristiana está siendo perturbada de diversas maneras, deseamos poner obstáculos a los trucos y trampas de Satanás y a la presunción y ambición humanas, en la medida en que nos sea permitido, para que la mencionada Carta se observe mejor cuanto más claramente se establezca que ha sido aprobada y renovada por la discusión madura y saludable del mencionado Sagrado Concilio, por el cual ha sido decretada y ordenada, aunque no necesita ninguna otra aprobación para su permanencia y validez. Para una salvaguardia más amplia, y para eliminar toda excusa para el engaño y la malicia por parte de los malos pensadores y de aquellos que se esfuerzan por derribar una Constitución tan sana, con vistas a que la letra se observe con mayor determinación y sea más difícil de remover, en la medida en que está defendida por la aprobación de tantos de los Padres, por lo tanto, con la aprobación de este Concilio de Letrán y con la autoridad y plenitud de poder establecidas anteriormente, confirmamos y renovamos dicha Carta junto con cada Estatuto, Regulación, Decreto, definición, pena, restricción y todas las demás cláusulas individuales contenidas en ella; ordenamos que se mantenga y observe sin cambio o violación y que preserve la autoridad de una firmeza inmutable; y decretamos y declaramos que los Cardenales, mediadores, portavoces, enviados y otros enumerados en dicha Carta están y estarán obligados a la observancia de dicha Carta y de todos y cada uno de los puntos expresados en ella, bajo pena de las censuras y penas y otras cosas contenidas en ella, de acuerdo con su significado y forma; No obstante las Constituciones y Ordenanzas Apostólicas, así como todo aquello que no quisimos impedir en dicha Carta, y cualquier otra disposición contraria. Que nadie, por lo tanto... Si alguien... {En esta sesión también se registraron otras medidas contra la Sanción Pragmática, especialmente la Constitución de Julio II, Inter alia (Msi 32, 772-773)}.
SESIÓN 6: 27 de abril de 1513
Salvoconducto para quienes deseen y deban acudir al Concilio, para su venida, residencia, intercambio de opiniones y viaje de regreso
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para la eternidad. Por la suprema ordenanza del Omnipotente, que gobierna las cosas del Cielo y de la tierra por su providencia, presidimos su Santa y Universal Iglesia, aunque seamos indignos. Instruidos por la enseñanza salvadora y santísima del Doctor de los gentiles, dirigimos nuestra atención principal, entre las muchas angustias que nos afligen incesantemente, hacia aquellas cosas en particular mediante las cuales la unidad eterna y la caridad inmaculada puedan permanecer en la Iglesia; que el rebaño a nosotros encomendado avance por el buen camino hacia la salvación, y que el nombre de los Cristianos y la señal de la Santísima Cruz, en la que los fieles han sido salvados, se difundan más ampliamente, después de que los infieles hayan sido expulsados con la ayuda de la diestra de Dios.
En efecto, tras la celebración de cinco sesiones del Sagrado Concilio General de Letrán, el Papa Julio II, de feliz memoria, nuestro predecesor, por consejo y acuerdo de nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, entre los que entonces éramos, de manera loable y legítima, y por sólidas razones, guiados por el Espíritu Santo, convocó la sexta sesión del Concilio para el undécimo día de este mes. Sin embargo, tras su separación de nuestro seno, pospusimos la sexta sesión hasta hoy, con el consejo y consentimiento de nuestros Hermanos, por las razones entonces expresadas y por otras que influyeron en nuestra actitud y la de ellos. Pero como siempre existió en nosotros, mientras éramos de rango inferior, la determinación interior de que se celebrara el Concilio General (como medio principal para cultivar el campo del Señor), ahora que hemos sido elevados a la cima del Apostolado, considerando que un deber derivado del oficio de cuidado pastoral que se nos ha encomendado ha coincidido con nuestro honorable y benéfico deseo, hemos asumido este asunto con mayor fervor y plena disposición. En consecuencia, con la aprobación del mismo Sagrado Concilio de Letrán, aprobamos el aplazamiento que hicimos y el Concilio mismo, hasta que se cumplan los fines para los que fue convocado, en particular que se pueda concertar una paz general y estable entre los Príncipes y Gobernantes Cristianos tras apaciguarse la violencia de las guerras y abolirse los conflictos armados. Nos proponemos aplicar y dirigir todos nuestros esfuerzos a esta paz, con incansable cuidado y sin escatimar esfuerzos para un bien tan saludable. Declaramos que es y será nuestra actitud e intención inmutables que, después de haberse logrado aquellas cosas que afectan a la alabanza de Dios y a la exaltación de la mencionada Iglesia y a la armonía de los fieles de Cristo, se lleve a cabo la santa y necesaria campaña contra los enemigos de la Fe Católica y se logre (con el favor del Altísimo) un resultado triunfante.
Para que quienes deban asistir a tan útil Concilio no se vean impedidos de venir, por la presente concedemos y concedimos, con la aprobación del Sagrado Concilio, a todos y cada uno de los convocados al Concilio por el dicho Julio, nuestro predecesor, o que deban participar, por derecho o costumbre, en las reuniones de los Concilios Generales, especialmente los de la nación francesa, y a los cismáticos y otros que vengan al dicho Concilio de Letrán por derecho común o especial, en virtud de una Declaración o Carta Apostólica de nuestros predecesores o de la Sede Apostólica (excepto, por supuesto, los que estén bajo prohibición), y a los asistentes y asociados de los que vengan, de cualquier estado, rango, condición o nobleza que sean, eclesiásticos o seculares, para sí mismos y todas sus pertenencias, un salvoconducto gratuito, garantizado y totalmente completo, para venir por tierra o mar a través de los estados, territorios y lugares que están sujetos a la dicha Iglesia Romana, a este Concilio de Letrán en Roma, y para residir en la ciudad y libremente intercambiar opiniones y abandonarlo cuantas veces deseen, con total seguridad, sin restricciones y con una garantía papal verdadera e inapelable, a pesar de cualquier imposición de censuras y sanciones eclesiásticas o seculares que se hayan promulgado en general contra ellos, por cualquier motivo, por ley o por la mencionada Sede, bajo cualquier forma de palabras o cláusulas, y en las que hayan incurrido. Mediante nuestras Cartas, animaremos, advertiremos y solicitaremos a todos los Reyes, Príncipes y Gobernantes Cristianos que, por reverencia a Dios todopoderoso y a la Sede Apostólica, no molesten ni provoquen molestias, directa o indirectamente, en sus personas o bienes, a quienes se dirijan a este Sagrado Concilio de Letrán, sino que les permitan llegar en libertad, seguridad y paz.
Además, para la celebración de este Concilio, declaramos que la séptima sesión se celebrará el próximo 23 de mayo. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
SESIÓN 7: 17 de junio de 1513
Se lee y aprueba la Constitución Meditatio cordis nostri {Msi 32, 815-818}, que aplaza la octava sesión al 16 de noviembre.
SESIÓN 8: 19 de diciembre de 1513
Condena de toda proposición contraria a la verdad de la fe cristiana ilustrada
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. La carga del Gobierno Apostólico nos impulsa siempre a seguir adelante, para que, por las debilidades de las almas que requieren sanación, de las cuales el Creador todopoderoso desde lo alto nos ha encomendado el cuidado, y por aquellos males en particular que ahora se ven con mayor urgencia entre los fieles, ejerzamos, como el samaritano del Evangelio, la tarea de sanar con aceite y vino, para que no nos caiga sobre nosotros la reprensión de Jeremías: “¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No hay médico allí?”. En consecuencia, dado que en nuestros días (que soportamos con dolor) el sembrador de cizaña, el antiguo enemigo de la raza humana, se ha atrevido a esparcir y multiplicar en el campo del Señor algunos errores extremadamente perniciosos, que siempre han sido rechazados por los fieles, especialmente sobre la naturaleza del alma racional, con la afirmación de que es mortal o única entre todos los seres humanos, y dado que algunos, actuando como filósofos sin el debido cuidado, afirman que esta proposición es verdadera al menos según la filosofía, es nuestro deseo aplicar remedios adecuados contra esta infección y, con la aprobación del Sagrado Concilio, condenamos y rechazamos a todos aquellos que insisten en que el alma intelectual es mortal o única entre todos los seres humanos, y a quienes plantean dudas sobre este tema. Pues el alma no solo existe verdaderamente por sí misma y esencialmente como la forma del cuerpo humano, como dice el Canon de nuestro predecesor de feliz memoria, el Papa Clemente V, promulgado en el Concilio General de Viena, sino que también es inmortal. Y además, por la enorme cantidad de cuerpos en los que se infunde individualmente, puede y debe ser, y es, multiplicado. Esto queda claramente establecido en el Evangelio cuando el Señor dice: “No pueden matar el alma”; y en otro lugar: “Quien aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna”, y cuando promete recompensas eternas y castigos eternos a quienes serán juzgados según los méritos de su vida; de lo contrario, la encarnación y los demás misterios de Cristo no nos serían de ningún beneficio, ni la resurrección sería algo que esperar, y los Santos y los Justos serían (como dice el Apóstol) los más miserables de todos.
Y puesto que la verdad no puede contradecir la verdad, definimos que toda afirmación contraria a la verdad ilustrada de la fe es totalmente falsa y prohibimos estrictamente que se permita enseñar lo contrario. Decretamos que todos aquellos que se aferran a afirmaciones erróneas de este tipo, sembrando así herejías que son totalmente condenadas, deben ser evitados por todos los medios y castigados como herejes e infieles detestables y odiosos que socavan la Fe Católica. Además, ordenamos estrictamente a todos y cada uno de los filósofos que enseñan públicamente en las universidades o en otros lugares, que cuando explican o exponen a su audiencia los principios o conclusiones de los filósofos, cuando se sabe que se desvían de la Verdadera Fe -como en la afirmación de la mortalidad del alma o de que hay una sola alma o de la eternidad del mundo y otros temas de este tipo- están obligados a dedicar todos sus esfuerzos a aclarar para sus oyentes la verdad de la Religión Cristiana, a enseñarla con argumentos convincentes, en la medida en que sea posible, y a aplicarse con todas sus energías a refutar y desechar los argumentos opuestos de los filósofos, ya que todas las soluciones están disponibles.
Pero no basta con podar ocasionalmente las raíces de las zarzas si no se cava profundamente la tierra para evitar que vuelvan a multiplicarse, y si no se eliminan las semillas y las causas fundamentales de las que crecen con tanta facilidad. Por eso, dado que el estudio prolongado de la filosofía humana —que Dios ha hecho vacío e insensato, como dice el Apóstol, cuando carece del sabor de la sabiduría divina y de la luz de la Verdad Revelada— a veces conduce al error más que al descubrimiento de la verdad, ordenamos y reglamentamos mediante esta saludable Constitución, para suprimir toda ocasión de caer en error con respecto a las materias antes mencionadas, que de ahora en adelante ninguno de los que pertenecen a las Órdenes Sagradas, ya sean Religiosos, Seglares u otros Consagrados, cuando cursen estudios en universidades u otras instituciones públicas, se dedique al estudio de la filosofía o la poesía durante más de cinco años después del estudio de la gramática y la dialéctica, sin dedicar algún tiempo al estudio de la Teología o el Derecho Pontificio. Pasados estos cinco años, si alguien quiere dedicarse a tales estudios, puede hacerlo sólo si al mismo tiempo o de algún otro modo se dedica activamente a la Teología o a los Sagrados Cánones; para que los Sacerdotes del Señor encuentren en estas santas y útiles ocupaciones los medios para limpiar y sanar las fuentes infectadas de la filosofía y de la poesía.
Ordenamos, en virtud de Santa Obediencia, que estos Cánones sean publicados cada año, al inicio del curso, por los Ordinarios locales y Rectores de las Universidades donde prosperen Institutos de Estudios Generales. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Sobre la concertación de la paz entre los Príncipes Cristianos y el regreso de los bohemios que rechazan la Fe
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para la eternidad. Continuamos el Sagrado Concilio de Letrán para alabanza de la Trinidad todopoderosa e indivisa y para gloria de Aquel cuyo lugar representamos en la tierra, quien cultiva la paz y la armonía en sus altos Cielos, y quien, al partir de este mundo, dejó la paz como herencia legítima a sus discípulos. Pues, en la séptima sesión anterior, el Concilio afrontaba, entre otros asuntos, el peligro amenazante y muy evidente de los infieles y el derramamiento de sangre cristiana, que ya entonces se derramaba a causa de nuestras flagrantes faltas. Las disputas entre Reyes, Príncipes y Pueblos Cristianos también debían ser eliminadas, y nos veíamos obligados a buscar con todas nuestras fuerzas la paz entre ellos. Esta fue la razón por la que se tuvo que organizar una de las reuniones más importantes de dicho Concilio: para que la paz se mantuviera intacta y condujera a su debido cumplimiento, especialmente en estos tiempos en que se reconoce que el poder de los infieles ha crecido notablemente. Por lo tanto, con la aprobación del mismo Concilio, hemos dispuesto y decidido enviar a los Reyes, Príncipes y Gobernantes antes mencionados legados y enviados de paz, destacados por su erudición, experiencia y bondad, con el fin de negociar y concertar la paz. Y, para que estos hombres depongan las armas, hemos instado a sus portavoces presentes en el Concilio, en la medida de lo posible con la ayuda de Dios, a que, por reverencia a la Sede Apostólica y a la unión de los fieles, dediquen toda su energía y fuerza a informar sobre estos asuntos a sus Reyes, Príncipes y Gobernantes. Éstos están invitados, en nuestro nombre, a negociar y escuchar con buena voluntad y honor a los mismos Legados Apostólicos, y a actuar a favor de nuestros justos y santos deseos que deben ser expuestos ante ellos por estos mensajeros.
Nos persuadíamos de que lo harían para que nuestros Legados pudieran asumir la tarea de la Embajada lo antes posible y completar valientemente la tarea, y para que, con el favor del Padre de las Luces (de quien proviene todo don excelente), se pudiera negociar y concertar la paz y, una vez resuelta, la santa y necesaria expedición contra el frenesí de los infieles, anhelantes de saciarse de sangre cristiana, pudiera tener lugar y concluir favorablemente para la seguridad y la paz de toda la Cristiandad. Después de esto, anhelábamos de corazón, gracias a nuestro Oficio Pastoral, la paz y la unión dentro de todo el Pueblo Cristiano, y en particular entre los mismos Reyes, Gobernantes y Príncipes cuya discordia se temía que un daño prolongado y grave pudiera afectar diariamente al Estado Cristiano. Comenzó a surgir la esperanza de que el Estado Cristiano sería atendido de forma útil y saludable por esta paz y unidad, gracias a la autoridad de estos hombres. Enviamos nuestros Mensajeros y Cartas a los Reyes, Príncipes y Gobernantes antes mencionados —en aquel momento desunidos entre sí— para exhortarlos, solicitarles y advertirles. No omitimos nada (en la medida de nuestras posibilidades) para organizar y lograr, con todos nuestros esfuerzos, que, una vez eliminada la discordia y el desacuerdo de cualquier tipo, desearan finalmente regresar, en completo acuerdo, gracia y amor, a la paz, la armonía y la unión universales. De esta manera, no se infligirían más pérdidas a los Cristianos a manos del salvaje gobierno de los turcos ni de otros infieles, sino que se unirían fuerzas para aplastar la terrible furia y los jactanciosos esfuerzos de esos pueblos.
En esa situación, mientras nos esforzamos con todo pensamiento, cuidado, esfuerzo y celo para que todo se lleve al fin deseado, y con confianza en el don de Dios, hemos decretado que Legados con una misión especial de nuestra parte - que serán Cardenales de la Santa Iglesia Romana y que pronto serán nombrados por Nosotros, por consejo de nuestros Hermanos, en nuestro Consistorio secreto - serán nombrados y enviados con autoridad y con las facultades necesarias y apropiadas, como mensajeros de paz, para arreglar, negociar y establecer esta paz universal entre los Cristianos, para embarcarse en una expedición contra los infieles, con la aprobación de este Sagrado Concilio, y para inducir a dichos Reyes, por generosidad de alma acorde con su rango y por devoción hacia la Fe Católica, a moverse con mentes listas y ansiosas hacia las santas tareas tanto de la paz como de la expedición, para la total y perfecta protección, defensa y seguridad de todo el estado Cristiano.
Además, dado que la prolongada y múltiple herejía de los bohemios ofende gravemente a Dios y causa escándalo al pueblo Cristiano, hemos confiado plenamente, para el futuro inmediato, la tarea de devolver a este pueblo a la luz y la armonía de la Verdadera Fe a nuestro querido hijo, Tomás de Esztergom, Cardenal Presbítero de la advocación de San Martín de las Colinas, como Legado nuestro y de la Sede Apostólica para Hungría y Bohemia. Exhortamos a este pueblo, en el Señor, a no descuidar el envío de algunos de sus portavoces, con el mandato adecuado, ya sea a Nosotros y a este Sagrado Concilio de Letrán, o al mismo Tomás, Cardenal Legado, quien estará más cerca de ellos. El propósito será intercambiar opiniones sobre un remedio adecuado para que reconozcan los errores de los que han sido esclavos durante tanto tiempo y puedan ser conducidos de vuelta, con la guía de Dios, a la verdadera práctica de la Religión y al seno de la Santa Madre Iglesia. Con la aprobación del Sagrado Concilio, por el tenor de la presente Carta, les concedemos y otorgamos, por la Fe de un Pontífice, una garantía pública y un salvoconducto gratuito en cuanto a su ida, salida y permanencia mientras dure la negociación de los asuntos antedichos, y después para salir y regresar a sus propios territorios; y consentiremos a sus deseos hasta donde podamos bajo Dios.
Para que este Sagrado Concilio de Letrán culmine con el fructífero beneficio deseado, ya que aún quedan muchos otros temas importantes por discutir y debatir para alabanza de Dios y el triunfo de su Iglesia, declaramos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que la novena sesión de la celebración continua de este Sagrado Concilio de Letrán se celebrará el 5 de abril de 1514, en el primer año de nuestro Pontificado, que será el miércoles después del Domingo de Pasión. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
Bula sobre la reforma
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Colocados por el don de la gracia divina en el punto supremo de la Jerarquía Apostólica, consideramos que nada era más acorde con nuestro deber oficial que supervisar, con celo y cuidado, todo lo que pudiera corresponder a la protección, solidez y extensión del rebaño católico que nos fue confiado. A este propósito hemos aplicado toda la fuerza de nuestra actividad, la fuerza de nuestra mente y talento. Nuestro predecesor, de feliz memoria, el Papa Julio II, preocupado por el bienestar de los fieles y deseoso de protegerlo, había convocado el Concilio Ecuménico de Letrán por muchas otras razones, pero también porque se agudizaban las quejas sobre los funcionarios de la Curia Romana. Por estas razones, se designaron varios comités compuestos por sus Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, entre los que éramos entonces, y también por Prelados, para investigar cuidadosamente estas quejas. Para que los miembros de la Curia y quienes acudían a ella en busca de favores no se vieran atormentados por la excesiva carga de gastos y, al mismo tiempo, la mala reputación que afectaba profundamente a dichos funcionarios pudiera ser apaciguada con un remedio rápido, emitió una Bula de reforma por la cual se les obligaba de nuevo, bajo una severa pena, a cumplir con las condiciones legales de sus cargos. Debido a la muerte, no pudo legislar en particular sobre los excesos ni completar el Concilio.
Nosotros, como sucesores tanto de la preocupación como del oficio, desde el inicio de nuestro Pontificado, no tardamos en reanudar el Sínodo para promover la paz entre los Príncipes Cristianos y, no menos, dado que es nuestra intención completar una reforma universal, fortalecer con nuevas ayudas lo que nuestro predecesor proporcionó en primer lugar respecto a los Oficios Curiales, y continuar con la ampliación de los Comités. Pues ninguna preocupación nos agobia más que la de arrancar las espinas y las zarzas del campo del Señor, y si algo obstaculiza su cultivo, debe ser arrancado de raíz. Por lo tanto, tras recibir un informe minucioso de los Comités, con información sobre qué personas estaban desviando el rumbo, restablecimos a la normalidad todo lo que se hubiera desviado de una costumbre sana y loable o de una institución de larga data. Reunimos todo esto en una Bula de reforma publicada sobre este asunto con la aprobación del Sagrado Concilio; {Esta bula Pastoralis officii se publicó el 13 de diciembre de 1513, pero nunca fue sometida a votación de los Padres} y designamos para ejecutarla a quienes insistieran en que se mantuvieran las decisiones. Con la aprobación de este Sagrado Concilio, ordenamos que esto se observe sin alteración ni engaño por los propios funcionarios, así como por otros, según corresponda, bajo pena de excomunión inmediata, de la cual solo pueden ser absueltos por el Romano Pontífice (excepto en peligro inminente de muerte), de tal manera que, además de esta y otras penas detalladas en la Bula, quienes actúen en contra de ella sean automáticamente suspendidos durante seis meses del cargo en el que cometieron la falta. Y si fallan por segunda vez en el mismo cargo, quedan privados para siempre por haber contaminado el cargo mismo. Después de que hayan sido restablecidos a la buena conducta por medio de nuestra Constitución, y el daño general haya sido controlado y eliminado, procederemos a las etapas restantes de la reforma.
Si el Todopoderoso en su misericordia nos permite establecer la paz entre los Líderes Cristianos, avanzaremos no sólo para destruir completamente las malas semillas, sino también para expandir los territorios de Cristo, y, apoyados por estos logros, seguiremos adelante, con Dios favoreciendo sus propios propósitos, a la más santa expedición contra los infieles, cuyo deseo está profundamente fijado en nuestro corazón.
Así que, nadie... Si alguno, sin embargo...
SESIÓN 9: 5 de mayo de 1514
El Papa insta a los Gobernantes Cristianos a hacer las paces entre ellos para que sea posible una expedición contra los enemigos de la Fe Cristiana
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para la eternidad. Tras ser llamados por divina dispensación al cuidado y gobierno de la Iglesia universal, aunque indignos de tan gran responsabilidad, comenzamos desde lo más alto del apostolado, como desde la cima del Monte Sión, a dirigir nuestra mirada y mente hacia las cosas que parecen de primordial importancia para la salvación, la paz y la expansión de la Iglesia misma. Cuando centramos toda nuestra atención, pensamiento y celo en esta dirección, como un pastor experimentado y vigilante, no encontramos nada más grave o peligroso para el estado Cristiano ni más opuesto a nuestro santo deseo que la feroz locura de los conflictos armados. Pues, como resultado de ellos, Italia ha sido casi aniquilada por una masacre intestina, ciudades y territorios han sido desfigurados, en parte destruidos y en parte arrasados, provincias y reinos han sido azotados, y la gente no cesa de actuar con locura y de revolcarse en la sangre cristiana. Por lo cual hemos juzgado que a nada se le debe dar más importancia, consideración y atención que la extinción de estas guerras y el reordenamiento de la disciplina eclesiástica de acuerdo con los recursos y las circunstancias, para que, apaciguados por un cambio de vida, después de haber dejado de lado las disputas, podamos reunir en uno solo el rebaño del Señor confiado a nuestro cuidado, y animar y despertar este rebaño más fácilmente, en una unión de paz y armonía, como por una fuerza vinculante muy fuerte, contra los enemigos comunes de la Fe Cristiana que ahora la amenazan.
Este intenso deseo nuestro para esta campaña contra los malvados e implacables enemigos de la Cruz de Cristo está tan arraigado en nuestro corazón que decidimos continuar y dar seguimiento al Sagrado Concilio de Letrán —convocado e iniciado por nuestro predecesor de feliz memoria, Julio II, e interrumpido por su fallecimiento— por esa razón especial, como se desprende de las diferentes sesiones celebradas por nosotros en el mismo Concilio. Así, con los Príncipes Cristianos o sus portavoces reunidos en el mismo Concilio, y con la asistencia de Prelados de diferentes partes del mundo, una vez resuelta la paz entre estos Príncipes Cristianos y (como es justo) desarraigadas del campo del Señor las nocivas zarzas de las herejías, los asuntos necesarios para la campaña contra los mismos enemigos, así como lo concerniente a la gloria y el triunfo de la Fe Ortodoxa, y otros asuntos diversos, pudieron decidirse felizmente mediante el oportuno consejo y acuerdo de todos.
Aunque muchos hombres distinguidos, destacados en todas las ramas del saber, acudieron de diferentes partes de Europa a este Concilio, solemnemente convocado y debidamente proclamado, muchos también, legítimamente impedidos, enviaron sus instrucciones oficialmente. Sin embargo, debido a las dificultades derivadas de las guerras y a las circunstancias que han bloqueado muchos territorios por armas hostiles durante largo tiempo, no se pudieron reunir los recursos y el gran número que deseábamos. Además, no se nos puede atribuir que aún no hayamos enviado a los Reyes y Príncipes los Legados especialmente designados para promover la unión y la paz entre los mismos gobernantes —algo que quizás a muchos les parezca necesario y que nosotros también consideramos especialmente oportuno—. La razón, por supuesto, por la que nos abstuvimos de hacerlo es la siguiente: casi todos los Príncipes nos hicieron saber, mediante Cartas y mensajes, que el envío de Legados no era en absoluto necesario ni conveniente. Sin embargo, enviamos hombres discretos y de probada lealtad, con rango de Obispo, como nuestros enviados a aquellos mismos Príncipes que estaban librando serias actividades armadas entre ellos y, hasta donde se podía suponer, guerras bastante encarnizadas. Gracias, especialmente a la acción de estos enviados, se han acordado treguas entre algunos Príncipes, y se cree que el resto está a punto de dar su consentimiento. Por lo tanto, no postergaremos el envío de los Legados especiales, como decidimos en la última sesión, siempre que sea necesario y beneficioso para el establecimiento de una paz estable y duradera entre ellos, y como propusimos previamente. Mientras tanto, no cesaremos de actuar y reflexionar sobre lo relevante para la situación, con los portavoces de los mismos Príncipes que negocian con nosotros, y de insistir y exhortarlos a ellos y a sus Príncipes a que actúen mediante nuestros enviados y Cartas.
¡Oh, que el Dios todopoderoso y misericordioso asistiera desde lo alto nuestros planes de paz y nuestros pensamientos constantes, mirara al pueblo fiel con ojos más benévolos y favorables y, por el bien de la seguridad y la paz común y para la supresión de la locura arrogante de los malvados enemigos del nombre Cristiano, diera un oído propicio a sus devotas oraciones!
Por nuestra Autoridad Apostólica, mandamos a todos y cada uno de los Primados, Patriarcas y Arzobispos, a los Capítulos de las Iglesias Catedrales y Colegiatas, tanto seculares como pertenecientes a cualquiera de las Órdenes Religiosas, a los Colegios y Conventos, a los jefes de pueblos, Decanos, Rectores de Iglesias y otros que tienen cuidado de almas, y a los Predicadores, Limosneros y a cuantos exponen la Palabra de Dios al pueblo, y ordenamos en virtud de Santa Obediencia, que dentro de la celebración de las Misas, durante el tiempo en que se expone la Palabra de Dios ante el pueblo o fuera de ese tiempo, y en las oraciones que dirán en Capítulo o como Conventos, o en algún otro momento en cualquier clase de reunión, deben mantener las siguientes colectas especiales por la paz de los cristianos y por la confusión de los infieles respectivamente: Oh Dios, de quien provienen los santos deseos, y, oh Dios, en cuyas manos está todo poder y autoridad sobre los reinos, mira al auxilio de los cristianos. Y no menos deben mandar a los miembros de sus Diócesis y a cualesquiera otras personas de uno y otro sexo, ya eclesiásticas ya seculares, sobre las cuales tienen autoridad en razón de una Prelatura o de cualquier otra posición eclesiástica de autoridad, y animar en el Señor a aquellos a quienes se les propone la Palabra de Dios por propia responsabilidad o por la de otro, que difundan en privado devotas oraciones a Dios mismo y a su gloriosísima Madre, en el Padre Nuestro y en el Ave María, por la paz de los Cristianos (como se mencionó anteriormente) y por la completa destrucción de los infieles.
Además, cualquiera de los arriba mencionados que crea que, por influencia o favor con Príncipes seculares de cualquier rango, distinción o dignidad, o con sus consejeros, asociados, asistentes u oficiales, o con los magistrados, rectores y tenientes de ciudades, pueblos, universidades o cualquier institución secular, o con otras personas de cualquier sexo, eclesiásticas o seculares, puede avanzar hacia una paz universal o particular entre príncipes, gobernantes y pueblos cristianos, y hacia la campaña contra los infieles, que los anime firmemente y los guíe hacia esta paz y la campaña. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios y el mérito de la Pasión de su Hijo Unigénito, Jesucristo, los exhortamos a todos con toda la emoción de nuestro corazón, y les aconsejamos por la Autoridad del Oficio Pastoral que ejercemos, a que dejen de lado las enemistades privadas y públicas y se dediquen a la tarea de la paz y a decidirse por dicha campaña.
Prohibimos estrictamente a todo Prelado, Príncipe o individuo, Eclesiástico o secular, de cualquier estado, rango, dignidad, preeminencia o condición que sea, bajo amenaza del juicio divino, que se atreva a introducir de cualquier manera, directa o indirecta, abierta o secretamente, cualquier obstáculo a dicha paz que será negociada por Nosotros o por nuestros agentes, ya sean Legados o Enviados de la Sede Apostólica investidos (como se mencionó) con el Rango Episcopal, para la defensa del estado cristiano de los fieles. Quienes, al trabajar por esta paz, consideren que se trata de algo de carácter privado o público que sea importante para sus Príncipes, ciudades o estados, cuyo cuidado les corresponde por algún cargo o función pública, deberían, en la medida en que sea posible en el Señor, con la debida moderación y calma, tomar el control del asunto en la medida en que implique apoyo y buena voluntad hacia la paz venidera. De hecho, quienes deseen animar a los fieles con los dones espirituales de Cristo, cuando estos estén debidamente contritos y absueltos, y ofrecer oraciones devotas para obtener la paz y decidir la expedición, a fin de que dicha paz y la campaña contra dichos enemigos de la Fe Cristiana se logren y se aseguren de Dios mismo, dedicarán esfuerzos valiosos y bien meditados siempre que lo hagan. Estas oraciones, ofrecidas con devoción, deben tener lugar en Misas, Sermones y otros servicios divinos, en oraciones colegiales, conventuales y otras oraciones públicas o comunitarias, y entre Príncipes, Consejeros, Funcionarios, Gobernadores y otras personas mencionadas anteriormente que parezcan tener alguna influencia en lograr o concertar la paz y en decidir (como se dijo antes) la campaña contra los enemigos de la Cruz invicta.
Confiando en la misericordia de Dios y en la autoridad de sus benditos Apóstoles Pedro y Pablo, concedemos la remisión de cien días de penitencias impuestas a quienes, individual y privadamente, ofrezcan oraciones para obtener de Dios lo anterior; siete veces al día si lo hacen con la frecuencia necesaria o, si es menor, con la frecuencia que les sea posible; hasta que se haya establecido la paz universal —que recibe nuestra constante atención— entre Príncipes y pueblos actualmente en disputa armada, y se haya decretado la campaña contra los infieles con nuestra aprobación. Obligamos a nuestros Venerables Hermanos, Primados, Patriarcas, Arzobispos y Obispos, a quienes se envíe la presente Carta o copias de ella, impresas con precisión en Roma o en cualquier otro lugar, bajo sello oficial, a que la publiquen con la mayor celeridad posible en sus Provincias y Diócesis, y a que den instrucciones firmes para su debida ejecución.
Mientras tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio, hemos decretado, como propusimos y deseamos de todo corazón, la reforma eclesiástica de nuestra Curia y de nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y de otros residentes en Roma, y muchas otras cosas necesarias, que se incluirán en nuestras otras Cartas que se publicarán en esta misma sesión. Fue Julio, nuestro predecesor, quien convocó a este Concilio a todos los que solían asistir a los Concilios. Les dio un salvoconducto completo para que pudieran realizar el viaje y llegar sanos y salvos. Sin embargo, muchos Prelados que debían haber venido no han llegado hasta ahora, quizás debido a los obstáculos ya mencionados. En nuestro deseo de seguir adelante con los asuntos más graves que deben tratarse en la próxima sesión, apelamos en el Señor, y pedimos y aconsejamos por la tierna misericordia del mismo, a los Prelados, Reyes, Duques, Marqueses, Condes y otros que suelen venir o enviar alguien a un Concilio General, pero que aún no han proporcionado portavoces o instrucciones legítimas, que decidan con toda la prontitud posible o venir en persona o enviar enviados escogidos y competentes, con instrucciones válidas, a este Sagrado Concilio de Letrán, que es tan beneficioso para el estado Cristiano.
Con respecto a aquellos Venerables Hermanos, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades y Prelados —especialmente aquellos obligados bajo juramento a visitar la casa de los Apóstoles Pedro y Pablo en fechas fijas y a asistir personalmente a los Concilios Generales convocados, incluyendo aquellos que tenían esa obligación al momento de su promoción— cuya obstinación por no asistir a diversas sesiones se convirtió en motivo de frecuente acusación por parte del promotor del mismo Concilio, se encuentra en forma solemne una petición de procedimiento contra ellos y una declaración de las censuras y sanciones incurridas. Esto sin perjuicio de los privilegios, concesiones e indultos otorgados, confirmados o renovados por Nos o por nuestros antecesores en favor de ellos y sus iglesias, monasterios y beneficios. Los anulamos e invalidamos con nuestro conocimiento y plena potestad, considerándolos plenamente expuestos aquí. Imponemos, en virtud de Santa Obediencia, y ordenamos estrictamente, bajo pena de excomunión, perjurio y otras derivadas de la ley o la costumbre, y en particular de la Carta que convocó y proclamó dicho Concilio de Letrán, promulgada por nuestro predecesor, Julio, que asistan personalmente a dicho Concilio y permanezcan en Roma hasta su conclusión y sea clausurado por nuestra autoridad, a menos que se lo impida alguna excusa legítima. Y si (como dijimos) de alguna manera se les impide, deben enviar a sus representantes debidamente cualificados con pleno mandato sobre los asuntos que deberán tratarse y sobre los que se les asesorará.
Para eliminar completamente toda excusa y no dejar pretexto de ningún impedimento a nadie que esté obligado a asistir, además de la garantía pública que claramente fue otorgada en la convocatoria de este Concilio a todos los que vienen a él, damos, concedemos y otorgamos, actuando según el consejo y el poder mencionados anteriormente con la aprobación del mismo Concilio, a todos y cada uno de los que han estado acostumbrados a estar presentes en las reuniones de los Concilios Generales y vienen al presente Concilio de Letrán, así como a los miembros de su personal, de cualquier estado, rango, orden y condición o nobleza que puedan ser, eclesiásticos y seculares, un salvoconducto libre, seguro y protegido y, por Autoridad Apostólica en el sentido de la presente Carta, plena protección en todos sus aspectos, para sí mismos y para todas sus posesiones de cualquier tipo al pasar por ciudades, territorios y lugares, por mar y tierra, que están sujetos a la dicha Iglesia Romana, para el viaje al Concilio de Letrán en Roma, para permanecer en la ciudad de la libertad, para intercambiar puntos de vista según sus opiniones, para partir de allí tantas veces como deseen. y también después de cuatro meses desde la conclusión y disolución de dicho Concilio; y prometemos otorgar con prontitud otros salvoconductos y garantías a quienes los deseen. A todos y cada uno de estos visitantes los trataremos y recibiremos con amabilidad y caridad.
Bajo la amenaza de la divina majestad y de nuestro desagrado, y de las penas contra los que impidan la celebración de los Concilios, particularmente el susodicho Concilio de Letrán, que están contenidas y establecidas en la ley o en la letra de la citada Convocatoria de nuestro predecesor, estamos instruyendo a todos y cada uno de los Príncipes seculares, de cualquier rango exaltado que puedan ser, incluyendo imperial, real, regio, ducal o cualquier otro, a los Gobernadores de las ciudades y a los ciudadanos que gobiernan o dirigen sus estados, para que concedan a los Prelados y a otros que vengan a dicho Concilio de Letrán un permiso y una licencia libres, un salvoconducto para ir y volver, y un tránsito libre e inocuo a través de los dominios, tierras y propiedades suyas por donde dichas personas deben pasar junto con su equipo, posesiones y caballos; quedando completamente dejadas de lado y sin fuerza todas las excepciones y excusas.
Además, ordenamos y mandamos, bajo pena de nuestro desagrado y de otras penas que se puedan infligir a nuestra voluntad, a todo nuestro pueblo que lleva armas, así de infantería como de caballería, a sus comandantes y capitanes, a los castellanos de nuestras fortalezas, a los legados, gobernadores, regidores, tenientes, autoridades, funcionarios y vasallos de las ciudades y territorios sujetos a la dicha Iglesia Romana, y a cualesquiera otros de cualquier rango, estado, condición o distinción que sean, que den permiso y sean responsables de dar permiso a los que vengan al Concilio de Letrán, para pasar con libertad, seguridad y protección, para permanecer y para regresar, de modo que tan santo, loable y muy necesario Concilio no se frustre por ninguna razón o pretexto, y los que a él vengan puedan vivir en paz y calma y sin restricciones y decir y desarrollar en las mismas condiciones las cosas que conciernen al honor de Dios Todopoderoso y a la posición de toda la Iglesia. Esto lo ordenamos sin perjuicio de cualesquiera Constituciones, Ordenanzas Apostólicas, leyes imperiales o estatutos y costumbres municipales (incluso las reforzadas por Juramento y Confirmación Apostólica o por cualquier otra autoridad) que pudieran modificar o impedir de alguna manera dicho salvoconducto y garantía, incluso si las Constituciones, etc., fueran de tal índole que debiera emplearse una forma de discurso individual, precisa, clara y distinta, o alguna otra expresión claramente establecida, al respecto, y no solo cláusulas generales que solo implican el asunto, pues consideramos que el significado de todo lo anterior queda claramente establecido en la presente Carta, como si se hubiera incluido palabra por palabra. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Bula sobre la reforma de la Curia
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Es eminentemente apropiado que el Romano Pontífice ejerza el deber de Pastor providente, para cuidar y proteger el rebaño del Señor que Dios le confió, ya que, por voluntad de la suprema ordenanza que ordena las cosas del Cielo y de la tierra por inefable providencia, actúa en el excelso Trono de San Pedro como Vicario en la tierra de Cristo, el Hijo Unigénito de Dios. Cuando notamos, por la solicitud de nuestro dicho Oficio Pastoral, que la disciplina eclesiástica y el modelo de una vida sana y recta van empeorando, desapareciendo y desviándose más del camino recto en casi todas las filas de los fieles de Cristo, con desprecio de la ley y con exención de castigo, como resultado de los problemas de los tiempos y de la malicia de los seres humanos, es necesario temer que, a menos que se frene con un mejoramiento bien guiado, se caiga diariamente en una variedad de faltas bajo la seguridad del pecado y pronto, con la aparición de escándalos públicos, un colapso completo. Deseamos, pues, en la medida en que nos es permitido desde lo alto, impedir que los males se fortalezcan demasiado, restablecer muchas cosas a su antigua observancia de los Sagrados Cánones, crear con la ayuda de Dios una mejora conforme a la práctica establecida de los Santos Padres y dar -con la aprobación del Sagrado Concilio de Letrán iniciado por esa razón, entre otros, por nuestro predecesor de feliz memoria, el Papa Julio II, y continuado por Nos- una saludable guía para todas estas materias.
Para comenzar, abordamos los puntos que por el momento parecen más apropiados y que, tras haber sido frecuentemente descuidados durante generaciones, han acarreado grandes pérdidas para la Religión Cristiana y provocado graves escándalos en la Iglesia de Dios. Por lo tanto, hemos decidido comenzar con la promoción a Dignidades Eclesiásticas. Nuestro predecesor, de devota memoria, el Papa Alejandro III, también en un Concilio de Letrán, decretó que la edad, la seriedad y el conocimiento de las letras deben ser cuidadosamente examinados en la promoción de individuos a Obispados y Abadías. Además, nada obstaculiza más a la Iglesia de Dios que la aceptación de Prelados indignos para el gobierno de las Iglesias. Por lo tanto, en la promoción de Prelados, los Pontífices Romanos deben prestar mucha atención al asunto, especialmente porque tendrán que rendir cuentas a Dios en el juicio final sobre aquellos a quienes concedan la promoción a Iglesias y Monasterios. En consecuencia, dictaminamos y establecemos que, de ahora en adelante, de acuerdo con la Constitución del mencionado Alejandro III, para las Iglesias y Monasterios vacantes de rango Patriarcal, Metropolitano y Catedralicio, la persona designada deberá ser de edad madura, erudita y de carácter serio, como se mencionó anteriormente, y la provisión no se realizará por insistencia, recomendación, dirección o imposición, ni de ninguna otra manera, a menos que se considere correcto actuar de otra manera por razones de beneficio para las iglesias, prudencia, nobleza, rectitud, experiencia, largo contacto con la Curia (junto con un conocimiento adecuado) o servicio a la Sede Apostólica. Deseamos que se observe lo mismo respecto a las personas elegidas y escogidas en las elecciones que habitualmente han sido admitidas por la Sede Apostólica. Pero si surge la cuestión de proveer Iglesias y Monasterios de este tipo con personas menores de treinta años, no se les podrá dispensar de estar a cargo de Iglesias antes de los veintisiete años ni de Monasterios antes de los veintidós.
En efecto, para que las personas idóneas puedan ser presentadas con mayor exactitud y cuidado, disponemos que el Cardenal a quien se le haya confiado el informe sobre una elección, nombramiento o provisión para una Iglesia o Monasterio, antes de rendir cuentas en el Sagrado Consistorio (como es costumbre) sobre la realización de dicho examen o informe que se le haya asignado, debe dar a conocer su informe a uno de los Cardenales más antiguos de cada grado, personalmente en el mismo Consistorio o, si no hubiera Consistorio el día señalado para su presentación, por medio de su secretario o algún otro miembro de su personal. Los tres Cardenales más antiguos en cuestión están obligados a comunicar el informe lo antes posible a los demás Cardenales de su grado. El Cardenal que presente el informe examinará personalmente los asuntos de la elección, administración, nombramiento o promoción de forma sumaria y extrajudicial. Si alguien se ha pronunciado en contra, está obligado a llamar, tras la citación de los objetores, a testigos competentes, responsables y dignos de confianza y, si fuera necesario o apropiado, a otros en virtud de su oficio. Está obligado a llevar consigo al Consistorio, el día en que se deba presentar el informe, las etapas y decisiones del mismo, junto con las declaraciones de los testigos. No presentará su informe en ninguna forma hasta que la persona que vaya a ser promovida, si se encuentra en la Curia, haya visitado primero a la mayoría de los Cardenales para que puedan conocer de primera mano, en la medida en que sea relevante para su carácter, lo que pronto aprenderán del informe de su colega. Además, la persona promovida está obligada, por práctica establecida y loable costumbre, a visitar lo antes posible a los mismos Cardenales que se encuentren en la Curia. Esta práctica y loable costumbre, de hecho, la renovamos y ordenamos que se mantenga inalterada.
Puesto que es justo mantener intacta la Dignidad Episcopal y protegerla de la exposición indiscriminada a los ataques de personas malvadas y a las falsas acusaciones de los acusadores, decretamos que ningún Obispo o Abad pueda ser privado de su grado cuando alguien insta una acusación o presenta demandas (a no ser que se le ofrezca la oportunidad de una legítima defensa), incluso si las acusaciones han sido ampliamente conocidas y, después de haber escuchado atentamente a las partes, el caso ha sido completamente probado; ni ningún Prelado puede ser transferido contra su voluntad, excepto por otras razones y causas justas y eficaces, de acuerdo con los términos y decreto del Concilio de Constanza.
Además, como resultado de las Encomiendas para Monasterios, estos mismos Monasterios (como la experiencia, experta en la práctica, ha demostrado con frecuencia) sufren graves daños espirituales y temporales, ya que sus edificios se deterioran, en parte por la negligencia de los comendadores y en parte por la avaricia o la falta de interés. El culto divino se reduce gradualmente y, por lo general, se ofrece motivo de desprecio, especialmente a personas seculares, no sin que se menoscabe la reputación de la Sede Apostólica, de la que se originan este tipo de Encomiendas. Para que se puedan tomar medidas más acertadas para proteger estos Monasterios de daños, decretamos que, cuando se produzcan vacantes por fallecimiento del Abad responsable, no se puedan entregar en encomienda a nadie mediante acuerdo alguno, a menos que nos parezca oportuno decidir lo contrario, de acuerdo con las circunstancias reales y con el consejo de nuestros Hermanos, para proteger la Autoridad de la Sede Apostólica y oponernos a los malos designios de quienes la atacan.
Pero que dichos Monasterios cuenten con personas competentes, de acuerdo con la Constitución antes mencionada, para que Abades idóneos se encarguen de ellos (como corresponda). Dichos Monasterios podrán ser entregados en Encomienda, cuando la Encomienda original deje de existir por renuncia o fallecimiento del Comendador, solo a Cardenales y personas cualificadas y meritorias; y de tal manera que los Comendadores de los Monasterios, independientemente de su dignidad, honor y alto rango, incluso si gozan de la condición y dignidad de Cardenal, estén obligados, si comen en privado, aparte de la mesa común, a asignar una cuarta parte de su pensión para la renovación de la estructura, o para la compra o reparación de mobiliario, ropas y adornos, o para el mantenimiento o sustento de los pobres, según lo exija o sugiera la mayor necesidad. Si, no obstante, comparten la pensión completa, una tercera parte de todos los recursos del Monasterio asignados al Comendatario debe asignarse, una vez deducidos todos los demás impuestos, a las cargas mencionadas y al sustento de los Monjes. Además, las Cartas que se expidan en relación con dichas encomiendas a los Monasterios deben contener una cláusula que lo especifique. Si se redactan de otra forma, carecen de valor.
Dado que conviene que dichas Iglesias se mantengan sin pérdida de ingresos, de modo que se tenga en cuenta tanto el honor de sus responsables como la necesidad de las Iglesias y Edificios, decretamos y disponemos que las pensiones nunca se reserven de las rentas de estas Iglesias, salvo por renuncia o por cualquier otra razón considerada creíble y honorable en nuestro Consistorio Secreto. Asimismo, disponemos que, de ahora en adelante, las Iglesias Parroquiales, las dignidades mayores y principales y otros beneficios eclesiásticos cuyas rentas, ingresos y productos, según el cómputo ordinario, no alcancen un valor anual de doscientos ducados de oro del tesoro, ni los hospitales, leprosarios y albergues de cualquier importancia que se hayan establecido para el uso y el sustento de los pobres, no se entregarán en encomienda a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, ni se les conferirán por ningún otro título, a menos que hayan quedado vacantes por fallecimiento de un miembro de su familia. En este último caso, pueden entregarse en encomienda a los Cardenales, pero estos están obligados a disponer de ellos en un plazo de seis meses para beneficio de las personas idóneas y que mantengan buenas relaciones con ellos. Sin embargo, no queremos prejuzgar más a los Cardenales respecto a los beneficios a los que puedan tener derecho de reserva.
También ordenamos que los miembros de Iglesias, Monasterios u Órdenes Militares no puedan ser separados de su cabeza —lo cual es absurdo— sin causa legítima y razonable. Las uniones perpetuas, salvo en los casos permitidos por la ley o por algún motivo razonable, no están permitidas en absoluto. No se concederán dispensas para más de dos beneficios incompatibles, salvo por razones graves y apremiantes o a personas cualificadas según la forma del derecho consuetudinario. Fijamos un límite de dos años para las personas de cualquier rango que obtengan más de cuatro Iglesias Parroquiales y sus Vicarías Perpetuas, o Dignidades Mayores y Principales, incluso mediante Unión o Encomienda Vitalicia. Están obligados a liberar el resto, reteniendo solo cuatro mientras tanto. Dichos beneficios, que deban liberarse, pueden ser devueltos a manos de los Ordinarios para que puedan ser proporcionados a las personas que ellos designen; sin perjuicio de cualquier reserva, incluso las de carácter general o las derivadas de la calidad de las personas que renuncian. Transcurrido el plazo de dos años, todos los beneficios no utilizados podrán considerarse vacantes y solicitarse libremente como tales. Quienes los conserven incurrirán en las sanciones de la Constitución Execrabilis de nuestro memorable predecesor, el Papa Juan XXII. Asimismo, disponemos que no se concederán reservas especiales de ningún beneficio a instancias de nadie.
Sobre los Cardenales
Dado que los Cardenales de la Santa Iglesia Romana tienen precedencia en honor y dignidad sobre todos los demás miembros de la Iglesia después del Sumo Pontífice, es propio y justo que se distingan entre todos los demás por la pureza de su vida y la excelencia de sus virtudes. Por ello, no solo los exhortamos y aconsejamos, sino que también decretamos y ordenamos que de ahora en adelante cada uno de los Cardenales, siguiendo la enseñanza del Apóstol, viva una vida sobria, casta y piadosa que brille ante la gente como alguien que se abstiene no solo del mal, sino de toda apariencia de mal. En primer lugar, que honre a Dios con sus obras. Que todos sean vigilantes, constantes en el Oficio Divino y la celebración de las Misas, y mantengan sus Capillas en un lugar digno, como solían hacer.
Su casa y establecimiento, mesa y muebles, no deben ser censurados por su ostentación, esplendor, equipamiento superfluo ni de ninguna otra manera, para evitar cualquier fomento del pecado o el exceso, sino que, como es justo, merezcan ser llamados espejos de moderación y frugalidad. Por lo tanto, que encuentren satisfacción en lo que contribuye a la modestia sacerdotal; que actúen con amabilidad y respeto, tanto en público como en privado, hacia los Prelados y otras personas distinguidas que acuden a la Curia romana; y que asuman con gracia y generosidad los asuntos que les encomendamos nosotros y nuestros sucesores.
Además, que no empleen a Obispos o Prelados en tareas degradantes en sus casas, para que quienes han sido designados para dar dirección a otros y que han sido revestidos de un carácter sagrado, no se rebajen a tareas serviles y, en general, provoquen una falta de respeto por el Oficio Pastoral. En consecuencia, que traten con honor como hermanos, y como corresponde a su estado de vida, a quienes tienen o tendrán en sus casas. Dado que los Cardenales asisten al Romano Pontífice, el Padre común de todos los Cristianos, es muy impropio que sean patronos o defensores especiales de individuos. Por lo tanto, hemos decidido, para evitar que adopten parcialidad de cualquier tipo, que no se constituyan en promotores o defensores de Príncipes o Comunidades o de ninguna otra persona contra nadie, excepto en la medida en que lo exija la justicia y la equidad y la dignidad y el rango de dichas personas lo requieran. Más bien, separados de todo interés privado, que estén disponibles y se comprometan con toda diligencia a calmar y resolver cualquier disputa. Promuevan con la debida piedad el mantenimiento de los justos negocios de los Príncipes y de todas las demás personas, especialmente de los pobres y de los Religiosos, y ofrezcan ayuda, según sus recursos y su responsabilidad oficial, a los oprimidos y agobiados injustamente.
Deben visitar al menos una vez al año —en persona si han estado presentes en la Curia, y mediante un Delegado idóneo si han estado ausentes— los lugares de su Basílica titular. Deben, con el debido cuidado, mantenerse informados sobre el Clero y los fieles de las Iglesias sujetas a su Basílica; deben supervisar el Culto Divino y las propiedades de dichas Iglesias; sobre todo, deben examinar con cuidado la vida del Clero y sus feligreses, y con afecto paternal animar a todos a vivir una vida recta y honorable. Para el desarrollo del Culto Divino y la salvación de su propia alma, cada Cardenal debe donar a su Basílica durante su vida, o legar al momento de su muerte, una cantidad suficiente para el sustento adecuado de un Sacerdote; o, si la Basílica necesita reparaciones u otra forma de ayuda, debe dejar o donar tanto como decida en conciencia. Es totalmente inapropiado ignorar a las personas con las que tiene parentesco de sangre o matrimonio, especialmente si son merecedoras y necesitan ayuda. Ayudarlos es justo y loable. Pero no consideramos apropiado amontonar sobre ellos grandes beneficios o rentas eclesiásticas, pues una generosidad desmedida en estos asuntos podría perjudicar a otros y causar escándalo. Por consiguiente, hemos determinado que no despilfarren irreflexivamente los bienes de las Iglesias, sino que los apliquen a obras de devoción y piedad, para las cuales los Santos Padres han asignado y ordenado cuantiosas y abundantes recompensas.
Es también nuestro deseo que cuiden, sin excusa alguna, de las Iglesias que se les confían en commendam, ya sean Catedrales, Abadías, Prioratos o cualquier otro beneficio eclesiástico; que tomen medidas, con todo efecto personal, para asegurar que las Catedrales sean debidamente servidas mediante el nombramiento de Vicarios o Sufragáneos dignos y competentes, según lo establecido, con un salario apropiado y adecuado; y que provean a las demás Iglesias y Monasterios que tienen en commendam con el número correcto de Clérigos o Capellanes, ya sean Religiosos o Monjes, para el servicio adecuado y loable de Dios. Que mantengan también en buen estado los edificios, propiedades y derechos de cualquier tipo, y reparen lo que se haya derrumbado, de acuerdo con el deber de buenos Prelados y Comendatarios. También juzgamos que dichos Cardenales deben ser muy discretos y precavidos con respecto al número de sus asistentes personales y caballos, no sea que, al tener un número mayor del que sus recursos, situación y dignidad les permiten, puedan ser acusados de ostentación y extravagancia. Que no se les considere codiciosos y miserables por el hecho de que disfrutan de grandes y abundantes ingresos y, sin embargo, ofrecen sustento a muy pocos; pues la casa de un Cardenal debe ser un alojamiento abierto, un puerto y refugio para personas íntegras y doctas, especialmente hombres, para nobles que ahora son pobres y para personas honorables. Por lo tanto, que sean prudentes con la forma y cantidad de lo que deben guardar, y revisen cuidadosamente el carácter de sus asistentes personales, no sea que ellos mismos incurran, por los vicios de otros, en la vergonzosa mancha de la deshonra y den lugar a contradicciones y falsas acusaciones.
Dado que es fundamental que nuestras acciones sean aprobadas no solo ante Dios, a quien debemos agradar en primer lugar, sino también ante el pueblo, para que podamos ofrecer a otros un ejemplo a imitar, ordenamos que todo Cardenal se muestre como un excelente gobernante y supervisor de su casa y personal, tanto en lo visible como en lo oculto. Por lo tanto, que cada uno de ellos vista a los Sacerdotes y Diáconos con vestiduras respetables, y que nadie en su casa, con cualquier tipo de beneficio o perteneciente a las Órdenes Sagradas, use ropas multicolores o prendas que tengan poca relación con el estatus eclesiástico. Por lo tanto, los Sacerdotes deben usar ropas de colores que no estén prohibidos por ley para los Clérigos y que sean al menos hasta los tobillos. Los altos cargos en las Catedrales, los Canónigos de dichas Catedrales, los que ocupan los puestos principales en los Colegios y los Capellanes de Cardenales al celebrar Misas, están obligados a cubrirse la cabeza en público. A los Escuderos se les permiten vestimentas algo más cortas que la de los tobillos. Los Mozos de Cuadra, dado que suelen estar en movimiento y realizan un servicio algo pesado, pueden usar vestimentas más cortas y adecuadas, incluso si son Clérigos, siempre que no sean Sacerdotes ordenados; pero de tal manera que no descuiden la decencia y se comporten de manera que su comportamiento sea acorde con su posición en la Iglesia. Los demás Clérigos deben actuar con la debida proporción y moderación. Tanto los Clérigos con beneficios como los que están en las Órdenes Sagradas no deben prestar especial atención a su cabello ni a su barba, ni poseer mulas o caballos con arreos y adornos de terciopelo o seda; para estos artículos, deben usar tela o cuero ordinarios.
Si alguno de los miembros del personal antes mencionado actúa de otra manera o usa dichas vestimentas prohibidas después de tres meses de la publicación de las presentes normas, a pesar de haber recibido una advertencia legítima, incurre en excomunión. Si no se corrige en un plazo de tres meses, se entiende que queda suspendido del disfrute de los beneficios que posee. Y si persiste en esta obstinación durante otros seis meses, tras una advertencia legal similar, será privado de todos los beneficios que posea y se le considerará privado de ellos. Los beneficios así vacantes pueden solicitarse libremente a la Sede Apostólica. Deseamos que todas y cada una de estas disposiciones se apliquen a nuestras casas y a las de cualquier futuro Pontífice Romano, así como a todos los demás Clérigos beneficiados o personas de las Órdenes Sagradas, incluso los de la Curia. Con una sola excepción: dichos asistentes, tanto nuestros como de los futuros Pontífices Romanos, pueden usar vestimentas rojas, de acuerdo con lo que es propio y habitual para la Dignidad Papal.
Dado que la atención de los asuntos más importantes es de especial interés para los Cardenales, les corresponde usar su capacidad para saber qué regiones han sido infectadas por herejías, errores y supersticiones opuestas a la Verdadera Fe Ortodoxa; dónde falta la disciplina eclesiástica de los mandamientos del Señor; y qué Reyes, Príncipes o pueblos se ven afectados, o temen verse afectados, por guerras. Los Cardenales se esforzarán por obtener información sobre estos y otros asuntos similares y nos presentarán un informe a nosotros o al actual Romano Pontífice para que, con un esfuerzo ferviente, se puedan encontrar remedios oportunos y salvadores para tales males y aflicciones. Dado que por experiencia frecuente, casi diaria, se sabe que a menudo ocurren muchos males en Provincias y Ciudades debido a la ausencia de sus propios Legados oficialmente designados, y surgen diversos escándalos que no dejan de perjudicar a la Sede Apostólica, decretamos y ordenamos que los Cardenales que estén a cargo de Provincias o Ciudades, bajo el título de Legados, no puedan administrarlas mediante lugartenientes u oficiales, sino que están obligados a estar presentes en persona la mayor parte del tiempo y a regirlas y gobernarlas con total vigilancia. Quienes ostentan o vayan a ostentar temporalmente el título de Legado están obligados a ir a sus Provincias —dentro de los tres meses siguientes a la fecha de la presente proclamación si las Provincias están en Italia, y dentro de los cinco meses si están fuera de Italia— y a residir allí la mayor parte del tiempo, a menos que, por orden nuestra o de nuestros sucesores, sean retenidos en la Curia Romana por algún asunto de mayor importancia o sean enviados a otros lugares según lo exijan las necesidades. En estos últimos casos, que tengan en dichas Provincias y Ciudades Vicelegados, Auditores, Tenientes y demás funcionarios habituales, con los debidos arreglos y salarios. Quien no observe todas y cada una de las normas anteriores será privado de todos los emolumentos de su cargo de Legado. Estas normas se formularon y establecieron hace mucho tiempo con este objetivo: que la presencia inmediata de los Legados beneficiara a los pueblos; no que, al estar libres de trabajos y preocupaciones, bajo la apariencia de Legado, se concentraran únicamente en el lucro.
Dado que el deber de un Cardenal se centra principalmente en la asistencia regular al Romano Pontífice y en los asuntos de la Sede Apostólica, hemos decidido que todos los Cardenales residan en la Curia Romana, y quienes estén ausentes deberán regresar en un plazo de seis meses si se encuentran en Italia, o en un año a partir de la fecha de promulgación de la presente Constitución si se encuentran fuera de Italia. De no hacerlo, perderán los frutos de sus beneficios y los emolumentos de todos sus cargos; y perderán por completo, mientras estén ausentes, todos los privilegios otorgados en general y en particular a los Cardenales. Se exceptúan, sin embargo, aquellos Cardenales que se ausenten por razón de un deber impuesto por la Sede Apostólica, por orden o permiso del Romano Pontífice, por temor razonable o cualquier otro motivo que justifique su ausencia, o por razones de salud. Además, los privilegios, indultos e inmunidades concedidos a dichos Cardenales, contenidos o declarados en nuestra Bula con fecha de coronación (Bula Licat Romani pontificis, 9 de abril de 1513; véase Regesta Leonis X, n.º 14), permanecen en pleno vigor. También hemos decidido que los gastos funerarios de los Cardenales, incluidos todos los gastos, no deben exceder la suma total de 1500 florines, a menos que el acuerdo previo de los albaceas, tras la justa justificación, haya estimado que se debe gastar más. Los ritos funerarios y el luto formal se celebrarán el primer y el noveno día; sin embargo, dentro de la octava, se podrán celebrar Misas como de costumbre.
Reglamentamos y ordenamos que quien tenga un beneficio, con o sin cura de almas, si no ha rezado el Oficio Divino después de seis meses desde la fecha de su obtención, y cualquier impedimento legítimo ha cesado, no podrá recibir los ingresos de sus beneficios, a causa de su omisión y del tiempo transcurrido, sino que está obligado a gastarlos, como injustamente recibidos, en la construcción de los beneficios o en limosnas. Si persiste obstinadamente en tal negligencia más allá de dicho plazo, tras haber recibido una advertencia legítima, será privado del beneficio, ya que es por causa del Oficio que se concede. Se entenderá que descuida el Oficio, por lo que puede ser privado de su beneficio, si no lo reza al menos dos veces durante quince días. Sin embargo, además de lo anterior, estará obligado a ofrecer a Dios una explicación por dicha omisión. La pena a los que tengan varios beneficios podrá repetirse cuantas veces se pruebe que obran contra estas obligaciones.
La plena disposición y administración de las rentas de las Iglesias Catedralicias y Metropolitanas, Monasterios y cualesquiera otros beneficios eclesiásticos nos pertenecen exclusivamente a Nos y al Romano Pontífice de la época, y a quienes legal y canónicamente poseen Iglesias, Monasterios y beneficios de este tipo. Los Príncipes seculares no deben en modo alguno interponerse en dichas Iglesias, Monasterios y beneficios, ya que toda la ley divina también lo prohíbe. Por estas razones, dictaminamos y ordenamos que los frutos e ingresos de las Iglesias, Monasterios y beneficios no deben ser secuestrados ni retenidos en modo alguno por ningún gobernante secular, ya sean Emperadores, Reyes, Reinas, Repúblicas u otras potencias, ni por sus funcionarios, ni por jueces, incluso Eclesiásticos, ni por ninguna otra persona pública o privada, que actúe a las órdenes de dichos Emperadores, Reyes, Reinas, Príncipes, Repúblicas o potencias. Quienes poseen tales Iglesias, Monasterios y beneficios no deben ser impedidos —con el pretexto de la restauración de la estructura (a menos que el Romano Pontífice del momento lo autorice expresamente), ni de la limosna ni bajo ningún otro pretexto— de modo que no puedan disponer libremente y sin restricciones, como antes, de los frutos e ingresos. Si ha habido secuestros, incautaciones o retenciones, la restitución de los frutos e ingresos debe hacerse total, libremente, y sin excepción ni demora, a los Prelados a quienes pertenecen por derecho y por ley. Si han sido dispersos y no se encuentran en ninguna parte, es nuestra voluntad, amparada por la pena de excomunión o interdicto eclesiástico que se incurrirá automáticamente sobre las tierras y el dominio del gobernante, que, tras una justa estimación de los mismos, dichos Prelados reciban satisfacción a través de quienes llevaron a cabo dichos secuestros, solicitudes o dispersiones o dieron orden para que se llevaran a cabo y además, que sus bienes y los bienes de aquellos sujetos a ellos, dondequiera que se encuentren, pueden ser confiscados y retenidos si, después de ser advertidos, se niegan a obedecer. Quienes actúen de manera contraria lo hacen bajo pena tanto de las penas mencionadas anteriormente como de la privación de los feudos y privilegios que han obtenido temporalmente de nosotros y de la Iglesia Romana u otras Iglesias, y de las emitidas contra violadores y opresores de las libertades eclesiásticas, incluyendo aquellas en Constituciones extraordinarias y otras, incluso si son desconocidas y tal vez no estén ahora en uso real. Renovamos todas estas penas como se establecen e incluyen aquí, decretamos y declaramos que tienen fuerza perpetua, y ordenamos que la sentencia, el juicio y la interpretación se dicten de acuerdo con ellas por todos los jueces, incluso los Cardenales de la Santa Iglesia R
Para evitar que puedan alegar algún otro punto en contra de lo establecido y alegar una legítima ignorancia, y para que su obstinación sea vencida, una vez más, con la aprobación del Sagrado Concilio, notificamos y advertimos, respecto a una fecha límite definitiva, al Clero y a los laicos, incluyendo Nobles, Prelados y sus partidarios, y a los Colegios de Clérigos y seculares, que deben reunirse legalmente (dejando de lado toda excusa y acción dilatoria) antes del 1 de octubre próximo. Extendemos la fecha límite, por las razones antes mencionadas y para eliminar toda excusa, hasta el 1 de octubre, mediante un aplazamiento definitivo; y la concedemos y asignamos de nuevo. Sin embargo, una vez vencido el plazo, los procedimientos continuarán en la siguiente sesión para tratar otros asuntos y concluir dicho asunto, incluso mediante una sentencia definitiva, a pesar de su obstinación y negativa a comparecer. Convocamos esta próxima undécima sesión para estos y muchos otros asuntos útiles. Con la aprobación del Sagrado Concilio, para el 14 de diciembre, después de la siguiente festividad de Santa Lucía. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
SESIÓN 11: 19 de diciembre de 1516
Sobre cómo predicar
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Bajo la protección de la Suprema Majestad, cuya inefable providencia guía las cosas en el Cielo y en la tierra, al ejercer la función de vigilantes sobre el rebaño del Señor que nos ha sido encomendado, en la medida en que esto se conceda a nuestra debilidad, reflexionamos profundamente que, entre muchos otros asuntos importantes, la predicación también es nuestra preocupación. La predicación es de suma importancia, muy necesaria y de gran efecto y utilidad en la Iglesia, siempre que se ejerza correctamente, por genuina caridad hacia Dios y el prójimo, y según los preceptos y ejemplos de los Santos Padres, quienes contribuyeron enormemente a la Iglesia al profesar públicamente tales cosas en la época del establecimiento y propagación de la Fe. Pues nuestro Redentor primero hizo y enseñó, y por su mandato y ejemplo, el colegio de los doce Apóstoles —los Cielos proclamando por igual la gloria del Dios Verdadero por toda la tierra— sacó de la oscuridad a toda la raza humana, que estaba atada por la antigua esclavitud bajo el yugo del pecado, y la guio a la luz de la salvación eterna. Los Apóstoles y luego sus sucesores propagaron por todas partes y arraigaron profundamente la Palabra misma por toda la tierra y hasta los confines del mundo. Por lo tanto, quienes ahora llevan esta carga deben recordar y reflexionar con frecuencia que ellos, a su vez, con respecto a este Oficio de predicación, están entrando y manteniendo esa sucesión del Autor y Fundador de este Oficio, Jesucristo nuestro Santísimo Redentor, de Pedro y Pablo, y de los demás Apóstoles y Discípulos del Señor.
Hemos sabido de fuentes fidedignas que algunos predicadores de nuestros tiempos (lo registramos con pesar) no se dan cuenta de que están desempeñando el Oficio de quienes hemos nombrado, de los Santos Doctores de la Iglesia y de otros que profesan la Sagrada Teología, quienes, siempre al lado de los Cristianos y confrontando a los falsos profetas que se esfuerzan por subvertir la Fe, han demostrado que la Iglesia militante permanece intacta por su propia naturaleza; y que deben adoptar solo lo que quienes acuden a sus Sermones encuentren útil, mediante la reflexión y la aplicación práctica, para erradicar vicios, elogiar virtudes y salvar las almas de los fieles. Según informes fiables, predican muchas y diversas cosas contrarias a las enseñanzas y ejemplos que hemos mencionado, a veces con escándalo para el pueblo. Este hecho influye profundamente en nuestra actitud cuando reflexionamos en que estos predicadores, desatentos a su deber, se esfuerzan en sus sermones no por el beneficio de los oyentes, sino por su propia ostentación. Adulan los oídos ociosos de algunas personas que parecen haber alcanzado ya un estado que haría realidad las palabras del Apóstol a Timoteo: “Porque viene un tiempo en que la gente no soportará la sana enseñanza, sino que, con comezón de oídos, acumulará maestros a su gusto, se apartará de la verdad y se adentrará en mitos”. Estos predicadores no intentan en absoluto reconducir las mentes engañadas y vacías de tales personas al camino del bien y la verdad. De hecho, las envuelven en errores aún mayores. Sin ninguna reverencia por el testimonio del Derecho Canónico, de hecho, en contra de las censuras canónicas, distorsionando el sentido de las Escrituras en muchos lugares, a menudo dándoles interpretaciones precipitadas y falsas, predican lo falso; amenazan, describen y afirman estar presentes, sin ningún respaldo en pruebas legítimas y siguiendo simplemente su propia interpretación privada, con diversos terrores, amenazas y muchos otros males, que dicen que están a punto de llegar y que ya están creciendo; muy a menudo introducen en sus Congregaciones ciertas ideas fútiles e inútiles y otros asuntos de esta naturaleza y, lo que es más terrible, se atreven a afirmar que poseen esta información procedente de la luz de la eternidad y por la guía y gracia del Espíritu Santo.
Cuando estos predicadores difunden esta mezcla de fraude y error, respaldada por el falso testimonio de supuestos milagros, las Congregaciones a las que deberían instruir cuidadosamente en el mensaje del Evangelio y mantener y preservar en la verdadera Fe, se apartan, mediante sus Sermones, de las Enseñanzas y los Mandamientos de la Iglesia universal. Al apartarse de las Enseñanzas Sagradas Oficiales, que deben seguir con esmero, separan y alejan de la salvación a quienes los escuchan. Pues, como resultado de estas y otras actividades similares, las personas menos educadas, al estar más expuestas al engaño, son fácilmente inducidas a múltiples errores, al desviarse del camino de la salvación y de la obediencia a la Iglesia Romana. Gregorio, por lo tanto, quien se destacó en esta tarea, movido por el calor de su caridad, dio una enérgica exhortación y advertencia a los predicadores para que, al momento de hablar, se acercaran al pueblo con prudencia y cautela, no sea que, arrastrados por el entusiasmo de su oratoria, enreden los corazones de sus oyentes con errores verbales como si fueran sogas, y aunque quizás quieran parecer sabios, en su engaño desgarran neciamente los nervios de la virtud esperada. Pues, el significado de las palabras a menudo se pierde cuando los corazones del público se ven heridos por formas de discurso demasiado urgentes y descuidadas.
De hecho, de ninguna otra manera estos predicadores causan mayor daño y escándalo a los menos instruidos que cuando predican sobre lo que debería callarse o cuando introducen error enseñando lo falso e inútil. Dado que se sabe que tales cosas son totalmente opuestas a esta Religión Santa y Divinamente Instituida, por ser novedosas y ajenas a ella, es justo que sean examinadas seria y cuidadosamente, para que no causen escándalo al pueblo cristiano ni ruina para las almas de sus autores y de otros. Por lo tanto, deseamos, de acuerdo con la palabra del Profeta, quien hace que la armonía more en la casa, restaurar esa uniformidad que ha perdido valor y preservar la que permanece, en la medida de lo posible con la ayuda de Dios, en la Santa Iglesia de Dios, que por divina providencia presidimos y que es verdaderamente una, predica y adora a un solo Dios y profesa firme y sinceramente una sola Fe. Deseamos que quienes predican la Palabra de Dios al pueblo sean tales que la Iglesia de Dios no sufra escándalo por su predicación. Si son susceptibles de corrección, que se abstengan en el futuro de estos asuntos en los que se han aventurado recientemente. Pues es evidente que, además de los puntos que hemos mencionado, varios de ellos ya no predican el camino del Señor con virtud ni exponen el Evangelio, como es su deber, sino que inventan milagros, profecías nuevas y falsas y otras frivolidades que apenas se distinguen de los cuentos de viejas. Tales cosas dan lugar a un gran escándalo, ya que no se tiene en cuenta la devoción y la autoridad, ni sus condenas y rechazos. Hay quienes intentan impresionar y ganar apoyo vociferando por doquier, sin perdonar ni siquiera a los honrados con rango Pontificio ni a otros Prelados de la Iglesia, a quienes deberían mostrar más bien honor y reverencia. Atacan sus personas y su estado de vida, con valentía e indiscriminadamente, y cometen otros actos de este tipo. Nuestro objetivo es que un mal tan peligroso y contagioso y una enfermedad tan mortal sea completamente erradicada y que sus consecuencias sean barridas de tal manera que no quede ni siquiera su recuerdo.
Decretamos y ordenamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que nadie —ya sea Clérigo Secular, miembro de alguna de las Órdenes Mendicantes o con derecho a predicar por ley, costumbre, privilegio o cualquier otra razón— pueda ser admitido a ejercer este Oficio sin haber sido previamente examinado con la debida diligencia por su Superior, responsabilidad que depositamos en su conciencia, y sin que sea considerado apto e idóneo para la tarea por su conducta recta, edad, doctrina, honestidad, prudencia y vida ejemplar. Dondequiera que vaya a predicar, deberá garantizar al Obispo y a los demás Ordinarios locales su examen y competencia, mediante las Cartas originales u otras Cartas de la persona que lo examinó y aprobó. Ordenamos a todos los que emprenden esta tarea de predicar, o la emprenderán posteriormente, que prediquen y expongan la verdad del Evangelio y las Sagradas Escrituras de acuerdo con la exposición, interpretación y comentarios que la Iglesia o la costumbre han aprobado y aceptado para la Enseñanza hasta ahora, y aceptarán en el futuro, sin ninguna adición contraria a su verdadero significado o en conflicto con él. Siempre deben insistir en los significados que están en armonía con las palabras de las Sagradas Escrituras y con las interpretaciones, correcta y sabiamente entendidas, de los Doctores mencionados anteriormente. De ninguna manera deben presumir de predicar o declarar un tiempo fijo para males futuros, la venida del anticristo o el día preciso del juicio; porque la Verdad dice que no nos corresponde a nosotros conocer los tiempos o las épocas que el Padre ha fijado por su propia autoridad. Que se sepa que quienes hasta ahora se han atrevido a declarar tales cosas son mentirosos, y que debido a ellos no poca autoridad se les ha quitado a quienes predican la verdad.
Imponemos una restricción a todos y cada uno de los Clérigos, Seculares, Regulares y otros, de cualquier estatus, rango u orden, que asuman esta tarea. En sus Sermones públicos, no deben predecir constantemente acontecimientos futuros basándose en las Sagradas Escrituras, ni presumir de conocerlos por el Espíritu Santo o por la Revelación Divina, ni que las predicciones extrañas y vacías sean asuntos que deban afirmarse firmemente o sostenerse de alguna otra manera. Más bien, por mandato de la palabra divina, expongan y proclamen el Evangelio a toda criatura, rechazando los vicios y elogiando las virtudes. Fomentando en todas partes la paz y el amor mutuo, tan recomendados por nuestro Redentor, no rasguen la vestidura sin costura de Cristo y se abstengan de cualquier detracción escandalosa de Obispos, Prelados y otros Superiores, y de su estado de vida. Sin embargo, a éstos los reprenden y los hieren delante de la gente en general, incluidos los laicos, no sólo de manera descuidada y extravagante, sino también mediante una reprensión abierta y sencilla, y a veces mencionando los nombres de los malhechores.
Finalmente, decretamos que la Constitución del Papa Clemente, de feliz memoria, que comienza Religiosi, que renovamos y aprobamos mediante el presente Decreto, debe ser observada por los predicadores sin modificaciones, para que, predicando en estos términos para beneficio del pueblo y ganándolo para el Señor, merezcan obtener intereses sobre el talento recibido de Él y obtener su gracia y gloria. Pero si el Señor revela a algunos de ellos, por inspiración, algunos acontecimientos futuros en la Iglesia de Dios, como promete por medio del Profeta Amós y como dice el Apóstol Pablo, el principal de los predicadores: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis la profecía”, no deseamos que se les incluya entre los otros narradores y mentirosos, ni que se les impida hacerlo de ninguna otra manera. Pues, como atestigua Ambrosio, la gracia del Espíritu mismo se extingue si el fervor de quienes comienzan a hablar se acalla por la contradicción. En ese caso, sin duda se comete un agravio contra el Espíritu Santo. El asunto es importante, pues no se debe dar crédito fácilmente a cualquier espíritu y, como afirma el Apóstol, los espíritus deben ser examinados para ver si provienen de Dios. Por lo tanto, es nuestra voluntad que, a partir de ahora, por derecho consuetudinario, las supuestas inspiraciones de este tipo, antes de ser publicadas o predicadas al pueblo, se consideren reservadas para el examen de la Sede Apostólica. Si es imposible hacerlo sin peligro de demora, o si alguna necesidad apremiante sugiere otra acción, entonces, manteniendo el mismo arreglo, se notificará al Ordinario del lugar para que, tras convocar a tres o cuatro hombres conocedores y serios y examinar cuidadosamente el asunto con ellos, puedan conceder el permiso si lo consideran apropiado. Dejamos la responsabilidad de esta decisión en sus conciencias.
Si alguna persona se atreve a llevar a cabo algo contrario a lo anterior, es nuestra voluntad que, además de los castigos establecidos por la ley contra dicha persona, incurra en la pena de excomunión, de la cual, salvo en caso de muerte inminente, solo podrá ser absuelta por el Romano Pontífice. Para que otros no se vean impulsados por su ejemplo a intentar actos similares, decretamos que el Oficio de predicar le queda prohibido para siempre; no obstante las Constituciones, Ordenanzas, Privilegios, Indultos y Cartas Apostólicas para las Órdenes Religiosas y las personas mencionadas, incluidas las mencionadas en el Mare magnum, incluso si por casualidad han sido aprobadas, renovadas o incluso otorgadas de nuevo por Nosotros, ninguna de las cuales en este asunto deseamos apoyar en ningún punto a su favor. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Bula que contiene los acuerdos entre el Papa y el cristianísimo Rey de Francia, sobre la Pragmática
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. De acuerdo con la dispensación de la divina misericordia por la que reinan los Reyes y gobiernan los Príncipes, establecidos como estamos, a pesar de nuestra falta de méritos, en la alta atalaya del apostolado y puestos al frente de naciones y reinos, reflexionamos sobre cómo se puede dar vigencia y efecto permanentes a lo que se ha concedido, llevado a cabo, establecido, ordenado, decretado y realizado por nuestra loable y prudente disposición, en unión con nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, para el sano y pacífico gobierno de los reinos y para la paz y la justicia de los pueblos, especialmente respecto a los Gobernantes que son dignos de la Fe Católica, el estado Cristiano y la Sede Apostólica. Sin embargo, a veces renovamos nuestra aprobación a tales cosas, con la aprobación del Sagrado Concilio, para que estas persistan con mayor firmeza en un estado intacto cuanto más a menudo sean fortalecidas por nuestra autoridad, así como por la protección de un Concilio General. Nos esmeramos en la preservación de tales cosas para que los Reyes y los pueblos de los reinos en cuestión, llenos de alegría en el Señor por tales concesiones, privilegios, estatutos y reglamentos, puedan descansar juntos en la dulzura de la paz, la tranquilidad y el deleite, y perseveren con más fervor en su acostumbrada devoción a la misma Sede.
Recientemente, para que la Iglesia, nuestra Esposa, se mantuviera en Santa Unión y los fieles de Cristo pudieran usar los Sagrados Cánones emitidos por los Pontífices Romanos y los Concilios Generales, ordenamos y decretamos, con el consejo y consentimiento unánime de nuestros Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, ciertas Constituciones que se habían tratado con nuestro amadísimo hijo en Cristo, Francisco, cristianísimo Rey de Francia, mientras estábamos en Bolonia con nuestra Curia, y que debían sustituir a la Sanción Pragmática y sus contenidos, en aras de la paz y la armonía en el Reino de Francia y para el bien común y público del Reino. Estas Constituciones fueron cuidadosamente examinadas por nuestros Hermanos, consensuadas con el Rey por consejo de ellos y aceptadas por un legítimo Procurador Real. Su contenido se encuentra con bastante detalle en nuestra Carta que sigue: Primitiva illa ecclesia... {Msi 32, 948-963, Raccolta di concordati su materie ecclesiastiche tra la Santa Sede e le autorita civili, editado por A. Mercati. I Rome. 1954. 233-25}
La Carta se ha publicado principalmente para que la caridad continua y la paz inquebrantable perduren en el cuerpo místico, la Iglesia, y para que cualquier miembro disidente pueda reincorporarse al cuerpo de forma conveniente. La Carta se observará mejor cuanto más claramente se establezca que ha sido aprobada y renovada por Nos, tras una madura y sana consideración, con la aprobación del mencionado Concilio de Letrán. Si bien no se requiere otra aprobación para la validez y realidad de la misma Carta, sin embargo, para proporcionar una mayor garantía de que su observancia sea más firme y su abolición más difícil, se le dará mayor fuerza con la aprobación de tantos Padres. Por lo tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio de Letrán, por Autoridad Apostólica y plenitud de poder, aprobamos y renovamos, y ordenamos que se observe y mantenga en su totalidad e inalterada, dicha Carta, junto con todos y cada uno de los Estatutos, Ordenanzas, Decretos, Explicaciones, Acuerdos, Pactos, Promesas, Deseos, Sanciones, Restricciones y Cláusulas que contiene. especialmente la Cláusula por la cual fue nuestra voluntad que si el dicho Rey de Francia no aprueba y ratifica la Carta antes mencionada, y todo y cada cosa contenida en ella, dentro de seis meses a partir de la fecha de esta Carta presente, y no dispone que el contenido sea leído, publicado, jurado y registrado, como todas las demás Constituciones reales en su Reino y en todos los demás lugares y señoríos de dicho Reino, para todo el tiempo futuro sin límite, por todos los Prelados y otras personas Eclesiásticas y tribunales de parlamentos, y si no nos transmite, dentro de dichos seis meses, Cartas patentes o Documentos escritos auténticos sobre todos y cada uno de los asuntos antes mencionados sobre la aceptación, lectura, publicación, juramento y registro a que se refiere, o no los entrega a nuestro Nuncio adjunto al Rey, para que él nos los transmita, y no dispone posteriormente que la Carta sea leída cada año y efectivamente observada sin alteraciones exactamente como deben observarse otras Constituciones y Ordenanzas vinculantes del Rey de Francia, entonces la Carta misma y todas las consecuencias de ella son nulas y sin valor ni fuerza.
Decretamos y declaramos que la vigencia de la Carta solo continúa en caso de dicha ratificación y aprobación, y no de otra manera, y que todos los incluidos en la misma, en cuanto a la observancia de la Carta misma y de todo lo que en ella se establece, están obligados por las censuras, penalizaciones y demás disposiciones contenidas en ella, de acuerdo con el sentido y la forma de la misma. Esto, sin perjuicio de las Constituciones y Ordenanzas Apostólicas, de todo aquello a lo que no quisimos oponernos en la misma, ni de ninguna otra disposición contraria. Que nadie, si alguien...
Sobre la derogación de la Sanción Pragmática
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. El Padre Eterno, que jamás abandonará a su rebaño hasta el fin de los tiempos, amó tanto la obediencia, como atestigua el Apóstol, que para expiar el pecado de desobediencia del primer padre, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte. Además, cuando estaba a punto de partir del mundo hacia el Padre, estableció a Pedro y a sus sucesores como sus propios representantes sobre la firmeza de una roca. Es necesario obedecerlos, como atestigua el libro de los Reyes, de modo que quien no obedece, incurre en muerte. Como leemos en otro lugar, quien abandona la enseñanza del Romano Pontífice no puede estar dentro de la Iglesia; pues, según la autoridad de Agustín y Gregorio, solo la obediencia es la madre y protectora de todas las virtudes, y solo ella posee la recompensa de la Fe. Por lo tanto, según la enseñanza del mismo Pedro, debemos ser cuidadosos para que lo que nuestros predecesores, los Romanos Pontífices, introdujeron oportunamente y con sólidas razones, especialmente en los Sagrados Concilios, para la defensa de esta clase de obediencia, de la autoridad y la libertad eclesiásticas, y de la Sede Apostólica, sea debidamente aplicado con nuestro esfuerzo, devoción y diligencia, y llevado a la conclusión deseada. Las almas de los sencillos, de quienes tendremos que rendir cuentas a Dios, serán liberadas de los engaños y asechanzas del príncipe de las tinieblas. De hecho, nuestro predecesor, de feliz memoria, el Papa Julio II, convocó el Sagrado Concilio de Letrán por razones legítimas, que entonces se aclararon, por consejo y con el consentimiento de sus Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, entre los que nos contábamos entonces. Junto con el mismo Sagrado Concilio de Letrán, reflexionó sobre el hecho de que la corrupción del reino de Francia en Bourges, llamada la Sanción Pragmática, había sido fuerte en el pasado y aún se mantenía vigorosa, resultando en un gran peligro y escándalo para las almas, y en una pérdida y menosprecio del respeto por la Sede Apostólica. Por lo tanto, encomendó la discusión de la Sanción Pragmática a Cardenales específicamente designados y a los Prelados de cierta congregación.
Aunque la sanción antes mencionada claramente debía estar sujeta a nulidad por muchos motivos, y apoyaba y preservaba un cisma abierto, y por lo tanto podía haber sido declarada esencialmente sin efecto, nula e inválida, sin necesidad de ninguna citación formal precedente, sin embargo, por un gran sentido de precaución, nuestro mismo predecesor Julio, mediante un Edicto público -que debía fijarse en las puertas de las Iglesias de Milán, Asti y Pavía, ya que entonces no había un acceso seguro a Francia-, advirtió y convocó a los Prelados de Francia, a los Capítulos de las Iglesias y Monasterios, a los Parlamentos y a los laicos que los apoyaban y hacían uso de dicha sanción, y a todos y cada uno de los demás que pensaban que había alguna ventaja para ellos en lo anterior, individual o colectivamente, para que comparecieran ante él y ante dicho Concilio dentro de un período fijo, que entonces se estableció claramente, y declararan las razones por las cuales la mencionada sanción y su efecto corruptor y abusivo en asuntos relacionados con la autoridad de la Iglesia Romana y los Cánones Sagrados, y en la violación de la libertad eclesiástica no debe ser declarada nula e inválida. Durante la vida de nuestro predecesor Julio, diversos obstáculos hicieron imposible ejecutar la Citación o debatir a fondo el asunto de la abrogación, como había sido su intención. Sin embargo, tras su muerte, la Citación, en plena forma legal, fue presentada de nuevo por el Promotor del Sagrado Concilio, el Procurador Fiscal. Quienes fueron citados y no se presentaron fueron acusados de obstinación y se solicitó que se llevara el asunto a otro nivel. En aquel momento, nosotros, que hemos sido llevados a la cima del Apostolado por el favor de la divina misericordia, tras considerar debidamente toda la situación, no respondimos a la solicitud, por razones bien definidas. Más tarde, cuando las mismas personas que habían sido avisadas y citadas alegaron diversos impedimentos para no poder presentarse a la hora señalada (como se dijo anteriormente), pospusimos, varias veces en varias sesiones, con la aprobación del Sagrado Concilio, la fecha fijada por la citación y advertencia para fechas posteriores, que ya han pasado hace mucho, para que se les pudiera quitar toda ocasión de justa excusa y queja.
Aunque se han eliminado todos los obstáculos y han transcurrido todos los plazos, las personas antes mencionadas, a pesar de haber sido advertidas y citadas, no han comparecido ante nosotros ni ante dicho Concilio, ni han tomado medidas para comparecer y argumentar que dicha sanción no deba ser declarada nula. Por lo tanto, ya no hay lugar para excusas. Con razón, se les puede considerar con justicia obstinados; como, de hecho, por exigencias de la justicia, así los consideramos. Por lo tanto, reflexionamos seriamente sobre esta Sanción Pragmática, o más bien corrupción, como se ha dicho, que fue promulgada en tiempos del cisma por quienes carecían del poder necesario, y que no concuerda en absoluto con el resto del estado Cristiano ni con la Santa Iglesia de Dios. Fue revocada, anulada y abolida por el cristianísimo Rey de Francia, Luis XI, de distinguida memoria. Perjudica y menoscaba la autoridad, la libertad y la dignidad de la Sede Apostólica. Elimina por completo la facultad del Romano Pontífice de proporcionar tanto a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, quienes trabajan con ahínco en nombre de la Iglesia universal, como a los Eruditos, Iglesias, Monasterios y otros beneficios, conforme a las exigencias de su estatus, aun cuando dichas personas sean numerosas en la Curia y sea por su consejo que la autoridad y el poder de la Sede Apostólica, del Romano Pontífice y de toda la Iglesia se mantengan a salvo, y sus asuntos se guíen y promuevan hacia un estado próspero. De este modo, ofrece excusas a los Prelados de la Iglesia de la mencionada facción para quebrantar y violar el sagrado nervio de la obediencia a la disciplina eclesiástica y para oponerse a Nosotros y a la Sede Apostólica, su Madre, y les abre la puerta para intentar tales cosas. Claramente, está sujeta a nulidad y no debe ser respaldada por ningún apoyo que no sea de carácter temporal, o mejor dicho, una especie de tolerancia. Nuestros predecesores como Pontífices Romanos, a pesar de las grandes esperanzas que depositaron en su época, pudieron parecer tolerar esta corrupción y abuso, al no poder afrontarlo por completo, ya sea por la maldad de la época o porque lo preveían de otra manera. Sin embargo, recordamos que han transcurrido casi setenta años desde la publicación de esta sanción de Bourges, y que ningún Concilio se ha celebrado legítimamente durante este tiempo, excepto el presente Concilio de Letrán. Puesto que hemos sido colocados en este Concilio por disposición del Señor, juzgamos y resolvemos, con Agustín como testigo, que no podemos abstenernos ni desistir de la erradicación y anulación total de la misma vil sanción si queremos evitar la deshonra para nosotros mismos y para los numerosos Padres reunidos en el presente Concilio, así como evitar el peligro para nuestra propia alma y la de las personas antes mencionadas que la utilizan.
Así como el Papa León I, nuestro predecesor de santa memoria, cuyos pasos seguimos con gusto en la medida de lo posible, ordenó e hizo que las medidas que se habían llevado a cabo temerariamente en el Segundo Sínodo de Éfeso, contrarias a la Justicia y a la Fe Católica, fueran luego revocadas en el Concilio de Calcedonia, por causa de la constancia de la misma Fe, así también nosotros juzgamos que no podemos ni debemos retirarnos o abandonar la revocación de tan mala sanción y de su contenido, si queremos preservar nuestro propio honor y el de la Iglesia con una conciencia tranquila. El hecho de que la sanción y su contenido se publicaran en el Concilio de Basilea y, a instancias del mismo Concilio, fueran recibidos y reconocidos por la reunión de Bourges, no debería influirnos, ya que todos los acontecimientos posteriores a la transferencia del mismo Concilio de Basilea —realizada por el Papa Eugenio IV, nuestro predecesor de feliz memoria— han quedado como actos del cuasi concilio, o más bien del conventículo de Basilea. Pues, especialmente después de dicha transferencia, ya no merecía ser llamado concilio y, por lo tanto, sus actos carecían de fuerza. Pues está claramente establecido que solo el Romano Pontífice contemporáneo, como autoridad sobre todos los Concilios, tiene pleno derecho y poder para convocarlos, trasladarlos y disolverlos. Esto lo sabemos no solo por el testimonio de las Sagradas Escrituras, las Declaraciones de los Santos Padres y nuestros predecesores como Romanos Pontífices, y las decisiones de los Sagrados Cánones, sino también por las Declaraciones de los mismos Concilios. Hemos decidido repetir algunas de estas evidencias y pasar por alto otras por ser suficientemente conocidas.
Así, leemos que el Sínodo de Alejandría, en el que estaba presente Atanasio, escribió a Félix, Obispo de Roma, que el Concilio de Nicea había decidido que los Concilios no debían celebrarse sin la autoridad del Pontífice Romano. El Papa León I trasladó el Segundo Concilio de Éfeso a Calcedonia. El Papa Martín V autorizó a sus presidentes en el Concilio de Siena a trasladar el Concilio sin mencionar el consentimiento del mismo. Se mostró el mayor respeto a nuestros predecesores como Pontífices Romanos: a Celestino por el Primer Sínodo de Éfeso; al mencionado León por el Sínodo de Calcedonia; a Agatón por el Sexto Sínodo; a Adriano por el Séptimo Sínodo; y a Nicolás y Adriano por el Octavo Sínodo, de Constantinopla. Estos Concilios se sometieron con reverencia y humildad a las instrucciones y mandatos de los mismos Pontífices, que habían sido redactados y promulgados por ellos en los Concilios Sagrados. Además, el Papa Dámaso y los demás Obispos reunidos en Roma, al escribir a los Obispos de Ilírico sobre el Concilio de Rímini, señalaron que el número de Obispos reunidos en Rímini no contaba para nada, ya que se sabía que el Pontífice Romano, cuyos Decretos debían prevalecer sobre todos los demás, no había dado su consentimiento a su reunión. Parece que el Papa León I dijo lo mismo al escribir a todos los Obispos de Sicilia. Era costumbre que los Padres de los antiguos Concilios pidieran humildemente y obtuvieran una autorización y aprobación del Pontífice Romano para corroborar los asuntos tratados en sus Concilios. Esto queda claro en los Sínodos y sus Actas celebrados en Nicea, Éfeso, Calcedonia, el Sexto Sínodo de Constantinopla, el Séptimo de Nicea, el Sínodo Romano bajo Símaco y los Sínodos del libro de Haimar. Sin duda, no tendríamos estos problemas recientes si los Padres de Bourges y Basilea hubieran seguido esta loable costumbre, que, como es sabido, los Padres de Constanza también adoptaron finalmente.
Deseamos que este asunto llegue a su debida conclusión. Procedemos con base en las numerosas citaciones emitidas por nosotros y nuestro predecesor Julio, y en las demás cosas mencionadas anteriormente, que son tan notorias que no pueden ocultarse con excusas ni evasiones, así como en virtud de nuestro Oficio Pastoral. Suplimos todos y cada uno de los defectos, tanto de derecho como de hecho, si acaso existiera alguno en lo anterior. Juzgamos y declaramos, desde nuestro conocimiento cierto y desde la plenitud del poder apostólico, con la aprobación del mismo Sagrado Concilio, por el contenido del presente Documento, que la mencionada Sanción Pragmática o corrupción, y sus aprobaciones, independientemente de cómo se hayan emitido, y todos y cada uno de los Decretos, Capítulos, Estatutos, Constituciones u Ordenanzas que se incluyen, o incluso se insertan, de cualquier manera en la misma y que han sido publicados por otros, así como las costumbres, expresiones y usos, o mejor dicho, abusos, que de cualquier manera resulten de ella y se hayan observado hasta el presente, han sido y son sin fuerza ni valor. Además, para una salvaguardia más extensa, revocamos, anulamos, abrogamos, anulamos y condenamos esa misma sanción o corrupción de Bourges y su aprobación, ya sea expresa o tácita, como se dijo anteriormente, así como todas y cada una de las cosas de cualquier naturaleza incluidas o incluso insertadas en ella, y juzgamos, declaramos y queremos que se consideren como sin efecto, revocadas, nulas, derogadas, anuladas, invalidadas y condenadas. Además, siendo necesaria la sujeción al Romano Pontífice para la salvación de todos los fieles en Cristo, como nos enseña el testimonio tanto de la Sagrada Escritura como de los Santos Padres, y como declara la Constitución del Papa Bonifacio VIII, de feliz memoria, también predecesor nuestro, que comienza Unam sanctam, Nos, por tanto, con la aprobación del presente Sagrado Concilio, para la salvación de las almas de los mismos fieles, para la suprema autoridad del Romano Pontífice y de esta Santa Sede, y para la unidad y poder de la Iglesia, su Esposa, renovamos y damos nuestra aprobación a esa Constitución, pero sin perjuicio de la Declaración del Papa Clemente V, de santa memoria, que comienza Meruit.
Además, cualquiera de los arriba mencionados que crea que, por influencia o favor con Príncipes seculares de cualquier rango, distinción o dignidad, o con sus consejeros, asociados, asistentes u oficiales, o con los magistrados, rectores y tenientes de ciudades, pueblos, universidades o cualquier institución secular, o con otras personas de cualquier sexo, eclesiásticas o seculares, puede avanzar hacia una paz universal o particular entre príncipes, gobernantes y pueblos cristianos, y hacia la campaña contra los infieles, que los anime firmemente y los guíe hacia esta paz y la campaña. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios y el mérito de la Pasión de su Hijo Unigénito, Jesucristo, los exhortamos a todos con toda la emoción de nuestro corazón, y les aconsejamos por la Autoridad del Oficio Pastoral que ejercemos, a que dejen de lado las enemistades privadas y públicas y se dediquen a la tarea de la paz y a decidirse por dicha campaña.
Prohibimos estrictamente a todo Prelado, Príncipe o individuo, Eclesiástico o secular, de cualquier estado, rango, dignidad, preeminencia o condición que sea, bajo amenaza del juicio divino, que se atreva a introducir de cualquier manera, directa o indirecta, abierta o secretamente, cualquier obstáculo a dicha paz que será negociada por Nosotros o por nuestros agentes, ya sean Legados o Enviados de la Sede Apostólica investidos (como se mencionó) con el Rango Episcopal, para la defensa del estado cristiano de los fieles. Quienes, al trabajar por esta paz, consideren que se trata de algo de carácter privado o público que sea importante para sus Príncipes, ciudades o estados, cuyo cuidado les corresponde por algún cargo o función pública, deberían, en la medida en que sea posible en el Señor, con la debida moderación y calma, tomar el control del asunto en la medida en que implique apoyo y buena voluntad hacia la paz venidera. De hecho, quienes deseen animar a los fieles con los dones espirituales de Cristo, cuando estos estén debidamente contritos y absueltos, y ofrecer oraciones devotas para obtener la paz y decidir la expedición, a fin de que dicha paz y la campaña contra dichos enemigos de la Fe Cristiana se logren y se aseguren de Dios mismo, dedicarán esfuerzos valiosos y bien meditados siempre que lo hagan. Estas oraciones, ofrecidas con devoción, deben tener lugar en Misas, Sermones y otros servicios divinos, en oraciones colegiales, conventuales y otras oraciones públicas o comunitarias, y entre Príncipes, Consejeros, Funcionarios, Gobernadores y otras personas mencionadas anteriormente que parezcan tener alguna influencia en lograr o concertar la paz y en decidir (como se dijo antes) la campaña contra los enemigos de la Cruz invicta.
Confiando en la misericordia de Dios y en la autoridad de sus benditos Apóstoles Pedro y Pablo, concedemos la remisión de cien días de penitencias impuestas a quienes, individual y privadamente, ofrezcan oraciones para obtener de Dios lo anterior; siete veces al día si lo hacen con la frecuencia necesaria o, si es menor, con la frecuencia que les sea posible; hasta que se haya establecido la paz universal —que recibe nuestra constante atención— entre Príncipes y pueblos actualmente en disputa armada, y se haya decretado la campaña contra los infieles con nuestra aprobación. Obligamos a nuestros Venerables Hermanos, Primados, Patriarcas, Arzobispos y Obispos, a quienes se envíe la presente Carta o copias de ella, impresas con precisión en Roma o en cualquier otro lugar, bajo sello oficial, a que la publiquen con la mayor celeridad posible en sus Provincias y Diócesis, y a que den instrucciones firmes para su debida ejecución.
Mientras tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio, hemos decretado, como propusimos y deseamos de todo corazón, la reforma eclesiástica de nuestra Curia y de nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y de otros residentes en Roma, y muchas otras cosas necesarias, que se incluirán en nuestras otras Cartas que se publicarán en esta misma sesión. Fue Julio, nuestro predecesor, quien convocó a este Concilio a todos los que solían asistir a los Concilios. Les dio un salvoconducto completo para que pudieran realizar el viaje y llegar sanos y salvos. Sin embargo, muchos Prelados que debían haber venido no han llegado hasta ahora, quizás debido a los obstáculos ya mencionados. En nuestro deseo de seguir adelante con los asuntos más graves que deben tratarse en la próxima sesión, apelamos en el Señor, y pedimos y aconsejamos por la tierna misericordia del mismo, a los Prelados, Reyes, Duques, Marqueses, Condes y otros que suelen venir o enviar alguien a un Concilio General, pero que aún no han proporcionado portavoces o instrucciones legítimas, que decidan con toda la prontitud posible o venir en persona o enviar enviados escogidos y competentes, con instrucciones válidas, a este Sagrado Concilio de Letrán, que es tan beneficioso para el estado Cristiano.
Con respecto a aquellos Venerables Hermanos, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades y Prelados —especialmente aquellos obligados bajo juramento a visitar la casa de los Apóstoles Pedro y Pablo en fechas fijas y a asistir personalmente a los Concilios Generales convocados, incluyendo aquellos que tenían esa obligación al momento de su promoción— cuya obstinación por no asistir a diversas sesiones se convirtió en motivo de frecuente acusación por parte del promotor del mismo Concilio, se encuentra en forma solemne una petición de procedimiento contra ellos y una declaración de las censuras y sanciones incurridas. Esto sin perjuicio de los privilegios, concesiones e indultos otorgados, confirmados o renovados por Nos o por nuestros antecesores en favor de ellos y sus iglesias, monasterios y beneficios. Los anulamos e invalidamos con nuestro conocimiento y plena potestad, considerándolos plenamente expuestos aquí. Imponemos, en virtud de Santa Obediencia, y ordenamos estrictamente, bajo pena de excomunión, perjurio y otras derivadas de la ley o la costumbre, y en particular de la Carta que convocó y proclamó dicho Concilio de Letrán, promulgada por nuestro predecesor, Julio, que asistan personalmente a dicho Concilio y permanezcan en Roma hasta su conclusión y sea clausurado por nuestra autoridad, a menos que se lo impida alguna excusa legítima. Y si (como dijimos) de alguna manera se les impide, deben enviar a sus representantes debidamente cualificados con pleno mandato sobre los asuntos que deberán tratarse y sobre los que se les asesorará.
Para eliminar completamente toda excusa y no dejar pretexto de ningún impedimento a nadie que esté obligado a asistir, además de la garantía pública que claramente fue otorgada en la convocatoria de este Concilio a todos los que vienen a él, damos, concedemos y otorgamos, actuando según el consejo y el poder mencionados anteriormente con la aprobación del mismo Concilio, a todos y cada uno de los que han estado acostumbrados a estar presentes en las reuniones de los Concilios Generales y vienen al presente Concilio de Letrán, así como a los miembros de su personal, de cualquier estado, rango, orden y condición o nobleza que puedan ser, eclesiásticos y seculares, un salvoconducto libre, seguro y protegido y, por Autoridad Apostólica en el sentido de la presente Carta, plena protección en todos sus aspectos, para sí mismos y para todas sus posesiones de cualquier tipo al pasar por ciudades, territorios y lugares, por mar y tierra, que están sujetos a la dicha Iglesia Romana, para el viaje al Concilio de Letrán en Roma, para permanecer en la ciudad de la libertad, para intercambiar puntos de vista según sus opiniones, para partir de allí tantas veces como deseen. y también después de cuatro meses desde la conclusión y disolución de dicho Concilio; y prometemos otorgar con prontitud otros salvoconductos y garantías a quienes los deseen. A todos y cada uno de estos visitantes los trataremos y recibiremos con amabilidad y caridad.
Bajo la amenaza de la divina majestad y de nuestro desagrado, y de las penas contra los que impidan la celebración de los Concilios, particularmente el susodicho Concilio de Letrán, que están contenidas y establecidas en la ley o en la letra de la citada Convocatoria de nuestro predecesor, estamos instruyendo a todos y cada uno de los Príncipes seculares, de cualquier rango exaltado que puedan ser, incluyendo imperial, real, regio, ducal o cualquier otro, a los Gobernadores de las ciudades y a los ciudadanos que gobiernan o dirigen sus estados, para que concedan a los Prelados y a otros que vengan a dicho Concilio de Letrán un permiso y una licencia libres, un salvoconducto para ir y volver, y un tránsito libre e inocuo a través de los dominios, tierras y propiedades suyas por donde dichas personas deben pasar junto con su equipo, posesiones y caballos; quedando completamente dejadas de lado y sin fuerza todas las excepciones y excusas.
Además, ordenamos y mandamos, bajo pena de nuestro desagrado y de otras penas que se puedan infligir a nuestra voluntad, a todo nuestro pueblo que lleva armas, así de infantería como de caballería, a sus comandantes y capitanes, a los castellanos de nuestras fortalezas, a los legados, gobernadores, regidores, tenientes, autoridades, funcionarios y vasallos de las ciudades y territorios sujetos a la dicha Iglesia Romana, y a cualesquiera otros de cualquier rango, estado, condición o distinción que sean, que den permiso y sean responsables de dar permiso a los que vengan al Concilio de Letrán, para pasar con libertad, seguridad y protección, para permanecer y para regresar, de modo que tan santo, loable y muy necesario Concilio no se frustre por ninguna razón o pretexto, y los que a él vengan puedan vivir en paz y calma y sin restricciones y decir y desarrollar en las mismas condiciones las cosas que conciernen al honor de Dios Todopoderoso y a la posición de toda la Iglesia. Esto lo ordenamos sin perjuicio de cualesquiera Constituciones, Ordenanzas Apostólicas, leyes imperiales o estatutos y costumbres municipales (incluso las reforzadas por Juramento y Confirmación Apostólica o por cualquier otra autoridad) que pudieran modificar o impedir de alguna manera dicho salvoconducto y garantía, incluso si las Constituciones, etc., fueran de tal índole que debiera emplearse una forma de discurso individual, precisa, clara y distinta, o alguna otra expresión claramente establecida, al respecto, y no solo cláusulas generales que solo implican el asunto, pues consideramos que el significado de todo lo anterior queda claramente establecido en la presente Carta, como si se hubiera incluido palabra por palabra. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Bula sobre la reforma de la Curia
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Es eminentemente apropiado que el Romano Pontífice ejerza el deber de Pastor providente, para cuidar y proteger el rebaño del Señor que Dios le confió, ya que, por voluntad de la suprema ordenanza que ordena las cosas del Cielo y de la tierra por inefable providencia, actúa en el excelso Trono de San Pedro como Vicario en la tierra de Cristo, el Hijo Unigénito de Dios. Cuando notamos, por la solicitud de nuestro dicho Oficio Pastoral, que la disciplina eclesiástica y el modelo de una vida sana y recta van empeorando, desapareciendo y desviándose más del camino recto en casi todas las filas de los fieles de Cristo, con desprecio de la ley y con exención de castigo, como resultado de los problemas de los tiempos y de la malicia de los seres humanos, es necesario temer que, a menos que se frene con un mejoramiento bien guiado, se caiga diariamente en una variedad de faltas bajo la seguridad del pecado y pronto, con la aparición de escándalos públicos, un colapso completo. Deseamos, pues, en la medida en que nos es permitido desde lo alto, impedir que los males se fortalezcan demasiado, restablecer muchas cosas a su antigua observancia de los Sagrados Cánones, crear con la ayuda de Dios una mejora conforme a la práctica establecida de los Santos Padres y dar -con la aprobación del Sagrado Concilio de Letrán iniciado por esa razón, entre otros, por nuestro predecesor de feliz memoria, el Papa Julio II, y continuado por Nos- una saludable guía para todas estas materias.
Para comenzar, abordamos los puntos que por el momento parecen más apropiados y que, tras haber sido frecuentemente descuidados durante generaciones, han acarreado grandes pérdidas para la Religión Cristiana y provocado graves escándalos en la Iglesia de Dios. Por lo tanto, hemos decidido comenzar con la promoción a Dignidades Eclesiásticas. Nuestro predecesor, de devota memoria, el Papa Alejandro III, también en un Concilio de Letrán, decretó que la edad, la seriedad y el conocimiento de las letras deben ser cuidadosamente examinados en la promoción de individuos a Obispados y Abadías. Además, nada obstaculiza más a la Iglesia de Dios que la aceptación de Prelados indignos para el gobierno de las Iglesias. Por lo tanto, en la promoción de Prelados, los Pontífices Romanos deben prestar mucha atención al asunto, especialmente porque tendrán que rendir cuentas a Dios en el juicio final sobre aquellos a quienes concedan la promoción a Iglesias y Monasterios. En consecuencia, dictaminamos y establecemos que, de ahora en adelante, de acuerdo con la Constitución del mencionado Alejandro III, para las Iglesias y Monasterios vacantes de rango Patriarcal, Metropolitano y Catedralicio, la persona designada deberá ser de edad madura, erudita y de carácter serio, como se mencionó anteriormente, y la provisión no se realizará por insistencia, recomendación, dirección o imposición, ni de ninguna otra manera, a menos que se considere correcto actuar de otra manera por razones de beneficio para las iglesias, prudencia, nobleza, rectitud, experiencia, largo contacto con la Curia (junto con un conocimiento adecuado) o servicio a la Sede Apostólica. Deseamos que se observe lo mismo respecto a las personas elegidas y escogidas en las elecciones que habitualmente han sido admitidas por la Sede Apostólica. Pero si surge la cuestión de proveer Iglesias y Monasterios de este tipo con personas menores de treinta años, no se les podrá dispensar de estar a cargo de Iglesias antes de los veintisiete años ni de Monasterios antes de los veintidós.
En efecto, para que las personas idóneas puedan ser presentadas con mayor exactitud y cuidado, disponemos que el Cardenal a quien se le haya confiado el informe sobre una elección, nombramiento o provisión para una Iglesia o Monasterio, antes de rendir cuentas en el Sagrado Consistorio (como es costumbre) sobre la realización de dicho examen o informe que se le haya asignado, debe dar a conocer su informe a uno de los Cardenales más antiguos de cada grado, personalmente en el mismo Consistorio o, si no hubiera Consistorio el día señalado para su presentación, por medio de su secretario o algún otro miembro de su personal. Los tres Cardenales más antiguos en cuestión están obligados a comunicar el informe lo antes posible a los demás Cardenales de su grado. El Cardenal que presente el informe examinará personalmente los asuntos de la elección, administración, nombramiento o promoción de forma sumaria y extrajudicial. Si alguien se ha pronunciado en contra, está obligado a llamar, tras la citación de los objetores, a testigos competentes, responsables y dignos de confianza y, si fuera necesario o apropiado, a otros en virtud de su oficio. Está obligado a llevar consigo al Consistorio, el día en que se deba presentar el informe, las etapas y decisiones del mismo, junto con las declaraciones de los testigos. No presentará su informe en ninguna forma hasta que la persona que vaya a ser promovida, si se encuentra en la Curia, haya visitado primero a la mayoría de los Cardenales para que puedan conocer de primera mano, en la medida en que sea relevante para su carácter, lo que pronto aprenderán del informe de su colega. Además, la persona promovida está obligada, por práctica establecida y loable costumbre, a visitar lo antes posible a los mismos Cardenales que se encuentren en la Curia. Esta práctica y loable costumbre, de hecho, la renovamos y ordenamos que se mantenga inalterada.
Puesto que es justo mantener intacta la Dignidad Episcopal y protegerla de la exposición indiscriminada a los ataques de personas malvadas y a las falsas acusaciones de los acusadores, decretamos que ningún Obispo o Abad pueda ser privado de su grado cuando alguien insta una acusación o presenta demandas (a no ser que se le ofrezca la oportunidad de una legítima defensa), incluso si las acusaciones han sido ampliamente conocidas y, después de haber escuchado atentamente a las partes, el caso ha sido completamente probado; ni ningún Prelado puede ser transferido contra su voluntad, excepto por otras razones y causas justas y eficaces, de acuerdo con los términos y decreto del Concilio de Constanza.
Además, como resultado de las Encomiendas para Monasterios, estos mismos Monasterios (como la experiencia, experta en la práctica, ha demostrado con frecuencia) sufren graves daños espirituales y temporales, ya que sus edificios se deterioran, en parte por la negligencia de los comendadores y en parte por la avaricia o la falta de interés. El culto divino se reduce gradualmente y, por lo general, se ofrece motivo de desprecio, especialmente a personas seculares, no sin que se menoscabe la reputación de la Sede Apostólica, de la que se originan este tipo de Encomiendas. Para que se puedan tomar medidas más acertadas para proteger estos Monasterios de daños, decretamos que, cuando se produzcan vacantes por fallecimiento del Abad responsable, no se puedan entregar en encomienda a nadie mediante acuerdo alguno, a menos que nos parezca oportuno decidir lo contrario, de acuerdo con las circunstancias reales y con el consejo de nuestros Hermanos, para proteger la Autoridad de la Sede Apostólica y oponernos a los malos designios de quienes la atacan.
Pero que dichos Monasterios cuenten con personas competentes, de acuerdo con la Constitución antes mencionada, para que Abades idóneos se encarguen de ellos (como corresponda). Dichos Monasterios podrán ser entregados en Encomienda, cuando la Encomienda original deje de existir por renuncia o fallecimiento del Comendador, solo a Cardenales y personas cualificadas y meritorias; y de tal manera que los Comendadores de los Monasterios, independientemente de su dignidad, honor y alto rango, incluso si gozan de la condición y dignidad de Cardenal, estén obligados, si comen en privado, aparte de la mesa común, a asignar una cuarta parte de su pensión para la renovación de la estructura, o para la compra o reparación de mobiliario, ropas y adornos, o para el mantenimiento o sustento de los pobres, según lo exija o sugiera la mayor necesidad. Si, no obstante, comparten la pensión completa, una tercera parte de todos los recursos del Monasterio asignados al Comendatario debe asignarse, una vez deducidos todos los demás impuestos, a las cargas mencionadas y al sustento de los Monjes. Además, las Cartas que se expidan en relación con dichas encomiendas a los Monasterios deben contener una cláusula que lo especifique. Si se redactan de otra forma, carecen de valor.
Dado que conviene que dichas Iglesias se mantengan sin pérdida de ingresos, de modo que se tenga en cuenta tanto el honor de sus responsables como la necesidad de las Iglesias y Edificios, decretamos y disponemos que las pensiones nunca se reserven de las rentas de estas Iglesias, salvo por renuncia o por cualquier otra razón considerada creíble y honorable en nuestro Consistorio Secreto. Asimismo, disponemos que, de ahora en adelante, las Iglesias Parroquiales, las dignidades mayores y principales y otros beneficios eclesiásticos cuyas rentas, ingresos y productos, según el cómputo ordinario, no alcancen un valor anual de doscientos ducados de oro del tesoro, ni los hospitales, leprosarios y albergues de cualquier importancia que se hayan establecido para el uso y el sustento de los pobres, no se entregarán en encomienda a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, ni se les conferirán por ningún otro título, a menos que hayan quedado vacantes por fallecimiento de un miembro de su familia. En este último caso, pueden entregarse en encomienda a los Cardenales, pero estos están obligados a disponer de ellos en un plazo de seis meses para beneficio de las personas idóneas y que mantengan buenas relaciones con ellos. Sin embargo, no queremos prejuzgar más a los Cardenales respecto a los beneficios a los que puedan tener derecho de reserva.
También ordenamos que los miembros de Iglesias, Monasterios u Órdenes Militares no puedan ser separados de su cabeza —lo cual es absurdo— sin causa legítima y razonable. Las uniones perpetuas, salvo en los casos permitidos por la ley o por algún motivo razonable, no están permitidas en absoluto. No se concederán dispensas para más de dos beneficios incompatibles, salvo por razones graves y apremiantes o a personas cualificadas según la forma del derecho consuetudinario. Fijamos un límite de dos años para las personas de cualquier rango que obtengan más de cuatro Iglesias Parroquiales y sus Vicarías Perpetuas, o Dignidades Mayores y Principales, incluso mediante Unión o Encomienda Vitalicia. Están obligados a liberar el resto, reteniendo solo cuatro mientras tanto. Dichos beneficios, que deban liberarse, pueden ser devueltos a manos de los Ordinarios para que puedan ser proporcionados a las personas que ellos designen; sin perjuicio de cualquier reserva, incluso las de carácter general o las derivadas de la calidad de las personas que renuncian. Transcurrido el plazo de dos años, todos los beneficios no utilizados podrán considerarse vacantes y solicitarse libremente como tales. Quienes los conserven incurrirán en las sanciones de la Constitución Execrabilis de nuestro memorable predecesor, el Papa Juan XXII. Asimismo, disponemos que no se concederán reservas especiales de ningún beneficio a instancias de nadie.
Sobre los Cardenales
Dado que los Cardenales de la Santa Iglesia Romana tienen precedencia en honor y dignidad sobre todos los demás miembros de la Iglesia después del Sumo Pontífice, es propio y justo que se distingan entre todos los demás por la pureza de su vida y la excelencia de sus virtudes. Por ello, no solo los exhortamos y aconsejamos, sino que también decretamos y ordenamos que de ahora en adelante cada uno de los Cardenales, siguiendo la enseñanza del Apóstol, viva una vida sobria, casta y piadosa que brille ante la gente como alguien que se abstiene no solo del mal, sino de toda apariencia de mal. En primer lugar, que honre a Dios con sus obras. Que todos sean vigilantes, constantes en el Oficio Divino y la celebración de las Misas, y mantengan sus Capillas en un lugar digno, como solían hacer.
Su casa y establecimiento, mesa y muebles, no deben ser censurados por su ostentación, esplendor, equipamiento superfluo ni de ninguna otra manera, para evitar cualquier fomento del pecado o el exceso, sino que, como es justo, merezcan ser llamados espejos de moderación y frugalidad. Por lo tanto, que encuentren satisfacción en lo que contribuye a la modestia sacerdotal; que actúen con amabilidad y respeto, tanto en público como en privado, hacia los Prelados y otras personas distinguidas que acuden a la Curia romana; y que asuman con gracia y generosidad los asuntos que les encomendamos nosotros y nuestros sucesores.
Además, que no empleen a Obispos o Prelados en tareas degradantes en sus casas, para que quienes han sido designados para dar dirección a otros y que han sido revestidos de un carácter sagrado, no se rebajen a tareas serviles y, en general, provoquen una falta de respeto por el Oficio Pastoral. En consecuencia, que traten con honor como hermanos, y como corresponde a su estado de vida, a quienes tienen o tendrán en sus casas. Dado que los Cardenales asisten al Romano Pontífice, el Padre común de todos los Cristianos, es muy impropio que sean patronos o defensores especiales de individuos. Por lo tanto, hemos decidido, para evitar que adopten parcialidad de cualquier tipo, que no se constituyan en promotores o defensores de Príncipes o Comunidades o de ninguna otra persona contra nadie, excepto en la medida en que lo exija la justicia y la equidad y la dignidad y el rango de dichas personas lo requieran. Más bien, separados de todo interés privado, que estén disponibles y se comprometan con toda diligencia a calmar y resolver cualquier disputa. Promuevan con la debida piedad el mantenimiento de los justos negocios de los Príncipes y de todas las demás personas, especialmente de los pobres y de los Religiosos, y ofrezcan ayuda, según sus recursos y su responsabilidad oficial, a los oprimidos y agobiados injustamente.
Deben visitar al menos una vez al año —en persona si han estado presentes en la Curia, y mediante un Delegado idóneo si han estado ausentes— los lugares de su Basílica titular. Deben, con el debido cuidado, mantenerse informados sobre el Clero y los fieles de las Iglesias sujetas a su Basílica; deben supervisar el Culto Divino y las propiedades de dichas Iglesias; sobre todo, deben examinar con cuidado la vida del Clero y sus feligreses, y con afecto paternal animar a todos a vivir una vida recta y honorable. Para el desarrollo del Culto Divino y la salvación de su propia alma, cada Cardenal debe donar a su Basílica durante su vida, o legar al momento de su muerte, una cantidad suficiente para el sustento adecuado de un Sacerdote; o, si la Basílica necesita reparaciones u otra forma de ayuda, debe dejar o donar tanto como decida en conciencia. Es totalmente inapropiado ignorar a las personas con las que tiene parentesco de sangre o matrimonio, especialmente si son merecedoras y necesitan ayuda. Ayudarlos es justo y loable. Pero no consideramos apropiado amontonar sobre ellos grandes beneficios o rentas eclesiásticas, pues una generosidad desmedida en estos asuntos podría perjudicar a otros y causar escándalo. Por consiguiente, hemos determinado que no despilfarren irreflexivamente los bienes de las Iglesias, sino que los apliquen a obras de devoción y piedad, para las cuales los Santos Padres han asignado y ordenado cuantiosas y abundantes recompensas.
Es también nuestro deseo que cuiden, sin excusa alguna, de las Iglesias que se les confían en commendam, ya sean Catedrales, Abadías, Prioratos o cualquier otro beneficio eclesiástico; que tomen medidas, con todo efecto personal, para asegurar que las Catedrales sean debidamente servidas mediante el nombramiento de Vicarios o Sufragáneos dignos y competentes, según lo establecido, con un salario apropiado y adecuado; y que provean a las demás Iglesias y Monasterios que tienen en commendam con el número correcto de Clérigos o Capellanes, ya sean Religiosos o Monjes, para el servicio adecuado y loable de Dios. Que mantengan también en buen estado los edificios, propiedades y derechos de cualquier tipo, y reparen lo que se haya derrumbado, de acuerdo con el deber de buenos Prelados y Comendatarios. También juzgamos que dichos Cardenales deben ser muy discretos y precavidos con respecto al número de sus asistentes personales y caballos, no sea que, al tener un número mayor del que sus recursos, situación y dignidad les permiten, puedan ser acusados de ostentación y extravagancia. Que no se les considere codiciosos y miserables por el hecho de que disfrutan de grandes y abundantes ingresos y, sin embargo, ofrecen sustento a muy pocos; pues la casa de un Cardenal debe ser un alojamiento abierto, un puerto y refugio para personas íntegras y doctas, especialmente hombres, para nobles que ahora son pobres y para personas honorables. Por lo tanto, que sean prudentes con la forma y cantidad de lo que deben guardar, y revisen cuidadosamente el carácter de sus asistentes personales, no sea que ellos mismos incurran, por los vicios de otros, en la vergonzosa mancha de la deshonra y den lugar a contradicciones y falsas acusaciones.
Dado que es fundamental que nuestras acciones sean aprobadas no solo ante Dios, a quien debemos agradar en primer lugar, sino también ante el pueblo, para que podamos ofrecer a otros un ejemplo a imitar, ordenamos que todo Cardenal se muestre como un excelente gobernante y supervisor de su casa y personal, tanto en lo visible como en lo oculto. Por lo tanto, que cada uno de ellos vista a los Sacerdotes y Diáconos con vestiduras respetables, y que nadie en su casa, con cualquier tipo de beneficio o perteneciente a las Órdenes Sagradas, use ropas multicolores o prendas que tengan poca relación con el estatus eclesiástico. Por lo tanto, los Sacerdotes deben usar ropas de colores que no estén prohibidos por ley para los Clérigos y que sean al menos hasta los tobillos. Los altos cargos en las Catedrales, los Canónigos de dichas Catedrales, los que ocupan los puestos principales en los Colegios y los Capellanes de Cardenales al celebrar Misas, están obligados a cubrirse la cabeza en público. A los Escuderos se les permiten vestimentas algo más cortas que la de los tobillos. Los Mozos de Cuadra, dado que suelen estar en movimiento y realizan un servicio algo pesado, pueden usar vestimentas más cortas y adecuadas, incluso si son Clérigos, siempre que no sean Sacerdotes ordenados; pero de tal manera que no descuiden la decencia y se comporten de manera que su comportamiento sea acorde con su posición en la Iglesia. Los demás Clérigos deben actuar con la debida proporción y moderación. Tanto los Clérigos con beneficios como los que están en las Órdenes Sagradas no deben prestar especial atención a su cabello ni a su barba, ni poseer mulas o caballos con arreos y adornos de terciopelo o seda; para estos artículos, deben usar tela o cuero ordinarios.
Si alguno de los miembros del personal antes mencionado actúa de otra manera o usa dichas vestimentas prohibidas después de tres meses de la publicación de las presentes normas, a pesar de haber recibido una advertencia legítima, incurre en excomunión. Si no se corrige en un plazo de tres meses, se entiende que queda suspendido del disfrute de los beneficios que posee. Y si persiste en esta obstinación durante otros seis meses, tras una advertencia legal similar, será privado de todos los beneficios que posea y se le considerará privado de ellos. Los beneficios así vacantes pueden solicitarse libremente a la Sede Apostólica. Deseamos que todas y cada una de estas disposiciones se apliquen a nuestras casas y a las de cualquier futuro Pontífice Romano, así como a todos los demás Clérigos beneficiados o personas de las Órdenes Sagradas, incluso los de la Curia. Con una sola excepción: dichos asistentes, tanto nuestros como de los futuros Pontífices Romanos, pueden usar vestimentas rojas, de acuerdo con lo que es propio y habitual para la Dignidad Papal.
Dado que la atención de los asuntos más importantes es de especial interés para los Cardenales, les corresponde usar su capacidad para saber qué regiones han sido infectadas por herejías, errores y supersticiones opuestas a la Verdadera Fe Ortodoxa; dónde falta la disciplina eclesiástica de los mandamientos del Señor; y qué Reyes, Príncipes o pueblos se ven afectados, o temen verse afectados, por guerras. Los Cardenales se esforzarán por obtener información sobre estos y otros asuntos similares y nos presentarán un informe a nosotros o al actual Romano Pontífice para que, con un esfuerzo ferviente, se puedan encontrar remedios oportunos y salvadores para tales males y aflicciones. Dado que por experiencia frecuente, casi diaria, se sabe que a menudo ocurren muchos males en Provincias y Ciudades debido a la ausencia de sus propios Legados oficialmente designados, y surgen diversos escándalos que no dejan de perjudicar a la Sede Apostólica, decretamos y ordenamos que los Cardenales que estén a cargo de Provincias o Ciudades, bajo el título de Legados, no puedan administrarlas mediante lugartenientes u oficiales, sino que están obligados a estar presentes en persona la mayor parte del tiempo y a regirlas y gobernarlas con total vigilancia. Quienes ostentan o vayan a ostentar temporalmente el título de Legado están obligados a ir a sus Provincias —dentro de los tres meses siguientes a la fecha de la presente proclamación si las Provincias están en Italia, y dentro de los cinco meses si están fuera de Italia— y a residir allí la mayor parte del tiempo, a menos que, por orden nuestra o de nuestros sucesores, sean retenidos en la Curia Romana por algún asunto de mayor importancia o sean enviados a otros lugares según lo exijan las necesidades. En estos últimos casos, que tengan en dichas Provincias y Ciudades Vicelegados, Auditores, Tenientes y demás funcionarios habituales, con los debidos arreglos y salarios. Quien no observe todas y cada una de las normas anteriores será privado de todos los emolumentos de su cargo de Legado. Estas normas se formularon y establecieron hace mucho tiempo con este objetivo: que la presencia inmediata de los Legados beneficiara a los pueblos; no que, al estar libres de trabajos y preocupaciones, bajo la apariencia de Legado, se concentraran únicamente en el lucro.
Dado que el deber de un Cardenal se centra principalmente en la asistencia regular al Romano Pontífice y en los asuntos de la Sede Apostólica, hemos decidido que todos los Cardenales residan en la Curia Romana, y quienes estén ausentes deberán regresar en un plazo de seis meses si se encuentran en Italia, o en un año a partir de la fecha de promulgación de la presente Constitución si se encuentran fuera de Italia. De no hacerlo, perderán los frutos de sus beneficios y los emolumentos de todos sus cargos; y perderán por completo, mientras estén ausentes, todos los privilegios otorgados en general y en particular a los Cardenales. Se exceptúan, sin embargo, aquellos Cardenales que se ausenten por razón de un deber impuesto por la Sede Apostólica, por orden o permiso del Romano Pontífice, por temor razonable o cualquier otro motivo que justifique su ausencia, o por razones de salud. Además, los privilegios, indultos e inmunidades concedidos a dichos Cardenales, contenidos o declarados en nuestra Bula con fecha de coronación (Bula Licat Romani pontificis, 9 de abril de 1513; véase Regesta Leonis X, n.º 14), permanecen en pleno vigor. También hemos decidido que los gastos funerarios de los Cardenales, incluidos todos los gastos, no deben exceder la suma total de 1500 florines, a menos que el acuerdo previo de los albaceas, tras la justa justificación, haya estimado que se debe gastar más. Los ritos funerarios y el luto formal se celebrarán el primer y el noveno día; sin embargo, dentro de la octava, se podrán celebrar Misas como de costumbre.
Por reverencia a la Sede Apostólica, para provecho y honor del Pontífice y de los Cardenales, para que se quite la posibilidad de escándalos que pudieran salir a la luz y haya mayor libertad de votos en el Santo Senado, y para que, como es justo, sea lícito a cada Cardenal decir libremente y sin pena lo que siente ante Dios y su propia conciencia, establecemos que ningún Cardenal revele por escrito, ni de palabra, ni de otro modo, bajo pena de perjuro y desobediente, los votos que se dieron en el Consistorio, ni nada que allí se hizo o se dijo que pudiera resultar en odio, escándalo o prejuicio respecto a alguien, o cuando el silencio sobre cualquier punto más allá de lo precedente haya sido especial y claramente ordenado por Nos o por el Romano Pontífice de entonces. Si alguno obra en contrario, incurre, además de las penas expresadas, en la excomunión inmediata, de la que, salvo peligro inmediato de muerte, sólo puede ser absuelto por Nos o por el Romano Pontífice del tiempo, y con declaración del motivo.
Reformas de la Curia y de otras cosas
Dado que toda generación se inclina al mal desde su juventud, y que su adaptación al bien desde la infancia es fruto del trabajo y el propósito, establecemos y ordenamos que los responsables de las escuelas y quienes enseñan a niños y jóvenes no solo les instruyan en gramática, retórica y materias similares, sino también en materias religiosas, como los Mandamientos de Dios, los Artículos de la Fe, los Himnos y Salmos Sagrados, y las vidas de los Santos. En los días festivos, deben limitarse a enseñar lo referente a la Religión y las buenas costumbres, y están obligados a instruir, animar y obligar a sus alumnos en estas materias en la medida de sus posibilidades. Así pues, asistan a las Iglesias no solo a las Misas, sino también a escuchar las Vísperas y los Oficios Divinos, y fomenten la escucha de Instrucciones y Sermones. No enseñen a sus alumnos nada que sea contrario a las buenas costumbres o que pueda inducir a la falta de reverencia.
Para extinguir la maldición de la blasfemia, que ha aumentado desmesuradamente hasta llegar a un desprecio supremo por el Nombre Divino y por los Santos, dictaminamos y ordenamos que quien maldiga a Dios abierta y públicamente y, con lenguaje insultante y ofensivo, haya blasfemado expresamente contra nuestro Señor Jesucristo o contra la gloriosa Virgen María, su Madre, si ha ocupado un cargo público o jurisdicción, perderá tres meses de emolumentos de dicho cargo por la primera y la segunda ofensa, y si comete la misma falta por tercera vez, será automáticamente destituido de su cargo. Si es Clérigo o Sacerdote, será castigado además de lo siguiente por ser declarado culpable de dicha falta: si blasfema por primera vez, perderá los frutos de los beneficios que haya tenido durante un año; si delinque por segunda vez y es condenado, será destituido de su beneficio si solo tuvo uno, y si tuvo varios, será obligado a perder el que su Ordinario determine. Si es acusado y condenado por tercera vez, se le priva automáticamente de todos los beneficios y dignidades que ostenta, queda incapacitado para seguir teniéndolos, y puede solicitarlos libremente y asignarlos a otros. Un laico que blasfeme, si es noble, será multado con veinticinco ducados; por la segunda ofensa, la multa es de cincuenta ducados, que se aplicarán a la estructura de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles en Roma; por otras ofensas, será castigado como se establece a continuación; sin embargo, por una tercera falta, perderá su condición de noble. Si no tiene rango y es plebeyo, será encarcelado. Si ha sido sorprendido cometiendo blasfemia en público más de dos veces, será obligado a permanecer de pie durante un día entero frente a la entrada de la Iglesia Principal, con una capucha que simboliza su infamia; pero si ha incurrido varias veces en la misma falta, será condenado a prisión perpetua o a galeras, por decisión del juez designado. Sin embargo, en el fuero de conciencia, nadie culpable de blasfemia puede ser absuelto sin una penitencia severa impuesta por decisión de un Confesor estricto. Deseamos que quienes blasfeman contra los demás Santos sean castigados con algo más de levedad, por decisión de un juez que tenga en cuenta a cada individuo.
También decretamos que los jueces seculares que no hayan tomado medidas contra dichos blasfemos convictos ni les hayan impuesto las penas legítimas, en la medida de sus posibilidades, serán sometidos a las mismas penas que si hubieran estado involucrados en dicho delito. Pero quienes hayan ejercido cuidado y severidad en sus exámenes y castigos, ganarán por cada ocasión una indulgencia de diez años y podrán conservar un tercio de la multa impuesta. Cualquier persona que haya oído al blasfemo está obligada a reprenderlo duramente con palabras, si sucediera que esto puede hacerse sin peligro para sí misma, y está obligada a informar de ello o ponerlo en conocimiento de un juez eclesiástico o secular dentro de tres días. Pero si varias personas han oído al mismo tiempo al dicho blasfemo cometer la falta, cada una está obligada a presentar una acusación contra él, a menos que quizás todos estén de acuerdo en que uno realizará la tarea por todos. Instamos y aconsejamos en el Señor a todas las personas mencionadas, en virtud de Santa Obediencia, que ordenen y aseguren, para reverencia y honor del Divino Nombre, que todo lo anterior se guarde y se lleve a cabo con gran exactitud en sus señoríos y tierras. Así, recibirán de Dios mismo una abundante recompensa por tan buena y piadosa acción, y también obtendrán de la Sede Apostólica una indulgencia de diez años y un tercio de la multa con la que se castiga al blasfemo, cuantas veces se hayan tomado la molestia de castigar tal delito. Asimismo, es nuestra voluntad que esta indulgencia y el tercio restante de la multa impuesta se concedan y asignen a la persona que informe el nombre del blasfemo. Además, las demás penas establecidas en los Sagrados Cánones contra tales blasfemos siguen vigentes.
Para que los Clérigos, especialmente, puedan vivir en continencia y castidad según la legislación canónica, establecemos que los infractores sean severamente castigados según lo establecen los Cánones. Si alguien, laico o clérigo, ha sido declarado culpable de un cargo por el cual la ira de Dios recaiga sobre los hijos de la desobediencia, que sea castigado con las penas impuestas respectivamente por los Cánones Sagrados o por la ley civil. Quienes estén involucrados en concubinato, ya sean laicos o Clérigos, serán castigados con las penas de los mismos Cánones. El concubinato no debe ser permitido por la tolerancia de los Superiores, ni como una mala costumbre de un gran número de pecadores, que más bien debería llamarse corrupción, ni bajo ninguna otra excusa; sino que los involucrados sean castigados severamente de acuerdo con el juicio de la ley.
Además, para el buen y pacífico gobierno de las ciudades y de todos los lugares sujetos a la Iglesia Romana, renovamos las constituciones publicadas hace algún tiempo por Giles, el recordado Obispo de Sabina, y ordenamos y mandamos que se mantengan sin alteraciones.
Para que la mancha y la enfermedad abominable de la simonía sean expulsadas para siempre, no solo de la Curia Romana, sino también de todo Gobierno Cristiano, renovamos las Constituciones promulgadas por nuestros predecesores, también en Sagrados Concilios, contra este tipo de simoníacos, y prescribimos que se observen inalteradas. Deseamos que las penas que contienen se consideren claramente enunciadas e incluidas en el presente Documento, y que los infractores sean castigados por nuestra autoridad.
Reformas de la Curia y de otras cosas
Dado que toda generación se inclina al mal desde su juventud, y que su adaptación al bien desde la infancia es fruto del trabajo y el propósito, establecemos y ordenamos que los responsables de las escuelas y quienes enseñan a niños y jóvenes no solo les instruyan en gramática, retórica y materias similares, sino también en materias religiosas, como los Mandamientos de Dios, los Artículos de la Fe, los Himnos y Salmos Sagrados, y las vidas de los Santos. En los días festivos, deben limitarse a enseñar lo referente a la Religión y las buenas costumbres, y están obligados a instruir, animar y obligar a sus alumnos en estas materias en la medida de sus posibilidades. Así pues, asistan a las Iglesias no solo a las Misas, sino también a escuchar las Vísperas y los Oficios Divinos, y fomenten la escucha de Instrucciones y Sermones. No enseñen a sus alumnos nada que sea contrario a las buenas costumbres o que pueda inducir a la falta de reverencia.
Para extinguir la maldición de la blasfemia, que ha aumentado desmesuradamente hasta llegar a un desprecio supremo por el Nombre Divino y por los Santos, dictaminamos y ordenamos que quien maldiga a Dios abierta y públicamente y, con lenguaje insultante y ofensivo, haya blasfemado expresamente contra nuestro Señor Jesucristo o contra la gloriosa Virgen María, su Madre, si ha ocupado un cargo público o jurisdicción, perderá tres meses de emolumentos de dicho cargo por la primera y la segunda ofensa, y si comete la misma falta por tercera vez, será automáticamente destituido de su cargo. Si es Clérigo o Sacerdote, será castigado además de lo siguiente por ser declarado culpable de dicha falta: si blasfema por primera vez, perderá los frutos de los beneficios que haya tenido durante un año; si delinque por segunda vez y es condenado, será destituido de su beneficio si solo tuvo uno, y si tuvo varios, será obligado a perder el que su Ordinario determine. Si es acusado y condenado por tercera vez, se le priva automáticamente de todos los beneficios y dignidades que ostenta, queda incapacitado para seguir teniéndolos, y puede solicitarlos libremente y asignarlos a otros. Un laico que blasfeme, si es noble, será multado con veinticinco ducados; por la segunda ofensa, la multa es de cincuenta ducados, que se aplicarán a la estructura de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles en Roma; por otras ofensas, será castigado como se establece a continuación; sin embargo, por una tercera falta, perderá su condición de noble. Si no tiene rango y es plebeyo, será encarcelado. Si ha sido sorprendido cometiendo blasfemia en público más de dos veces, será obligado a permanecer de pie durante un día entero frente a la entrada de la Iglesia Principal, con una capucha que simboliza su infamia; pero si ha incurrido varias veces en la misma falta, será condenado a prisión perpetua o a galeras, por decisión del juez designado. Sin embargo, en el fuero de conciencia, nadie culpable de blasfemia puede ser absuelto sin una penitencia severa impuesta por decisión de un Confesor estricto. Deseamos que quienes blasfeman contra los demás Santos sean castigados con algo más de levedad, por decisión de un juez que tenga en cuenta a cada individuo.
También decretamos que los jueces seculares que no hayan tomado medidas contra dichos blasfemos convictos ni les hayan impuesto las penas legítimas, en la medida de sus posibilidades, serán sometidos a las mismas penas que si hubieran estado involucrados en dicho delito. Pero quienes hayan ejercido cuidado y severidad en sus exámenes y castigos, ganarán por cada ocasión una indulgencia de diez años y podrán conservar un tercio de la multa impuesta. Cualquier persona que haya oído al blasfemo está obligada a reprenderlo duramente con palabras, si sucediera que esto puede hacerse sin peligro para sí misma, y está obligada a informar de ello o ponerlo en conocimiento de un juez eclesiástico o secular dentro de tres días. Pero si varias personas han oído al mismo tiempo al dicho blasfemo cometer la falta, cada una está obligada a presentar una acusación contra él, a menos que quizás todos estén de acuerdo en que uno realizará la tarea por todos. Instamos y aconsejamos en el Señor a todas las personas mencionadas, en virtud de Santa Obediencia, que ordenen y aseguren, para reverencia y honor del Divino Nombre, que todo lo anterior se guarde y se lleve a cabo con gran exactitud en sus señoríos y tierras. Así, recibirán de Dios mismo una abundante recompensa por tan buena y piadosa acción, y también obtendrán de la Sede Apostólica una indulgencia de diez años y un tercio de la multa con la que se castiga al blasfemo, cuantas veces se hayan tomado la molestia de castigar tal delito. Asimismo, es nuestra voluntad que esta indulgencia y el tercio restante de la multa impuesta se concedan y asignen a la persona que informe el nombre del blasfemo. Además, las demás penas establecidas en los Sagrados Cánones contra tales blasfemos siguen vigentes.
Para que los Clérigos, especialmente, puedan vivir en continencia y castidad según la legislación canónica, establecemos que los infractores sean severamente castigados según lo establecen los Cánones. Si alguien, laico o clérigo, ha sido declarado culpable de un cargo por el cual la ira de Dios recaiga sobre los hijos de la desobediencia, que sea castigado con las penas impuestas respectivamente por los Cánones Sagrados o por la ley civil. Quienes estén involucrados en concubinato, ya sean laicos o Clérigos, serán castigados con las penas de los mismos Cánones. El concubinato no debe ser permitido por la tolerancia de los Superiores, ni como una mala costumbre de un gran número de pecadores, que más bien debería llamarse corrupción, ni bajo ninguna otra excusa; sino que los involucrados sean castigados severamente de acuerdo con el juicio de la ley.
Además, para el buen y pacífico gobierno de las ciudades y de todos los lugares sujetos a la Iglesia Romana, renovamos las constituciones publicadas hace algún tiempo por Giles, el recordado Obispo de Sabina, y ordenamos y mandamos que se mantengan sin alteraciones.
Para que la mancha y la enfermedad abominable de la simonía sean expulsadas para siempre, no solo de la Curia Romana, sino también de todo Gobierno Cristiano, renovamos las Constituciones promulgadas por nuestros predecesores, también en Sagrados Concilios, contra este tipo de simoníacos, y prescribimos que se observen inalteradas. Deseamos que las penas que contienen se consideren claramente enunciadas e incluidas en el presente Documento, y que los infractores sean castigados por nuestra autoridad.
Reglamentamos y ordenamos que quien tenga un beneficio, con o sin cura de almas, si no ha rezado el Oficio Divino después de seis meses desde la fecha de su obtención, y cualquier impedimento legítimo ha cesado, no podrá recibir los ingresos de sus beneficios, a causa de su omisión y del tiempo transcurrido, sino que está obligado a gastarlos, como injustamente recibidos, en la construcción de los beneficios o en limosnas. Si persiste obstinadamente en tal negligencia más allá de dicho plazo, tras haber recibido una advertencia legítima, será privado del beneficio, ya que es por causa del Oficio que se concede. Se entenderá que descuida el Oficio, por lo que puede ser privado de su beneficio, si no lo reza al menos dos veces durante quince días. Sin embargo, además de lo anterior, estará obligado a ofrecer a Dios una explicación por dicha omisión. La pena a los que tengan varios beneficios podrá repetirse cuantas veces se pruebe que obran contra estas obligaciones.
La plena disposición y administración de las rentas de las Iglesias Catedralicias y Metropolitanas, Monasterios y cualesquiera otros beneficios eclesiásticos nos pertenecen exclusivamente a Nos y al Romano Pontífice de la época, y a quienes legal y canónicamente poseen Iglesias, Monasterios y beneficios de este tipo. Los Príncipes seculares no deben en modo alguno interponerse en dichas Iglesias, Monasterios y beneficios, ya que toda la ley divina también lo prohíbe. Por estas razones, dictaminamos y ordenamos que los frutos e ingresos de las Iglesias, Monasterios y beneficios no deben ser secuestrados ni retenidos en modo alguno por ningún gobernante secular, ya sean Emperadores, Reyes, Reinas, Repúblicas u otras potencias, ni por sus funcionarios, ni por jueces, incluso Eclesiásticos, ni por ninguna otra persona pública o privada, que actúe a las órdenes de dichos Emperadores, Reyes, Reinas, Príncipes, Repúblicas o potencias. Quienes poseen tales Iglesias, Monasterios y beneficios no deben ser impedidos —con el pretexto de la restauración de la estructura (a menos que el Romano Pontífice del momento lo autorice expresamente), ni de la limosna ni bajo ningún otro pretexto— de modo que no puedan disponer libremente y sin restricciones, como antes, de los frutos e ingresos. Si ha habido secuestros, incautaciones o retenciones, la restitución de los frutos e ingresos debe hacerse total, libremente, y sin excepción ni demora, a los Prelados a quienes pertenecen por derecho y por ley. Si han sido dispersos y no se encuentran en ninguna parte, es nuestra voluntad, amparada por la pena de excomunión o interdicto eclesiástico que se incurrirá automáticamente sobre las tierras y el dominio del gobernante, que, tras una justa estimación de los mismos, dichos Prelados reciban satisfacción a través de quienes llevaron a cabo dichos secuestros, solicitudes o dispersiones o dieron orden para que se llevaran a cabo y además, que sus bienes y los bienes de aquellos sujetos a ellos, dondequiera que se encuentren, pueden ser confiscados y retenidos si, después de ser advertidos, se niegan a obedecer. Quienes actúen de manera contraria lo hacen bajo pena tanto de las penas mencionadas anteriormente como de la privación de los feudos y privilegios que han obtenido temporalmente de nosotros y de la Iglesia Romana u otras Iglesias, y de las emitidas contra violadores y opresores de las libertades eclesiásticas, incluyendo aquellas en Constituciones extraordinarias y otras, incluso si son desconocidas y tal vez no estén ahora en uso real. Renovamos todas estas penas como se establecen e incluyen aquí, decretamos y declaramos que tienen fuerza perpetua, y ordenamos que la sentencia, el juicio y la interpretación se dicten de acuerdo con ellas por todos los jueces, incluso los Cardenales de la Santa Iglesia R
omana, con todo el poder de juzgar y declarar lo contrario siendo removido de ellos.
Dado que ni la Ley Divina ni la humana conceden a los laicos ningún poder sobre las personas Eclesiásticas, renovamos la Constitución del Papa Bonifacio VIII, nuestro predecesor de feliz memoria, que comienza con Felicis, y la del Papa Clemente V, que comienza con Si quis suadente, así como cualquier otra Ordenanza Apostólica, sea cual sea su forma, a favor de la libertad eclesiástica y contra sus violadores. Además, las sanciones contra quienes se atrevan a hacer tales cosas, contenidas en la bula In coena Domini, permanecerán vigentes. De igual manera, en los Concilios de Letrán y Generales se ha prohibido, bajo pena de excomunión, a Reyes, Príncipes, Duques, Condes, Barones, Repúblicas y cualquier otra autoridad que ejerza control sobre Reinos, Provincias, Ciudades y Territorios, imponer y exigir contribuciones monetarias, diezmos y otros impuestos similares a los Clérigos, Prelados y cualquier otra persona de la Iglesia, o incluso recibirlos de quienes los ofrezcan libremente y den su consentimiento. Quienes, abierta o encubiertamente, presten ayuda, favor o consejo en los asuntos antes mencionados incurren automáticamente en la pena de excomunión inmediata; y los estados, comunidades y universidades que incurran en cualquier falta en este punto estarán, por este mismo hecho, sujetos a interdicto eclesiástico. Asimismo, los Prelados que hayan dado su consentimiento a lo anterior sin el permiso expreso del Romano Pontífice incurren automáticamente en la pena de excomunión y destitución. Por estas razones, decretamos y ordenamos que, de ahora en adelante, quienes intenten tales cosas, incluso si (como se mencionó) cumplen los requisitos, además de las penas mencionadas que renovamos y deseamos que incurran por el mismo hecho de su contravención, serán considerados incapaces de todo acto legal e intestables.
La brujería, mediante encantamientos, adivinaciones, supersticiones e invocación de demonios, está prohibida tanto por las leyes civiles como por las sanciones de los Cánones Sagrados. Decidimos, decretamos y ordenamos que los Clérigos que sean hallados culpables de estas cosas sean marcados con deshonra a juicio de sus Superiores. Si no desisten, serán degradados, obligados a ingresar en un Monasterio por un período que será fijado por voluntad del Superior, y privados de sus beneficios y cargos eclesiásticos. Los laicos, hombres y mujeres, sin embargo, estarán sujetos a la excomunión y a las demás penas del derecho civil y Canónico. Todos los falsos cristianos y aquellos con malos sentimientos hacia la Fe, de cualquier raza o nación, así como los herejes y aquellos manchados con alguna mancha de herejía, o judaizantes, serán totalmente excluidos de la compañía de los fieles de Cristo y expulsados de cualquier cargo, especialmente de la Curia Romana, y castigados con la pena correspondiente. Por estas razones, decidimos que se proceda contra ellos con una investigación cuidadosa en todas partes y particularmente en la dicha Curia, por medio de jueces nombrados por Nos, y que los acusados y justamente convictos por estos delitos sean castigados con penas adecuadas; y deseamos que aquellos que han reincidido sean tratados sin ninguna esperanza de perdón o indulto.
Dado que estas Constituciones y Ordenanzas que ahora establecemos se refieren a la vida, la moral y la disciplina eclesiástica, conviene que nuestros propios funcionarios y los demás, tanto los de la Curia Romana como los de cualquier otra parte, sean modelos y estén sujetos a ellas, y es nuestra voluntad y decisión que se les sujete a su observancia mediante un vínculo inviolable. Para que estas Constituciones no parezcan en ningún momento menoscabar otras censuras y sanciones impuestas por Leyes y Constituciones antiguas contra quienes actúan de otro modo, aunque hayan sido concebidas y promulgadas como un desarrollo, declaramos además que nada en absoluto se ha suprimido del Derecho Común ni de otros Decretos de los Pontífices Romanos por estas Normas y Ordenanzas. De hecho, si alguna parte de ellas ha perdido su vigencia por la perversa corrupción de los tiempos, lugares y personas, o por abuso, o por cualquier otra razón inaprobable, las renovamos y confirmamos aquí y ahora y ordenamos que se observen sin modificación. Decretamos y declaramos que estas Constituciones, bien meditadas, serán vinculantes a partir de dos meses después de su publicación, y prohibimos estrictamente que se presuponga hacer glosas, comentarios o interpretaciones sobre ellas sin permiso especial nuestro o de la Sede Apostólica. Cualquiera que se atreva a oponerse a esto, incurre en la pena de excomunión inmediata por este mismo acto. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
SESIÓN 10: 4 de mayo de 1515
Sobre la reforma de los organismos de crédito (Montes pietatis)
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Debemos dar prioridad en nuestro Oficio Pastoral, entre nuestras muchas preocupaciones, a asegurar que lo sano, loable, conforme a la Fe Cristiana y en armonía con las buenas costumbres no solo se aclare en nuestro tiempo, sino que también se dé a conocer a las generaciones futuras, y que lo que pudiera ser motivo de escándalo sea totalmente cortado, completamente desarraigado y no se le permita extenderse por ningún lado, permitiendo al mismo tiempo que se planten en el campo del Señor y en la viña del Señor de los ejércitos las semillas que puedan alimentar espiritualmente las mentes de los fieles, una vez arrancada la cizaña y cortado el olivo silvestre. De hecho, hemos sabido que entre algunos de nuestros queridos hijos, maestros en Teología y Doctores en Derecho Civil y Canónico, ha resurgido recientemente una controversia particular, no exenta de escándalo e inquietud para la gente común, con respecto al socorro a los pobres mediante préstamos otorgados por las autoridades públicas. Se llaman popularmente organizaciones de crédito y han sido establecidas en muchas ciudades de Italia por los magistrados de las ciudades y por otros cristianos, para ayudar con este tipo de préstamos a la falta de recursos entre los pobres para que no sean absorbidos por la codicia de los usureros. Han sido elogiadas y alentadas por hombres santos, predicadores de la palabra de Dios, y aprobadas y confirmadas también por varios de nuestros predecesores como Papas, en el sentido de que dichas organizaciones de crédito no están en desacuerdo con el Dogma Cristiano, aunque haya controversia y diferentes opiniones sobre la cuestión.
Algunos de estos Maestros y Doctores afirman que las organizaciones de crédito son ilegales. Transcurrido un plazo determinado, afirman, quienes las asocian exigen a los pobres a quienes prestan una cantidad por libra, además del capital. Por esta razón, no pueden evitar el delito de usura o injusticia, es decir, un mal claramente definido, ya que nuestro Señor, según el evangelista Lucas, nos ha obligado con un mandato claro a no esperar ninguna adición al capital al conceder un préstamo. Pues ese es el verdadero significado de la usura: cuando, a partir de su uso, algo que no produce nada se aplica a la obtención de ganancias y beneficios sin trabajo, gasto ni riesgo alguno. Los mismos Maestros y Doctores añaden que en estas organizaciones de crédito no se observa la justicia conmutativa ni la distributiva, aunque los contratos de este tipo, para ser debidamente aprobados, no deben sobrepasar los límites de la justicia. Se esfuerzan por demostrar esto con el argumento de que los gastos de mantenimiento de estas organizaciones, que deberían ser pagados por muchas personas (como dicen), se extraen sólo de los pobres a quienes se hace un préstamo; y al mismo tiempo a algunas otras personas se les da más de sus gastos necesarios y moderados (como parecen implicar), no sin una apariencia de maldad y un estímulo a la mala acción.
Pero muchos otros Maestros y Doctores afirman lo contrario y, tanto por escrito como de palabra, se unen en numerosas escuelas de Italia para defender un beneficio tan grande y tan necesario para el Estado, argumentando que no se busca ni se espera nada del préstamo como tal. Sin embargo, argumentan que, para la compensación de las organizaciones —es decir, para sufragar los gastos de los empleados y de todo lo necesario para el mantenimiento de dichas organizaciones—, pueden legítimamente solicitar y recibir, además del capital, una suma moderada y necesaria de quienes se benefician del préstamo, siempre que no se obtenga ningún beneficio. Esto se debe a la regla de Derecho de que quien se beneficia también debe cubrir la carga, especialmente cuando se añade el apoyo de la Autoridad Apostólica. Señalan que esta opinión fue aprobada por nuestros predecesores de feliz memoria, los Romanos Pontífices Pablo II, Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI y Julio II, así como por Santos y personas devotas de Dios y tenidas en alta estima por su santidad, y ha sido predicada en Sermones acerca de la Verdad Evangélica.
Deseamos tomar las medidas oportunas sobre esta cuestión (de acuerdo con lo que hemos recibido de lo alto). Elogiamos el celo por la justicia mostrado por el primer grupo, que desea evitar que se abra el abismo de la usura, así como el amor a la piedad y la verdad mostrado por el segundo grupo, que desea ayudar a los pobres, y, de hecho, la seriedad de ambas partes. Por lo tanto, dado que toda esta cuestión parece afectar la paz y la tranquilidad de todo el estado Cristiano, declaramos y definimos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que las organizaciones de crédito antes mencionadas, establecidas por los Estados y hasta ahora aprobadas y confirmadas por la autoridad de la Sede Apostólica, no introducen ningún tipo de mal ni incitan al pecado si reciben, además del capital, una suma moderada para sus gastos y a modo de compensación, siempre que se destine exclusivamente a sufragar los gastos de los empleados y de otros gastos relacionados (como se mencionó) con el mantenimiento de las organizaciones, y siempre que no se obtenga ningún beneficio de ello. En realidad, no deben ser condenados de ninguna manera. Más bien, este tipo de préstamo es meritorio y debe ser elogiado y aprobado. Ciertamente no debe considerarse usurario; es lícito predicar la piedad y la misericordia de tales organizaciones al pueblo, incluyendo las indulgencias concedidas para este fin por la Santa Sede Apostólica; y en el futuro, con la aprobación de la Santa Sede Apostólica, se podrán establecer otras organizaciones de crédito similares. Sin embargo, sería mucho más perfecto y santo si dichas organizaciones de crédito fueran completamente gratuitas: es decir, si quienes las establecieran proporcionaran sumas concretas con las que se pagarían, si no todos los gastos, al menos la mitad de los salarios de sus empleados, con el resultado de que la deuda de los pobres se vería así aliviada. Por lo tanto, decretamos que los fieles de Cristo deben ser instados, mediante la concesión de indulgencias sustanciales, a ayudar a los pobres proporcionando las sumas mencionadas para cubrir los gastos de las organizaciones.
Es nuestra voluntad que todas las personas, así Religiosas como Eclesiásticas y seculares, que de ahora en adelante se atrevan a predicar o argumentar de palabra o por escrito lo contrario al sentido de la presente Declaración y Sanción, incurran en la pena de excomunión inmediata, no obstante cualquier género de privilegio, lo dicho anteriormente, las Constituciones y Órdenes de la Sede Apostólica y cualquier otra cosa en contrario.
Bula contra las personas exentas, en la que se incluyen algunos puntos sobre la libertad Eclesiástica y la dignidad Episcopal
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para perpetuidad. Presidiendo el gobierno de la Iglesia universal (si el Señor así lo dispone), nos esforzamos por asegurar las ventajas de los súbditos, conforme a la obligación de nuestro Oficio Pastoral. Para preservar la libertad de la Iglesia, eliminar escándalos, establecer la armonía y fomentar la paz entre los Prelados de las Iglesias y sus súbditos, aplicamos el esfuerzo del cuidado apostólico en la medida en que la experiencia demuestra que el desacuerdo entre tales grupos será perjudicial. Por lo tanto, nos complace regular los indultos y privilegios concedidos a los mismos súbditos tanto por nuestros predecesores como por la Sede Apostólica, a expensas de los Prelados involucrados, de tal manera que no surjan escándalos, ni se proporcione material para fomentar la mala voluntad, ni se aleje a los Eclesiásticos del beneficio de la obediencia, así como de la perseverancia en el servicio divino.
Recientemente, de hecho, ha llegado a nuestros oídos un informe fidedigno de que Canónigos de Iglesias Patriarcales, Metropolitanas, Catedrales y Colegiatas, así como otros Clérigos Seculares, presentan demasiadas pretensiones, lo que genera considerables críticas negativas sobre sí mismos, perjudica a otros con sus pretensiones de exención y libertad obtenidas de la Sede Apostólica, evade las correcciones y regulaciones de los Ordinarios y evita sus tribunales y juicios. Algunos de ellos, con la esperanza de liberarse del castigo por sus desviaciones gracias al privilegio de la exención, no temen cometer delitos que, sin duda, nunca habrían cometido si no creyeran estar protegidos por ella. El resultado es que, debido a la temeridad de quienes confían en obtener la exención del castigo por sus delitos, cometen atropellos en numerosas ocasiones, lo que resulta en una grave difamación contra la Iglesia y graves escándalos, especialmente cuando quienes deben corregirlos y castigarlos no lo hacen. Con el deseo de proporcionar el remedio necesario para que, bajo el pretexto mencionado, sus faltas no queden impunes, dictaminamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que, de ahora en adelante, quienes reciban la corrección y el castigo de las personas exentas por parte de la Sede Apostólica deben cumplir cuidadosamente con estos deberes y cumplir diligentemente con las obligaciones del Oficio que les ha sido confiado. Tan pronto como les sea legalmente evidente que las personas exentas han cometido una falta, deben castigarlas de tal manera que se abstengan de sus actos de arrogancia por temor a una pena y que otros, atemorizados por su ejemplo, se abstengan con razón de cometer faltas similares.
Si son negligentes en este asunto, el Diocesano y otros Ordinarios locales deben advertir a las personas responsables de corregir a los exentos que deben castigar a las personas exentas que hayan cometido faltas y sean culpables, y censurarlas dentro de un plazo adecuado, que será determinado por el juicio de quienes dan la advertencia. La advertencia debe darse en persona (si los recursos y la posición de quien la da lo permiten), o de lo contrario, si no hay un juez claramente reconocido en la región de las personas exentas, deben advertir a quienes consideren responsables de lo anterior mediante un edicto público, que debe fijarse en las puertas de las Catedrales u otras Iglesias donde residan dichos jueces de personas exentas, o si no hay jueces de personas exentas allí, entonces donde las personas exentas hayan cometido las faltas. Si quienes han recibido la advertencia son negligentes en este asunto y no se molestan o se niegan a llevarlo a cabo, entonces, para que puedan ser penalizados por su falta, se les privará de escuchar la investigación durante ese tiempo y, de ahora en adelante, no se les involucrará de ninguna manera en dichas investigaciones. Entonces, el Diocesano y otros Ordinarios locales pueden proceder, bajo nuestra autoridad, ya sea a una investigación o mediante una acusación, excluyendo el uso de tortura, contra dichas personas infractoras y criminales, y podrán interrogar personalmente a los testigos. Se asegurarán de que el proceso mismo —sobre el cual, por razón de la solemnidad de la ley, prohibimos que se alegue o diga nada, excepto por una citación omitida (siempre que la ofensa haya sido correctamente probada en otra parte)— sea celebrado, cerrado y sellado por ellos y enviado rápidamente a la Sede Apostólica, ya sea por ellos mismos o por otro mensajero, para que sea cuidadosamente examinado por la Sede Apostólica, ya sea por el Romano Pontífice o por otra persona a quien este encomiende el asunto. A expensas de las personas exentas infractoras, incluyendo los gastos del propio proceso, gastos que los Ordinarios pueden obligar a pagar a las personas investigadas y acusadas. Y quienes sean hallados culpables, ya sea por ser condenados o por existir pruebas suficientes que justifiquen el recurso a la tortura para extraer la verdad, serán devueltos a los Diocesanos u Ordinarios para que estos puedan proceder legalmente, bajo nuestra autoridad, en la investigación o la acusación y puedan concluir el caso conforme a lo que sea justo.
Los Notarios de la Sede Apostólica, cuyo Oficio, como se sabe, fue instituido por el Papa Clemente I, de feliz memoria, en los inicios de la Iglesia primitiva, con el fin de investigar y registrar las Actas de los Santos, y que han sido elevados al Oficio de Protonotario y visten hábito oficial y roquete, junto con otros funcionarios adscritos a Nos y a dicha Sede, cuando ejercen sus funciones, están exentos de la jurisdicción de los Ordinarios, tanto en asuntos civiles como penales. Sin embargo, los demás Notarios que no vistan el hábito del Protonotariado, a menos que lo hayan adoptado dentro de los tres meses siguientes a la publicación del presente Documento, tanto ellos mismos como otros que sean elevados al Oficio en el futuro y no vistan regularmente el hábito oficial y el roquete, así como otros funcionarios, tanto nuestros como de dicha sede, cuando no ejercen sus funciones, estarán sujetos a la jurisdicción de dichos Diocesanos y Ordinarios en casos civiles y penales que involucren sumas que no excedan de veinticinco ducados de oro del tesoro. Pero en casos civiles que involucren sumas superiores a dicha cantidad, gozarán de plena exención y quedarán totalmente excluidos de la jurisdicción de dichos Diocesanos y Ordinarios. También consideramos digno y apropiado que, entre el personal de los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, solo gocen del privilegio de exención quienes pertenezcan al personal doméstico y colaboren regularmente en su administración, o hayan sido enviados por los mismos Cardenales para atender sus asuntos personales, o quizás se ausenten temporalmente de la Curia Romana para descansar. Pero para otros, incluso cuando estén registrados como personal, el privilegio de ser miembros del personal no les da derecho a estar fuera del control de sus Diocesanos y Ordinarios.
Mediante la Constitución publicada en el Concilio de Viena, que comienza con la palabra “Attendentes”, se otorgaron a los citados Diocesanos plenas facultades para visitar una vez al año los Conventos de Monjas de sus Diócesis, inmediatamente sujetos a la Sede Apostólica. Renovamos esta Constitución y prescribimos y ordenamos que se observe estrictamente, sin perjuicio de las exenciones y privilegios. Por lo anterior, además, los mismos Diocesanos y Ordinarios no se verán perjudicados por los casos en que la jurisdicción sobre personas exentas haya sido otorgada por ley. Más bien, definimos que, de ahora en adelante, las exenciones concedidas temporalmente sin causa razonable y sin citación de los implicados carecen de validez.
Dado que el Orden Eclesiástico se confunde si no se preserva la jurisdicción de cada persona, establecemos y ordenamos, en un esfuerzo por apoyar la jurisdicción de los Ordinarios (en la medida en que Dios nos lo permita), para imponer con mayor rapidez el fin de los litigios y limitar los gastos excesivos de los litigantes, que los casos individuales, espirituales, civiles y mixtos, que involucren de algún modo un Foro Eclesiástico y que estén relacionados con beneficios —siempre que los beneficios reales no hayan estado bajo reserva general y que los ingresos, rentas y productos de los beneficios individuales no superen en valor, según el cómputo común, veinticuatro ducados de oro del tesoro—, se examinen y resuelvan en primera instancia fuera de la Curia Romana y ante los Ordinarios locales. Por lo tanto, nadie podrá apelar antes de una sentencia definitiva, ni se admitirá en modo alguno una apelación (si se presenta), excepto contra una sentencia interlocutoria que tenga fuerza de sentencia definitiva, o mediante una queja que no afecte en modo alguno al asunto principal. Pues, no se puede obtener reparación de una sentencia definitiva mediante una apelación, a menos que uno de los litigantes no se atreva a ir a juicio ante el ordinario debido a un temor genuino al poder de su adversario, o por alguna otra razón aceptable y honorable que deba probarse al menos parcialmente de otra manera que no sea mediante su juramento personal. En estos casos excepcionales, la apelación puede iniciarse, investigarse y concluirse en la Curia Romana, incluso en primera instancia. En otros casos, las apelaciones y las comisiones de estos y otros pleitos similares, y todo lo que se derive de ellos, en adelante no tendrán fuerza ni valor. Los jueces y conservadores nombrados por la Sede Apostólica, si no son graduados en Derecho Civil o Canónico, están obligados, a solicitud de las partes interesadas o de una de ellas, a tomar un asesor que no esté bajo sospecha con las partes y a juzgar el caso según su informe.
Hemos sabido, por numerosos y frecuentes informes, que muchas Iglesias y los Obispos que las presiden, a ambos lados de los Alpes, están siendo preocupados y perturbados en sus jurisdicciones, derechos y señoríos por Escuderos, Príncipes y Nobles. Estos, bajo el pretexto de un Derecho de Patronato que pretenden tener en Beneficios Eclesiásticos, sin el apoyo de ningún Privilegio Apostólico, ni de Colaciones o Cartas de los Ordinarios, ni siquiera de ninguna pretensión de título, presumen de conferir beneficios no solo a Clérigos sino también a laicos; de castigar a su antojo a Sacerdotes y Clérigos que incurren en falta; de sustraer, hurtar y usurpar arbitrariamente, ya sea directamente o por orden de otros, los diezmos de todo aquello que están obligados por ley a pagar, así como los diezmos pertenecientes a las Catedrales y otras cosas que pertenecen a la ley y jurisdicción diocesanas y son de exclusiva competencia de los Obispos; prohibir que dichos diezmos y cualesquiera frutos sean sacados de sus ciudades, tierras y territorios; apoderarse y retener injustamente feudos, posesiones y tierras; inducir y obligar, por amenazas, terror y otros medios indirectos, a que se les concedan feudos y bienes de Iglesias y a que se confieran Beneficios Eclesiásticos a personas designadas por ellos; y no sólo permitir sino incluso ordenar expresamente que se inflijan muchas otras pérdidas, daños y perjuicios a los citados Clérigos e Iglesias y a sus Prelados.
Consideramos, entonces, que no se ha concedido ningún poder a los laicos sobre Clérigos y Eclesiásticos, ni sobre propiedades pertenecientes a la Iglesia, y que es correcto y justo que se dicten leyes contra quienes se niegan a observar esto. También consideramos cuánto tales acciones restan, con resultados desastrosos que deben ser condenados, no solo del honor nuestro y de la Sede Apostólica, sino también de la condición pacífica y próspera de los Eclesiásticos. Deseamos también abstenernos de actos irreflexivos de temeridad, no tanto por nuevas penas como por un renovado temor a las existentes que deban aplicarse, a aquellos a quienes las recompensas de las virtudes no inducen a observar las leyes. Por lo tanto, renovamos todas y cada una de las Constituciones hasta ahora emitidas con respecto al pago de diezmos; contra los violadores y usurpadores de Iglesias; contra los incendiarios y saqueadores de campos; contra aquellos que se apoderan y retienen a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, a nuestros Venerables Hermanos Obispos y a otras personas de la Iglesia, tanto Seculares como Regulares, y se apoderan ilegalmente de cualquier manera de su jurisdicción y derechos, o los perturban o molestan en el ejercicio de su jurisdicción, o los obligan presuntuosamente a conferir Beneficios Eclesiásticos a personas nombradas por ellos, o a disponer de ellos de alguna otra manera a su elección arbitraria, o a conceder o vender de otra manera feudos y bienes de la Iglesia en tenencia perpetua; contra hacer regulaciones en conflicto con la libertad eclesiástica; contra proporcionar ayuda, consejo y apoyo para las prácticas anteriores. Puesto que estos actos no sólo se oponen a la ley, sino que también son en el más alto grado insultantes y contrarios a la libertad eclesiástica, Nos, para poder dar cuenta honesta a Dios del Oficio a Nos confiado, instamos encarecidamente en el Señor, con sentimientos y consejos paternales, al Emperador, a los Reyes, Príncipes, Duques, Marqueses, Condes, Barones y otros de cualquier otra nobleza, preeminencia, soberanía, poder, excelencia o dignidad que puedan ser, y les mandamos en virtud de Santa Obediencia, que observen las Constituciones anteriores y las hagan observar inviolablemente por sus súbditos, no obstante cualesquiera costumbres en contrario, si quieren evitar el desagrado divino y la reacción adecuada de la Sede Apostólica. Decretamos que los nombramientos hechos en la forma arriba mencionada para dichos beneficios son nulos y los que hacen uso de ellos quedan incapaces de obtener otros beneficios eclesiásticos hasta que hayan sido dispensados en la materia por la Sede Apostólica.
También hemos estado reflexionando cuidadosamente que, después de la ascensión de Cristo al Cielo, los Apóstoles asignaron Obispos a cada Ciudad y Diócesis, y la Santa Iglesia Romana se estableció en todo el mundo invitando a estos mismos Obispos a un papel de responsabilidad y compartiendo gradualmente las cargas por medio de Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos; y que también ha sido establecido por los Sagrados Cánones que los Concilios Provinciales y los Sínodos Episcopales deben ser establecidos por tales personas para la corrección de la moral, la solución y limitación de las controversias y la observancia de los Mandamientos de Dios, a fin de que las corrupciones puedan ser corregidas y los que descuidan hacer estas cosas puedan ser sujetos a penalidades canónicas. En nuestro deseo de que estos Cánones se observen fielmente, ya que es justo que nos interese lo que concierne al estado Cristiano, imponemos una estricta obligación a dichos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos, para que puedan rendir a Dios una digna cuenta del Oficio que les ha sido confiado, de que ordenen que los Cánones, Concilios y Sínodos se observen inviolablemente, sin perjuicio de ningún privilegio. Además, ordenamos que, de ahora en adelante, se celebre un Concilio Provincial cada tres años, y decretamos que incluso las personas exentas deben asistir a él, sin perjuicio de cualquier privilegio o costumbre en contrario. Quienes sean negligentes en estos asuntos deben saber que incurrirán en las sanciones contenidas en los mismos Cánones.
Para preservar el respeto a la Dignidad Papal, la Constitución promulgada en el Concilio de Viena, que comienza con la frase “In plerisque”, determinó que ninguna persona, especialmente ningún Religioso, podrá ser asignada a las Iglesias Catedralicias que carezcan de bienes temporales, sin los cuales las cosas espirituales no pueden subsistir a largo plazo, y que carezcan tanto de Clérigos como de fieles. Renovamos esta Constitución y ordenamos que se observe inviolablemente, a menos que, por justa razón, se determine lo contrario en nuestro Consistorio Secreto.
Decretamos que cualquier intento contra lo anterior, o cualquier parte de él, es nulo y sin valor, no obstante cualquier Constitución o privilegio en contrario. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
Sobre la impresión de libros
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para la eternidad. Entre las inquietudes que pesan sobre nuestros hombros, volvemos con constante pensamiento a cómo podemos devolver al camino de la verdad a quienes se extravían y ganarlos para Dios (por su gracia que obra en nosotros). Esto es lo que verdaderamente buscamos con afán; a esto dirigimos incansablemente los deseos de nuestra mente; y sobre esto velamos con ansiosa seriedad.
Ciertamente es posible adquirir sin dificultad algún conocimiento leyendo libros. La técnica de la impresión de libros se ha inventado, o mejor dicho, mejorado y perfeccionado, con la ayuda de Dios, particularmente en nuestros tiempos. Sin duda, ha traído muchos beneficios a hombres y mujeres, ya que, con poco gasto, es posible poseer una gran cantidad de libros. Estos permiten que las mentes se dediquen con gran facilidad a los estudios académicos. Así, puede surgir fácilmente, especialmente entre los Católicos, hombres competentes en todo tipo de idiomas; y deseamos ver en la Iglesia Romana, en abundancia, hombres de este tipo capaces de instruir incluso a los incrédulos en los Santos Mandamientos y de reunirlos para su salvación en el cuerpo de los fieles mediante la enseñanza de la Fe Cristiana.
Sin embargo, han llegado a nuestros oídos y a los de la Sede Apostólica quejas de muchas personas. De hecho, algunos impresores tienen la osadía de imprimir y vender al público, en diferentes partes del mundo, libros —algunos traducidos al latín del griego, hebreo, árabe y caldeo, así como otros publicados directamente en latín o en una lengua vernácula— que contienen errores contrarios a la Fe, así como opiniones perniciosas contrarias a la Religión Cristiana y a la reputación de personas prominentes. Los lectores no se instruyen. De hecho, caen en graves errores, no solo en el ámbito de la Fe, sino también en el de la vida y la moral. Esto ha dado lugar a menudo a diversos escándalos, como lo demuestra la experiencia, y existe el temor diario de que se desarrollen escándalos aún mayores.
Por eso, para evitar que lo que ha sido un descubrimiento saludable para la gloria de Dios, el avance de la Fe y la propagación de buenas habilidades se malgaste con fines contrarios y se convierta en un obstáculo para la salvación de los Cristianos, hemos juzgado que debemos tener cuidado con la impresión de libros, precisamente para que no crezcan espinas con la buena semilla ni se mezclen venenos con medicinas. Es nuestro deseo proporcionar un remedio adecuado para este peligro, con la aprobación de este Sagrado Concilio, para que la actividad de la impresión de libros avance con mayor satisfacción cuanto más se emplee en el futuro, con mayor celo y prudencia, y con una supervisión más atenta. Por lo tanto, establecemos y ordenamos que de ahora en adelante, para todo el tiempo futuro, nadie se atreva a imprimir o hacer imprimir ningún libro u otro escrito de cualquier tipo en Roma o en cualesquiera otras Ciudades y Diócesis, sin que primero el libro o los escritos hayan sido examinados cuidadosamente, en Roma por nuestro Vicario y el Maestro del Sagrado Palacio, en otras Ciudades y Diócesis por el Obispo o alguna otra persona que sepa sobre la impresión de libros y escritos de este tipo y que haya sido delegada a este Oficio por el Obispo en cuestión, y también por el Inquisidor de herejía de la Ciudad o Diócesis donde dicha impresión se llevará a cabo, y a menos que los libros o escritos hayan sido aprobados por una orden firmada de su propia mano, que debe darse, bajo pena de excomunión, libremente y sin demora.
Además de la incautación y la quema pública de los libros impresos, el pago de cien ducados a la obra de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles en Roma, sin esperanza de alivio, y la suspensión durante un año de la posibilidad de dedicarse a la impresión, se impondrá a quien presuma de actuar de otra manera la pena de excomunión. Finalmente, si la contumacia del infractor aumenta, será castigado con todas las sanciones de la ley, por su Obispo o por nuestro Vicario, de tal manera que otros no tengan ningún incentivo para intentar seguir su ejemplo. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Sobre la fijación de una fecha para quienes reconocen la Sanción Pragmática
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Entre otros asuntos que se tratarán en este Sagrado Concilio, deseamos especialmente dar a conocer y proclamar lo que debe decidirse y anunciarse respecto a la sanción llamada “Pragmática”, emitida por varios líderes de la nación francesa, tanto Clérigos como laicos, así como nobles y otros que los apoyan. Esto se hace de acuerdo con los deseos de nuestro predecesor, el Papa Julio II, de feliz memoria, quien convocó este Concilio. Los Prelados, demás Clérigos y los laicos antes mencionados han sido citados en varias ocasiones para comparecer ante nuestro predecesor, Julio, y ante nosotros; y su obstinación ha sido a menudo alegada o objeto de acusaciones en dicho Concilio. Posteriormente, se alegó en nombre de los Prelados, Clérigos y laicos, incluyendo nobles, y sus partidarios, legítimamente convocados (como se acaba de mencionar) para este propósito, que no existía ninguna ruta que les permitiera viajar con seguridad al mencionado Concilio. Para que no puedan alegar esta excusa, hemos tomado medidas para que se les conceda y transmita un salvoconducto completo por parte de los genoveses, a través de cuyo territorio pueden viajar con seguridad a la Curia Romana, para que puedan presentar las opiniones que deseen en defensa de esta Sanción Pragmática.
Dado que ni la Ley Divina ni la humana conceden a los laicos ningún poder sobre las personas Eclesiásticas, renovamos la Constitución del Papa Bonifacio VIII, nuestro predecesor de feliz memoria, que comienza con Felicis, y la del Papa Clemente V, que comienza con Si quis suadente, así como cualquier otra Ordenanza Apostólica, sea cual sea su forma, a favor de la libertad eclesiástica y contra sus violadores. Además, las sanciones contra quienes se atrevan a hacer tales cosas, contenidas en la bula In coena Domini, permanecerán vigentes. De igual manera, en los Concilios de Letrán y Generales se ha prohibido, bajo pena de excomunión, a Reyes, Príncipes, Duques, Condes, Barones, Repúblicas y cualquier otra autoridad que ejerza control sobre Reinos, Provincias, Ciudades y Territorios, imponer y exigir contribuciones monetarias, diezmos y otros impuestos similares a los Clérigos, Prelados y cualquier otra persona de la Iglesia, o incluso recibirlos de quienes los ofrezcan libremente y den su consentimiento. Quienes, abierta o encubiertamente, presten ayuda, favor o consejo en los asuntos antes mencionados incurren automáticamente en la pena de excomunión inmediata; y los estados, comunidades y universidades que incurran en cualquier falta en este punto estarán, por este mismo hecho, sujetos a interdicto eclesiástico. Asimismo, los Prelados que hayan dado su consentimiento a lo anterior sin el permiso expreso del Romano Pontífice incurren automáticamente en la pena de excomunión y destitución. Por estas razones, decretamos y ordenamos que, de ahora en adelante, quienes intenten tales cosas, incluso si (como se mencionó) cumplen los requisitos, además de las penas mencionadas que renovamos y deseamos que incurran por el mismo hecho de su contravención, serán considerados incapaces de todo acto legal e intestables.
La brujería, mediante encantamientos, adivinaciones, supersticiones e invocación de demonios, está prohibida tanto por las leyes civiles como por las sanciones de los Cánones Sagrados. Decidimos, decretamos y ordenamos que los Clérigos que sean hallados culpables de estas cosas sean marcados con deshonra a juicio de sus Superiores. Si no desisten, serán degradados, obligados a ingresar en un Monasterio por un período que será fijado por voluntad del Superior, y privados de sus beneficios y cargos eclesiásticos. Los laicos, hombres y mujeres, sin embargo, estarán sujetos a la excomunión y a las demás penas del derecho civil y Canónico. Todos los falsos cristianos y aquellos con malos sentimientos hacia la Fe, de cualquier raza o nación, así como los herejes y aquellos manchados con alguna mancha de herejía, o judaizantes, serán totalmente excluidos de la compañía de los fieles de Cristo y expulsados de cualquier cargo, especialmente de la Curia Romana, y castigados con la pena correspondiente. Por estas razones, decidimos que se proceda contra ellos con una investigación cuidadosa en todas partes y particularmente en la dicha Curia, por medio de jueces nombrados por Nos, y que los acusados y justamente convictos por estos delitos sean castigados con penas adecuadas; y deseamos que aquellos que han reincidido sean tratados sin ninguna esperanza de perdón o indulto.
Dado que estas Constituciones y Ordenanzas que ahora establecemos se refieren a la vida, la moral y la disciplina eclesiástica, conviene que nuestros propios funcionarios y los demás, tanto los de la Curia Romana como los de cualquier otra parte, sean modelos y estén sujetos a ellas, y es nuestra voluntad y decisión que se les sujete a su observancia mediante un vínculo inviolable. Para que estas Constituciones no parezcan en ningún momento menoscabar otras censuras y sanciones impuestas por Leyes y Constituciones antiguas contra quienes actúan de otro modo, aunque hayan sido concebidas y promulgadas como un desarrollo, declaramos además que nada en absoluto se ha suprimido del Derecho Común ni de otros Decretos de los Pontífices Romanos por estas Normas y Ordenanzas. De hecho, si alguna parte de ellas ha perdido su vigencia por la perversa corrupción de los tiempos, lugares y personas, o por abuso, o por cualquier otra razón inaprobable, las renovamos y confirmamos aquí y ahora y ordenamos que se observen sin modificación. Decretamos y declaramos que estas Constituciones, bien meditadas, serán vinculantes a partir de dos meses después de su publicación, y prohibimos estrictamente que se presuponga hacer glosas, comentarios o interpretaciones sobre ellas sin permiso especial nuestro o de la Sede Apostólica. Cualquiera que se atreva a oponerse a esto, incurre en la pena de excomunión inmediata por este mismo acto. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
SESIÓN 10: 4 de mayo de 1515
Sobre la reforma de los organismos de crédito (Montes pietatis)
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Debemos dar prioridad en nuestro Oficio Pastoral, entre nuestras muchas preocupaciones, a asegurar que lo sano, loable, conforme a la Fe Cristiana y en armonía con las buenas costumbres no solo se aclare en nuestro tiempo, sino que también se dé a conocer a las generaciones futuras, y que lo que pudiera ser motivo de escándalo sea totalmente cortado, completamente desarraigado y no se le permita extenderse por ningún lado, permitiendo al mismo tiempo que se planten en el campo del Señor y en la viña del Señor de los ejércitos las semillas que puedan alimentar espiritualmente las mentes de los fieles, una vez arrancada la cizaña y cortado el olivo silvestre. De hecho, hemos sabido que entre algunos de nuestros queridos hijos, maestros en Teología y Doctores en Derecho Civil y Canónico, ha resurgido recientemente una controversia particular, no exenta de escándalo e inquietud para la gente común, con respecto al socorro a los pobres mediante préstamos otorgados por las autoridades públicas. Se llaman popularmente organizaciones de crédito y han sido establecidas en muchas ciudades de Italia por los magistrados de las ciudades y por otros cristianos, para ayudar con este tipo de préstamos a la falta de recursos entre los pobres para que no sean absorbidos por la codicia de los usureros. Han sido elogiadas y alentadas por hombres santos, predicadores de la palabra de Dios, y aprobadas y confirmadas también por varios de nuestros predecesores como Papas, en el sentido de que dichas organizaciones de crédito no están en desacuerdo con el Dogma Cristiano, aunque haya controversia y diferentes opiniones sobre la cuestión.
Algunos de estos Maestros y Doctores afirman que las organizaciones de crédito son ilegales. Transcurrido un plazo determinado, afirman, quienes las asocian exigen a los pobres a quienes prestan una cantidad por libra, además del capital. Por esta razón, no pueden evitar el delito de usura o injusticia, es decir, un mal claramente definido, ya que nuestro Señor, según el evangelista Lucas, nos ha obligado con un mandato claro a no esperar ninguna adición al capital al conceder un préstamo. Pues ese es el verdadero significado de la usura: cuando, a partir de su uso, algo que no produce nada se aplica a la obtención de ganancias y beneficios sin trabajo, gasto ni riesgo alguno. Los mismos Maestros y Doctores añaden que en estas organizaciones de crédito no se observa la justicia conmutativa ni la distributiva, aunque los contratos de este tipo, para ser debidamente aprobados, no deben sobrepasar los límites de la justicia. Se esfuerzan por demostrar esto con el argumento de que los gastos de mantenimiento de estas organizaciones, que deberían ser pagados por muchas personas (como dicen), se extraen sólo de los pobres a quienes se hace un préstamo; y al mismo tiempo a algunas otras personas se les da más de sus gastos necesarios y moderados (como parecen implicar), no sin una apariencia de maldad y un estímulo a la mala acción.
Pero muchos otros Maestros y Doctores afirman lo contrario y, tanto por escrito como de palabra, se unen en numerosas escuelas de Italia para defender un beneficio tan grande y tan necesario para el Estado, argumentando que no se busca ni se espera nada del préstamo como tal. Sin embargo, argumentan que, para la compensación de las organizaciones —es decir, para sufragar los gastos de los empleados y de todo lo necesario para el mantenimiento de dichas organizaciones—, pueden legítimamente solicitar y recibir, además del capital, una suma moderada y necesaria de quienes se benefician del préstamo, siempre que no se obtenga ningún beneficio. Esto se debe a la regla de Derecho de que quien se beneficia también debe cubrir la carga, especialmente cuando se añade el apoyo de la Autoridad Apostólica. Señalan que esta opinión fue aprobada por nuestros predecesores de feliz memoria, los Romanos Pontífices Pablo II, Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI y Julio II, así como por Santos y personas devotas de Dios y tenidas en alta estima por su santidad, y ha sido predicada en Sermones acerca de la Verdad Evangélica.
Deseamos tomar las medidas oportunas sobre esta cuestión (de acuerdo con lo que hemos recibido de lo alto). Elogiamos el celo por la justicia mostrado por el primer grupo, que desea evitar que se abra el abismo de la usura, así como el amor a la piedad y la verdad mostrado por el segundo grupo, que desea ayudar a los pobres, y, de hecho, la seriedad de ambas partes. Por lo tanto, dado que toda esta cuestión parece afectar la paz y la tranquilidad de todo el estado Cristiano, declaramos y definimos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que las organizaciones de crédito antes mencionadas, establecidas por los Estados y hasta ahora aprobadas y confirmadas por la autoridad de la Sede Apostólica, no introducen ningún tipo de mal ni incitan al pecado si reciben, además del capital, una suma moderada para sus gastos y a modo de compensación, siempre que se destine exclusivamente a sufragar los gastos de los empleados y de otros gastos relacionados (como se mencionó) con el mantenimiento de las organizaciones, y siempre que no se obtenga ningún beneficio de ello. En realidad, no deben ser condenados de ninguna manera. Más bien, este tipo de préstamo es meritorio y debe ser elogiado y aprobado. Ciertamente no debe considerarse usurario; es lícito predicar la piedad y la misericordia de tales organizaciones al pueblo, incluyendo las indulgencias concedidas para este fin por la Santa Sede Apostólica; y en el futuro, con la aprobación de la Santa Sede Apostólica, se podrán establecer otras organizaciones de crédito similares. Sin embargo, sería mucho más perfecto y santo si dichas organizaciones de crédito fueran completamente gratuitas: es decir, si quienes las establecieran proporcionaran sumas concretas con las que se pagarían, si no todos los gastos, al menos la mitad de los salarios de sus empleados, con el resultado de que la deuda de los pobres se vería así aliviada. Por lo tanto, decretamos que los fieles de Cristo deben ser instados, mediante la concesión de indulgencias sustanciales, a ayudar a los pobres proporcionando las sumas mencionadas para cubrir los gastos de las organizaciones.
Es nuestra voluntad que todas las personas, así Religiosas como Eclesiásticas y seculares, que de ahora en adelante se atrevan a predicar o argumentar de palabra o por escrito lo contrario al sentido de la presente Declaración y Sanción, incurran en la pena de excomunión inmediata, no obstante cualquier género de privilegio, lo dicho anteriormente, las Constituciones y Órdenes de la Sede Apostólica y cualquier otra cosa en contrario.
Bula contra las personas exentas, en la que se incluyen algunos puntos sobre la libertad Eclesiástica y la dignidad Episcopal
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para perpetuidad. Presidiendo el gobierno de la Iglesia universal (si el Señor así lo dispone), nos esforzamos por asegurar las ventajas de los súbditos, conforme a la obligación de nuestro Oficio Pastoral. Para preservar la libertad de la Iglesia, eliminar escándalos, establecer la armonía y fomentar la paz entre los Prelados de las Iglesias y sus súbditos, aplicamos el esfuerzo del cuidado apostólico en la medida en que la experiencia demuestra que el desacuerdo entre tales grupos será perjudicial. Por lo tanto, nos complace regular los indultos y privilegios concedidos a los mismos súbditos tanto por nuestros predecesores como por la Sede Apostólica, a expensas de los Prelados involucrados, de tal manera que no surjan escándalos, ni se proporcione material para fomentar la mala voluntad, ni se aleje a los Eclesiásticos del beneficio de la obediencia, así como de la perseverancia en el servicio divino.
Recientemente, de hecho, ha llegado a nuestros oídos un informe fidedigno de que Canónigos de Iglesias Patriarcales, Metropolitanas, Catedrales y Colegiatas, así como otros Clérigos Seculares, presentan demasiadas pretensiones, lo que genera considerables críticas negativas sobre sí mismos, perjudica a otros con sus pretensiones de exención y libertad obtenidas de la Sede Apostólica, evade las correcciones y regulaciones de los Ordinarios y evita sus tribunales y juicios. Algunos de ellos, con la esperanza de liberarse del castigo por sus desviaciones gracias al privilegio de la exención, no temen cometer delitos que, sin duda, nunca habrían cometido si no creyeran estar protegidos por ella. El resultado es que, debido a la temeridad de quienes confían en obtener la exención del castigo por sus delitos, cometen atropellos en numerosas ocasiones, lo que resulta en una grave difamación contra la Iglesia y graves escándalos, especialmente cuando quienes deben corregirlos y castigarlos no lo hacen. Con el deseo de proporcionar el remedio necesario para que, bajo el pretexto mencionado, sus faltas no queden impunes, dictaminamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que, de ahora en adelante, quienes reciban la corrección y el castigo de las personas exentas por parte de la Sede Apostólica deben cumplir cuidadosamente con estos deberes y cumplir diligentemente con las obligaciones del Oficio que les ha sido confiado. Tan pronto como les sea legalmente evidente que las personas exentas han cometido una falta, deben castigarlas de tal manera que se abstengan de sus actos de arrogancia por temor a una pena y que otros, atemorizados por su ejemplo, se abstengan con razón de cometer faltas similares.
Si son negligentes en este asunto, el Diocesano y otros Ordinarios locales deben advertir a las personas responsables de corregir a los exentos que deben castigar a las personas exentas que hayan cometido faltas y sean culpables, y censurarlas dentro de un plazo adecuado, que será determinado por el juicio de quienes dan la advertencia. La advertencia debe darse en persona (si los recursos y la posición de quien la da lo permiten), o de lo contrario, si no hay un juez claramente reconocido en la región de las personas exentas, deben advertir a quienes consideren responsables de lo anterior mediante un edicto público, que debe fijarse en las puertas de las Catedrales u otras Iglesias donde residan dichos jueces de personas exentas, o si no hay jueces de personas exentas allí, entonces donde las personas exentas hayan cometido las faltas. Si quienes han recibido la advertencia son negligentes en este asunto y no se molestan o se niegan a llevarlo a cabo, entonces, para que puedan ser penalizados por su falta, se les privará de escuchar la investigación durante ese tiempo y, de ahora en adelante, no se les involucrará de ninguna manera en dichas investigaciones. Entonces, el Diocesano y otros Ordinarios locales pueden proceder, bajo nuestra autoridad, ya sea a una investigación o mediante una acusación, excluyendo el uso de tortura, contra dichas personas infractoras y criminales, y podrán interrogar personalmente a los testigos. Se asegurarán de que el proceso mismo —sobre el cual, por razón de la solemnidad de la ley, prohibimos que se alegue o diga nada, excepto por una citación omitida (siempre que la ofensa haya sido correctamente probada en otra parte)— sea celebrado, cerrado y sellado por ellos y enviado rápidamente a la Sede Apostólica, ya sea por ellos mismos o por otro mensajero, para que sea cuidadosamente examinado por la Sede Apostólica, ya sea por el Romano Pontífice o por otra persona a quien este encomiende el asunto. A expensas de las personas exentas infractoras, incluyendo los gastos del propio proceso, gastos que los Ordinarios pueden obligar a pagar a las personas investigadas y acusadas. Y quienes sean hallados culpables, ya sea por ser condenados o por existir pruebas suficientes que justifiquen el recurso a la tortura para extraer la verdad, serán devueltos a los Diocesanos u Ordinarios para que estos puedan proceder legalmente, bajo nuestra autoridad, en la investigación o la acusación y puedan concluir el caso conforme a lo que sea justo.
Los Notarios de la Sede Apostólica, cuyo Oficio, como se sabe, fue instituido por el Papa Clemente I, de feliz memoria, en los inicios de la Iglesia primitiva, con el fin de investigar y registrar las Actas de los Santos, y que han sido elevados al Oficio de Protonotario y visten hábito oficial y roquete, junto con otros funcionarios adscritos a Nos y a dicha Sede, cuando ejercen sus funciones, están exentos de la jurisdicción de los Ordinarios, tanto en asuntos civiles como penales. Sin embargo, los demás Notarios que no vistan el hábito del Protonotariado, a menos que lo hayan adoptado dentro de los tres meses siguientes a la publicación del presente Documento, tanto ellos mismos como otros que sean elevados al Oficio en el futuro y no vistan regularmente el hábito oficial y el roquete, así como otros funcionarios, tanto nuestros como de dicha sede, cuando no ejercen sus funciones, estarán sujetos a la jurisdicción de dichos Diocesanos y Ordinarios en casos civiles y penales que involucren sumas que no excedan de veinticinco ducados de oro del tesoro. Pero en casos civiles que involucren sumas superiores a dicha cantidad, gozarán de plena exención y quedarán totalmente excluidos de la jurisdicción de dichos Diocesanos y Ordinarios. También consideramos digno y apropiado que, entre el personal de los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, solo gocen del privilegio de exención quienes pertenezcan al personal doméstico y colaboren regularmente en su administración, o hayan sido enviados por los mismos Cardenales para atender sus asuntos personales, o quizás se ausenten temporalmente de la Curia Romana para descansar. Pero para otros, incluso cuando estén registrados como personal, el privilegio de ser miembros del personal no les da derecho a estar fuera del control de sus Diocesanos y Ordinarios.
Mediante la Constitución publicada en el Concilio de Viena, que comienza con la palabra “Attendentes”, se otorgaron a los citados Diocesanos plenas facultades para visitar una vez al año los Conventos de Monjas de sus Diócesis, inmediatamente sujetos a la Sede Apostólica. Renovamos esta Constitución y prescribimos y ordenamos que se observe estrictamente, sin perjuicio de las exenciones y privilegios. Por lo anterior, además, los mismos Diocesanos y Ordinarios no se verán perjudicados por los casos en que la jurisdicción sobre personas exentas haya sido otorgada por ley. Más bien, definimos que, de ahora en adelante, las exenciones concedidas temporalmente sin causa razonable y sin citación de los implicados carecen de validez.
Dado que el Orden Eclesiástico se confunde si no se preserva la jurisdicción de cada persona, establecemos y ordenamos, en un esfuerzo por apoyar la jurisdicción de los Ordinarios (en la medida en que Dios nos lo permita), para imponer con mayor rapidez el fin de los litigios y limitar los gastos excesivos de los litigantes, que los casos individuales, espirituales, civiles y mixtos, que involucren de algún modo un Foro Eclesiástico y que estén relacionados con beneficios —siempre que los beneficios reales no hayan estado bajo reserva general y que los ingresos, rentas y productos de los beneficios individuales no superen en valor, según el cómputo común, veinticuatro ducados de oro del tesoro—, se examinen y resuelvan en primera instancia fuera de la Curia Romana y ante los Ordinarios locales. Por lo tanto, nadie podrá apelar antes de una sentencia definitiva, ni se admitirá en modo alguno una apelación (si se presenta), excepto contra una sentencia interlocutoria que tenga fuerza de sentencia definitiva, o mediante una queja que no afecte en modo alguno al asunto principal. Pues, no se puede obtener reparación de una sentencia definitiva mediante una apelación, a menos que uno de los litigantes no se atreva a ir a juicio ante el ordinario debido a un temor genuino al poder de su adversario, o por alguna otra razón aceptable y honorable que deba probarse al menos parcialmente de otra manera que no sea mediante su juramento personal. En estos casos excepcionales, la apelación puede iniciarse, investigarse y concluirse en la Curia Romana, incluso en primera instancia. En otros casos, las apelaciones y las comisiones de estos y otros pleitos similares, y todo lo que se derive de ellos, en adelante no tendrán fuerza ni valor. Los jueces y conservadores nombrados por la Sede Apostólica, si no son graduados en Derecho Civil o Canónico, están obligados, a solicitud de las partes interesadas o de una de ellas, a tomar un asesor que no esté bajo sospecha con las partes y a juzgar el caso según su informe.
Hemos sabido, por numerosos y frecuentes informes, que muchas Iglesias y los Obispos que las presiden, a ambos lados de los Alpes, están siendo preocupados y perturbados en sus jurisdicciones, derechos y señoríos por Escuderos, Príncipes y Nobles. Estos, bajo el pretexto de un Derecho de Patronato que pretenden tener en Beneficios Eclesiásticos, sin el apoyo de ningún Privilegio Apostólico, ni de Colaciones o Cartas de los Ordinarios, ni siquiera de ninguna pretensión de título, presumen de conferir beneficios no solo a Clérigos sino también a laicos; de castigar a su antojo a Sacerdotes y Clérigos que incurren en falta; de sustraer, hurtar y usurpar arbitrariamente, ya sea directamente o por orden de otros, los diezmos de todo aquello que están obligados por ley a pagar, así como los diezmos pertenecientes a las Catedrales y otras cosas que pertenecen a la ley y jurisdicción diocesanas y son de exclusiva competencia de los Obispos; prohibir que dichos diezmos y cualesquiera frutos sean sacados de sus ciudades, tierras y territorios; apoderarse y retener injustamente feudos, posesiones y tierras; inducir y obligar, por amenazas, terror y otros medios indirectos, a que se les concedan feudos y bienes de Iglesias y a que se confieran Beneficios Eclesiásticos a personas designadas por ellos; y no sólo permitir sino incluso ordenar expresamente que se inflijan muchas otras pérdidas, daños y perjuicios a los citados Clérigos e Iglesias y a sus Prelados.
Consideramos, entonces, que no se ha concedido ningún poder a los laicos sobre Clérigos y Eclesiásticos, ni sobre propiedades pertenecientes a la Iglesia, y que es correcto y justo que se dicten leyes contra quienes se niegan a observar esto. También consideramos cuánto tales acciones restan, con resultados desastrosos que deben ser condenados, no solo del honor nuestro y de la Sede Apostólica, sino también de la condición pacífica y próspera de los Eclesiásticos. Deseamos también abstenernos de actos irreflexivos de temeridad, no tanto por nuevas penas como por un renovado temor a las existentes que deban aplicarse, a aquellos a quienes las recompensas de las virtudes no inducen a observar las leyes. Por lo tanto, renovamos todas y cada una de las Constituciones hasta ahora emitidas con respecto al pago de diezmos; contra los violadores y usurpadores de Iglesias; contra los incendiarios y saqueadores de campos; contra aquellos que se apoderan y retienen a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, a nuestros Venerables Hermanos Obispos y a otras personas de la Iglesia, tanto Seculares como Regulares, y se apoderan ilegalmente de cualquier manera de su jurisdicción y derechos, o los perturban o molestan en el ejercicio de su jurisdicción, o los obligan presuntuosamente a conferir Beneficios Eclesiásticos a personas nombradas por ellos, o a disponer de ellos de alguna otra manera a su elección arbitraria, o a conceder o vender de otra manera feudos y bienes de la Iglesia en tenencia perpetua; contra hacer regulaciones en conflicto con la libertad eclesiástica; contra proporcionar ayuda, consejo y apoyo para las prácticas anteriores. Puesto que estos actos no sólo se oponen a la ley, sino que también son en el más alto grado insultantes y contrarios a la libertad eclesiástica, Nos, para poder dar cuenta honesta a Dios del Oficio a Nos confiado, instamos encarecidamente en el Señor, con sentimientos y consejos paternales, al Emperador, a los Reyes, Príncipes, Duques, Marqueses, Condes, Barones y otros de cualquier otra nobleza, preeminencia, soberanía, poder, excelencia o dignidad que puedan ser, y les mandamos en virtud de Santa Obediencia, que observen las Constituciones anteriores y las hagan observar inviolablemente por sus súbditos, no obstante cualesquiera costumbres en contrario, si quieren evitar el desagrado divino y la reacción adecuada de la Sede Apostólica. Decretamos que los nombramientos hechos en la forma arriba mencionada para dichos beneficios son nulos y los que hacen uso de ellos quedan incapaces de obtener otros beneficios eclesiásticos hasta que hayan sido dispensados en la materia por la Sede Apostólica.
También hemos estado reflexionando cuidadosamente que, después de la ascensión de Cristo al Cielo, los Apóstoles asignaron Obispos a cada Ciudad y Diócesis, y la Santa Iglesia Romana se estableció en todo el mundo invitando a estos mismos Obispos a un papel de responsabilidad y compartiendo gradualmente las cargas por medio de Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos; y que también ha sido establecido por los Sagrados Cánones que los Concilios Provinciales y los Sínodos Episcopales deben ser establecidos por tales personas para la corrección de la moral, la solución y limitación de las controversias y la observancia de los Mandamientos de Dios, a fin de que las corrupciones puedan ser corregidas y los que descuidan hacer estas cosas puedan ser sujetos a penalidades canónicas. En nuestro deseo de que estos Cánones se observen fielmente, ya que es justo que nos interese lo que concierne al estado Cristiano, imponemos una estricta obligación a dichos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos, para que puedan rendir a Dios una digna cuenta del Oficio que les ha sido confiado, de que ordenen que los Cánones, Concilios y Sínodos se observen inviolablemente, sin perjuicio de ningún privilegio. Además, ordenamos que, de ahora en adelante, se celebre un Concilio Provincial cada tres años, y decretamos que incluso las personas exentas deben asistir a él, sin perjuicio de cualquier privilegio o costumbre en contrario. Quienes sean negligentes en estos asuntos deben saber que incurrirán en las sanciones contenidas en los mismos Cánones.
Para preservar el respeto a la Dignidad Papal, la Constitución promulgada en el Concilio de Viena, que comienza con la frase “In plerisque”, determinó que ninguna persona, especialmente ningún Religioso, podrá ser asignada a las Iglesias Catedralicias que carezcan de bienes temporales, sin los cuales las cosas espirituales no pueden subsistir a largo plazo, y que carezcan tanto de Clérigos como de fieles. Renovamos esta Constitución y ordenamos que se observe inviolablemente, a menos que, por justa razón, se determine lo contrario en nuestro Consistorio Secreto.
Decretamos que cualquier intento contra lo anterior, o cualquier parte de él, es nulo y sin valor, no obstante cualquier Constitución o privilegio en contrario. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
Sobre la impresión de libros
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para la eternidad. Entre las inquietudes que pesan sobre nuestros hombros, volvemos con constante pensamiento a cómo podemos devolver al camino de la verdad a quienes se extravían y ganarlos para Dios (por su gracia que obra en nosotros). Esto es lo que verdaderamente buscamos con afán; a esto dirigimos incansablemente los deseos de nuestra mente; y sobre esto velamos con ansiosa seriedad.
Ciertamente es posible adquirir sin dificultad algún conocimiento leyendo libros. La técnica de la impresión de libros se ha inventado, o mejor dicho, mejorado y perfeccionado, con la ayuda de Dios, particularmente en nuestros tiempos. Sin duda, ha traído muchos beneficios a hombres y mujeres, ya que, con poco gasto, es posible poseer una gran cantidad de libros. Estos permiten que las mentes se dediquen con gran facilidad a los estudios académicos. Así, puede surgir fácilmente, especialmente entre los Católicos, hombres competentes en todo tipo de idiomas; y deseamos ver en la Iglesia Romana, en abundancia, hombres de este tipo capaces de instruir incluso a los incrédulos en los Santos Mandamientos y de reunirlos para su salvación en el cuerpo de los fieles mediante la enseñanza de la Fe Cristiana.
Sin embargo, han llegado a nuestros oídos y a los de la Sede Apostólica quejas de muchas personas. De hecho, algunos impresores tienen la osadía de imprimir y vender al público, en diferentes partes del mundo, libros —algunos traducidos al latín del griego, hebreo, árabe y caldeo, así como otros publicados directamente en latín o en una lengua vernácula— que contienen errores contrarios a la Fe, así como opiniones perniciosas contrarias a la Religión Cristiana y a la reputación de personas prominentes. Los lectores no se instruyen. De hecho, caen en graves errores, no solo en el ámbito de la Fe, sino también en el de la vida y la moral. Esto ha dado lugar a menudo a diversos escándalos, como lo demuestra la experiencia, y existe el temor diario de que se desarrollen escándalos aún mayores.
Por eso, para evitar que lo que ha sido un descubrimiento saludable para la gloria de Dios, el avance de la Fe y la propagación de buenas habilidades se malgaste con fines contrarios y se convierta en un obstáculo para la salvación de los Cristianos, hemos juzgado que debemos tener cuidado con la impresión de libros, precisamente para que no crezcan espinas con la buena semilla ni se mezclen venenos con medicinas. Es nuestro deseo proporcionar un remedio adecuado para este peligro, con la aprobación de este Sagrado Concilio, para que la actividad de la impresión de libros avance con mayor satisfacción cuanto más se emplee en el futuro, con mayor celo y prudencia, y con una supervisión más atenta. Por lo tanto, establecemos y ordenamos que de ahora en adelante, para todo el tiempo futuro, nadie se atreva a imprimir o hacer imprimir ningún libro u otro escrito de cualquier tipo en Roma o en cualesquiera otras Ciudades y Diócesis, sin que primero el libro o los escritos hayan sido examinados cuidadosamente, en Roma por nuestro Vicario y el Maestro del Sagrado Palacio, en otras Ciudades y Diócesis por el Obispo o alguna otra persona que sepa sobre la impresión de libros y escritos de este tipo y que haya sido delegada a este Oficio por el Obispo en cuestión, y también por el Inquisidor de herejía de la Ciudad o Diócesis donde dicha impresión se llevará a cabo, y a menos que los libros o escritos hayan sido aprobados por una orden firmada de su propia mano, que debe darse, bajo pena de excomunión, libremente y sin demora.
Además de la incautación y la quema pública de los libros impresos, el pago de cien ducados a la obra de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles en Roma, sin esperanza de alivio, y la suspensión durante un año de la posibilidad de dedicarse a la impresión, se impondrá a quien presuma de actuar de otra manera la pena de excomunión. Finalmente, si la contumacia del infractor aumenta, será castigado con todas las sanciones de la ley, por su Obispo o por nuestro Vicario, de tal manera que otros no tengan ningún incentivo para intentar seguir su ejemplo. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Sobre la fijación de una fecha para quienes reconocen la Sanción Pragmática
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Entre otros asuntos que se tratarán en este Sagrado Concilio, deseamos especialmente dar a conocer y proclamar lo que debe decidirse y anunciarse respecto a la sanción llamada “Pragmática”, emitida por varios líderes de la nación francesa, tanto Clérigos como laicos, así como nobles y otros que los apoyan. Esto se hace de acuerdo con los deseos de nuestro predecesor, el Papa Julio II, de feliz memoria, quien convocó este Concilio. Los Prelados, demás Clérigos y los laicos antes mencionados han sido citados en varias ocasiones para comparecer ante nuestro predecesor, Julio, y ante nosotros; y su obstinación ha sido a menudo alegada o objeto de acusaciones en dicho Concilio. Posteriormente, se alegó en nombre de los Prelados, Clérigos y laicos, incluyendo nobles, y sus partidarios, legítimamente convocados (como se acaba de mencionar) para este propósito, que no existía ninguna ruta que les permitiera viajar con seguridad al mencionado Concilio. Para que no puedan alegar esta excusa, hemos tomado medidas para que se les conceda y transmita un salvoconducto completo por parte de los genoveses, a través de cuyo territorio pueden viajar con seguridad a la Curia Romana, para que puedan presentar las opiniones que deseen en defensa de esta Sanción Pragmática.
Para evitar que puedan alegar algún otro punto en contra de lo establecido y alegar una legítima ignorancia, y para que su obstinación sea vencida, una vez más, con la aprobación del Sagrado Concilio, notificamos y advertimos, respecto a una fecha límite definitiva, al Clero y a los laicos, incluyendo Nobles, Prelados y sus partidarios, y a los Colegios de Clérigos y seculares, que deben reunirse legalmente (dejando de lado toda excusa y acción dilatoria) antes del 1 de octubre próximo. Extendemos la fecha límite, por las razones antes mencionadas y para eliminar toda excusa, hasta el 1 de octubre, mediante un aplazamiento definitivo; y la concedemos y asignamos de nuevo. Sin embargo, una vez vencido el plazo, los procedimientos continuarán en la siguiente sesión para tratar otros asuntos y concluir dicho asunto, incluso mediante una sentencia definitiva, a pesar de su obstinación y negativa a comparecer. Convocamos esta próxima undécima sesión para estos y muchos otros asuntos útiles. Con la aprobación del Sagrado Concilio, para el 14 de diciembre, después de la siguiente festividad de Santa Lucía. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
SESIÓN 11: 19 de diciembre de 1516
Sobre cómo predicar
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Bajo la protección de la Suprema Majestad, cuya inefable providencia guía las cosas en el Cielo y en la tierra, al ejercer la función de vigilantes sobre el rebaño del Señor que nos ha sido encomendado, en la medida en que esto se conceda a nuestra debilidad, reflexionamos profundamente que, entre muchos otros asuntos importantes, la predicación también es nuestra preocupación. La predicación es de suma importancia, muy necesaria y de gran efecto y utilidad en la Iglesia, siempre que se ejerza correctamente, por genuina caridad hacia Dios y el prójimo, y según los preceptos y ejemplos de los Santos Padres, quienes contribuyeron enormemente a la Iglesia al profesar públicamente tales cosas en la época del establecimiento y propagación de la Fe. Pues nuestro Redentor primero hizo y enseñó, y por su mandato y ejemplo, el colegio de los doce Apóstoles —los Cielos proclamando por igual la gloria del Dios Verdadero por toda la tierra— sacó de la oscuridad a toda la raza humana, que estaba atada por la antigua esclavitud bajo el yugo del pecado, y la guio a la luz de la salvación eterna. Los Apóstoles y luego sus sucesores propagaron por todas partes y arraigaron profundamente la Palabra misma por toda la tierra y hasta los confines del mundo. Por lo tanto, quienes ahora llevan esta carga deben recordar y reflexionar con frecuencia que ellos, a su vez, con respecto a este Oficio de predicación, están entrando y manteniendo esa sucesión del Autor y Fundador de este Oficio, Jesucristo nuestro Santísimo Redentor, de Pedro y Pablo, y de los demás Apóstoles y Discípulos del Señor.
Hemos sabido de fuentes fidedignas que algunos predicadores de nuestros tiempos (lo registramos con pesar) no se dan cuenta de que están desempeñando el Oficio de quienes hemos nombrado, de los Santos Doctores de la Iglesia y de otros que profesan la Sagrada Teología, quienes, siempre al lado de los Cristianos y confrontando a los falsos profetas que se esfuerzan por subvertir la Fe, han demostrado que la Iglesia militante permanece intacta por su propia naturaleza; y que deben adoptar solo lo que quienes acuden a sus Sermones encuentren útil, mediante la reflexión y la aplicación práctica, para erradicar vicios, elogiar virtudes y salvar las almas de los fieles. Según informes fiables, predican muchas y diversas cosas contrarias a las enseñanzas y ejemplos que hemos mencionado, a veces con escándalo para el pueblo. Este hecho influye profundamente en nuestra actitud cuando reflexionamos en que estos predicadores, desatentos a su deber, se esfuerzan en sus sermones no por el beneficio de los oyentes, sino por su propia ostentación. Adulan los oídos ociosos de algunas personas que parecen haber alcanzado ya un estado que haría realidad las palabras del Apóstol a Timoteo: “Porque viene un tiempo en que la gente no soportará la sana enseñanza, sino que, con comezón de oídos, acumulará maestros a su gusto, se apartará de la verdad y se adentrará en mitos”. Estos predicadores no intentan en absoluto reconducir las mentes engañadas y vacías de tales personas al camino del bien y la verdad. De hecho, las envuelven en errores aún mayores. Sin ninguna reverencia por el testimonio del Derecho Canónico, de hecho, en contra de las censuras canónicas, distorsionando el sentido de las Escrituras en muchos lugares, a menudo dándoles interpretaciones precipitadas y falsas, predican lo falso; amenazan, describen y afirman estar presentes, sin ningún respaldo en pruebas legítimas y siguiendo simplemente su propia interpretación privada, con diversos terrores, amenazas y muchos otros males, que dicen que están a punto de llegar y que ya están creciendo; muy a menudo introducen en sus Congregaciones ciertas ideas fútiles e inútiles y otros asuntos de esta naturaleza y, lo que es más terrible, se atreven a afirmar que poseen esta información procedente de la luz de la eternidad y por la guía y gracia del Espíritu Santo.
Cuando estos predicadores difunden esta mezcla de fraude y error, respaldada por el falso testimonio de supuestos milagros, las Congregaciones a las que deberían instruir cuidadosamente en el mensaje del Evangelio y mantener y preservar en la verdadera Fe, se apartan, mediante sus Sermones, de las Enseñanzas y los Mandamientos de la Iglesia universal. Al apartarse de las Enseñanzas Sagradas Oficiales, que deben seguir con esmero, separan y alejan de la salvación a quienes los escuchan. Pues, como resultado de estas y otras actividades similares, las personas menos educadas, al estar más expuestas al engaño, son fácilmente inducidas a múltiples errores, al desviarse del camino de la salvación y de la obediencia a la Iglesia Romana. Gregorio, por lo tanto, quien se destacó en esta tarea, movido por el calor de su caridad, dio una enérgica exhortación y advertencia a los predicadores para que, al momento de hablar, se acercaran al pueblo con prudencia y cautela, no sea que, arrastrados por el entusiasmo de su oratoria, enreden los corazones de sus oyentes con errores verbales como si fueran sogas, y aunque quizás quieran parecer sabios, en su engaño desgarran neciamente los nervios de la virtud esperada. Pues, el significado de las palabras a menudo se pierde cuando los corazones del público se ven heridos por formas de discurso demasiado urgentes y descuidadas.
De hecho, de ninguna otra manera estos predicadores causan mayor daño y escándalo a los menos instruidos que cuando predican sobre lo que debería callarse o cuando introducen error enseñando lo falso e inútil. Dado que se sabe que tales cosas son totalmente opuestas a esta Religión Santa y Divinamente Instituida, por ser novedosas y ajenas a ella, es justo que sean examinadas seria y cuidadosamente, para que no causen escándalo al pueblo cristiano ni ruina para las almas de sus autores y de otros. Por lo tanto, deseamos, de acuerdo con la palabra del Profeta, quien hace que la armonía more en la casa, restaurar esa uniformidad que ha perdido valor y preservar la que permanece, en la medida de lo posible con la ayuda de Dios, en la Santa Iglesia de Dios, que por divina providencia presidimos y que es verdaderamente una, predica y adora a un solo Dios y profesa firme y sinceramente una sola Fe. Deseamos que quienes predican la Palabra de Dios al pueblo sean tales que la Iglesia de Dios no sufra escándalo por su predicación. Si son susceptibles de corrección, que se abstengan en el futuro de estos asuntos en los que se han aventurado recientemente. Pues es evidente que, además de los puntos que hemos mencionado, varios de ellos ya no predican el camino del Señor con virtud ni exponen el Evangelio, como es su deber, sino que inventan milagros, profecías nuevas y falsas y otras frivolidades que apenas se distinguen de los cuentos de viejas. Tales cosas dan lugar a un gran escándalo, ya que no se tiene en cuenta la devoción y la autoridad, ni sus condenas y rechazos. Hay quienes intentan impresionar y ganar apoyo vociferando por doquier, sin perdonar ni siquiera a los honrados con rango Pontificio ni a otros Prelados de la Iglesia, a quienes deberían mostrar más bien honor y reverencia. Atacan sus personas y su estado de vida, con valentía e indiscriminadamente, y cometen otros actos de este tipo. Nuestro objetivo es que un mal tan peligroso y contagioso y una enfermedad tan mortal sea completamente erradicada y que sus consecuencias sean barridas de tal manera que no quede ni siquiera su recuerdo.
Decretamos y ordenamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que nadie —ya sea Clérigo Secular, miembro de alguna de las Órdenes Mendicantes o con derecho a predicar por ley, costumbre, privilegio o cualquier otra razón— pueda ser admitido a ejercer este Oficio sin haber sido previamente examinado con la debida diligencia por su Superior, responsabilidad que depositamos en su conciencia, y sin que sea considerado apto e idóneo para la tarea por su conducta recta, edad, doctrina, honestidad, prudencia y vida ejemplar. Dondequiera que vaya a predicar, deberá garantizar al Obispo y a los demás Ordinarios locales su examen y competencia, mediante las Cartas originales u otras Cartas de la persona que lo examinó y aprobó. Ordenamos a todos los que emprenden esta tarea de predicar, o la emprenderán posteriormente, que prediquen y expongan la verdad del Evangelio y las Sagradas Escrituras de acuerdo con la exposición, interpretación y comentarios que la Iglesia o la costumbre han aprobado y aceptado para la Enseñanza hasta ahora, y aceptarán en el futuro, sin ninguna adición contraria a su verdadero significado o en conflicto con él. Siempre deben insistir en los significados que están en armonía con las palabras de las Sagradas Escrituras y con las interpretaciones, correcta y sabiamente entendidas, de los Doctores mencionados anteriormente. De ninguna manera deben presumir de predicar o declarar un tiempo fijo para males futuros, la venida del anticristo o el día preciso del juicio; porque la Verdad dice que no nos corresponde a nosotros conocer los tiempos o las épocas que el Padre ha fijado por su propia autoridad. Que se sepa que quienes hasta ahora se han atrevido a declarar tales cosas son mentirosos, y que debido a ellos no poca autoridad se les ha quitado a quienes predican la verdad.
Imponemos una restricción a todos y cada uno de los Clérigos, Seculares, Regulares y otros, de cualquier estatus, rango u orden, que asuman esta tarea. En sus Sermones públicos, no deben predecir constantemente acontecimientos futuros basándose en las Sagradas Escrituras, ni presumir de conocerlos por el Espíritu Santo o por la Revelación Divina, ni que las predicciones extrañas y vacías sean asuntos que deban afirmarse firmemente o sostenerse de alguna otra manera. Más bien, por mandato de la palabra divina, expongan y proclamen el Evangelio a toda criatura, rechazando los vicios y elogiando las virtudes. Fomentando en todas partes la paz y el amor mutuo, tan recomendados por nuestro Redentor, no rasguen la vestidura sin costura de Cristo y se abstengan de cualquier detracción escandalosa de Obispos, Prelados y otros Superiores, y de su estado de vida. Sin embargo, a éstos los reprenden y los hieren delante de la gente en general, incluidos los laicos, no sólo de manera descuidada y extravagante, sino también mediante una reprensión abierta y sencilla, y a veces mencionando los nombres de los malhechores.
Finalmente, decretamos que la Constitución del Papa Clemente, de feliz memoria, que comienza Religiosi, que renovamos y aprobamos mediante el presente Decreto, debe ser observada por los predicadores sin modificaciones, para que, predicando en estos términos para beneficio del pueblo y ganándolo para el Señor, merezcan obtener intereses sobre el talento recibido de Él y obtener su gracia y gloria. Pero si el Señor revela a algunos de ellos, por inspiración, algunos acontecimientos futuros en la Iglesia de Dios, como promete por medio del Profeta Amós y como dice el Apóstol Pablo, el principal de los predicadores: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis la profecía”, no deseamos que se les incluya entre los otros narradores y mentirosos, ni que se les impida hacerlo de ninguna otra manera. Pues, como atestigua Ambrosio, la gracia del Espíritu mismo se extingue si el fervor de quienes comienzan a hablar se acalla por la contradicción. En ese caso, sin duda se comete un agravio contra el Espíritu Santo. El asunto es importante, pues no se debe dar crédito fácilmente a cualquier espíritu y, como afirma el Apóstol, los espíritus deben ser examinados para ver si provienen de Dios. Por lo tanto, es nuestra voluntad que, a partir de ahora, por derecho consuetudinario, las supuestas inspiraciones de este tipo, antes de ser publicadas o predicadas al pueblo, se consideren reservadas para el examen de la Sede Apostólica. Si es imposible hacerlo sin peligro de demora, o si alguna necesidad apremiante sugiere otra acción, entonces, manteniendo el mismo arreglo, se notificará al Ordinario del lugar para que, tras convocar a tres o cuatro hombres conocedores y serios y examinar cuidadosamente el asunto con ellos, puedan conceder el permiso si lo consideran apropiado. Dejamos la responsabilidad de esta decisión en sus conciencias.
Si alguna persona se atreve a llevar a cabo algo contrario a lo anterior, es nuestra voluntad que, además de los castigos establecidos por la ley contra dicha persona, incurra en la pena de excomunión, de la cual, salvo en caso de muerte inminente, solo podrá ser absuelta por el Romano Pontífice. Para que otros no se vean impulsados por su ejemplo a intentar actos similares, decretamos que el Oficio de predicar le queda prohibido para siempre; no obstante las Constituciones, Ordenanzas, Privilegios, Indultos y Cartas Apostólicas para las Órdenes Religiosas y las personas mencionadas, incluidas las mencionadas en el Mare magnum, incluso si por casualidad han sido aprobadas, renovadas o incluso otorgadas de nuevo por Nosotros, ninguna de las cuales en este asunto deseamos apoyar en ningún punto a su favor. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Bula que contiene los acuerdos entre el Papa y el cristianísimo Rey de Francia, sobre la Pragmática
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. De acuerdo con la dispensación de la divina misericordia por la que reinan los Reyes y gobiernan los Príncipes, establecidos como estamos, a pesar de nuestra falta de méritos, en la alta atalaya del apostolado y puestos al frente de naciones y reinos, reflexionamos sobre cómo se puede dar vigencia y efecto permanentes a lo que se ha concedido, llevado a cabo, establecido, ordenado, decretado y realizado por nuestra loable y prudente disposición, en unión con nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, para el sano y pacífico gobierno de los reinos y para la paz y la justicia de los pueblos, especialmente respecto a los Gobernantes que son dignos de la Fe Católica, el estado Cristiano y la Sede Apostólica. Sin embargo, a veces renovamos nuestra aprobación a tales cosas, con la aprobación del Sagrado Concilio, para que estas persistan con mayor firmeza en un estado intacto cuanto más a menudo sean fortalecidas por nuestra autoridad, así como por la protección de un Concilio General. Nos esmeramos en la preservación de tales cosas para que los Reyes y los pueblos de los reinos en cuestión, llenos de alegría en el Señor por tales concesiones, privilegios, estatutos y reglamentos, puedan descansar juntos en la dulzura de la paz, la tranquilidad y el deleite, y perseveren con más fervor en su acostumbrada devoción a la misma Sede.
Recientemente, para que la Iglesia, nuestra Esposa, se mantuviera en Santa Unión y los fieles de Cristo pudieran usar los Sagrados Cánones emitidos por los Pontífices Romanos y los Concilios Generales, ordenamos y decretamos, con el consejo y consentimiento unánime de nuestros Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, ciertas Constituciones que se habían tratado con nuestro amadísimo hijo en Cristo, Francisco, cristianísimo Rey de Francia, mientras estábamos en Bolonia con nuestra Curia, y que debían sustituir a la Sanción Pragmática y sus contenidos, en aras de la paz y la armonía en el Reino de Francia y para el bien común y público del Reino. Estas Constituciones fueron cuidadosamente examinadas por nuestros Hermanos, consensuadas con el Rey por consejo de ellos y aceptadas por un legítimo Procurador Real. Su contenido se encuentra con bastante detalle en nuestra Carta que sigue: Primitiva illa ecclesia... {Msi 32, 948-963, Raccolta di concordati su materie ecclesiastiche tra la Santa Sede e le autorita civili, editado por A. Mercati. I Rome. 1954. 233-25}
La Carta se ha publicado principalmente para que la caridad continua y la paz inquebrantable perduren en el cuerpo místico, la Iglesia, y para que cualquier miembro disidente pueda reincorporarse al cuerpo de forma conveniente. La Carta se observará mejor cuanto más claramente se establezca que ha sido aprobada y renovada por Nos, tras una madura y sana consideración, con la aprobación del mencionado Concilio de Letrán. Si bien no se requiere otra aprobación para la validez y realidad de la misma Carta, sin embargo, para proporcionar una mayor garantía de que su observancia sea más firme y su abolición más difícil, se le dará mayor fuerza con la aprobación de tantos Padres. Por lo tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio de Letrán, por Autoridad Apostólica y plenitud de poder, aprobamos y renovamos, y ordenamos que se observe y mantenga en su totalidad e inalterada, dicha Carta, junto con todos y cada uno de los Estatutos, Ordenanzas, Decretos, Explicaciones, Acuerdos, Pactos, Promesas, Deseos, Sanciones, Restricciones y Cláusulas que contiene. especialmente la Cláusula por la cual fue nuestra voluntad que si el dicho Rey de Francia no aprueba y ratifica la Carta antes mencionada, y todo y cada cosa contenida en ella, dentro de seis meses a partir de la fecha de esta Carta presente, y no dispone que el contenido sea leído, publicado, jurado y registrado, como todas las demás Constituciones reales en su Reino y en todos los demás lugares y señoríos de dicho Reino, para todo el tiempo futuro sin límite, por todos los Prelados y otras personas Eclesiásticas y tribunales de parlamentos, y si no nos transmite, dentro de dichos seis meses, Cartas patentes o Documentos escritos auténticos sobre todos y cada uno de los asuntos antes mencionados sobre la aceptación, lectura, publicación, juramento y registro a que se refiere, o no los entrega a nuestro Nuncio adjunto al Rey, para que él nos los transmita, y no dispone posteriormente que la Carta sea leída cada año y efectivamente observada sin alteraciones exactamente como deben observarse otras Constituciones y Ordenanzas vinculantes del Rey de Francia, entonces la Carta misma y todas las consecuencias de ella son nulas y sin valor ni fuerza.
Decretamos y declaramos que la vigencia de la Carta solo continúa en caso de dicha ratificación y aprobación, y no de otra manera, y que todos los incluidos en la misma, en cuanto a la observancia de la Carta misma y de todo lo que en ella se establece, están obligados por las censuras, penalizaciones y demás disposiciones contenidas en ella, de acuerdo con el sentido y la forma de la misma. Esto, sin perjuicio de las Constituciones y Ordenanzas Apostólicas, de todo aquello a lo que no quisimos oponernos en la misma, ni de ninguna otra disposición contraria. Que nadie, si alguien...
Sobre la derogación de la Sanción Pragmática
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. El Padre Eterno, que jamás abandonará a su rebaño hasta el fin de los tiempos, amó tanto la obediencia, como atestigua el Apóstol, que para expiar el pecado de desobediencia del primer padre, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte. Además, cuando estaba a punto de partir del mundo hacia el Padre, estableció a Pedro y a sus sucesores como sus propios representantes sobre la firmeza de una roca. Es necesario obedecerlos, como atestigua el libro de los Reyes, de modo que quien no obedece, incurre en muerte. Como leemos en otro lugar, quien abandona la enseñanza del Romano Pontífice no puede estar dentro de la Iglesia; pues, según la autoridad de Agustín y Gregorio, solo la obediencia es la madre y protectora de todas las virtudes, y solo ella posee la recompensa de la Fe. Por lo tanto, según la enseñanza del mismo Pedro, debemos ser cuidadosos para que lo que nuestros predecesores, los Romanos Pontífices, introdujeron oportunamente y con sólidas razones, especialmente en los Sagrados Concilios, para la defensa de esta clase de obediencia, de la autoridad y la libertad eclesiásticas, y de la Sede Apostólica, sea debidamente aplicado con nuestro esfuerzo, devoción y diligencia, y llevado a la conclusión deseada. Las almas de los sencillos, de quienes tendremos que rendir cuentas a Dios, serán liberadas de los engaños y asechanzas del príncipe de las tinieblas. De hecho, nuestro predecesor, de feliz memoria, el Papa Julio II, convocó el Sagrado Concilio de Letrán por razones legítimas, que entonces se aclararon, por consejo y con el consentimiento de sus Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, entre los que nos contábamos entonces. Junto con el mismo Sagrado Concilio de Letrán, reflexionó sobre el hecho de que la corrupción del reino de Francia en Bourges, llamada la Sanción Pragmática, había sido fuerte en el pasado y aún se mantenía vigorosa, resultando en un gran peligro y escándalo para las almas, y en una pérdida y menosprecio del respeto por la Sede Apostólica. Por lo tanto, encomendó la discusión de la Sanción Pragmática a Cardenales específicamente designados y a los Prelados de cierta congregación.
Aunque la sanción antes mencionada claramente debía estar sujeta a nulidad por muchos motivos, y apoyaba y preservaba un cisma abierto, y por lo tanto podía haber sido declarada esencialmente sin efecto, nula e inválida, sin necesidad de ninguna citación formal precedente, sin embargo, por un gran sentido de precaución, nuestro mismo predecesor Julio, mediante un Edicto público -que debía fijarse en las puertas de las Iglesias de Milán, Asti y Pavía, ya que entonces no había un acceso seguro a Francia-, advirtió y convocó a los Prelados de Francia, a los Capítulos de las Iglesias y Monasterios, a los Parlamentos y a los laicos que los apoyaban y hacían uso de dicha sanción, y a todos y cada uno de los demás que pensaban que había alguna ventaja para ellos en lo anterior, individual o colectivamente, para que comparecieran ante él y ante dicho Concilio dentro de un período fijo, que entonces se estableció claramente, y declararan las razones por las cuales la mencionada sanción y su efecto corruptor y abusivo en asuntos relacionados con la autoridad de la Iglesia Romana y los Cánones Sagrados, y en la violación de la libertad eclesiástica no debe ser declarada nula e inválida. Durante la vida de nuestro predecesor Julio, diversos obstáculos hicieron imposible ejecutar la Citación o debatir a fondo el asunto de la abrogación, como había sido su intención. Sin embargo, tras su muerte, la Citación, en plena forma legal, fue presentada de nuevo por el Promotor del Sagrado Concilio, el Procurador Fiscal. Quienes fueron citados y no se presentaron fueron acusados de obstinación y se solicitó que se llevara el asunto a otro nivel. En aquel momento, nosotros, que hemos sido llevados a la cima del Apostolado por el favor de la divina misericordia, tras considerar debidamente toda la situación, no respondimos a la solicitud, por razones bien definidas. Más tarde, cuando las mismas personas que habían sido avisadas y citadas alegaron diversos impedimentos para no poder presentarse a la hora señalada (como se dijo anteriormente), pospusimos, varias veces en varias sesiones, con la aprobación del Sagrado Concilio, la fecha fijada por la citación y advertencia para fechas posteriores, que ya han pasado hace mucho, para que se les pudiera quitar toda ocasión de justa excusa y queja.
Aunque se han eliminado todos los obstáculos y han transcurrido todos los plazos, las personas antes mencionadas, a pesar de haber sido advertidas y citadas, no han comparecido ante nosotros ni ante dicho Concilio, ni han tomado medidas para comparecer y argumentar que dicha sanción no deba ser declarada nula. Por lo tanto, ya no hay lugar para excusas. Con razón, se les puede considerar con justicia obstinados; como, de hecho, por exigencias de la justicia, así los consideramos. Por lo tanto, reflexionamos seriamente sobre esta Sanción Pragmática, o más bien corrupción, como se ha dicho, que fue promulgada en tiempos del cisma por quienes carecían del poder necesario, y que no concuerda en absoluto con el resto del estado Cristiano ni con la Santa Iglesia de Dios. Fue revocada, anulada y abolida por el cristianísimo Rey de Francia, Luis XI, de distinguida memoria. Perjudica y menoscaba la autoridad, la libertad y la dignidad de la Sede Apostólica. Elimina por completo la facultad del Romano Pontífice de proporcionar tanto a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, quienes trabajan con ahínco en nombre de la Iglesia universal, como a los Eruditos, Iglesias, Monasterios y otros beneficios, conforme a las exigencias de su estatus, aun cuando dichas personas sean numerosas en la Curia y sea por su consejo que la autoridad y el poder de la Sede Apostólica, del Romano Pontífice y de toda la Iglesia se mantengan a salvo, y sus asuntos se guíen y promuevan hacia un estado próspero. De este modo, ofrece excusas a los Prelados de la Iglesia de la mencionada facción para quebrantar y violar el sagrado nervio de la obediencia a la disciplina eclesiástica y para oponerse a Nosotros y a la Sede Apostólica, su Madre, y les abre la puerta para intentar tales cosas. Claramente, está sujeta a nulidad y no debe ser respaldada por ningún apoyo que no sea de carácter temporal, o mejor dicho, una especie de tolerancia. Nuestros predecesores como Pontífices Romanos, a pesar de las grandes esperanzas que depositaron en su época, pudieron parecer tolerar esta corrupción y abuso, al no poder afrontarlo por completo, ya sea por la maldad de la época o porque lo preveían de otra manera. Sin embargo, recordamos que han transcurrido casi setenta años desde la publicación de esta sanción de Bourges, y que ningún Concilio se ha celebrado legítimamente durante este tiempo, excepto el presente Concilio de Letrán. Puesto que hemos sido colocados en este Concilio por disposición del Señor, juzgamos y resolvemos, con Agustín como testigo, que no podemos abstenernos ni desistir de la erradicación y anulación total de la misma vil sanción si queremos evitar la deshonra para nosotros mismos y para los numerosos Padres reunidos en el presente Concilio, así como evitar el peligro para nuestra propia alma y la de las personas antes mencionadas que la utilizan.
Así como el Papa León I, nuestro predecesor de santa memoria, cuyos pasos seguimos con gusto en la medida de lo posible, ordenó e hizo que las medidas que se habían llevado a cabo temerariamente en el Segundo Sínodo de Éfeso, contrarias a la Justicia y a la Fe Católica, fueran luego revocadas en el Concilio de Calcedonia, por causa de la constancia de la misma Fe, así también nosotros juzgamos que no podemos ni debemos retirarnos o abandonar la revocación de tan mala sanción y de su contenido, si queremos preservar nuestro propio honor y el de la Iglesia con una conciencia tranquila. El hecho de que la sanción y su contenido se publicaran en el Concilio de Basilea y, a instancias del mismo Concilio, fueran recibidos y reconocidos por la reunión de Bourges, no debería influirnos, ya que todos los acontecimientos posteriores a la transferencia del mismo Concilio de Basilea —realizada por el Papa Eugenio IV, nuestro predecesor de feliz memoria— han quedado como actos del cuasi concilio, o más bien del conventículo de Basilea. Pues, especialmente después de dicha transferencia, ya no merecía ser llamado concilio y, por lo tanto, sus actos carecían de fuerza. Pues está claramente establecido que solo el Romano Pontífice contemporáneo, como autoridad sobre todos los Concilios, tiene pleno derecho y poder para convocarlos, trasladarlos y disolverlos. Esto lo sabemos no solo por el testimonio de las Sagradas Escrituras, las Declaraciones de los Santos Padres y nuestros predecesores como Romanos Pontífices, y las decisiones de los Sagrados Cánones, sino también por las Declaraciones de los mismos Concilios. Hemos decidido repetir algunas de estas evidencias y pasar por alto otras por ser suficientemente conocidas.
Así, leemos que el Sínodo de Alejandría, en el que estaba presente Atanasio, escribió a Félix, Obispo de Roma, que el Concilio de Nicea había decidido que los Concilios no debían celebrarse sin la autoridad del Pontífice Romano. El Papa León I trasladó el Segundo Concilio de Éfeso a Calcedonia. El Papa Martín V autorizó a sus presidentes en el Concilio de Siena a trasladar el Concilio sin mencionar el consentimiento del mismo. Se mostró el mayor respeto a nuestros predecesores como Pontífices Romanos: a Celestino por el Primer Sínodo de Éfeso; al mencionado León por el Sínodo de Calcedonia; a Agatón por el Sexto Sínodo; a Adriano por el Séptimo Sínodo; y a Nicolás y Adriano por el Octavo Sínodo, de Constantinopla. Estos Concilios se sometieron con reverencia y humildad a las instrucciones y mandatos de los mismos Pontífices, que habían sido redactados y promulgados por ellos en los Concilios Sagrados. Además, el Papa Dámaso y los demás Obispos reunidos en Roma, al escribir a los Obispos de Ilírico sobre el Concilio de Rímini, señalaron que el número de Obispos reunidos en Rímini no contaba para nada, ya que se sabía que el Pontífice Romano, cuyos Decretos debían prevalecer sobre todos los demás, no había dado su consentimiento a su reunión. Parece que el Papa León I dijo lo mismo al escribir a todos los Obispos de Sicilia. Era costumbre que los Padres de los antiguos Concilios pidieran humildemente y obtuvieran una autorización y aprobación del Pontífice Romano para corroborar los asuntos tratados en sus Concilios. Esto queda claro en los Sínodos y sus Actas celebrados en Nicea, Éfeso, Calcedonia, el Sexto Sínodo de Constantinopla, el Séptimo de Nicea, el Sínodo Romano bajo Símaco y los Sínodos del libro de Haimar. Sin duda, no tendríamos estos problemas recientes si los Padres de Bourges y Basilea hubieran seguido esta loable costumbre, que, como es sabido, los Padres de Constanza también adoptaron finalmente.
Deseamos que este asunto llegue a su debida conclusión. Procedemos con base en las numerosas citaciones emitidas por nosotros y nuestro predecesor Julio, y en las demás cosas mencionadas anteriormente, que son tan notorias que no pueden ocultarse con excusas ni evasiones, así como en virtud de nuestro Oficio Pastoral. Suplimos todos y cada uno de los defectos, tanto de derecho como de hecho, si acaso existiera alguno en lo anterior. Juzgamos y declaramos, desde nuestro conocimiento cierto y desde la plenitud del poder apostólico, con la aprobación del mismo Sagrado Concilio, por el contenido del presente Documento, que la mencionada Sanción Pragmática o corrupción, y sus aprobaciones, independientemente de cómo se hayan emitido, y todos y cada uno de los Decretos, Capítulos, Estatutos, Constituciones u Ordenanzas que se incluyen, o incluso se insertan, de cualquier manera en la misma y que han sido publicados por otros, así como las costumbres, expresiones y usos, o mejor dicho, abusos, que de cualquier manera resulten de ella y se hayan observado hasta el presente, han sido y son sin fuerza ni valor. Además, para una salvaguardia más extensa, revocamos, anulamos, abrogamos, anulamos y condenamos esa misma sanción o corrupción de Bourges y su aprobación, ya sea expresa o tácita, como se dijo anteriormente, así como todas y cada una de las cosas de cualquier naturaleza incluidas o incluso insertadas en ella, y juzgamos, declaramos y queremos que se consideren como sin efecto, revocadas, nulas, derogadas, anuladas, invalidadas y condenadas. Además, siendo necesaria la sujeción al Romano Pontífice para la salvación de todos los fieles en Cristo, como nos enseña el testimonio tanto de la Sagrada Escritura como de los Santos Padres, y como declara la Constitución del Papa Bonifacio VIII, de feliz memoria, también predecesor nuestro, que comienza Unam sanctam, Nos, por tanto, con la aprobación del presente Sagrado Concilio, para la salvación de las almas de los mismos fieles, para la suprema autoridad del Romano Pontífice y de esta Santa Sede, y para la unidad y poder de la Iglesia, su Esposa, renovamos y damos nuestra aprobación a esa Constitución, pero sin perjuicio de la Declaración del Papa Clemente V, de santa memoria, que comienza Meruit.
En virtud de la Santa Obediencia y bajo las penas y censuras que se declararán a continuación, prohibimos a todos y cada uno de los fieles de Cristo, tanto laicos como Clérigos Seculares y Regulares de cualquier Orden, incluidos los Mendicantes, y otras personas sin restricción, de cualquier estado, rango o condición que puedan ser, incluidos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y cualesquiera otros distinguidos por honor eclesiástico o mundano o de cualquier otro tipo, y a todos y cada uno de los demás Prelados, Clérigos, Capítulos, Conventos Seculares, Regulares de las Órdenes mencionadas, incluidos Abades y Priores de Monasterios, Duques, Condes, Príncipes, Barones, Parlamentos, Oficiales Reales, Jueces, Abogados, Notarios y Escribas, tanto Eclesiásticos como seculares, y cualquier otro Eclesiástico regular o secular en cualquier alto cargo, como se dijo anteriormente, que estén ahora o estén viviendo en dicho Reino de Francia y el Delfinado y dondequiera que la referida Pragmática haya estado en vigor, directa o indirectamente, silenciosa o abiertamente, a presumir de hacer uso de la mencionada Sanción Pragmática, o más bien de corrupción, de cualquier manera o por cualquier motivo, guardando silencio o mediante un discurso claro, directa o indirectamente, o mediante cualquier otra excusa o evasión astuta, en cualquier acto judicial o extrajudicial, o incluso apelar a ella o emitir juicios en sus términos, o anular, por sí mismos o a través de otros, cualquier acto judicial o extrajudicial basándose en el significado general de dicha sanción o de partes de ella, y no podrán permitir ni ordenar que estas cosas se hagan por medio de otros. No deberán conservar la mencionada Sanción Pragmática, ni las Secciones o Decretos que contiene, en sus propias casas ni en otros lugares públicos o privados. De hecho, deberán destruirla, o hacer que se destruya, en los archivos, incluidos los reales y capitulares, y en los lugares antes mencionados dentro de los seis meses a partir de la fecha de la presente Carta.
Las penas que se impondrán, automáticamente y sin necesidad de Declaración adicional, a todas y cada una de las personas mencionadas, si actúan en contra (¡aunque no podrán!), son la excomunión mayor inmediata, la incapacidad para todo tipo de actos jurídicos, considerándose infames, y las penas expresadas en la ley de traición; además, para las personas Eclesiásticas y Religiosas mencionadas, la pérdida de todas las Iglesias Patriarcales, Metropolitanas y otras Catedrales, de todos los Monasterios, Prioratos y Conventos, y de todas las dignidades seculares y beneficios eclesiásticos, así como la incapacidad de poseerlos en el futuro; y, además, para las personas seculares, la pérdida de cualquier feudo que posean por cualquier motivo de la Iglesia Romana o de otra Iglesia, y la incapacidad de poseerlos en el futuro. No podrán ser absueltas de estas penas por ninguna facultad ni por cláusulas contenidas en privilegios relativos a la audiencia de confesiones, independientemente de las personas o fórmulas verbales que se les hayan concedido. Excepto cuando están a punto de morir, sólo pueden ser absueltos por el Romano Pontífice actuando canónicamente o por otro que tenga facultad suya específicamente para ese fin.
Por el conocimiento, poder y declaraciones antes mencionadas, derogamos expresa y específicamente cualquier disposición contraria. Esto se aplica sin perjuicio de lo mencionado anteriormente, así como de las Constituciones, Ordenanzas, Decretos y Estatutos, independientemente de cómo hayan sido publicados y otorgados, y frecuentemente renovados, repetidos, confirmados y aprobados, con vigencia permanente, por Autoridad Apostólica o de cualquier otra índole, incluso la Autoridad Conciliar, e incluso por nuestro cierto conocimiento y plenitud de poder apostólico, cuyo tenor consideramos suficientemente expresado e incluido, a los efectos de lo anterior, como si se hubiera insertado aquí textualmente. No obstante si la Sede Apostólica ha concedido a las Comunidades y Universidades, y a las personas individuales mencionadas anteriormente, incluso si se trata de los Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Marqueses y Duques antes mencionados, o cualesquiera otros, ya sea individual o colectivamente, que no puedan ser objeto de interdicción, suspensión, excomulgación, privación o incapacitación mediante Cartas Apostólicas que no hagan mención completa y expresa, palabra por palabra, del Indulto en cuestión; y no obstante cualesquiera otros privilegios generales o especiales, Indulgencias y Cartas Apostólicas, de cualquier tenor, mediante las cuales, al no estar expresadas o incluidas íntegramente en la presente Carta, el efecto de lo anterior pudiera verse impedido o diferido de alguna manera, ya que la mención especial de su contenido debe considerarse incluida, palabra por palabra, en esta nuestra carta. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Sobre los Religiosos y sus privilegios
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para memoria eterna. Consideramos y reflexionamos diligentemente sobre el celo arduo y ansioso, y las incesantes labores por la gloria del Nombre Divino, por el triunfo de la Fe Católica y la preservación de la unidad de la Iglesia, y por la formación y salvación de las almas de los fieles, que llevan a cabo los Obispos y sus Superiores, quienes han sido colocados por la Sede Apostólica al frente de sus Iglesias en diferentes partes del mundo, así como por los Frailes de las diferentes Órdenes, especialmente las Órdenes Mendicantes, quienes se dedican sin tregua ni descanso. Tan grande es la satisfacción que nos ha embargado, como resultado de sus fructíferas labores en la viña del Señor y sus oportunas y loables acciones, que dedicamos todos nuestros esfuerzos a fomentar las cosas que sabemos que contribuyen a la preservación de la paz y la tranquilidad entre ellos. Somos conscientes de que los Obispos han sido compañeros de nuestra preocupación. Ambrosio da testimonio de que su distinción y grandeza no tienen igual. Sabemos también que los Religiosos han hecho mucho en el campo del Señor para la defensa y el avance de la Religión Cristiana, y que han producido y producen a diario abundantes frutos. Por consiguiente, todos los fieles son conscientes de que las buenas obras de estos Obispos y Religiosos han permitido que la Verdadera Fe progrese y se extienda por todo el mundo.
Estos hombres tampoco han dudado en innumerables ocasiones, con gran dedicación y competencia, en destruir los cismas en la Iglesia de Dios, en traer unidad a la misma y en soportar innumerables sufrimientos para que la misma Iglesia alcanzara la tranquilidad de la paz. Por lo tanto, es justo que dirijamos nuestros esfuerzos para unirlos entre sí por el vínculo de la paz y por una unidad fraternal y caridad, para que, unidos en unidad de doctrina y acciones, puedan producir frutos más abundantes en la Iglesia de Dios. El ejercicio de los derechos espirituales, que atañen a la gloria de Dios y a la salvación de las almas de los fieles de Cristo, ha sido confiado a los Obispos y a sus Superiores en sus respectivas Diócesis, ya que han sido elegidos para compartir nuestra carga, como ya hemos dicho, y dado que se han asignado Diócesis con límites definidos a cada Obispo. Deseamos sinceramente, pues, que estos derechos espirituales sean ejercidos por los Obispos, y que el derecho a ejercerlos libremente se les conserve, en la medida de lo posible, intacto. Si nuestros predecesores, como los Romanos Pontífices y la Sede Apostólica, han concedido tales derechos espirituales a dichos Frailes mendicantes en perjuicio de los Obispos, consideramos que tales concesiones a los Religiosos deberían limitarse en el futuro, para que los Frailes mismos sean apoyados con toda caridad por dichos Obispos en lugar de ser perturbados. Pues, Regulares y Seculares, Prelados y Súbditos, exentos y no exentos, pertenecen a la única Iglesia universal, fuera de la cual nadie se salva, y todos tienen un solo Señor y una sola Fe. Por eso es conveniente que, perteneciendo al mismo cuerpo, también tengan una misma voluntad; y así como los Hermanos están unidos por el vínculo de la caridad mutua, así no es conveniente que provoquen entre sí injusticia y daño, ya que el Salvador dice: “Mi mandamiento es que se amen unos a otros como yo los he amado”.
Deseamos preservar la caridad y la mutua buena voluntad entre Obispos, sus Superiores, Prelados y Frailes, así como promover el Culto Divino y la paz y la tranquilidad de la Iglesia universal. Sabemos que esto solo puede lograrse si cada uno preserva, en la medida de lo posible, su propia jurisdicción. Por lo tanto, hemos decidido y decretado, con la aprobación del Sagrado Concilio, que dichos Obispos, sus Superiores y demás Prelados puedan visitar las Iglesias Parroquiales que legítimamente pertenecen a los mismos Frailes por razón de sus residencias, en lo que respecta al cuidado de los feligreses y a la preservación y administración de los Sacramentos, sin que ello suponga las molestias y gastos excepcionales de los Visitadores Oficiales. Pueden sancionar a los responsables de las Iglesias que incumplan esta obligación: si son Religiosos, de acuerdo con las Reglas de su Orden dentro del recinto de la Casa Religiosa; si son Sacerdotes o Frailes Seculares que ostentan beneficios de este tipo, pueden sancionarlos libremente, por estar sujetos a su jurisdicción. Tanto los Prelados como los Sacerdotes Seculares no excomulgados pueden celebrar Misas por devoción en las Iglesias de dichas Casas Religiosas, si así lo desean, y los propios Frailes deben aceptarlos. Los Frailes invitados por los mismos Prelados a participar en procesiones solemnes deben estar de acuerdo, siempre que el Convento suburbano en cuestión no esté a más de una milla de la ciudad.
Los Superiores de los Frailes están obligados a especificar y presentar personalmente a los mismos Prelados a los Frailes que hayan elegido para oír temporalmente las confesiones de los Súbditos del Prelado, si estos lo solicitan; de no ser así, a sus Vicarios; con la condición de que no estén obligados a acudir a Prelados que se encuentren a más de dos días de viaje. Los Frailes en cuestión podrán ser examinados por los mismos Obispos y Prelados, al menos respecto a la suficiencia de sus conocimientos y demás aptitudes en relación con este Sacramento. Si son aceptados, o si la negativa es injusta, entonces, de acuerdo con la Constitución Omnis utriusque sexus, se les considerará aceptados al menos en lo que respecta a la Confesión, e incluso podrán oír las Confesiones de desconocidos. Sin embargo, no tienen poder para absolver a laicos ni al clero secular de las penas impuestas. No podrán administrar la Eucaristía, la Extremaunción ni los demás Sacramentos de la Iglesia a quienes hayan escuchado en Confesión, incluyendo enfermos y moribundos, que aleguen que su propio Sacerdote se ha negado a administrarles los Sacramentos, a menos que la negativa se haya hecho sin justa causa y se pruebe mediante el testimonio de vecinos o una investigación realizada ante Notario Público. No tienen autoridad para administrar estos Sacramentos a quienes los soliciten, excepto durante el período de servicio efectivo. Los acuerdos y contratos temporales entre Frailes y Prelados o Curas son válidos a menos que sean rechazados por el siguiente Capítulo General o Provincial y dicho rechazo sea debidamente comunicado por este. Los Frailes no podrán entrar en las Parroquias portando una Cruz para celebrar los funerales de quienes hayan optado por ser enterrados en las Iglesias de sus Casas o Instituciones, a menos que el Párroco, tras recibir la debida notificación y una solicitud, no se niegue, y en ese caso sin perjuicio para sí mismo ni para el Ordinario; o a menos que exista una antigua costumbre al respecto entre los Frailes, vigente y de mutuo acuerdo. Los que quieran ser enterrados con el hábito de dichos Frailes, pero que vivan en sus propias casas y no en clausura, son libres de elegir para sí mismos en su último testamento el lugar de su sepultura.
Los Frailes que vayan a ser promovidos a las Órdenes deben ser examinados por los Ordinarios sobre gramática y competencia. Si responden adecuadamente, deben ser admitidos sin demora por los Ordinarios. Sin embargo, no pueden ser Ordenados en sus Iglesias, Casas u otros lugares por nadie, excepto por el Obispo Diocesano o su Delegado (a este último se le debe solicitar con la debida reverencia), a menos que el Obispo se niegue sin justificación suficiente o se encuentre ausente de su Diócesis. No deben solicitar la Consagración de una Iglesia o un Altar, ni la Bendición de un Cementerio, a otro Obispo; y no pueden disponer que la primera piedra de una Iglesia que se esté construyendo para ellos sea colocada por un Obispo extraño, a menos que el Ordinario se niegue sin justa razón después de habérsele solicitado dos o tres veces con la debida reverencia y urgencia. Los Frailes no pueden bendecir a los novios sin el consentimiento de los responsables de la Parroquia. Para rendir a la Iglesia Madre el honor que le corresponde, los Frailes y Clérigos Seculares no podrán tocar las campanas de sus Iglesias el Sábado Santo antes de que suenen las de la Catedral o la Iglesia Madre, aun cuando cuenten con el apoyo de un privilegio de la Sede Apostólica. Quienes actúen de otro modo incurrirán en una pena de cien ducados. Deberán publicar y observar en las Iglesias de sus propias Casas las censuras impuestas, promulgadas y solemnemente publicadas por los Ordinarios en las Iglesias Madres de las ciudades, así como en las Colegiatas y Parroquias de castillos y villas, cuando así se lo soliciten los mismos Ordinarios. Para proveer de mayor fruto a la salvación de las almas de los fieles de Cristo de ambos sexos, están obligados a advertir y animar a quienes han escuchado confesiones durante un tiempo, independientemente de su posición o estatus, que están obligados en conciencia a pagar los diezmos, o una parte de sus bienes o productos, en aquellos lugares donde se suelen pagar dichos diezmos o cuotas y están obligados a negar la absolución a quienes no la paguen. Están obligados, además, a incluir esto en sus Sermones públicos y Exhortaciones al pueblo cuando se les solicite.
Los Conservadores asignados por un tiempo a los mismos Frailes por la Sede Apostólica deben ser personas destacadas por su erudición y buena reputación, y de rango eclesiástico reconocido. No pueden obligar a comparecer ante ellos a nadie que viva a más de dos días de viaje, sin perjuicio de los privilegios concedidos a los Conservadores en otras ocasiones. Las personas excomulgadas que deseen ingresar en una Orden Mendicante no pueden ser absueltas cuando estén en juego los intereses de un tercero, a menos que se haya obtenido previamente satisfacción. Los Procuradores, Agentes Comerciales y Trabajadores al servicio de dichos Frailes están sujetos a las sentencias de excomunión que se hayan promulgado, si han dado motivo para ello o han ofrecido ayuda, favor o consejo a los culpables. Los Hermanos y Hermanas de la Tercera Orden, y los conocidos como los Encapuchados, los Ceñidos y los Devotos, y otros, cualquiera que sea su nombre, que vivan en sus propias casas, pueden elegir el lugar de sepultura que deseen. Sin embargo, están obligados a recibir la Eucaristía en Pascua, así como la Extremaunción y los demás Sacramentos de la Iglesia, con excepción del Sacramento de la Penitencia, de su propio Sacerdote. Están obligados a realizar las tareas que incumben a los laicos y pueden ser llevados ante jueces laicos en un tribunal secular. Para evitar que se menosprecien las censuras eclesiásticas y que las sentencias de interdicto se consideren de poca importancia, los miembros de las citadas Terceras Órdenes no podrán en modo alguno ser admitidos a escuchar los Servicios Divinos en las Iglesias de sus Órdenes durante el período de interdicto, si han dado motivos para el interdicto o han alentado o apoyado dichos motivos, o si de alguna manera han ofrecido ayuda, consejo o favor a los culpables. Pero aquellos que viven en un grupo oficial, o que residen con los clausurados, y las mujeres que llevan una vida de virginidad, celibato o viudez casta bajo un voto expreso y con un hábito, deben disfrutar de los privilegios de la Orden de la que son Terciarios.
Deseamos y decretamos que todas y cada una de las Normas anteriores se extiendan y observen por todos los demás Religiosos de otras Órdenes. En asuntos no mencionados anteriormente, se mantendrán los derechos de dichos Obispos, Frailes y demás Religiosos. No deseamos perjudicar estos derechos en modo alguno con las declaraciones anteriores ni introducir nada nuevo. Esto se aplica sin perjuicio de las Constituciones y Ordenanzas Apostólicas; los Estatutos y costumbres de dichas Órdenes que hayan sido fortalecidos por Juramento, Confirmación Apostólica o cualquier otra forma de refuerzo; y los Privilegios, Indultos y Cartas Apostólicas que se hayan concedido a las mismas Órdenes y que sean contrarios a lo establecido anteriormente o a cualquier parte de él, incluso lo incluido en el Mare magnum. Si se requiere una mención u otra declaración especial, específica, clara, distintiva, palabra por palabra, y no mediante cláusulas generales, con respecto a estas cosas y su significado, o si se debe utilizar alguna otra forma cuidadosamente elegida, para que puedan ser derogadas, entonces consideramos que su significado está suficientemente expresado e incluido en la presente Carta, derogamos expresa y especialmente cualquier cosa que se oponga a ello, y decretamos nulo y sin efecto cualquier intento, consciente o inconsciente, en contra de estas cuestiones por parte de cualquier persona que actúe en nombre de cualquier autoridad.
Amonestamos a los Frailes que, en virtud de la Santa Obediencia, reverencien a los Obispos con el debido honor y respeto, por la reverencia debida a Nos y a la Sede Apostólica, ya que actúan como representantes en lugar de los Santos Apóstoles. En cuanto a los Obispos, instamos y apelamos por la entrañable misericordia de nuestro Dios a que, mientras atiendan a los Frailes con afecto generoso, los traten con bondad y los animen, se presenten ante ellos sin ser difíciles, duros ni irritables, sino más bien como personas fáciles, apacibles, bien dispuestas y liberales en amorosa generosidad. Que en todos los asuntos mencionados los reciban con pronta amabilidad como colaboradores en la viña del Señor y partícipes de sus labores, y que guarden y defiendan sus derechos con toda caridad, para que tanto los Obispos como los Frailes, cuyas obras, como lámparas encendidas en la cima de una colina, deben iluminar a todos los fieles de Cristo, progresen con fuerza para la gloria de Dios, el triunfo de la Fe Católica y la salvación de los pueblos, y, en consecuencia, merezcan obtener del Señor, el más generoso recompensador de todas las buenas obras, la recompensa de la vida eterna. Que nadie, pues... Si alguno...
SESIÓN 12: 16 de marzo de 1517
Contra los que atacan las Casas Cardenalicias
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para la eternidad. Ciertas personas audaces desdeñan mostrar la debida deferencia a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, pilares fundamentales de la Iglesia Católica. No temen apoderarse violentamente, con impía audacia, de sus posesiones y propiedades. Su deseo desenfrenado nos advierte y nos incita a fortalecer, incrementar y extender —de acuerdo con la naturaleza de los tiempos y con lo que percibimos en el Señor como plenamente acorde con tan distinguido Oficio en la Iglesia de Dios— las medidas que, mediante sabia planificación, establecieron nuestros predecesores para salvaguardar el alto Oficio de dichos Cardenales, a fin de que la audacia de estas personas sea refrenada antes de que se extienda aún más. De hecho, recientemente ha surgido en Roma un repugnante abuso y falta de moderación en las malas acciones. Así, mientras hay una Vacante en la Sede Apostólica y los Cardenales en Cónclave discuten la elección de un futuro Pontífice Romano, si se filtra algún rumor, aunque sea falso, de que uno de los Cardenales ha sido elegido Pontífice, la turba ataca su casa con armas y se enfrenta por la fuerza a sus guardias, mientras este aún está en el Cónclave, por el expolio de su casa. Si se fuerza una entrada derribando las puertas o excavando bajo el muro, la turba se precipita a saquear todos los bienes que se encuentran allí, a menos que se defienda con guardias armados. A veces hay algunos que son tan audaces y testarudos que no temen ni siquiera en otras ocasiones atacar las casas de los Cardenales de manera hostil y con armas, bajo el disfraz de una pelea general, y golpear y herir mientras están allí, como resultado de lo cual hay una pérdida considerable para el honor del Cardenalato, por el cual el militante de la Iglesia más Santa es completamente adornado como con una vestidura púrpura, se despierta el desprecio por los Cardenales y se da ocasión para asesinatos y otros escándalos.
Deseamos suprimir tendencias audaces de este tipo mediante castigos adecuados. Por lo tanto, renovamos por esta Carta, con la aprobación del Sagrado Concilio y por nuestra Autoridad Apostólica, las Constituciones publicadas por nuestros predecesores como Pontífices Romanos, Honorio III y Bonifacio VIII, de feliz memoria, contra quienes persigan hostilmente a cualquier Cardenal de dicha Iglesia, quienes los asistan con su presencia, consejo o apoyo, o los alberguen o defiendan a sabiendas, y quienes ataquen sus casas o viviendas, como se mencionó anteriormente, y a sus descendientes y propiedades. Decretamos que estas Constituciones deben observarse en todas partes sin modificaciones en el futuro. También extendemos estas mismas Constituciones, con todas y cada una de las censuras y penalidades que contienen, a toda persona viva, de cualquier estatus, condición y distinción, que ataque con una banda armada el domicilio de cualquiera de dichos Cardenales, tanto durante el Cónclave, incluso si el Cardenal en cuestión ha sido elegido Papa, como en otros momentos y por cualquier motivo, y que se apodere de cualquier cosa en la casa con violencia como si fuera un enemigo o hiera a alguno de los que allí habitan, así como a sus asociados y a quienes lo hayan ordenado, o hayan dado su aprobación personal al hecho, o hayan asesorado y apoyado a los atacantes en los asuntos mencionados y los hayan defendido. Esto sin perjuicio de las Constituciones y Ordenanzas Apostólicas y otras medidas de cualquier tipo que dispongan lo contrario. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Constitución que impone impuestos y cierra el Concilio
León, Obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Concilio, para que quede constancia eterna. Hemos sido puestos por encima de naciones y reinos, tal y como declaró el Profeta, aunque nuestros méritos no están a la altura. Cumplimos adecuadamente con el deber de nuestro cargo cuando renovamos de nuevo esa reforma de toda la Iglesia y sus asuntos que hemos llevado a cabo con provecho; cuando planeamos aplicar los remedios adecuados para la observancia incuestionable de la reforma y tomar medidas para que las Catedrales y las Iglesias Metropolitanas no sigan sin Pastores; y cuando supervisamos estos remedios con atención constante y esfuerzos incansables, mediante los cuales podamos hacer que el rebaño del Señor, que ha sido confiado a nuestro cuidado, sea aceptable y sumiso a los ojos de la majestad divina. Nuestro objetivo es también aplastar a los turcos y otros infieles que se mantienen firmes en las regiones orientales y meridionales. Tratan el camino de la verdadera luz y la salvación con total desprecio y ceguera inflexible; atacan la Cruz vivificante en la que nuestro Salvador quiso aceptar la muerte para que, al morir, destruyera la muerte y, por el misterio inefable de Su Santísima Vida, restaurara la vida; y se convierten en enemigos odiosos de Dios y en los más acérrimos perseguidores de la Religión Cristiana. Fortalecidos por defensas no solo espirituales sino también temporales, podremos, bajo la guía y el favor de Dios, oponernos a las amargas y frecuentes incursiones con las que, en un arrebato de furia, se mueven salvajemente entre la sangre cristiana.
Convocamos la séptima sesión. Nuestro único deseo era que los asuntos útiles y necesarios que motivaron la convocatoria del mencionado Concilio de Letrán concluyeran. Por lo tanto, establecimos tres Comisiones Especiales de Cardenales y otros Prelados para escuchar y discutir asuntos de este tipo y otros asuntos conciliares, y les ordenamos que informaran al Concilio sobre lo que habían escuchado y discutido. Una de las Comisiones tenía la tarea especial de establecer una paz universal entre Reyes y Príncipes Cristianos, que fue una de las principales razones de la reunión del mencionado Concilio, y de erradicar el cisma; la segunda tenía la tarea especial de la reforma general, incluyendo la reforma de la Curia; y la tercera tenía la tarea especial de examinar y derogar la Sanción Pragmática y tratar asuntos relativos a la Verdadera Fe. Cada Comisión examinó cuidadosamente muchos temas útiles y necesarios y nos informó con precisión sobre ellos. Los temas que discutieron e investigaron fueron completados y concluidos por nosotros, con el favor de Dios y la aprobación del Sagrado Concilio, en las cinco sesiones restantes del Concilio que celebramos. Supimos entonces, sin lugar a dudas, que Dios mismo, dador de dones, había favorecido nuestros deseos devotos y tendientes al bien común, por su suma bondad y misericordia, y que nos había concedido lo que habíamos planeado en nuestra propia mente y por lo cual habíamos trabajado mucho, a saber, que una vez concluidos los asuntos por los cuales se había convocado el Concilio, de conformidad con los fines del mismo, el Concilio mismo podría ser clausurado y cumplido.
El Emperador electo Maximiliano, nuestro querido hijo en Cristo, en tiempos de nuestro predecesor Julio, y el Rey Luis de Francia, de feliz memoria, en nuestra época, así como otros Reyes y Príncipes, se adhirieron al Concilio de Letrán, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, para mayor satisfacción de todos. El cuasi concilio de Pisa, convocado por ciertas personas sin la autoridad necesaria y condenado por el mismo Julio que nos precedió, fue considerado por ellos como condenado de acuerdo con la decisión de dicho Julio. El cisma que había comenzado a gestarse a partir de esto terminó (aunque es evidente que, mientras la situación persistió, causó numerosos perjuicios a Prelados y otros fieles de Cristo en diversas ocasiones, así como a otros Concilios Generales celebrados hasta entonces). Hubo paz para toda la Iglesia y la consiguiente unión. Se reformaron los hábitos morales de los Eclesiásticos, así como de los Seglares y otras personas, en la medida en que pareció apropiado, y se definieron varios asuntos relativos a la Verdadera Fe. Varios otros asuntos, tras ser cuidadosamente examinados y debatidos en los tres Comités de Cardenales y Prelados mencionados, fueron considerados con cuidado y pericia en dicho Concilio, y se llegó a una decisión final. Finalmente, se nos informó en varias ocasiones, a través de los Cardenales y Prelados de los tres Comités, que no quedaban temas pendientes de debate, y que durante varios meses nadie les había aportado nada nuevo. Los Obispos invitados a compartir con nosotros la responsabilidad del sustento y cuidado del rebaño del Señor, así como otros Prelados, habían permanecido en Roma bastante tiempo más allá del habitual en los Sagrados Concilios, con inconvenientes y perjuicios para ellos mismos y para sus Iglesias.
Por lo tanto, de todo lo anterior, que tanto nosotros como los citados Comités deseábamos que se completara en el Concilio, parecía quedar solo la paz entre Reyes y Príncipes y la armonía de espíritus. Nuestra actitud a favor de esto, y nuestro empeño por lograrlo, queda plenamente patente para todos los que lean nuestras Cartas. Dios mismo, luz suprema y verdad de todas las cosas, sabe cómo nunca cesamos de rogarle e implorarle, con muchas oraciones y constantes súplicas, que se dignara, en su misericordia, influir en el rebaño cristiano —que nos ha confiado, a pesar de nuestra falta de méritos— para que alcance una paz estable y duradera, ahora que este mismo rebaño se ha visto conmovido por el calor de la caridad mutua. Hemos insistido fervientemente en esto, en el Señor, cuya causa se discute principalmente, ante Reyes y Príncipes, mediante razones persuasivas, a través de los Nuncios que mantenemos en la Corte del Emperador electo Maximiliano y de los mencionados Reyes y Príncipes, y mediante Cartas; especialmente si desean tomar medidas, como corresponde, en favor de la Religión Cristiana y la Fe Católica, que se han visto gravemente amenazadas por la reciente ampliación del poder del gobernante de los turcos. Hemos sabido por las Cartas de los mismos Nuncios, Reyes y Príncipes que nuestras súplicas han sido de tal poder y eficacia ante dichos Reyes y Príncipes, y han influido en sus corazones y mentes hasta tal punto, que la paz que tanto anhelamos para el bien de todo el estado Cristiano se ha concretado casi en su intención, y esperamos que, si algo queda, se resuelva pronto (por el favor de Dios). Nuestro corazón se regocija en nuestro Señor Jesucristo al meditar sobre esto en nuestra mente y espíritu. Le damos gracias por esto a Él, dador de todas las gracias, porque ha guiado a estas personas hacia la armonía que anhelábamos. Creemos que todos los fieles de Cristo deben ofrecer a Dios gracias y las muestras de alegría que son habituales en tales ocasiones, y que se le pida a Dios que la paz alcanzada perdure.
Solo queda, por lo tanto, emprender la santa y necesaria campaña contra la furia de los infieles sedientos de sangre cristiana, y que todas las medidas decididas como poderosas salvaguardias en las once sesiones, celebradas en parte por nosotros y en parte por nuestro predecesor Julio, sean aprobadas, renovadas y ordenadas para su observancia sin oposición. En consecuencia, tras una madura deliberación sobre estos asuntos con nuestros Hermanos y otros Prelados, aprobamos y renovamos por Autoridad Apostólica, con la aprobación del Sagrado Concilio, todas y cada una de las Actas y decisiones de dichas once sesiones, y las Cartas publicadas anteriormente, junto con todas las Cláusulas que contienen, salvo ciertos asuntos exceptuados que consideramos deben concederse a personas específicas en aras de la paz y la unidad de la Iglesia universal, así como los asuntos tratados por los Comités. Decretamos y ordenamos que se observen sin alteración para siempre, y que quienes las lleven a cabo deben velar por su observancia y la de su contenido, a saber: en la Curia Romana, el Gobernador de turno de nuestra ciudad madre y nuestro Vicario, así como el Auditor General de la Cámara Apostólica, quienes tienen la facultad de obligar y compeler a las personas sujetas a ellas; y fuera de la Curia Romana, designamos para este fin a todos los Ordinarios locales. Prohibimos a todos los fieles de Cristo, bajo pena de excomunión inmediata, interpretar o glosar lo que se ha producido y llevado a cabo en el presente Concilio sin nuestro permiso y el de la Sede Apostólica.
Decretamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que dicha campaña contra los infieles se emprenda y lleve a cabo. El celo por la Fe nos impulsa a ello. Así lo hemos propuesto y prometido con frecuencia Nos y nuestro predecesor Julio en las sesiones mencionadas, al explicar los asuntos del Concilio. En varias ocasiones se comunicó y se discutió con portavoces de nuestra Corte que representaban a Reyes y Príncipes. El Papa Nicolás V, nuestro predecesor de piadosa memoria, convocó una expedición general contra los infieles tras la desastrosa caída de Constantinopla para sofocar su furia y vengar las heridas de Cristo. Calixto III y Pío II, de feliz memoria, nuestros predecesores como Pontífices Romanos, impulsados por el celo por la Fe, siguieron el mismo camino con habilidad y energía. Durante un período posterior de tres años, los imitamos mediante una autorización nuestra y de nuestros Hermanos para imponer y exigir un diezmo sobre las rentas de Iglesias, Monasterios y otros beneficios en todo el mundo, y para hacer todo lo necesario y habitual en una campaña de este tipo. Continuamente elevamos santas, humildes y fervientes oraciones a Dios Todopoderoso para que la campaña tenga un feliz desenlace. Ordenamos que todos los fieles de Cristo, de ambos sexos, hagan lo mismo. Exhortamos a Maximiliano, el Emperador electo, y a los Reyes, Príncipes y Gobernantes Cristianos, cuyo valor Dios nos manda infundir, suplicándoles por la entrañable misericordia de nuestro Dios, Jesucristo, y apelándoles por su temible juicio, que recuerden que tendrán que rendir cuentas de su defensa y preservación —incluso con la vida— de la Iglesia misma, redimida por la Sangre de Cristo, y que se levanten con fuerza y poder para la defensa de la Fe Cristiana, como les incumbe como deber personal y necesario, dejando a un lado todo odio mutuo y dejando las disputas y conflictos entre ellos para siempre en el olvido. En este momento de tan gran necesidad, que ofrezcan con entusiasmo su ayuda pronta, conforme a sus recursos. Les instamos con afecto paternal y les pedimos que, al menos durante la campaña, por reverencia a Dios todopoderoso y a la Sede Apostólica, aseguren la inquebrantable observancia de la paz en que han entrado, para que un bien tan importante, que esperamos y deseamos que se obtenga con la ayuda de la diestra del Señor, no sea impedido por alguna interrupción de discordia y disensión.
Para que los Prelados y demás asistentes al presente Concilio, que ha durado casi cinco años, no se vean más fatigados por sus labores y gastos, y para que puedan visitar y animar a sus Iglesias, y por otras causas razonables y justas, damos por concluido el presente Concilio y los despedimos con la bendición del Señor. Con la aprobación del mismo Sagrado Concilio, concedemos permiso a todos los presentes para que regresen a sus países. Para que puedan regresar con creciente alegría y fortalecidos por los dones espirituales, les impartimos a ellos y a todos sus asistentes la remisión e indulgencia plenarias de todos sus pecados, una vez en vida y otra en la hora de la muerte. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
Traducción tomada de Decrees of the Ecumenical Councils, ed. Norman P. Tanner
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