Un examen riguroso del Concilio de Trento demuestra que los padres conciliares allí reunidos eran probablemente más tolerantes que Francisco o el cardenal Roche.
Por Robert W. Shaffern
La controversia sobre el rito de la Misa de 1962, a veces conocido como Rito Tridentino, sirve, entre otras cosas, como estudio sobre la tolerancia católica. La mayoría de la gente, católica o no, cree que la nuestra es una época más tolerante que las anteriores. Sin embargo, la tolerancia moderna es algo selectivo, ya que sólo se aplica a determinadas cuestiones (en la actualidad, a menudo relacionadas con comportamientos sexuales).
Por ejemplo, suele decirse que el Concilio de Trento (1545-1563), cuyo nombre lleva el rito antiguo, inició un periodo intolerante en la historia del mundo católico. Pero, como ocurre con tantos temas de la historia de la Iglesia, un examen riguroso del Concilio de Trento demuestra, por el contrario, que los padres conciliares allí reunidos eran probablemente más tolerantes que, por ejemplo, el papa Francisco o el cardenal Roche.
Pocos concilios en la historia de la Iglesia católica se reunieron en una época tan dividida como el Concilio de Trento. La decisión del Papa Pablo III (1534-1549) de convocar el Concilio fue en parte una brillante diplomacia, en parte un milagro, debido a la variedad de intereses y cuestiones que cualquier Concilio debía abordar. El desafío de la doctrina protestante obligaba a considerar la Doctrina de la Iglesia, especialmente en lo relativo a la justificación. Muchos teólogos y obispos pensaban que la división doctrinal entre protestantismo y catolicismo debía ser la principal preocupación del Concilio.
Como se creía que el buen gobierno dependía de la religión, los monarcas de la Europa Católica también estaban preocupados. En particular, el Emperador alemán Carlos V (1519-1556), en cuyo reino comenzó el movimiento protestante, esperaba que ambas partes pudieran resolver sus diferencias. Buscaba un Concilio que se concentrara menos en la Doctrina y más en la indisciplina clerical, que estaba convencido, era la causa del cisma.
Según Carlos, el Concilio debería mejorar la educación clerical y tomar medidas para eliminar los abusos; la mayoría de los protestantes volverían entonces al redil católico. Los franceses, sumidos en dificultades dinásticas, no querían ningún Concilio; preferían afrontar los retos religioso-políticos por su cuenta. Fracasaron, pues el Coloquio de Poissy de 1562 no sólo no reconcilió a las facciones católica y protestante, sino que desembocó en las Guerras de Religión francesas (1562-1589).
Sin embargo, en 1545 comenzó a reunirse un Concilio en la ciudad de Trento, en el norte de Italia. Los Padres del Concilio -todos Obispos, que debían rendir cuentas a sus gobernantes y a la Santa Madre Iglesia- tuvieron que idear algún modo de abordar la variedad de cuestiones que se planteaban.
Fueron eminentemente romanos, es decir, prácticos, en los protocolos que idearon para tratar los asuntos del Concilio. Los debates doctrinales y disciplinarios se celebraban en días alternos. Si el lunes trataban sobre la justificación, el martes lo hacían sobre la formación moral del clero.
Tanto si los debates versaban sobre Doctrina como sobre disciplina, una primera ronda de conversaciones daba a los expertos en el tema en cuestión la oportunidad de expresar sus puntos de vista. A continuación, una vez escuchadas las opiniones de los expertos, los obispos tenían la oportunidad de entablar una discusión. Finalmente, se elaboraba una declaración conciliar. Una vez terminada, la declaración se leía a toda la asamblea para someterla a votación. Si se aprobaba, se promulgaba un decreto vinculante para todos los católicos.
Comparado con muchos otros concilios en la historia de la Iglesia, las consecuencias de Trento fueron benditamente sencillas. Sin duda, algunos de los Decretos de Trento fueron ignorados durante décadas, a menudo por razones comprensibles. A veces, simplemente no se disponía del personal necesario para aplicarlos. En otros casos, la prudencia obligó a los Obispos a proceder con lentitud. La financiación también podía ser un impedimento, al igual que la negativa de la corona a permitir que los decretos tridentinos se leyeran en las iglesias.
Sin embargo, la disidencia abierta de los Decretos de Trento era rara. Sus Decretos Doctrinales recibieron una calurosa acogida por parte del mundo católico, al igual que su insistencia en que el culto católico siguiera siendo en latín, con el sacerdote mirando ad orientem. Los Obispos también respaldaron la decisión de Trento de que debían establecer seminarios para la formación intelectual y moral del clero diocesano, aunque la fundación de estas nuevas escuelas era cara y a veces resultaba difícil encontrar profesores cualificados, especialmente en el periodo inmediatamente posterior al Concilio.
¿Por qué tuvo tanto éxito Trento, cuando tantos otros concilios en la historia de la Iglesia se encontraron con el desafío o la continua división? Una razón fundamental fueron los propios protocolos de Trento. Los Padres Conciliares consiguieron que prácticamente todas las partes interesadas tuvieran una amplia audiencia. Sin embargo, lo más importante es que las votaciones sobre los posibles Decretos Conciliares debían ser unánimes. Un solo voto en contra devolvía un decreto al proceso de redacción o, más probablemente, impulsaba a los Padres Conciliares a vetarlo por completo.
Así pues, cuando los Padres Conciliares no podían llegar a un acuerdo unánime sobre una cuestión, no decían nada y acordaban no estar de acuerdo, sin sugerir que hubiera cisma o división.
Tal vez la historia del Concilio de Trento ayude a abordar nuestras actuales divisiones en la Iglesia. En lugar de suponer que los católicos tradicionalistas tienen opiniones peligrosas, con toda caridad se debería pensar lo mejor de ellos (algo que aconsejaría San Ignacio). ¿No se les podría simplemente dejar en paz?
La historia de Trento y de la Iglesia Católica a lo largo de los tiempos es la de una asamblea que aparentemente podía abarcar una amplia variedad de dones (como sugería San Pablo), del mismo modo que la Iglesia medieval acogía a Benedictinos, Dominicos, Franciscanos y Cistercienses, entre otros muchos. Trento hizo honor a esa herencia; el Concilio dio cabida a todos los fieles creyentes dentro del redil católico. A pesar de toda la retórica actual en ciertos círculos sobre la “acogida del extranjero”, muchos católicos y sus líderes -de forma bastante evidente- no pueden soportar a algunos de sus vecinos.
Al principio de nuestra historia, Dios prometió a Abraham que Sodoma no sería destruida si sólo se encontraran diez personas justas en aquel antro de iniquidad. ¿No deberían las autoridades de la Iglesia mostrar la misma indulgencia divina?
Imagen: El Concilio de Trento (vigesimotercera sesión, 15 de julio de 1563, en la nave central de la catedral de San Vigilio de Trento) de un artista anónimo de la Escuela Veneciana, c. 1550-1560 [Louvre, París]
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