Somos menos y estamos más desanimados. Los datos cantan. O al menos, estamos desilusionados con nuestros pastores.
Si lo primero es malo, lo segundo es malísimo.
Vamos a lo primero. Tomo los datos de la reflexión que publicó en su día José Francisco Serrano en Religión Confidencial:
Es verdad que el año 2020 fue el de la pandemia, pero es lo que hay. Por ejemplo, con pandemia o sin pandemia, se casan cada vez menos parejas, y de las que deciden contraer matrimonio, poco más del 15 % lo hacen por la Iglesia. Hoy, y es otro dato, se bautizan poco más de un tercio de los niños que nacen en España. Por tanto, lo de ser menos no es apreciación subjetiva, porque los datos son tercos. Por ejemplo, en los últimos diez años nos hemos dejado por el camino 3.324 sacerdotes, pasando de los 19.892 del año 2010 a los 16.568 de 2020. Menos. En todo. Muchos menos.
Durante años nos hemos ido consolando a base de repetirnos sin demasiado convencimiento que el número no importaba, que lo que había que entender es que vamos a un catolicismo de minorías, pero minorías mucho más comprometidas.
Esto ya no se lo cree nadie.
Somos menos y más desanimados. Los datos cantan. O al menos desilusionados con nuestros pastores.
Si quieren, comenzamos por el mismísimo Vaticano, que nos ofrece semana tras semana el penosísimo espectáculo de una plaza de san Pedro que se va vaciando por más que las cámaras oficiales se empeñen en tomar planos imposibles. No sé las descargas que tienen las catequesis del papa Francisco o los más elementales documentos. La gente pasa.
En España hemos podido comprobar el escasísimo entusiasmo que ha producido la convocatoria del Sínodo de la sinodalidad. No creo que haga falta hacer más herida del penoso espectáculo de la clausura de Madrid o de la mini clausura en la intimidad de Segovia.
Los fieles, salvo excepciones del todo excepcionales, y muchos sacerdotes por lo que me cuentan y hablamos, han tomado la opción de la supervivencia. Es decir, que cada cual se va buscando la vida, o bien aguantando con estoicismo sus respectivas parroquias, bien buscando dónde vivir su fe con tranquilidad o tomando la opción de incorporarse a algún grupo o movimiento de confianza.
Siguen con vitalidad todo lo que es religiosidad popular, quizá, posiblemente, porque ahí la gente vive su fe un poco por libre o un mucho.
¿Cuáles están siendo los motivos de esta situación?
Uno a largo plazo no cabe duda de que es la opción por la secularización vivida en el seno de la propia Iglesia. Suprimimos todo lo religioso hasta en lo externo, y esto deja huella. Hasta en instituciones católicas desaparecieron cruces, imágenes, signos y símbolos.
Hay que señalar una pérdida de fe que hemos ido compensando a base de justificar nuestra existencia en un genérico “estar con los pobres”, sin ningún tipo de reflexión teológica. Estar con los pobres es reconocer que la pobreza y la injusticia son fruto del pecado y es ofrecer a los pobres el don de Jesucristo.
La desaparición de los novísimos, que eran un acicate para no pecar: ahí está el infierno y un estímulo de vida: trabaja por el cielo. Si al cielo vamos todos y el infierno no existe, haga cada cuál lo que prefiera, que es igual.
La gente se siente abandonada por sus pastores. Hoy siguen sin entender cómo fue posible quedarse sin vida sacramental tres meses durante la pandemia. Tampoco entienden lo que consideran tibieza a la hora de defender nuestra fe y nuestra cultura católica. Al final tienen la impresión, acertada o equivocada, pero la tienen, de que “arriba” (como dicen ellos) estamos a lo nuestro, y que mucha sinodalidad pero que no les hacemos caso, salvo a los cuatro que nos conviene.
Hace poco alguien a quien considero una persona de buena cabeza y correcta formación me decía: sigo acudiendo a la parroquia porque necesito la gracia sacramental. Pero nada más. Que no cuenten conmigo.
Pocos y desanimados. Es lo que tenemos.
De profesion, cura
Por el padre Jorge González Guadalix
Vamos a lo primero. Tomo los datos de la reflexión que publicó en su día José Francisco Serrano en Religión Confidencial:
Es verdad que el año 2020 fue el de la pandemia, pero es lo que hay. Por ejemplo, con pandemia o sin pandemia, se casan cada vez menos parejas, y de las que deciden contraer matrimonio, poco más del 15 % lo hacen por la Iglesia. Hoy, y es otro dato, se bautizan poco más de un tercio de los niños que nacen en España. Por tanto, lo de ser menos no es apreciación subjetiva, porque los datos son tercos. Por ejemplo, en los últimos diez años nos hemos dejado por el camino 3.324 sacerdotes, pasando de los 19.892 del año 2010 a los 16.568 de 2020. Menos. En todo. Muchos menos.
Durante años nos hemos ido consolando a base de repetirnos sin demasiado convencimiento que el número no importaba, que lo que había que entender es que vamos a un catolicismo de minorías, pero minorías mucho más comprometidas.
Esto ya no se lo cree nadie.
Somos menos y más desanimados. Los datos cantan. O al menos desilusionados con nuestros pastores.
Si quieren, comenzamos por el mismísimo Vaticano, que nos ofrece semana tras semana el penosísimo espectáculo de una plaza de san Pedro que se va vaciando por más que las cámaras oficiales se empeñen en tomar planos imposibles. No sé las descargas que tienen las catequesis del papa Francisco o los más elementales documentos. La gente pasa.
En España hemos podido comprobar el escasísimo entusiasmo que ha producido la convocatoria del Sínodo de la sinodalidad. No creo que haga falta hacer más herida del penoso espectáculo de la clausura de Madrid o de la mini clausura en la intimidad de Segovia.
Los fieles, salvo excepciones del todo excepcionales, y muchos sacerdotes por lo que me cuentan y hablamos, han tomado la opción de la supervivencia. Es decir, que cada cual se va buscando la vida, o bien aguantando con estoicismo sus respectivas parroquias, bien buscando dónde vivir su fe con tranquilidad o tomando la opción de incorporarse a algún grupo o movimiento de confianza.
Siguen con vitalidad todo lo que es religiosidad popular, quizá, posiblemente, porque ahí la gente vive su fe un poco por libre o un mucho.
¿Cuáles están siendo los motivos de esta situación?
Uno a largo plazo no cabe duda de que es la opción por la secularización vivida en el seno de la propia Iglesia. Suprimimos todo lo religioso hasta en lo externo, y esto deja huella. Hasta en instituciones católicas desaparecieron cruces, imágenes, signos y símbolos.
Hay que señalar una pérdida de fe que hemos ido compensando a base de justificar nuestra existencia en un genérico “estar con los pobres”, sin ningún tipo de reflexión teológica. Estar con los pobres es reconocer que la pobreza y la injusticia son fruto del pecado y es ofrecer a los pobres el don de Jesucristo.
La desaparición de los novísimos, que eran un acicate para no pecar: ahí está el infierno y un estímulo de vida: trabaja por el cielo. Si al cielo vamos todos y el infierno no existe, haga cada cuál lo que prefiera, que es igual.
La gente se siente abandonada por sus pastores. Hoy siguen sin entender cómo fue posible quedarse sin vida sacramental tres meses durante la pandemia. Tampoco entienden lo que consideran tibieza a la hora de defender nuestra fe y nuestra cultura católica. Al final tienen la impresión, acertada o equivocada, pero la tienen, de que “arriba” (como dicen ellos) estamos a lo nuestro, y que mucha sinodalidad pero que no les hacemos caso, salvo a los cuatro que nos conviene.
Hace poco alguien a quien considero una persona de buena cabeza y correcta formación me decía: sigo acudiendo a la parroquia porque necesito la gracia sacramental. Pero nada más. Que no cuenten conmigo.
Pocos y desanimados. Es lo que tenemos.
De profesion, cura
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