Divididos en nueve coros subordinados el uno al otro, los ángeles que fueron fieles son un ejército invencible. Su número es incalculable. Sólo hay tres ángeles cuyos nombres propios son dados a conocer en las Sagradas Escrituras.
San Miguel es el gran capitán del ejército celestial. Su nombre Mi-cha-el significa: ¡quién como Dios! Cuando Lucifer, ciego por el orgullo, quiso ser igual al Altísimo, Miguel exclamó con voz de trueno: “¡Quién como Dios!” Y acompañado por los ángeles fieles, se precipitó desde lo alto de los cielos contra la tropa rebelde de los apóstatas. Así se convirtió en el generalísimo del incontable ejército de los santos ángeles. Se ve en los profetas, que era el protector del pueblo de Israel; ahora lo es de la Iglesia.
San Gabriel, cuyo nombre significa Fuerza de Dios, anuncia al profeta Daniel la época de la gran obra de Dios, la época del Hijo de Dios hecho hombre, Cristo condenado a muerte, la remisión de los pecados, el Evangelio predicado a todas las naciones, la ruina de Jerusalén y de su templo, la condenación final del pueblo judío. Es el mismo ángel Gabriel que predijo al sacerdote Zacarías, en el templo, en el santuario, junto al altar de los perfumes, el nacimiento de un hombre que sería llamado Juan, el lleno de gracia y que anunciaría la venida del Salvador, quien lo señalaría: “He aquí el Cordero de Dios! ¡He aquí el que quita los pecados del mundo!”. Y el mismo arcángel, siempre enviado para anunciar grandes cosas, iría a la humilde casa de Nazareth a anunciar a la Virgen María la mayor de todas las cosas; comunicó que, sin dejar de ser virgen, ella daría a luz al Hijo del Altísimo, que sería llamado Jesús el Salvador, porque sería el Salvador del mundo. Y este glorioso arcángel nos enseñó a decir: “Dios te Salve María, llena eres de gracia, el Señor está contigo, bendita entre todas las mujeres!”.
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Todos los domingos, durante la celebración de la Sagrada Eucaristía, un número incontable de fieles en el orbe católico canta o recita el símbolo de nuestra fe. Las verdades de nuestra santa religión son proclamadas una tras otra, obedeciendo una inspirada y sublime síntesis, hasta completar la totalidad de la única doctrina de la fe: “Así como la semilla de la mostaza contiene en un grano pequeñísimo a un gran número de ramas -enseña san Cirilo de Jerusalén-, de la misma manera este resumen de la fe encierra en algunas palabras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento”.
“Creo en Dios Padre todopoderoso”. Después de esta afirmación primera y fundamental, de la cual dependen todos los demás artículos del Credo, proclamamos enseguida “el comienzo de la historia de la salvación”: “Creador del cielo y de la tierra”.
El misterio de la Creación
Dios, Ser absoluto y eterno, no tenía necesidad de ninguna criatura que le rindiera homenaje ni que reconociera su grandeza ilimitada. Entre tanto, en su misericordia, quiso crear, no para aumentar su propia gloria, intrínseca y sempiterna, sino para manifestar su amor todopoderoso y “comunicar su gloria” a los seres que había creado, compartiendo con ellos su verdad, su bondad y su belleza.
Una inmensa multitud de criaturas diversas y desiguales -seres visibles e invisibles, inteligentes o desprovistos de razón, dispuestos en una maravillosa jerarquía- dio forma, así, al Orden del universo, reflejo de la perfección adorable del Ser infinito, que sólo se manifestaría totalmente en la plenitud de los tiempos mediante su Hijo Unigénito, Jesucristo, el Verbo eterno encarnado.
Explica el Doctor Angélico que “el efecto no representa más que a su causa”. Así, en todas las criaturas podemos encontrar vestigios de la eterna Sabiduría que las sacó de la nada: en los astros que pueblan la inmensidad del firmamento y cuyas constelaciones se encuentran separadas, a veces, por millones de años-luz; en los diminutos granos de arena, jamás iguales entre sí, que cubren desiertos y playas; en la variedad asombrosa de vegetales, que va desde “la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al fuego” (Mt 6, 30) hasta los milenarios alerces y secuoyas; en el admirable instinto de los insectos, en la fidelidad casi inteligente de un perro, en la delicadeza virginal de un armiño, en los miles de microbios que pueden pulular en una gota de agua… Pero Dios quiso reflejarse sobre todo en el hombre, creado a su imagen. Y al hacerlo como un compuesto de cuerpo corruptible y alma inmortal, lo transformó en un eslabón entre la materia y el mundo espiritual.
El mundo angelical
Pero en lo alto de esta grandiosa jerarquía, desde donde “superan en perfección a todas las criaturas visibles”, Dios colocó a los ángeles, criaturas puramente espirituales, inteligentes y capaces de amar, llenos de gracia divina desde el inicio de su existencia, en la aurora de la primera mañana de la creación. Distribuidos y ordenados por Dios en nueve coros -Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles- forman el ejército de la Jerusalén celestial, y recibieron la triple misión de ser perpetuos adoradores de la Santísima Trinidad, agentes de los designios divinos y protectores del género humano.
Es una Corte del Señor, inmensa e incalculable. “¿Puede contar alguien sus tropas?”, pregunta el Libro de Job (25, 3). Y el profeta Daniel, abismado, escribió: “Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él” (Dan 7, 10). Sin embargo, cada uno de estos espíritus ostenta una personalidad propia, inconfundible y específica, sin que haya sido creado uno igual al otro.
El primero de los ángeles
Dios, a tanta diversidad y esplendor, quiso colocar un ápice, un punto monárquico, un ser que reflejara de modo inigualable la luz eterna e inextinguible. Maravilla de maravillas, obra maestra del mundo angélico, fulguraba en lo más alto de los coros y todos se extasiaban frente a él, como si dijeran: “Eras el sello de una obra maestra, lleno de sabiduría, acabado en belleza. En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto” (Ez 28, 12-13).
Como primero de los serafines, iluminaba a todos los espíritus celestiales con los reflejos de la divinidad que su inteligencia sin par discernía con la ayuda de la gracia. Su nombre era Lucifer, el portador de la luz…
La prueba de los espíritus celestiales
Sin embargo, antes de poder contemplar la esencia de Dios por toda la eternidad, los ángeles debían atravesar una prueba. Pues, a pesar de la altísima perfección de su naturaleza, “el ángel no puede volverse a aquella bienaventuranza por su voluntad a no ser ayudada por la gracia”.
Ante ellos, la faz del Ser infinito permanecía como en penumbras, y solamente sus destellos eran capaces de alimentar el ardiente amor de las legiones del Señor.
Según afirman Tertuliano, San Cipriano, San Basilio, San Bernardo y otros santos, la prueba que decidió del destino eterno de los espíritus angélicos fue el anuncio de la Encarnación del Verbo, Jesucristo, Verdadero Dios y Verdadero Hombre, el cual habría de nacer de la Virgen María.
Podemos imaginar que una conmoción de asombro recorrió entonces las filas de la milicia celestial cuando conocieron intuitivamente, por una acción de Dios, el plan de la Salvación: el Creador eterno, inaccesible, todopoderoso, se uniría hipostáticamente a la naturaleza humana, elevándola con ello hasta el trono mismo del Altísimo; y una mujer, la Madre de Dios, se convertiría en medianera de todas las gracias, sería encumbrada por encima de los coros angélicos y coronada como Reina del Universo!
Lo inexplicable surgía frente a los ángeles como cúspide y núcleo de la obra de la creación
La prueba había llegado. ¡Amar sin entender! ¡Amar sobre todas las cosas al Dios Altísimo que en una sublime manifestación de su amor había sacado de la nada a todas las criaturas! Reconocer, en un supremo impulso de adoración y sumisión, la superioridad infinita de la Bondad absoluta y eterna. Era el acto que confirmaría a los espíritus angélicos en la gracia divina y los introduciría en la visión beatífica para siempre.
La primera revolución de la Historia
Pero Lucifer vaciló ante un misterio que sobrepasaba su comprensión angélica. ¿Estaría ignorando Dios la naturaleza perfectísima de los ángeles y prefería unirse a un ser humano, tan inferior a ellos en el orden de las criaturas? Él, el serafín más alto, ¿sería obligado a adorar a un hombre? “Esta unión hipostática del hombre con el Verbo le pareció intolerable y deseó que se realizara con él”, afirma Cornelio a Lápide. Sí, sólo con él, Lucifer, “perfecto desde que fuiste creado” (Ez 28, 15), debería unirse Dios y de este modo erigirlo en mediador único y necesario entre el Creador y las criaturas. Así, “el que había sido hecho ángel desde la nada, comparándose, lleno de soberbia, con su Creador, pretendió robar lo que era propio del Hijo de Dios”, concluye san Bernardo.
“El ángel pecó queriendo ser como Dios” y el príncipe de la luz se volvió tinieblas.
Se pudo oír el primer grito de rebeldía en la historia de la creación: “¡No serviré! ¡Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión! ¡Me asemejaré al Altísimo!” (cf. Is 14, 13-14).
El defensor de la gloria de Dios
Resonó entonces un grito en el Cielo: “¿Quién como Dios?”
Entre el ángel rebelde y el trono del todopoderoso se levantaba “uno de los primeros príncipes” (Dan 10, 3), un serafín incomparablemente más esplendoroso y fuerte de lo que había sido “el portador de la luz”. ¿Quién era éste que se atrevía a desafiar al más alto de los ángeles y ahora refulgía invencible, revestido con “el poder de la divina justicia, más fuerte que toda virtud natural de los ángeles”?
¿Quién era éste? Llama viva de amor, hoguera de celo y humildad, ejecutor de la divina justicia.
“¿Quién como Dios?” – Millones de millones de espíritus angélicos repitieron el mismo grito de fidelidad. “¿Quién como Dios?” – Este signo de fidelidad, que en hebreo se dice Mi-ka-el, se transformó en el nombre del serafín que, por su caridad sin parangón, fue el primero en alzarse en defensa de la Majestad ofendida.
Michael, Miguel: nombre que expresa, en su sonora brevedad, la alabanza más completa, la adoración más perfecta, el reconocimiento más lleno de amor a la trascendencia divina y la confesión más humilde de la contingencia de la criatura.
La primera batalla de una guerra eterna
Satanás, lleno de orgullo y “obstinado en su pecado, arrastró la tercera parte” (Ap 12, 4) de los espíritus angélicos, hundiéndolos consigo en las tinieblas eternas de la rebelión.
Pero no prevalecieron, ni hubo más lugar para ellos en el cielo. Ese gran dragón, que se llama demonio y Satanás, fue precipitado junto a sus ángeles (Ap 12, 8-9) en los abismos tenebrosos del infierno (Pe 2, 4).
Un inmenso clamor llenó el universo: “¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Ha sido precipitada al infierno tu arrogancia!” (Is 14, 11-12). Y mientras el serafín rebelde era visto “caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 18) y ser condenado al fuego inextinguible, “preparado para el Diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), San Miguel era elevado por el Rey Eterno a la cima de la jerarquía de los ángeles fieles y se convertía en el “gloriosísimo príncipe de la milicia celestial”, como lo designa la Liturgia de la Santa Iglesia Católica.
El nuevo campo de batalla
Restablecido el orden en los cielos angelicales, la tierra de los hombres pasó a ser el campo de batalla donde prosiguió la lucha entre la luz y las tinieblas. El ángel destronado consiguió seducir a nuestros primeros padres para hacerlos pecar, como él, contra el Altísimo, queriendo ser como dioses (Gen 3, 5) y el Señor declaró la guerra al tentador: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje” (Gen 3, 15).
A partir de este momento, la historia humana ha sido atravesada por una ardua lucha contra el poder de las tinieblas. Iniciada al comienzo mismo del mundo, esta batalla durará hasta el último día, según las palabras del Señor. El hombre, inserto en esta batalla, debe luchar por sumarse al bien.
En este combate, además de las armas decisivas de la gracia de Dios, que los sacramentos nos entregan en superabundancia, los hombres cuentan con el auxilio y la protección de los ángeles. Y al príncipe de la Jerusalén celestial corresponde la capitanía de todas legiones angélicas en la lucha contra las fuerzas del infierno por la salvación de las almas. Así, San Miguel prosigue en la tierra la lucha triunfal que comenzó en el Cielo.
Protector del pueblo elegido y de la Santa Iglesia
San Miguel fue el ángel tutelar del pueblo de Israel
Las Sagradas Escrituras lo mencionan por primera vez en el libro de Daniel. Este profeta, al escribir las revelaciones recibidas del ángel Gabriel sobre el combate para liberar a la nación elegida de la servidumbre a los persas, afirma que nadie la defenderá “excepto Miguel, vuestro Príncipe” (Dan 10, 22). Y añade, cuando relata las tribulaciones de épocas futuras: “En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran Príncipe que defiende a los hijos de tu pueblo” (Dan 12, 1).
El serafín de la fidelidad no dejó de proteger al pueblo de Israel y velar por la fe de la sinagoga hasta el momento supremo de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
El sol se oscureció y hubo tinieblas, la tierra tembló, se partieron las piedras y el velo del Templo -monumental tejido de jacinto, púrpura y escarlata que cubría la entrada del impenetrable “Santo de los Santos”- se rasgó en dos partes, de alto abajo (cf. Mt 27, 51; Mc 15, 38; Lc 23, 45). El famoso historiador judío Flavio Josefo cuenta que, después de estos acontecimientos, los propios sacerdotes del Templo escucharon dentro del recinto sagrado una misteriosa voz que exclamaba repetidas veces: “¡Salgamos de aquí!”.
San Miguel, el centinela de Israel, abandonaba definitivamente el Templo de la Antigua Alianza, ahora inútil porque el único sacrificio verdadero acababa de consumarse en lo alto del Calvario. Del corazón atravesado del Cordero Inmaculado nacía la Santa Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, Templo eterno del Espíritu Santo. Y a partir de ese instante, Miguel, el triunfador, el primer adorador del Verbo encarnado, se volvió también el vigilante protector de la Única Iglesia de Dios.
Al respecto escribió el cardenal Schuster: “Después del oficio de padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a San Miguel: protector y defensor de la Iglesia”.
GaudiumPress
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