jueves, 1 de diciembre de 2022

EL SUFRIMIENTO Y EL CASTIGO DIVINO DE LOS BUENOS JUNTO A LOS MALOS

El gran San Agustín ve con claridad y habla con franqueza sobre temas con los que nos engañamos y ofuscamos.

Por el Dr. Edward Feser


Hoy en día, muchos trabajan bajo la ilusión de que la realidad del sufrimiento es una dificultad para el cristianismo - como si la doctrina cristiana nos llevara a esperar poco o ningún sufrimiento, de modo que sus adherentes deberían estar desconcertados por la prevalencia del sufrimiento. Pero esto es lo contrario de la verdad. La fe católica enseña que el sufrimiento es la consecuencia inexorable del pecado original y de los pecados de nuestro pasado. Es una parte esencial del largo y doloroso proceso de santificación, de superación de los hábitos pecaminosos de pensamiento y acción. Es el concomitante inevitable de la persecución que los cristianos deben afrontar por predicar el Evangelio y condenar la maldad del mundo. Es un castigo ineludible por el pecado, que debemos asumir con espíritu penitencial. Mediante el sufrimiento pagamos tanto nuestra propia deuda temporal como la de los demás, por los que podemos ofrecer nuestro sufrimiento. Por medio de él, nos unimos más estrechamente a la Pasión de Cristo. La amplitud y la profundidad del sufrimiento humano confirman, pues, más que desconfirmar, las pretensiones del cristianismo.

El desconcierto ante el sufrimiento es menos la causa que la consecuencia de la apostasía del Occidente moderno respecto a la fe católica. También refleja la blandura y la decadencia de una civilización moribunda que se ha acostumbrado a la opulencia y no puede comprender un bien superior más allá de la facilidad y más allá de esta vida, por el cual podríamos abrazar el sufrimiento. No son sólo los apóstatas los que muestran esta ceguera. La podredumbre espiritual ha penetrado profundamente en la Iglesia, afligiendo incluso a aquellos que son leales a la ortodoxia y a la moral cristiana. Y en nuestra renuencia a aceptar el sufrimiento, sólo nos aseguramos más de él.

Aquí, como en otras partes, el gran San Agustín ve con claridad y habla con franqueza donde los modernos nos engañamos y ofuscamos. En los capítulos 8 a 10 del Libro I de “La Ciudad de Dios”, analiza cómo y por qué el mal y el sufrimiento afectan tanto a los buenos como a los malos en esta vida. A medida que nuestra época desciende hacia un desorden moral, político, social y económico cada vez más profundo, haríamos bien en meditar sobre su estimulante enseñanza. Si los fieles creen que se librarán o deberían librarse del castigo que los pecados de nuestra civilización pueden acarrear, están muy equivocados. Es probable que las cosas empeoren para todos nosotros, aunque sólo sea para que la providencia divina pueda finalmente sacar algo mejor del caos.

En el capítulo 8, Agustín señala que, si bien existe en esta vida cierta conexión entre las acciones malas y el sufrimiento, por un lado, y la rectitud y las bendiciones, por otro, está muy lejos de ser estrecha. Los malvados disfrutan de muchas cosas buenas, mientras que los buenos sufren muchas desgracias. Sin duda, esto se corregirá en la otra vida, cuando los buenos sean recompensados con la felicidad eterna y los malvados con el tormento eterno. “Pero en cuanto a los bienes de esta vida y a sus males -escribe Agustín-, Dios ha querido que sean comunes a ambos, para que no codiciemos con demasiada avidez las cosas que los malvados disfrutan, ni nos retraigamos con un temor indecoroso de los males que incluso los hombres buenos sufren a menudo”.


Cuando nos preguntamos por qué Dios permite que suframos aunque intentemos obedecerle, parte de la razón es precisamente para que podamos salvarnos. Porque si perseguimos la justicia sólo cuando es fácil hacerlo, nuestra virtud está destinada a ser superficial y difícilmente duradera. Por otra parte, si la conexión entre el comportamiento virtuoso y las bendiciones materiales es demasiado estrecha, es probable que persigamos lo primero por las razones correctas. No podemos alcanzar la felicidad en el mundo venidero si nos apegamos demasiado al mundo de hoy, y el sufrimiento es un medio para evitar esto último.

Además, dice Agustín, la diferencia entre un hombre verdaderamente justo y uno malvado suele quedar al descubierto precisamente por el sufrimiento:
Por lo tanto, aunque los hombres buenos y malos sufran por igual, no debemos suponer que no hay diferencia entre los hombres mismos, porque no hay diferencia en lo que ambos sufren. Porque incluso en la semejanza de los sufrimientos, sigue habiendo una diferencia en los que los padecen; y aunque estén expuestos a la misma angustia, la virtud y el vicio no son la misma cosa. Pues como el mismo fuego hace brillar el oro y ahumar la paja... así la misma violencia de la aflicción prueba, purga, aclara al bueno, pero condena, arruina, extermina al malvado. Y así es que en la misma aflicción los malvados detestan a Dios y blasfeman, mientras que los buenos rezan y alaban. Tan material es la diferencia, no de los males que se sufren, sino de la clase de hombre que los sufre.
Ahora bien, hasta ahora Agustín se refiere al sufrimiento que es inmerecido. Pero también hay sufrimientos que los hombres buenos pueden merecer y atraer sobre sí mismos, como explica Agustín en el capítulo 9. Esto es así de varias maneras. En primer lugar, por supuesto, nadie es perfecto. Incluso aquellos que evitan las violaciones más flagrantes de la moral cristiana suelen mostrar fallos morales de diversa índole:
Aunque estén lejos de los excesos de los hombres malvados, inmorales e impíos, no se juzgan a sí mismos tan limpios de todas las faltas como para ser demasiado buenos para sufrir por estos males incluso temporales. Porque todo hombre, por muy loablemente que viva, cede en algunos puntos a los deseos de la carne. Aunque no caiga en la enorme enormidad de la maldad, ni en la viciosidad abandonada, ni en la profanidad abominable, sin embargo, se desliza en algunos pecados, ya sea raramente o tanto más frecuentemente cuanto que los pecados parecen de menor importancia.
Pero también está la actitud que el hombre de bien adopta hacia los que llevan una vida especialmente perversa. Hay muchos que desaprueban esa maldad y nunca la practicarían ellos mismos, pero que, sin embargo, por cobardía, se abstienen de criticarla en otros. Aquí Agustín hace algunas observaciones que son especialmente relevantes para nuestros tiempos, y que vale la pena citar ampliamente:
¿Dónde podemos encontrar fácilmente un hombre que tenga en buena y justa estima a aquellas personas a causa de cuyo repugnante orgullo, lujo y avaricia, y malditas iniquidades e impiedades, Dios ahora golpea la tierra como amenazaron sus predicciones? ¿Dónde está el hombre que vive con ellos en el estilo en que nos conviene vivir con ellos? Porque a menudo nos cegamos impíamente ante las ocasiones de enseñarles y amonestarles, a veces incluso de reprenderles y regañarles, ya sea porque rehusamos la labor o nos da vergüenza ofenderles, o porque tememos perder las buenas amistades, no sea que esto se interponga en nuestro progreso, o nos perjudique en algún asunto mundano, que o bien nuestra disposición codiciosa desea obtener, o nuestra debilidad se resiste a perder. De modo que, aunque la conducta de los malvados es desagradable para los buenos, y por lo tanto, no caen con ellos en la condenación que en la otra vida les espera a tales personas, sin embargo, porque perdonan sus pecados abominables por temor, aunque sus propios pecados sean leves y veniales, son justamente azotados con los malvados en este mundo, aunque en la eternidad escapen completamente al castigo. Justamente, cuando Dios los aflige en común con los malvados, encuentran amarga esta vida, por negarse a ser amargos con estos pecadores.
Aquí Agustín enseña que no basta con abstenerse de los pecados de los hombres malvados. El cristiano debe también criticarles por su maldad y tratar de que se arrepientan de ella. Sin duda, Agustín reconoce que puede haber ocasiones en las que uno puede optar justificadamente por posponer tal crítica hasta un momento oportuno, o abstenerse de ella por un temor razonable a hacer más daño que bien. Pero aquí enseña que no es justificable abstenerse de tal crítica simplemente porque es difícil, o porque tememos causar ofensa y perder amigos, o porque no queremos arriesgarnos a perder estatus u otros bienes mundanos. Porque los malvados corren el peligro de condenarse si no se arrepienten, y nosotros "nos cegamos perversamente" si eludimos nuestro deber de animarles a hacerlo. Incluso si evitamos la condenación, sufriremos justamente junto a ellos cuando la providencia divina les imponga castigos de este mundo (desorden social y económico, desastres naturales, etc.).


También aquí Agustín subraya que Dios permite que los buenos sufran junto a los malvados, en parte para despojarlos de su apego a este mundo, donde su reticencia a criticar a los malvados es un síntoma de este apego:
Lo que es digno de reproche es que aquellos que se rebelan contra la conducta de los malvados y viven de otra manera, perdonan las faltas de los demás hombres que deberían reprender y desechar; y las perdonan porque temen ofender, para no perjudicar sus intereses en las cosas que los hombres buenos pueden usar inocente y legítimamente, aunque las usan con más avidez que lo que corresponde a los que son extraños en este mundo y profesan la esperanza de un país celestial.
Agustín es especialmente duro con los cristianos (como los clérigos) que no tienen obligaciones familiares y similares de las que preocuparse, y que, sin embargo, rehúsan cumplir con su deber de condenar la maldad que les rodea:
Suelen pensar en su propia seguridad y en su buen nombre, y se abstienen de censurar a los malvados, porque temen sus artimañas y su violencia .... Se abstienen de intervenir, porque temen que, si no surte buen efecto, su propia seguridad o reputación pueda ser dañada o destruida; no porque vean que la preservación de su buen nombre es necesaria, para poder influir en aquellos que necesitan su instrucción, sino más bien, porque les gusta la adulación y el respeto de los hombres, y temen los juicios de la gente, y el dolor o la muerte del cuerpo; es decir, su no intervención es el resultado del egoísmo, y no del amor.
La aplicación a la actualidad es evidente. Consideremos los pecados sexuales en los que nuestra época se ha hundido, posiblemente, más profundamente que en ninguna otra anterior. Para evitar criticar estos pecados con demasiada dureza o incluso hablar mucho de ellos, incluso muchos cristianos, por lo demás conservadores, se mienten a sí mismos sobre su gravedad, fingiendo que son leves cuando en realidad (y como siempre ha insistido la Tradición) son extremadamente graves. Tales pecados tienen, entre sus consecuencias: el pecado aún más grave del asesinato, en forma de aborto; la falta de padre y la pobreza y la desintegración social que son su secuela; la adicción a la pornografía y los problemas matrimoniales que conlleva; la soledad y la inseguridad económica de las mujeres que en su juventud fueron utilizadas por los hombres para el placer, y que más tarde son incapaces de encontrar marido; una quiebra general de la racionalidad que ha llegado al punto de negar incluso la diferencia objetiva entre hombres y mujeres; y la voluntad de mutilar los cuerpos de los niños en nombre de la ideología de género.


Peor aún, muchos cristianos se engañan pensando que es el amor o la compasión por el pecador lo que les impide condenar estos pecados con demasiada dureza. De hecho, dado el grave daño que causan estos pecados, y la dificultad que tienen tantos para salir de ellos, abstenerse de advertir a otros contra ellos es lo contrario de la compasión. Sin embargo, la época actual es tan adicta a ellos que, de todos los pecados, los sexuales son aquellos cuya crítica pone al crítico en mayor peligro. La gente teme por su reputación, e incluso por su sustento, si habla. Por eso, como dice Agustín, "su no intervención es el resultado del egoísmo, y no del amor".

La consecuencia, enseña Agustín, es que muchos pecadores que podrían haberse arrepentido si se les hubiera advertido, acabarán condenados por ello. Y quienes no les advirtieron sufrirán junto a ellos al menos castigos temporales, porque estaban demasiado apegados a las comodidades de esta vida como para ayudar a otros a prepararse para la próxima. Escribe Agustín:
En consecuencia, me parece que ésta es una de las principales razones por las que los buenos son castigados junto con los malvados, cuando Dios se complace en visitar con castigos temporales las costumbres despilfarradoras de una comunidad. Se les castiga juntos, no porque hayan pasado una vida igualmente corrompida, sino porque tanto los buenos como los malos, aunque no igualmente con ellos, aman esta vida presente; mientras que deberían abaratarla, para que los malos, siendo amonestados y reformados por su ejemplo, puedan aferrarse a la vida eterna... Mientras vivan, sigue siendo incierto que no lleguen a tener una mente mejor. Estos egoístas tienen más motivos para temer que aquellos a los que se les dijo por medio del profeta: "Pero si el centinela ve venir la espada y no toca la trompeta, y el pueblo no es advertido, y una espada viene y se lleva a uno de entre ellos, él será llevado por su iniquidad; pero yo demandaré su sangre de mano del centinela" (Ezequiel 33:6).

En el capítulo 10, Agustín insiste en el tema de que el tesoro de los cristianos se encuentra en el cielo y no en ninguno de los bienes de esta vida, y que, en consecuencia, ningún sufrimiento mundano puede perjudicarlos realmente. Escribe:
Deben soportar todos los tormentos, si es necesario, por amor a Cristo; para que se les enseñe a amar más bien a Aquel que enriquece con la felicidad eterna a todos los que sufren por Él, y no a la plata y al oro, por los que es lamentable sufrir, tanto si los conservan diciendo una mentira como si los pierden diciendo la verdad. Pues bajo estas torturas nadie pierde a Cristo por confesarlo...
Como indica esta última observación, la pérdida de las bendiciones mundanas -bienes materiales, reputación, amistades, salud, sustento, incluso la vida misma- es permitida por Dios para que aprendamos a no aferrarnos a estas cosas a expensas de la visión beatífica, cuyo valor supera todo lo demás. Por lo tanto, Dios sólo permite el sufrimiento no a pesar de su bondad, sino precisamente por su bondad. Como dice Agustín, no hay "ningún mal que le suceda al fiel y al piadoso que no se pueda convertir en beneficio", de modo que, con San Pablo, "sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios" (Romanos 8:28).


Catholic World Report


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