“Hay en la conciencia una magia con la que uno puede ir más allá de las cosas. Y el peyote nos cuenta dónde está esa magia”, escribió Antonin Artaud. Su testimonio sobre los usos del cactus en el pueblo tarahumara inauguró en la primera mitad del siglo XIX un nuevo capítulo en la historia occidental de las drogas: los viajes de escritores, investigadores y antropólogos en busca de plantas y sustancias vegetales utilizadas con fines medicinales y rituales por comunidades indígenas de México, Colombia, Brasil, Ecuador y Perú. Los relatos de estos autores trazan un mapa psicodélico de América Latina en torno a ritos ancestrales de los pueblos originarios. Lo cuenta Osvaldo Aguirre en Infobae.
Las experiencias con enteógenos, como se llama a las sustancias vegetales que provocan estados alterados de conciencia, también pueden encontrarse en la literatura argentina. Los textos de Néstor Perlongher dedicados a la ayahuasca, los ensayos de Oscar del Barco en Alternativas de lo posthumano (2010) y otros libros como Cuadernos del peyote (1988) y La forma oscura (2014), de Carlos Riccardo, El camino del peyote (2018), de Martín Cristal, y Ayahuasca, medicina del alma (2010), del psiquiatra Néstor Berlanda y el antropólogo Diego Viegas, son títulos destacados en la especialidad.
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“Los hombres siempre buscaron acceder al espacio de lo sagrado mediante la utilización de sustancias que le permitían romper la clausura de la individuación y acceder a un contacto íntimo con lo divino”, escribió Oscar Del Barco en el prólogo de Cuaderno del peyote, un libro donde Carlos Riccardo relata siete ingestiones del cactus –una con el mismo Del Barco– después de un viaje al desierto de San Luis Potosí, en México. Si hay otros mundos, pero están en este, como dice una frase célebre de Paul Eluard, los enteógenos tienen una llave.
La televisión de la selva
William S. Burroughs vivía en México cuando decidió viajar hacia el sur del continente. Tenía dos motivos: alejarse de la justicia, que lo investigaba por la muerte de su esposa Joan Vollmer y, como lo contó en Yonqui (1953), su primera novela, buscar yagé, o ayahuasca, como una posible cura para la adicción a la heroína. En el camino mantuvo correspondencia con Allen Ginsberg, lo que sería editado como Cartas del yagé (1963).
Según la versión más conocida, Burroughs mató de un balazo a Joan Vollmer en medio de una reunión con amigos en la que quiso imitar a Guillermo Tell poniéndole a su esposa un vaso de whisky sobre la cabeza. En una segunda declaración, dijo que el arma –un revólver calibre 38– se disparó por accidente. Las dudas nunca se despejaron, y el escritor terminó condenado a dos años de prisión en suspenso.
Burroughs fechó la primera carta a Ginsberg el 15 de enero de 1953 en Panamá, en el inicio de una travesía por hoteles de ínfima categoría y en contacto con aventureros, europeos expatriados, marginales e indígenas. Después de una escala en Bogotá, siguió viaje a Mocoa, capital del departamento Putumayo, donde tropezó con algunos contratiempos –la policía lo detuvo sin causa– hasta que se sumó a una expedición del biólogo Richard Evans Schultes, especialista en enteógenos.
Tres meses después, Burroughs pudo contarle a Ginsberg cómo preparar el yagé y evocar sus experiencias con la “liana de los espíritus”, según el nombre tradicional de la planta. En medio del viaje –también recorrió Ecuador y Perú– escribió su primera “rutina”, como llamó al método de composición no lineal que aplicó en Almuerzo desnudo, su obra más importante, por lo que suele verse su poética como narrador como una inspiración bajo efectos de la ayahuasca.
Lo que vino después
La segunda etapa de la expedición estuvo a cargo de Allen Ginsberg. En junio de 1960 el autor de Aullido viajó a Pucallpa, en Perú, y participó en sesiones grupales de ayahuasca conducidas por un brujo mestizo, “el Maestro, como lo llaman, un individuo de unos treinta y ocho años, de aspecto simple y pacífico”. Su relato fue más pormenorizado e incluyó dibujos en que trató de representar sus alucinaciones: “Empecé a ver o sentir lo que me pareció el Gran Ser, o algún sentido de Eso, que se aproximaba a mi mente con una gran vagina húmeda”, le contó a Burroughs. En una segunda sesión los efectos fueron más fuertes y “todo el maldito Cosmos enloqueció a mi alrededor”.
Los años 50 fueron los del descubrimiento de los enteógenos y las sustancias psicodélicas en Occidente. Un año después del viaje de Burroughs, en 1954, Aldous Huxley publicó Las puertas de la percepción, libro de notoria influencia en el interés por los estados alterados de conciencia (la primera edición en español apareció en Buenos Aires en 1956, a través de Editorial Sudamericana). Otro impulso provino de un artículo publicado por la revista Life el 10 de junio de 1957; el autor, Robert Gordon Wasson, vicepresidente del Banco JP Morgan y aficionado al estudio de la etnobotánica, relató un viaje a una comunidad mazateca de Huautla de Jiménez, en el sur de México, y su iniciación en el consumo de hongos con una curandera local, María Sabina.
La figura de María Sabina –se volvió célebre al punto de ser visitada por The Beatles– hizo presente un personaje central en los relatos de iniciados: el chamán, el que conduce la ingestión del té o la bebida preparada con la planta y le da un carácter ritual a través del canto y la danza que acompaña a la ceremonia. Los médicos indígenas salieron de sus comunidades y expusieron lo que aparecía como un saber ancestral, de transmisión oral y en contacto con los poderes de la naturaleza, según mostró Eduardo Calderón Palomino, el Tuno, curandero peruano que recorrió Estados Unidos y Europa llevado por la ola new age y, en el caso de la Argentina, Antonio Muñoz Molina, Don Antonio, de la etnia Shipibo-Conibo, que condujo ceremonias de ayahuasca organizadas en Rosario por la Fundación Mesa Verde, de Néstor Berlanda y Diego Viegas.
Gordon Wasson fue además una especie de guía para que los antropólogos occidentales estudiaran los usos de enteógenos en distintos pueblos indígenas, desde los tucanos en Colombia a la etnia Shipibo-Conibo en Perú: entre otros, el norteamericano Michael Harner contactó a los jíbaros, o shuars, en Ecuador y reunió sus investigaciones en La senda del chamán, y el canadiense Jeremy Narby escribió La serpiente cósmica a partir de un trabajo de campo con los indios ashánincas de la Amazonia peruana, donde la ayahuasca era conocida como “la televisión de la selva”.
En el verano de 1960, Timothy Leary –“un advenedizo en la investigación psicodélica”, según Daniel Pinchbeck, autor de Una historia de las drogas (Breaking open the head, 2002), minucioso estudio del chamanismo contemporáneo– probó hongos alucinógenos mientras pasaba unas vacaciones en Cuernavaca, México. Hasta entonces profesor de psicología, de regreso en la Universidad de Harvard, Leary inició el Proyecto Psilocibina en el que suministraba la sustancia química sintetizada a estudiantes y amas de casa, aunque dos años después se concentró en el LSD.
Visiones reales
“Las cosas de todos los días adquieren un aspecto inquietante. No es simplemente que desconozca el ambiente (…) sino que es algo así como un cambio de óptica, como si de pronto estuviera trasplantado a otro ángulo del mundo, estuviera desfasado, movido de lugar, y no pudiera reconocer ni comprender lo que siempre ha estado ahí”, escribió Carlos Riccardo (1956), en Cuaderno del peyote, un texto de referencia en la literatura argentina sobre enteógenos.
Riccardo vivió en México entre 1979 y 1982 y con las lecturas de “la biblioteca clásica” –dice en alusión a los textos de Artaud, El infinito turbulento y Conocimiento por los abismos de Henri Michaux, Haschisch de Walter Benjamin y Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda, actualmente cuestionado como una ficción– viajó en busca de peyote a Real de Catorce, entonces un pueblo minero semi abandonado y hoy un destino turístico de la contracultura. “La intención no era escribir previamente, pero después de las experiencias necesité registrarlo. La experiencia en sí es muy fuerte, no te deja hacer más nada de lo que estás haciendo. Dos o tres días traté de recomponer lo que había pasado, primero a través de notas y, en una segunda etapa, con el libro”, cuenta Riccardo en diálogo con Infobae.
En El camino del peyote, Martín Cristal (1972) reconstruyó experiencias con hongos en Palenque, Chiapas, y con peyote, en Real de Catorce, entre 1999 y 2000. “La motivación principal fue la pura curiosidad, impulsada por un fuerte deseo de aventura que me regía en aquellos días. Quería la experiencia por la experiencia en sí. Los mexicanos con los que hablaba del tema me decían que el peyote era más intenso que los hongos, y que no convenía comerlo en una gran ciudad como el DF”, cuenta el escritor cordobés, que obtuvo el premio literario de la Fundación El Libro 2018/2019 por los cuentos de La música interior de los leones.
“Al peyote –recuerda Cristal– lo buscamos nosotros mismos, lo cortamos, lo limpiamos y lo ingerimos ahí nomás, sin ceremonias pero con gran respeto. El primer gajo lo comí al natural, para probar el sabor, que es horrible; los siguientes los pasé con pedazos de naranja. Al caer el sol comimos otros más, sin agregados. Ya entrada la noche uno de mis acompañantes preparó un cocoyote, el peyote con leche chocolatada caliente. Y luego vino otra variante: con duraznos al natural. No había una dosis prescripta, cada uno comía hasta donde le daba el cuero”.
La intensidad de la experiencia, sin embargo, es un obstáculo para el registro a través de la escritura. “No tenés manera de traducir las sensaciones, las visiones, lo que va pasando. Hay una tensión muy fuerte entre la voluntad de decir y algo que está fuera del lenguaje”, dice Carlos Riccardo. No obstante, “si hubo una iniciación en mi caso fue una iniciación a la posibilidad de entender otro lado de las cosas, no tanto ver más allá sino la totalidad de las cosas: como dice Artaud, la visión del peyote completa el mundo”.
Cuaderno del peyote relata el vértigo del observador ante estados alternados de éxtasis y de inquietud. “Estamos acostumbrados a lo real, pero cuando estás en esas experiencias lo ves como si fuera por primera vez. Es tan contundente esa forma nueva de ver que te parece una alucinación. Salvo algo que cuento sobre una máscara que se encarnaba en un ser, no tuve casi alucinaciones con el peyote; en todo caso estaba dentro de una alucinación que era lo real”, agrega Riccardo.
Martín Cristal aclara que nunca vio a los enteógenos como una vía de iluminación o de acceso a alguna instancia sagrada. “Quería explorar los efectos en sí, no usarlos como contraseña para otra cosa. Sí considero ese camino como una vía extraordinaria para el autoconocimiento. Para explorar otros niveles de conciencia, derribar por un rato algunos tabúes interiores y aprender sobre la percepción, ese mecanismo fascinante, que nos modela qué es lo real”, dice.
Una conciencia superior
Los usos rituales de la ayahuasca se extienden en cultos originarios de Brasil como los de la Uniao do Vegetal y la iglesia del Santo Daime. “Ambas religiones conservan lo esencial de la práctica indígena: la preparación e ingestión de la bebida sagrada, acompañada, en el caso del Santo Daime, de un ritual rítmico-musical. La importancia del canto entre los consumidores tradicionales es impresionante: entre los Mai-Huna de la Amazonia Peruana, por ejemplo, resulta inconcebible tomar yagé y permanecer mudo”, escribió Néstor Perlongher en La religión de la ayahuasca.
Perlongher destacó que el término enteógeno era más pertinente para referir a las pócimas preparadas con sustancias vegetales, en lugar de alucinógeno. “El éxtasis –la palabra quiere decir textualmente salir de sí– no es una experiencia frívola, sino algo que arrastra el sujeto hasta las más recónditas profundidades del ser y lo hace sentir en presencia de una fuerza superior y cósmica, cuya acción experimenta corporal y mentalmente, en un estado de trance que conlleva el pasaje a otro nivel de conciencia, segundo, superior o alterado”, escribió.
La sensación de éxtasis es un registro constante en Cuaderno del peyote, donde Carlos Riccardo anota que “la mirada se ha tornado ilimitada y táctil” y observa “esa dimensión que se me revela única, particular a cada objeto, esencial e irrepetible; toco ese infinito que llega a mí y que emerge de mí en un flujo constante”. La misma magia que Artaud fue a buscar en la sierra Tarahumara.
Infobae
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