miércoles, 5 de febrero de 2020

MOLAR


“Disculpen mi ignorancia”, decía Borges y también yo pido también disculpas porque entre todas mis ignorancias, me ha sorprendido una en particular que, aún siendo pequeña e insignificante, debo señalarla. Siempre había considerado que la palabra molar era un sustantivo emparentado con las muelas; imaginaba una muela más grande y, sobre todo, más dolorosa cuando el dentista mete mano en ella. Molar me sonaba también relacionado con las piedras de molinos, esas que muelen el trigo y esas que deben atarse al cuello y arrojarse con ellas al mar los que escandalizan a los pequeños. Pero he venido a saber que molar es también un verbo que significa gustar o resultar agradable. Por ejemplo, podría decir “Me mola tomar una cerveza en un día de calor”, o “A Mercedes le mola ir a la montaña”. 


He traído a colación estas cuestiones odontológicas y filológicas a raíz de un libro editado recientemente por Homo Legens, titulado Dios no mola, de Ulrich Lehner, un teólogo alemán que enseña en Estados Unidos. Es un libro básico, pero recomendable para ser leído por todos, y en especial por aquellos que tienen responsabilidades educativas, a fin de “liberarse de un dios fabricado a medida de la cultura pop y adentrarse por sí mismos en la grandeza radical de Dios”. A estas palabras que figuran en la contratapa del libro habría que agregarle que no solamente la cultura pop se ha encargado de fabricar un Dios a medida, sino lo que lo ha hecho la misma Iglesia. 

Las homilías del papa Francisco, aún aquellas pronunciadas en las ocasiones más solemnes, son una porquería. Y lo repito en negritas: son una porquería, indignas aún de ser pronunciadas por el curita joven que atiende la barriada más populosa del Buenos Aires. Lean, por ejemplo, la de la última Navidad. Pero no son solamente material descartable, sino que también son tramposas, hechas para agradar, o para molar. Dijo en esa ocasión: “A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: ‘Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos’. Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente”. A todos nos molan estas palabras; le molan incluso al presidente Alberto Fernández y a su concubina Fabiola Yañez (actriz, modelo, notera de un programa sobre sexualidad y panelista de la vedette Moria Casán, entre otros mesteres) que hace una semana comulgaron públicamente muy orondos de manos de Mons. Marcelo Sanchez Sorondo en la mismísima basílica vaticana.

Pero, ¿hay algún error en las palabras pontificias? No lo hay. Es verdad lo que dice en la homilía navideña, pero es incompleto, porque Jesús también habla de que el Reino de los Cielos pertenece solamente a los que son mansos, justos y puros de corazón. Exige la conversión y promete para aquellos que no están preparados cuando llegue el Esposo, la gehena, donde “habrá llanto y rechinar de dientes”. La homilía del Santo Padre es engañosa por incompleta, y revelan que su intención no es enseñar y confirmarnos en la fe —lo que constituye su munus supremo—, sino simplemente molar. Se trata de un papa molón.

Pero no solamente el Santo Padre tiene esta afición. Hace algunas semanas daba el ejemplo de algunas monjas pavotas que tenían la misma actitud y es cuestión de abrir cualquier catecismo, o escuchar cualquier homilía o asistir a cualquier clase de catecismo. La religión católica se ha convertido en las últimas décadas en una religión de sentimientos, en la que lo único que cuentan son las emociones, a las cuales se identifica con lo “evangélico”. No es evangélico, nos dicen, prohibirle a los adúlteros que se acerquen a la eucaristía, tampoco es evangélico prohibir el amor entre dos personas del mismo sexo y mucho menos evangélico es prohibir que dos jóvenes expresen su amor del modo que prefieran sin estar casados. 

La verdad es que es bastante fácil desbarrancarse por esta pendiente del sentimentalismo. Cuando leemos la enorme decepción y tristeza que significó para Emma Bovary casarse con el viudo y aburrido Charles, tan jovencita ella y tan ilusionada, nos dan ganas de justificar su adulterio. Y en el personaje creado por Flaubert están retratados todos los adúlteros, todos los gays y todos los noviecitos cariñosos de la actualidad. Y la Iglesia, con sus obispos, curas y monjas, quieren molarles y, para hacerlo, dicen solamente la parte que mola del evangelio de Nuestro Señor, que no es un Dios que mola


No se trata de negar el lugar que tienen los sentimientos dentro de la fe, sino que se trata de no olvidar que ellos deben apoyarse en contenidos. Si esto no sucede, tenemos una fe sin raíces, que se la lleva el viento de las modas y los caprichos de sus jerarcas.


La solución que plantea Lehner en su libro es el realismo, pues su carencia significa falta de convicción. Ser realista significa aceptar el orden de las cosas, es decir, de la existencia de la verdad. Tenemos miedo, y también lo tiene Bergoglio, de negar la verdad de otra persona porque tememos ser tachados de intolerantes o fanáticos, aunque es “un signo de tolerancia” aceptar otros puntos de vista que sabemos que son incorrectos. Queda muy bien y mola muchísimo andar a los besos y abrazos con pastores protestantes y con imanes musulmanes, y decirles que cada uno tiene “su propio camino para buscar a Dios”, que es el mismo para todos. ¿Es que no somos capaces de ver la profunda contradicción que hay en esta afirmación? No la vemos porque hemos dejado de contemplar el mundo y aceptar el orden que Dios quiso poner a las cosas. Preferimos, entonces, adorar a un dios domado y molante, que no pide fortaleza para resistir las tentaciones y mantenernos firmes en la adhesión a la verdad y en la práctica de las virtudes. Se trata de un diosesillo que cambia y se amolda según el antojo de sus adoradores; un dios “poliédrico” nos diría el Santo Padre. 


Pero este dios maleable y falso solo puede durar un tiempo bastante corto porque la realidad, finalmente, se impone. Y la suprema y última realidad es la muerte. Ella no mola, y nuestros devaneos y los arrumacos molentes que nos gusta escuchar de nuestros pastores no servirán de nada cuando debamos enfrentarnos al Justo Juez. Y la justicia divina caerá, claro, sobre nosotros, pero caerá también con mucha más fuerza sobre ellos que debieron enseñarnos la totalidad de las verdades de nuestra fe y, sin embargo, prefirieron molarnos y acercarnos de ese modo a la condenación eterna.


Wanderer




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