jueves, 6 de febrero de 2020

LA DIABOLICIDAD DEL FEMINISMO

Si la ilegalización de la Verdad constituye el acto preliminar que facilita la habituación psicológica del mundo actual al poder de la mentira, no debe sorprender que la técnica a la que ha recurrido el progresismo, en su actual trabajo disgregador de los fundamentos del vivir civil, haya surtido el nefasto efecto de desviar las conciencias del seguro refugio de las certezas religiosas y morales que favorecen su auténtica maduración.

Es indudable que la generalización de una mentalidad perversa, proclive a relegar la decencia y el sentido común entre los anacrónicos residuos de un oscuro pasado, sea el resultado cuidadosamente calculado de una sofisticada operación contracultural, concertada con el fin de degradar la razón humana en su relación con la realidad.

Sin la sofocante hegemonía que el comunismo ejerció sobre la cultura, poniéndola al servicio del oscurantismo de sus preconceptos ateos y materialistas; sin la subvencionadísima obra corruptora de literatos y cinemastas dedicados al sistemático escarnio de la moral y del pudor; sin, finalmente, las progresivas y temerarias aperturas de la Jerarquía postconciliar a las más aclamadas manifestaciones del secularismo contemporáneo, resultaría difícil (si no imposible) explicar las difundidas y culpables simpatías hacia una ideología que, sobre un fondo turbio de “instancias” pútridas nutridas de psicoanálisis y pansexualismo, se ha dedicado a institucionalizar el conflicto permanente entre los sexos y el desprecio a la familia natural y cristiana.

Para complacer las sutiles imposiciones psicológicas inculcadas por la mitificación de un progreso falso y esclavizante, la mujer, degradada a hembra, paga la forzada e innatural renuncia a su propia vocación específica con la búsqueda inquieta e insaciable de su inserción en el juego perverso de la “disociedad” democrática.

La frenética tensión a perseguir y a considerar la inexistencia de un hombre desvirilizado, genera el encuentro-desencuentro entre dos figuras despersonalizadas e incoloras, que desahogan su frustrante sentido de irrealidad en la demoniaca hostilidad al orden natural.

La grave insensibilidad al feroz exterminio de innumerables vidas, democráticamente suprimidas en el seno materno por definitivo responso popular (¡recuérdenolo los cato-laicos de régimen!) es la consecuencia de un clima venenosamente saturado de mezquinas y hastiosas recriminaciones, alimentadas por los bajos fondos hedonístico-igualitarios que subyacen a la perversa espiral del feminismo.

Él es capaz fácilmente de conseguir crédito y fortuna en las frágiles conciencias de cuantos, no iluminados por la Fe y desprovistos de serias capacidades críticas, ceden a las virulentas sugestiones de su influjo pervertidor.

Un tema propagandístico bastante ideal para los objetivos perseguidos por el feminismo en solidaria colaboración con las agencias que propician su perdurable éxito es la constante denuncia de la violencia contra las mujeres; la gravedad de la cuestión desaconsejaría aventurarse en fáciles polémicas, si tras las apasionadas peroraciones que reivindican la defensa de la dignidad femenina no acampara (a veces en términos atrozmente provocadores) la degeneración de la libertad como medio para el apagamiento de los más sórdidos egoísmos y la violación de la Ley ordenada por el Creador como pilar de todo auténtico orden civil.

Da testimonio de ello la prontitud con la cual los medios de comunicación acogieron y difundieron el bárbaro neologismo “feminicidio”: acuñado por una diligente agente estadounidense de la disolución, constituye la enésima palanca apta para hacer saltar las bases de la lógica y del derecho, con la pretensión de acreditar la violencia contra las mujeres al rango de reato penalmente más grave que la inferida a otros sujetos más débiles, como ancianos y niños.

Se debe declarar inequívocamente que la reprobable violencia contra las mujeres es inseparable de la transgresividad inmoralista predicada y practicada por el feminismo, que, en plena sintonía con la intricada parábola descendiente de la subversión, ha diseminado sus corrosivas escorias ideológicas en la pútrida Babel post-moderna.

Arraigándonos en el fervor combativo y contemplativo del espíritu de cruzada, confiemos que las tinieblas cada vez más envolventes del desorden actual, serán disipadas por la fúlgida pureza de Aquella que, según la promesa del Libro del Génesis, aplastará la cabeza de la serpiente, preparando así la venida resolutiva del Reino de Su Divino Hijo.

Cruce signatus

(Traducido por Marianus el eremita)



Adelante la Fe





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