Por Mª Virginia Olivera de Gristelli
Los herejes no descansan, no. No se deprimen, no bajan los brazos: su motor es la mismísima destrucción de la fe, y hasta los hay que tal vez creen que aportan algo bueno, pero tienen totalmente distorsionada la idea del bien. Centrados en su ombligo, lo identifican con su parecer, no con algo objetivo, y como buenos hijos de la modernidad, el “todo cambia” es su estribillo y anestesia.
Por nuestra parte, si perdemos de vista la verdad irrebatible de que estamos en guerra, ya hemos sido vencidos, porque colgamos las armas, dejamos que éstas se enmohezcan, y le cedemos la plaza en bandeja al Enemigo.
Y no es un chiste, ni mera metáfora. Porque “la plaza” en cuestión es nada menos que la Sangre de Cristo, y las almas que nos han sido encomendadas.
¿Y a qué viene este introito?
Miremos alrededor, a nivel eclesial: no les bastan los Sínodos, no les basta la decadencia y corrupción de la práctica sacramental, el contubernio con el mundo con la asunción de todas sus máximas masónicas, el vaciamiento de la catequesis en un amasijo de jueguitos que sólo merecen la burla y escarnio de los escépticos y paganos.
Van por todo, como buenos hijos de la Bestia.
Hace poco nos refería un sacerdote amigo que con la excusa de la plandemia y toda la parafernalia de mentiras a las que está siendo sometido el mundo entero, su obispo se ha abocado a la tarea de inculcar celosamente la comunión en la mano entre los niños, cuidando mucho de que no se filtren “costumbres piadosas tradicionales” entre ellos, para “vacunar” (esterilizando, degenerando y abortando) de raíz todo germen sano de fe viva. No son tontos, y creen que nosotros sí lo somos.
¿Cómo enfrentar esta embestida, cuando es la catequista, el párroco, el obispo, quien tuerce las conciencias, quien devalúa la fe, socavando todo el fundamento?
Sí: el modernismo es el conglomerado de TODAS las herejías.
Muchas madres o abuelas se atormentan porque aquellos a quienes han confiado sus más preciados bienes -sus hijos y nietos- son los que los corrompen. Un sacerdote que sugiere a un niño de 10 u 11 años que “vos no tenés pecado” y que no hace falta confesarse seguido, una monjita que se sonríe minimizando el decoro necesario para acercarse a comulgar y permite o exige la comunión en la mano, o una catequista que considera que el pecado original es “puro mito”, hacen más daño que un testigo de Jehová a las puertas de la casa.
Pero la respuesta no requiere mucha imaginación. En las familias, en los hogares católicos, hemos de fraguar firme e inteligentemente la Resistencia.
Como en los primeros siglos, como en la Vendée, como en Méjico cristero, como en los países soviéticos: en los hogares estará nuestra trinchera.
En los Pesebres: pobres, escondidos, perseguidos, al margen de la parafernalia del poder de turno, y en la Noche, allí brillará nuevamente la Estrella.
Por amor de Dios, cuidemos las costumbres de los más pequeños: más que nunca aliémonos a sus Santos Ángeles para ayudarnos a defenderlos del embate de la música soez y libertaria, de los “juegos” pícaros que les roban la inocencia, de los “dibujitos” perversos que van naturalizando la ideología de género aún antes de que lo verbalicen en las aulas.
Y sobre todo, conduzcámoslos a los pies del Rey de Reyes, acostumbrándolos al Amor Reverente en compañía de los Santos. La Beata Imelda, Sto. Domingo Savio, San Tarcisio, Santos Justo y Pastor, Sta. Bernardita, San Francisco y Jacinta Marto saben de qué se trata, y están para auxiliarnos eficazmente en esta batalla. ¡Contemos con ellos!
Padres y madres de familia: no permitamos que esos pseudopastores que ya han perdido la fe, inoculen su indiferencia en nuestros hijos banalizando la Eucaristía y opacando la luz de los confesionarios, con una moralina relativista.
Sacerdotes fieles: apelen a la familia como iglesia doméstica, y recuerden sin cesar a los padres que ellos son los primeros educadores, no sólo en las letras sino en la FE, que no sólo deben dar por sentada, sino que tienen el grave deber de formar y fortalecer por sí mismos y por sus hijos.
No es lícito bajar los brazos y dejarse arrastrar por la corriente. Desterrar la resignación como la más sibilina y peligrosa tentación.
Volverá el tiempo de la clandestinidad, claro, que en occidente nos es todavía muy poco conocido. Habrá que ir preparándolo. No es bueno que el hombre esté solo….y tampoco que las familias estén solas. Conocerse, rezar juntos, para sostenerse mutuamente en la hora de la prueba. No hay que perder tiempo, para hacer en lo posible, de cada hogar, un refugio.
Y así, con la gracia de Dios, nuestras catacumbas volverán a ser fecundas, en fidelidad al Cordero Inmaculado. Hemos de estrechar filas, en la espera de Su regreso.
Caritas in Veritate
No hay comentarios:
Publicar un comentario