Por Aurelio Porfiri
Puede sorprender a algunos que se hable de un "carácter viril" en la música eclesiástica, pero en realidad debe entenderse como una de las características importantes que siempre ha tenido en Roma, al menos de forma prevalente. El carácter viril no se entiende aquí sólo como masculino, sino como símbolo de lo que es orgulloso, fuerte, perenne. El canto a toda voz se ha ido desvaneciendo, sustituyéndose a menudo, en las malas interpretaciones de la, por otra parte, loable reforma solemne, por el gorjeo de las almas que quizá temían despertar a un niño dormido. El canto de la fe, en cambio, es el canto de los guerreros que participan en el buen combate y que dan testimonio de su Creador.
Isidoro de Sevilla nos dice en sus Etimologías: "Perfecta autem vox est alta, suavis et clara". Y luego añade que es "clara ut aures adinpleat". En definitiva, no es ese tímido canto gregoriano que algunos hacen pasar por angelical, espiritual, celestial. Ciertamente, en todo esto ha entrado una cierta corrupción romántica y sentimentalista que ha penetrado en la música litúrgica y que ha recogido sus frutos más exuberantes en la época postconciliar. Pero este afeminamiento (que no es, ojo, feminidad) no ha ayudado ciertamente a la devoción que debería ser característica de la música sacra, sino que ha denotado claramente el actual período de corrupción moral y espiritual, como ocurrió una corrupción similar en la época de la decadencia del Imperio Romano.
La música sagrada, tal y como se entendía en la escuela romana, intentaba acceder a las vías angélicas pero a través de las vías bajas. Ciertamente, el auge de los castrati aportó un elemento de ambigüedad que, a la vez que era el presagio de actuaciones artísticas excepcionales, era también el portador de posibles derivas estéticas.
El erudito chino François Jullien, en su bello "Ser o vivir", puede afirmar: “La ambigüedad es aquello que no se deja dividir, y no porque coexistan opuestos, como en el "mixto", sino porque en ella los opuestos nunca se han demarcado lo suficiente como para desprenderse unos de otros. Entonces se puede decir que la ambigüedad es el "entre" de su no separación; o que el lugar de la ambigüedad es el entre dos”. Este lugar de no-demarcación no estuvo ciertamente ausente de los desarrollos de la escuela romana, influyendo en algunos protagonistas que no pudieron escapar al encanto de las sirenas.
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