jueves, 2 de mayo de 2019

DESDE EL INFIERNO, ANGELELLI DEPLORA SU BEATIFICACIÓN


En alguna de las diez fosas consecutivas en que yacen, entre otros, los aduladores y lisonjeros, simoníacos, barateros, hipócritas, ladrones, malos consejeros, sembradores de escándalo y de cisma y falsificadores, allí lo imaginamos al malhadado obispo de La Rioja

Por Flavio Infante

Del octavo círculo del Infierno de Dante (cantos XVIII-XXX) involucra diez sucesivas fosas concéntricas, en cuya parte central se abre un enorme pozo cuyo fondo constituye el círculo noveno, el más tenebroso y hondo, en el que son castigados los traidores. Si bien a la Jerarquía apóstata en su conjunto podría caberle la demora en esta última estancia en compañía de Judas su mentor, hemos creído factible situar a Angelelli en el círculo octavo, el de los fraudulentos, toda vez que la nota destacada en este componedor de la dudosa síntesis católico-marxista ha debido ser, por fuerza, la falsificación omnímoda y concienzuda del primero de sus términos. Allí pues, en alguna de las diez fosas consecutivas en que yacen, entre otros, los aduladores y lisonjeros, simoníacos, barateros, hipócritas, ladrones, malos consejeros, sembradores de escándalo y de cisma y falsificadores, allí lo imaginamos al malhadado obispo de La Rioja, sufriendo como un tormento añadido aquel de su –digamos- beatificación.

Que Dios, el poeta florentino y los lectores nos toleren este breve escolio al inmortal poema.

Allí, en esa foresta estupefacta

de puniciones y estertóreos ayes

estaba aquel que, conste, no se jacta

de la corona impropia que lo ciñe

en hora de tinieblas tan exacta.

“¡Retíreme esa palma, que me riñe

su ajenidad, y que me quema, amigo,

como ese sonsonete que retiñe

el decreto, llamándome «testigo»,

cuando no he sido más que un traficante

de cuentos de impiedad que al fin maldigo!”

Aquí calló, y lo vi rodando avante

por sobre agudos ripios, desollado

en una operación tan incesante

como el rodar del agua en el collado

que el río retembló en igual cascada.

Yo lo observaba absorto, sazonado

por las gotas candentes de su arada.

Y me contó que tal era su suerte:

el perpetuar el trance en que, expulsada,

Su Eminencia del auto, halló la muerte.

“Que no hablen de emboscada, de martirio.

Volvía de un asado como inerte,

la curda casi al borde del delirio,

las gomas lisas: todo concertado

para apagar al cabo ese mi cirio

por pura negligencia. Descontado

que in ódium fídei era yo el que obraba

entre los montoneros arrimado,

hasta que me cayó al revés la taba”.

De bruces, otra vez, a su suplicio

lanzábase a rodar, cuando la aldaba

de los remordimientos daba inicio

a nuevas confidencias para embargo

del proceso canónico y su vicio

profundo, radical, cumplido y largo.

“«Pelado» les pedía que me llamen

para afectar llaneza pese al cargo,

cargándole a la mitra ese vejamen

(ser generoso es fácil con lo ajeno).

Los paisanos, atentos al certamen,

no sin untar sus lenguas con veneno,

dieron en motejarme «Satanelli».

Tengan por bien sabido todos que no

es mito este lugar, no es una peli,

ni nadie será salvo que lo niegue.

Testigo atormentado es Angelelli”.

Tras esta exhortación fue su despegue

y entonces ya lo vide arrebozado

por mil agudas guijas. A Dios plegue

la conversión a tiempo del pecado

de adulterar la fe de los sencillos

con fábulas tomadas de prestado

del infecto magín de los zurdillos.

Guay del embaucador, del lobo aleve

que urde lisonjas, trucos y estribillos

que, a Cristo destronado, a sí se eleve.

Por crasa afinidad con este expolio,

fraguar tal santidad sin más se debe

a típica jugada de Bergolio

(que Dios Nuestro Señor pronto se lleve lejos del solio).


Adelante la Fe

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