lunes, 21 de noviembre de 2022

CONTRA LOS MODERNISTAS Y LOS IMPÍOS (II): EL PECADO

Esta iglesia del “nuevo paradigma” cree que puede cambiar la ley de Dios a capricho. Sus jerarcas y teólogos se creen dios. Y así pueden determinar que lo que antes era pecado, ahora ya no lo es. 

Por Pedro Luis Llera


Primera Parte: El Bautismo

Creo que en los últimos artículos publicados en este blog y, sobre todo en los comentarios que los lectores han ido dejando, ha quedado de manifiesto que hay dos iglesias distintas con doctrinas diferentes: la Iglesia Católica (la única verdadera) y la Iglesia del Anticristo, que es la que llaman del nuevo paradigma. Esta iglesia del nuevo paradigma cree que puede cambiar la ley de Dios a capricho. Sus jerarcas y teólogos se creen dios. Y así pueden determinar que lo que antes era pecado, ahora ya no lo es. Esta nueva iglesia no tiene a Cristo en el centro, sino a la persona: al hombre. La nueva iglesia predica la antropolatría. Y de este modo, el hombre se creyó capaz de cambiar la Ley de Dios a su gusto y decretar por su propia voluntad que lo que antes era pecado – como la sodomía, el adulterio o la fornicación – dejara de serlo. Y se creyó el impío capaz de enmendarle la plana a Dios y cambiar el Decálogo para adaptarlo a sus gustos y a los gustos de su amo y señor, que no es otro que el demonio. Y las herejías entraron todas en la Iglesia como una tromba.

El hombre quiere ser dios. Esta es la causa y la raíz de todos los males. El gran pecado del hombre es la soberbia, que conduce a la desobediencia de la Ley de Dios. “Dios ha muerto y el hombre está por encima del bien y del mal”. “Yo soy dios y me autolegislo: me doy a mí mismo mis propias leyes morales. Yo decido lo que está bien y lo que está mal según mi propia voluntad endiosada”. La soberbia del hombre moderno llega al extremo de creerse capaz de modificar el clima del planeta o, incluso, su propia naturaleza, conforme a su voluntad soberana.

La antropolatría – la adoración a la persona – es la religión del Anticristo. Ya no es Dios el centro. Ya no es Cristo el Señor y Salvador. El hombre es señor de sí mismo: es autónomo y fin en sí mimo. Su fin ya no es dar gloria a Dios, sino darse gloria a sí. El hombre cree que no necesita a Dios para nada: cree que su vida es suya, que se autoposee y que se puede autodeterminar, como si su vida le perteneciera y no fueran causas segundas. El hombre moderno, que quiere hacer lo que le da la gana con su vida en cada momento, es como el necio de la parábola que se dice a sí mismo:
Alma, tienes muchos bienes guardados para muchos años; relájate, come, bebe y disfruta de la vida.

Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.
Decía Jorge Manrique que “querer vivir cuando Dios quiere que muera es locura”. Y, efectivamente, el hombre moderno está loco. Rematadamente loco. Porque nuestra vida está en manos de Dios y nadie sabe el día ni la hora, pero todos vamos a morir. “¿Y quién de vosotros, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida?” (Mt. 6, 27).

El hombre moderno cree que en el progreso: los avances científicos y técnicos nos harán inmortales (transhumanismo) y nos devolverán al paraíso perdido. En un futuro indeterminado “tomaremos el cielo al asalto”. Para construir el nuevo Jardín del Edén, el hombre ya no necesita a Dios. Se basta a sí mismo. “Habrá un día en que todos los hombres vivirán en paz, como hermanos, en una sociedad en la que reinará la paz y la justicia. Y para ello no necesitamos a Dios para nada”.

El futuro será mejor que el pasado y que el presente. El futuro, más o menos lejano, coincidirá con la plenitud. Por eso el progresista desprecia la tradición, el arte y la historia; desprecia los clásicos y babea ante cualquier novedad, aunque se trate de un mingitorio colocado en la pared de un museo. Lo nuevo siempre es lo mejor y lo viejo es despreciable por el mero hecho de pertenecer la pasado. El culto a la máquina y a la juventud es signo de nuestro tiempo. Hay un adanismo que considera que la historia empieza con él y que lo de antes no sirve. Se da culto al cuerpo, a los avances tecnológicos y científicos. Hay un ansia de inmortalidad pero puramente terrenal. En definitiva, “yo soy dios y me creo mi propio paraíso terrenal y confío en que la ciencia y la técnica impidan que me muera, si yo no quiero”. Y Dios no existe y, si existe, resulta irrelevante. La ley de Dios resulta molesta y el hombre moderno se rebela contra ella. Siempre ha pasado, desde el non serviam de Satanás y desde el pecado original de Adán y Eva. No hay nada nuevo bajo el sol. El hombre moderno se da a sí mismo sus propias leyes y no acepta que nadie – ni siquiera Dios – le imponga nada.

Por eso, al hombre moderno le molestan profundamente dos conceptos: el de pecado y el de la condenación al infierno. Para el hombre moderno progresista no existe el pecado ni la condenación y se creen que, si hay un dios, a nadie condena y todos van al cielo. La religión del nuevo orden mundial es la religión del Anticristo: nada es pecado y todos al cielo de cabeza. El relativismo moral (nada está bien o está mal: depende de cada uno) ha cambiado la Ley Moral Universal (la Ley de Dios) por las leyes positivas aprobadas por las mayorías en los parlamentos. Y así, el mal se convierte en bien, e incluso en un derecho (el aborto o la eutanasia); y el bien, en mal (rezar ante un abortorio es delito).

¿Quieren saber cuál es la religión del Nuevo Orden Mundial, la religión de la Iglesia del Nuevo Paradigma, la religión del Anticristo? Vean el video.


¿Qué es el pecado?

El pecado es una transgresión voluntaria de la ley de Dios (cn. 1290): obviamente, Dios no quiere que pequemos. Permite nuestro pecado, pero lo aborrece. Cristo sufrió en su propia carne el dolor inmenso que le provocan nuestros pecados.

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
1849 El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6) )

1850 El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).

1851 Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.
Y el Catecismo Romano dice sobre el pecado mortal:
Ninguna cosa puede hacerme caer en el infierno sino el pecado mortal; mas si peco mortalmente y llego a morir en pecado mortal, ciertamente me condenaré. Por consiguiente, es de todo punto necesario huir del pecado mortal, y en el caso de haberlo cometido purificar mi alma mediante un acto de contrición perfecta y hacer una buena confesión lo más pronto que me sea posible. Esto es de suma necesidad, porque en todo momento podemos morir. ¡Cuán espantosa locura es merecer el infierno a trueque de un liviano placer! ¡Qué espantosa ceguedad vivir en pecado mortal entre angustias y remordimientos de conciencia, sabiendo que podemos morir cuando menos lo esperemos!
Para no pecar mortalmente debemos observar los Mandamientos. Dice sobre ellos el Catecismo Romano:
Los preceptos del Decálogo son fáciles de observar con la gracia de Dios, pues la Ley del Señor no es pesada (I Jn. 5 3; Mt. 11 30.), y porque además Dios concede la caridad y fortaleza de su Espíritu a los que se la piden (Rom. 5 5; Lc. 11 13.).

El Decálogo es necesario para alcanzar la salvación eterna; pues, según la enseñanza expresa de nuestro Señor (Jn. 14 21 y 23.) y de San Pablo (I Cor. 7 19; II Tim. 4 8.), lo que importa no es la circuncisión, o el amor de palabra, sino la observancia de los mandamientos de Dios y el amor manifestado por las obras (contra el error impío de los protestantes).
Lo importante es el amor, pero quien ama cumple los mandamientos de la ley de Dios. Quien no cumple los mandamientos vive en pecado mortal, es siervo de Satanás y está muerto a la vida de la gracia. Los que viven en las pasiones de la carne, satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente, son hijos de la ira y enemigos de Dios.


¿Por qué pecamos?

El pecado supone un abuso de la libertad que Dios nos ha dado. Somos libres para elegir el camino que mejor nos conduzca al cielo. Pero la libertad ha de tener un fin, que es el fin del hombre, que es Dios mismo. Y la libertad debe ser un medio para hacer el bien y para anunciar la Verdad, que es Cristo. Si usamos la libertad para transgredir la ley de Dios, esa ya no es verdadera libertad, sino abuso de la libertad: libertinaje. La licencia para pecar no es libertad, sino esclavitud del pecado y del demonio. El pecado nos seduce, nos tienta: nos ofrece una falsa felicidad que no es tal, sino que, al alejarnos de Dios, nos aleja de nuestra verdadera y única felicidad. El demonio nos hace creer que la felicidad está en la comodidad, en el bienestar, en el placer, en el lujo, en el dinero… Y así, nos aparta de la verdadera felicidad que es Dios mismo.

La quintaesencia del pecado es el alejamiento de Dios. En todo pecado hay una verdadera ofensa a Dios. Dios es la Bondad absoluta, la Verdad y la Vida. El pecado es la rebelión contra Dios: es maldad, mentira y muerte. El pecado es esclavitud del hombre respecto al demonio. Y para liberarnos de esas cadenas, vino Cristo al mundo a pagar por nosotros con su sangre el precio de nuestro rescate.

¿Quiere Dios que pequemos y nos condenemos? De ninguna manera. Dios quiere que todos los hombres se salven y para eso se hizo hombre en la persona de Cristo y derramó su sangre en la cruz para recibir Él mismo el castigo que nosotros merecemos por nuestros pecados y, así, abrirnos las puertas del cielo.


La Perdida de la Conciencia del Pecado: el drama de nuestro tiempo

El mayor drama de nuestro tiempo es la pérdida de la conciencia de pecado. Y esa pérdida de la conciencia de pecado ha entrado en la Iglesia como el humo de Satanás y aquí se ha quedado: muchos fieles no se confiesan nunca y muchos sacerdotes no ven la necesidad de confesar a nadie. Así, se han abandonado los confesionarios (o los han reducido a astillas) y, si quieres confesarte, tienes que ir a la sacristía o a la casa sacerdotal a buscar al cura a ver si te hace el favor… Por no hablar del intento de desvirtuar el sacramento de la penitencia con las confesiones comunitarias que proliferaron hace unos años por comunidades y parroquias, en las que se daban absoluciones comunitarias sin que el penitente se confesara personalmente con el sacerdote. Hace poco leía a una señora en redes sociales que decía que el cura de su parroquia le había echado la bronca por querer confesarse. Y muchos curas modernistas no lo consideran necesario. “Lo importante es el amor”. Y con eso queda todo resuelto.

Confunden el amor con la fornicación o con el adulterio y se olvidan de que quien ama a Dios cumple sus mandamientos. Dice San Pablo en Romanos 13, 8-10:
“Quien ama al prójimo ha cumplido la Ley. Pues aquello de “no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás” y cualquier otro precepto, se resume en esta sentencia: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. La caridad no obra el mal del prójimo. La caridad es, pues, la plenitud de la Ley”.
Pero antes, en el capítulo 1 de esa misma Carta a los Romanos, había dejado claro el apóstol San Pablo:
La ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres, que aprisionan la verdad con la injusticia. Alardeando de sabios se hicieron necios. Por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, conque deshonran sus propios cuerpos, pues cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Criador, que es bendito por los siglos, amén.

Por lo cual los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas, a engaños, a malignidad; chismosos, calumniadores, aborrecidos de Dios, ultrajadores, orgullosos, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados; los cuales, conociendo la sentencia de Dios que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen.
Pecan y alardean de pecar. Se sienten orgullosos de su iniquidad y su perversidad y aplauden a los réprobos y a los impíos. Y así está nuestro mundo hoy como está.


¿Acaso Dios es la causa del pecado? ¿Quiere acaso Dios que el hombre peque?

Es un hecho que nada ocurre en la creación sin el permiso de Dios. No se mueve una hoja de un árbol ni se cae un solo cabello de nuestra cabeza sin que Dios lo quiera o lo permita. El pecado sería imposible sin la permisión de Dios.

Pero una cosa es permitir el pecado y otra muy distinta es causarlo. Dios no es causa directa ni indirecta del pecado, que, en cuanto tal, procede exclusivamente de la maldad o debilidad humana, azuzada por el demonio, las propias pasiones o los halagos del mundo. Pero Dios permite el pecado para sacar mayores bienes, ya sea para el propio pecador (mayor humildad o generosidad después del arrepentimiento), o para la manifestación de sus atributos divinos (misericordia, justicia, etc.). Sin la permisión del pecado original – causa remota de todos los desastres de la humanidad – no se hubiera realizado la encarnación del Verbo y la redención del mundo por Jesucristo, que nos ha traído bienes incomparables, muy superiores a los perdidos por el pecado, hasta el punto de exclamar la Iglesia en su liturgia: “¡Oh dichosa culpa, que nos ha traído tan grande Redentor!”.

El Concilio de Trento condena lo siguiente:
Si alguno dijere que no es facultad del hombre hacer malos sus propios caminos, sino que es Dios el que obra así las malas como las buenas obras, no solo permisivamente, sino propiamente y por sí, hasta el punto de ser propia obra suya no menos la traición de Judas que la vocación de Pablo, sea anatema (Trento, 816).
Dios no es causa directa ni indirecta de la apostasía ni de las herejías que sufre la Iglesia. Permite esos pecados para acrisolar a la Iglesia y purificarla. Pero la causa de la apostasía es el pecado de los hombres. Sí. La causa de todo mal procede de nuestros pecados. No de Dios. Los males de este mundo no pueden ser imputados a la Providencia, sino al hombre.


Pecados contra el Primer Mandamiento

En lo que respecta al primer mandamiento, se nos manda adorar al único Dios verdadero y se nos prohíbe dar culto a falsos dioses.

En este primer mandamiento se contiene el precepto de la fe, de la esperanza y de la caridad:
♦ la fe, por la que sometemos a Dios nuestra inteligencia creyendo lo que Él nos revela;

♦ la esperanza, por la que esperamos de El todo cuanto necesitamos;

♦ la caridad, por la que lo amamos sobre todas las cosas.
Por lo tanto, pecan contra este mandamiento:
♦ los que no tienen fe: ateos, herejes y supersticiosos;

♦ los que no tienen esperanza de salvarse ni confían en la Bondad de Dios; y quienes ponen su esperanza en otra cosa fuera de Dios: en las riquezas, en las fuerzas propias, etc.;

♦ los que no tienen caridad, y aman a las criaturas más que a Dios.
El Catecismo señala que son pecados contra la fe:
2089 La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. “Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos” (CIC can. 751).
Hoy vivimos una apostasía clamorosa en la Iglesia del antaño Occidente Cristiano. Y la culpa es de nuestros pecados: no de la voluntad permisiva de Dios: “he pecado mucho por mi culpa, por mi gran culpa, por mi grandísima culpa”. Sólo Dios es Santo: “porque solo Tú eres Santo, solo Tú, Señor, solo Tú, Altísimo Jesucristo; con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”. Y nosotros somos pecadores: pecador nací y pecador me parió mi madre.

Estos pecados contra la fe campan a sus anchas hoy en el mundo y dentro de la propia Iglesia. Y la incredulidad, la herejía, la apostasía y el cisma son pecados mortales. Es evidente que hoy vivimos en un mundo que rechaza a Cristo. Y es más evidente todavía que muchos fieles, sacerdotes, obispos y cardenales son impíos, herejes e incluso apóstatas. No profesan realmente la fe católica y quieren cambiarla, dinamitar la doctrina de siempre y hacer otra iglesia al gusto del mundo, que no puede ser otra que la iglesia del Anticristo, de Satanás, que es el Príncipe de este mundo.


Necesidad el bautismo y de la penitencia para la salvación

¿Se salvan todos? No. Se salvan aquellos que vuelven a nacer por el agua del bautismo o quienes recuperan la gracia de Dios, si la han perdido por el pecado mortal, por el sacramento de la penitencia. Como dijo el Concilio de Trento, tan necesaria es para la salud el Sacramento de la Penitencia a los que pecaron después del Bautismo, como el Bautismo para los que todavía no están reengendrados.

Y San Jerónimo señalaba:
“Que la Penitencia es segunda tabla de salvación, después del Bautismo... Porque, así como en un naufragio no queda otro refugio para salvar la vida que asirse, si es posible, de una tabla, así, después de perdida la inocencia del bautismo, se ha de desesperar sin duda de la salud de aquel que no se acogiere a la tabla de la Penitencia”.
Debemos confesarnos, sobre todo si vamos a comulgar, porque, si no, cometemos sacrilegio. Señalando la necesidad de comulgar en gracia de Dios, escribía Santo Tomás de Aquino:
“No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento de la santa comunión es una medicina reconfortante que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado”. (Suma Teológica III Qu.79 a.4).
Que el Señor nos dé un corazón humilde para arrodillarnos ante su presencia y llorar amargamente por nuestros pecados. Que Cristo nos cambie el corazón y nos dé uno semejante al suyo para que amemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Que nuestro Padre nos libre de las tentaciones y de todo mal de cuerpo y de alma y nos conceda la gracia de la perseverancia final para que nuestro nombre esté inscrito en el Libro de la Vida y nos cuente el Señor entre sus elegidos. Y así, junto con los ángeles y los santos podamos cantar eternamente su alabanza en la gloria celestial.


Santiago de Gobiendes


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