El caníbal considera la institución como propia, y al mismo tiempo la rechaza. Es un amo, no un representante. Como tal dueño, se considera en perfecto derecho para devorarla y rehacerla.
En numerosas ocasiones hemos hablado de lo absurdo de pedir perdón por supuestos pecados que cometieron otros y, además, por supuestos “pecados sociales”, que no se sabe qué son. Y es justo recordar que quien comenzó con esta moda que trae tantos aplausos fue Juan Pablo II. Lo cierto es que España llevó la fe y la civilización a América, a costa de enormes sacrificios, rescatando del dominio de las Tinieblas a millones de personas que se encontraban sumidas en la esclavitud, en los cultos idolátricos que exigían sacrificios humanos y en la barbarie. Sobre esta realidad, el pontífice no dijo una sola palabra. Solamente hizo referencia a los abusos y excesos que ciertamente existieron, como existen en toda obra humana.
Una vez más nos encontramos con una repetida actitud de Francisco que en este blog definió con certeza nuestro siempre amigo Ludovicus como “canibalismo institucional”. Bergoglio es un caníbal que cree acrecentar su poder y prestigio fagocitando a su propia institución. Y es verdad que fue esta una de las cosas que más festejó el mundo a través de los medios masivos de comunicación en los primeros meses de su pontificado. Recordemos algunos hechos: afirmó que los párrocos “arrojaban piedras” a los pobres pecadores y que los seminarios formaban “pequeños monstruos”; diagnosticó a los oficiales de la curia romana de Alzheimer espiritual; apostrofó a las monjas de “solteronas”; retó a los cristianos practicantes por tener cara de “pepinillos en vinagre”; consideró que muchos miembros de la Iglesia sufren una “obsesión” con el tema del aborto y de los gays; y se refirió a los fieles que muestran “religiosidad e incluso amor a la Iglesia”, es decir, los que van a misa, se confiesan con frecuencia y rezan muchos rosarios, como “gnósticos” o “neopelagianos autorreferenciales” y “prometeicos”.
Esta política pontificia puede definirse como canibalismo institucional, cuyas notas son las siguientes:
1. El canibalismo institucional consiste en alimentarse de la mala fama de la institución a la que se pertenece, aceptando las versiones peyorativas, los prejuicios y las calumnias, oponiéndose a ellos y en consecuencia, salvando la cara en forma personal. Cuando lo ejerce la persona que ostenta la representación suprema de la institución, puede alcanzar el rango de traición. Frecuentemente, ese salvar la cara individual suele justificarse como un medio para, a su vez, salvar lo salvable de la institución denigrada, que es rescatada, en teoría, por el triunfo del caníbal: “esta organización no puede ser tan mala si soporta a un presidente tan bueno”.
2. Se distingue de una sana autocrítica por la óptica de quien la ejerce, que suele ser exógena y próxima al pensamiento políticamente correcto o vigente. La crítica del caníbal institucional, explícita o tácita, no se diferencia, básicamente, de la del enemigo. O va acompañada del silencio respecto de la interpretación del enemigo. O, en todo caso, a la autocrítica no sigue el señalamiento de los errores del enemigo o la exaltación de los principios que molestan al enemigo de la institución.
3. El caníbal institucional luce como alienado respecto de la institución. Es como si hubiera llegado a la misma por casualidad, y se distancia de ella permanentemente. La critica como la podría criticar un recién llegado, un parvenue. Cuando representa a la institución, lo hace como actor, como quien ejerce un papel impostado del que se despoja con alegría al terminar la función, agotado por la representación. La institución, sus bases y su historia están bajo su entero juicio y examen, no la asume como un axioma sino como un problema. Nunca más lejos de este canibalismo Napoleón, cuando profirió, “desde Clodoveo hasta la Convención, me hago cargo de todo”.
4. Lo paradójico es que esa alienación con la institución suele coexistir con una actitud de apoderamiento nunca antes vista. El caníbal la considera como propia, y al mismo tiempo la rechaza. Es un amo, no un representante. Como tal dueño, se considera en perfecto derecho para devorarla y rehacerla. Es un heredero con perpetuo beneficio de inventario.
5. El caníbal institucional no es la contracara del triunfalista, sino solo su contrario. Mientras que el triunfalista pretende adueñarse de la fama de la institución, exaltándola y exaltándose en una fusión idolátrica que le hace perder el alma, los principios y la causa final a la propia institución -lo que se justificará, naturalmente, en el intento antrópico de querer darle brillo y gloria-, el caníbal institucional, con la misma actitud e intención, con el mismo ímpetu antrópico y pelagiano, privatiza el triunfalismo, exaltándose. Pedirá perdón por los crímenes y errores de la institución, pero rara vez por los propios.
6. El caníbal institucional pretende sustituir con su fama el prestigio de siglos; con las malezas de la aprobación popular, el humus de la historia; con los libros antiguos, los muebles centenarios, las vestes venerables, levanta una hoguera que brilla con un fulgor nunca antes visto. A la mañana siguiente encontrará cenizas. Como un Cronos invertido, será devorado por su hijo.
Wanderer
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