jueves, 6 de abril de 2023

EL INFIERNO ES REAL Y PODRÍAS IR ALLÍ (III)

Todo mal, toda fealdad, se quema en el horno de la justicia misericordiosa de Dios, porque Él quiere que Su obra sea restaurada a su esplendor original, a su más perfecta semejanza con Él.

Por Peter Kwasniewski, PhD


Parte I: El infierno es real y podrías ir allí

Parte II: El infierno es real y podrías ir allí


Contemplar las perspectivas del cielo y el infierno nos ayuda a ver el propósito, de hecho la necesidad, de un estado de Purgatorio, donde un alma que muere a favor de Dios se prepara para contemplar la presencia divina, la belleza de la Santa Faz de Dios, por la extracción de todo lo que es indigno de esta visión. El amor purga lo desagradable, el fuego derrite el corazón duro, la luz atraviesa las sombras. Se arranca la vergüenza, se destruye la culpa. No queda nada malo o feo que obstaculice la unión con un Dios infinitamente santo. Todo mal, toda fealdad, se quema en el horno de la justicia misericordiosa de Dios, porque Él quiere que Su obra sea restaurada a su esplendor original, a su más perfecta semejanza con Él. La inocencia y la rectitud de la bienaventurada voluntad habrán sido renovadas por completo; cada miembro del cuerpo y cada potencia del alma pueden entonces proclamar la gloria de Dios.

La Enseñanza Católica sobre el Purgatorio nos viene de la Sagrada Tradición de la Iglesia. Hay, por supuesto, indicios bíblicos de ello [1]. Tanto San Pablo como San Pedro hablan de un fuego purificador (1 Cor 3,15; 1 Pe 1,7). San Gregorio Magno argumentó lo siguiente: Jesús declara que “quien blasfeme contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero. De esta sentencia entendemos que ciertas ofensas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el venidero” (ver CCC 1031). En el Libro de los Macabeos, leemos que Judas Macabeo “hizo expiación por los muertos, para que pudieran ser librados de sus pecados” (2 Macc 12:46).

Como enseña el Catecismo: “Todos los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero todavía imperfectamente purificados, tienen ciertamente asegurada su salvación eterna; pero después de la muerte pasan por la purificación, a fin de alcanzar la santidad necesaria para entrar en el gozo del cielo” (1030). Debido a que nuestra contrición y reparación terrenales casi siempre faltan de alguna manera, nuestra penitencia por el pecado, es decir, la correspondencia entre la condición interior del alma y el acto de expiación de Cristo en el Calvario, debe ser completada para que la justicia divina sea satisfecha y la misericordia divina cumpla su promesa de presentarnos inmaculados a la fiesta de las bodas (cf. Ef 5, 25-27). El alma que verdaderamente ama a Dios desea ser limpiado, para que sus manchas sean lavadas para siempre; no querría entrar en el cielo si no estuviera enteramente santificado, si no fuera sólo luz y belleza, sino que tuviera todavía mezcladas algunas tinieblas y fealdades. Cristo nos salva desde dentro, haciéndonos santos como él.

Que esta noción no es tan difícil de ver puede deducirse del hecho de que un teólogo contemporáneo que parecía incapaz de escribir sobre algo sin introducir una herejía, Edward Schillebeeckx (1914-2009), sin embargo, dio testimonio de ello con claridad:
La noción del Purgatorio es una noción católica que encuentro esencial para la escatología. Incluso si los seres humanos han elegido el bien y van a tener una vida eterna en el cielo, no son [todavía] santos... Tienen imperfecciones, fallas. Incluso si una persona muere en estado de gracia, como decimos, sigue siendo un pecador... El primer acto de caridad de Dios [en el más allá] es la purificación de todas nuestras imperfecciones [2].
Privilegiada con visiones del mundo venidero, Santa Catalina de Génova explicó el Purgatorio como la obra de Dios de hacer que el alma sea digna de estar en Su presencia recordándole a la prístina nobleza de su creación y a la excelsa dignidad de su Bautismo. Escuchemos las exquisitas palabras de la propia santa:
Veo que Dios está en tan perfecta conformidad con el alma, que cuando la contempla en la pureza en la que fue creada por su divina Majestad, le imparte un cierto impulso atrayente de su ardiente amor, suficiente para aniquilarla, aunque sea inmortal; y de este modo transforma de tal modo el alma en sí mismo, su Dios, que no ve en sí misma más que a Dios, que continúa así atrayéndola e inflamándola, hasta que la ha llevado al estado de existencia de donde salió, es decir, a la pureza inmaculada en que fue creada. Y cuando el alma, por la iluminación interior, percibe que Dios la atrae hacia Sí con tanto ardor amoroso, inmediatamente brota en ella un fuego correspondiente de amor a su dulcísimo Señor y Dios, que la hace derretirse por completo: ve a la luz divina con qué consideración y con qué providencia infalible la conduce Dios siempre a su plena perfección, y que todo lo hace por puro amor; se encuentra detenida por el pecado e incapaz de seguir aquella atracción celestial, quiero decir, aquella mirada que Dios le lanza para llevarla a la unión consigo mismo: y esta sensación de la pena de no poder contemplar la luz divina, unida a ese anhelo instintivo que desearía no tener obstáculos para seguir la seductora mirada, estas dos cosas, digo, constituyen los dolores de las almas del Purgatorio. No es que ellas piensen en sus penas, por grandes que sean; piensan mucho más en la oposición que hacen a la voluntad de Dios, que ven claramente que las trata intensamente con puro amor. Mientras tanto, Dios sigue atrayendo poderosamente al alma con sus miradas de amor y, por decirlo así, con una energía indivisa: esto lo sabe bien el alma, y si pudiera encontrar otro Purgatorio mayor que éste con el que pudiera eliminar antes un obstáculo tan grande, se sumergiría inmediatamente en él, impulsada por ese amor conforme que hay entre Dios y el alma... [3]
De hecho, el anhelo mismo del alma de purificarse, su anhelo de contemplar el Rostro de Dios y vivir, es la causa raíz, la fuerza impulsora de su propia purificación. “Su único deseo, estar totalmente unido a Dios, toma la forma de un amor ardiente. El dolor resulta del hecho de que las 'incrustaciones' en el alma, la 'herrumbre del pecado', bloquean la unión deseada” [4]. Tan ardiente es este anhelo, tan dolorosa la culpa y la imperfección restantes, que el alma, si pudiera elegir, se negaría a no ser castigada. Al describir los frutos del sufrimiento, Søren Kierkegaard dice:
El único tiempo de sufrimiento es un paso que no deja marca alguna en el alma, o aún más glorioso, es un paso que limpia completamente el alma, y como resultado, la pureza se convierte en la marca que deja el paso. Igual que el oro se purifica en el fuego, así el alma se purifica en los sufrimientos. Pero, ¿qué le quita el fuego al oro? Bueno, es una forma curiosa de hablar llamarlo quitar; quita todos los elementos impuros del oro. ¿Qué pierde el oro en el fuego? Bueno, es una forma curiosa de hablar llamarlo perder; en el fuego el oro pierde todo lo que es base, es decir, el oro gana a través del fuego. Así también con todo sufrimiento temporal, el más duro, el más largo; impotente en sí mismo, es incapaz de quitar nada, y si el que sufre se deja gobernar por la eternidad, ésta quita lo impuro, es decir, da pureza [5].
Probando de antemano la gloria divina y sabiendo qué pureza sublime es necesaria para compartirla dignamente, el alma anhela hacerse pura, radiante, hermosa, como una novia que se prepara para el banquete de bodas. Anteriormente citamos CCC 1030, que establece que aquellos que están “imperfectamente purificados” en el momento de la muerte deben someterse a una mayor purificación, “para alcanzar la santidad necesaria para entrar en el gozo del cielo”. Se debe notar cómo esta excelente declaración enfatiza el vínculo entre la santidad y el gozo. La santidad es, en efecto, la condición fundamental de la alegría perfecta. Un alma imperfectamente santificada no tiene los medios para compartir la felicidad de Dios, por la misma razón que los amantes humanos cuando sus motivos son egoístas, no pueden experimentar plenamente la felicidad de la entrega mutua.


Notas al pie:

[1] El Cardenal Ratzinger argumenta que el rechazo tácito del Purgatorio por parte de los teólogos católicos contemporáneos puede atribuirse a una falsa actitud de “biblicismo que se desarrolló primero en la tradición protestante y que también ha llegado rápidamente a la teología católica. Aquí la gente sostiene que esos pasajes explícitos de la Escritura sobre el estado que la tradición llama 'Purgatorio' (el término es ciertamente relativamente tardío, pero la realidad evidentemente fue creída desde el principio) son inadecuados e insuficientemente claros. Pero como he dicho en otra parte, este biblicismo apenas tiene nada que ver con la comprensión católica, según la cual la Biblia debe ser leída dentro de la Iglesia y su fe” (The Ratzinger Report, trans. Salvator Attanasio y Graham Harrison [San Francisco: Ignatius Press, 1985], 146). No obstante, los autores católicos han señalado aspectos de la Doctrina del Purgatorio en numerosos pasajes de las Escrituras: véase, por ejemplo, Heb. 5:1, Sal. 66 [65]:9-12, Is. 4:4, Miqueas 7:8-9, Zac. 9:11 Mal. 3:3, 1 Co. 3:13-15, Mt. 12:36, Lc. 12:57-59 y Mt. 5:25-26, Fil. 2:10, 2 Mac. 12:46, Mateo 12:32.

[2] Sono Un Teologo Felice—Colloqui con Francesco Strazzari, trad. John Bowden (Nueva York: Crossroad, 1994), 66. Véase también Hans Urs von Balthasar, In the Fullness of Faith, trad. Graham Harrison (San Francisco: Ignatius Press, 1988), pág. 79: “Según Pablo, todos debemos pasar por el fuego del juicio de Dios (1 Cor. 3:12-15). Pondrá a prueba el trabajo de la vida de cada persona, con resultados muy diferentes: lo que algunos han construido permanecerá, lo que otros han construido se consumirá hasta la nada. En el medio católico esta 'dimensión' o 'intensidad' o 'duración' personal del proceso de juicio (que no puede expresarse en términos de tiempo) se llama 'purgatorio' o 'lugar de purificación' (o mejor: 'proceso de purificación')

[3] The Soul Afire, ed. HA Reinhold (Nueva York: Meridian Books, 1960), págs. 246-47.

[4] Reseña de The Fire of Love (Sophia Institute Press), en New Oxford Review, diciembre de 1997, 39-40.

[5] Christian Discourses, trad. Howard V. Hong y Edna Hong (Princeton: Princeton University Press, 1997), 102.


One Peter Five


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