martes, 11 de agosto de 2020

ÉCHAME A MÍ LA CULPA DE LO QUE PASÉ



Hay gente que necesita responsabilizar siempre a los otros de sus problemas. Es más viejo que la tos. Hartitos estamos de conocer ateos porque el cura de su pueblo una vez dijo, hizo o dejó de hacer lo que el hoy ateo entendió incorrecto en su momento. Fantástico. Ya tiene disculpa para ser un cómodo agnóstico apuntado a la cosa anticlerical, como la tiene la señora que si no va a misa es por culpa de sor Veremunda que, allá en sus años colegiales, soltaba unos pellizcos de monja de no te menees, tenía su punto de soberbia y, además, un día la encontraron ojeando el “Luna y Sol”.

Por el padre Jorge González Guadalix



Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad y los tiempos corren que se matan. Difícilmente se puede echar la culpa de nada a las monjas del colegio, porque en el colegio solo quedan dos ancianas venerables, quizá una de ellas la propia sor Veremunda, y porque el cura del pueblo atiende doce parroquias y no tiene tiempo ni de ser borde. Pero hay que echar la culpa a alguien, aunque en esta ocasión por lo moderno.

¿A usted le ha hecho algo el cura de su pueblo, que apenas va el domingo a las carreras a celebrar misa, el día de la fiesta y las urgencias? ¿Algo que reprochar a las ancianas religiosas del colegio que ya ni salen de la zona de clausura? 

Evidentemente no, aunque los hay que también encontrarán maldades y anti-testimonios en esto. Pues alguien se la tiene que cargar.

Afortunadamente han aparecido las redes sociales, lo cual ha sido un excelente aliado para tanto ateo necesitado de razones externas para el abandono de la fe. Si antes teníamos una sor Veremunda, ahora hay montones de religiosas que exhiben públicamente su pensamiento sin cortarse un pelo. Si el cura de mi pueblo fue la clave para razonar la falta de fe, ahora puedo justificarme con varios que escriben en las redes, ninguno perfecto porque ya se sabe que los ateos y la gente que ha perdido la fe son los que mejor saben qué cosa sea un cura santo. Y si en tiempos me vino bien hablar de esas señoras, abundantísimas parece ser en todas partes, de misa de una con abrigo de visón y asistentas cobrando cuatro perras, ahora, gracias a la red, tengo a mano un montón de laicos imperfectos que me reafirman en mi resistencia a la gracia divina.

Seamos serios, que adultos somos. Hay gente que tiene fe y gente que no. Gente que la perdió o la vive desde la incertidumbre y la angustia. Personas para las cuales la vivencia de la fe se hace imposible porque es incompatible con su forma de vida. Otros que la tienen, o creen que la tienen o intentan vivir como si la tuvieran. Perfecto. Adultos somos y cada uno saca adelante la vida como le parece.

Pero es hasta grotesco que adultos hechos y derechos necesiten encontrar una sor Veremunda, un sacerdote, dos laicos, tres blogueros, un predicador y una señora de las que iban a misa con abrigo de pieles -me han dicho que quedan dos en una parroquia de Madrid y otra en Indauchu- para justificar que lo de la fe y la Iglesia hoy es inadmisible.

Sería fácil recordar que en el juicio final no sé si el juez admitirá como atenuante para el abandono de la fe el pellizco de sor Veremunda o aquella metedura de pata del bueno de don Manuel. No hace falta llegar a tanto. Uno hace lo que hace porque es adulto para decidir y tomar sus opciones, porque lo contrario sería afirmar que no hemos pasado de la infancia mental.

He titulado este post con una frase muy conocida de una canción de Albert Hammond. Lo termino siguiendo la misma canción: “Y sin embargo quiero que seas feliz. Que allá en el otro mundo en vez de infierno encuentres gloria y que una nube de tu memoria me borre a mí. Dile al que pregunte que no te quise, dile que te engañaba que fui lo peor. Échame a mí la culpa de lo que pasé…”

¿Mejor ahora?


De profesión, cura

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