lunes, 13 de enero de 2025

SURGE E ILUMINA

Homilía de Monseñor Carlo Maria Viganò sobre la Epifanía de Nuestro Señor.


Surge et illuminare, Jerusalem,
quia venit lumen tuum,
et gloria Domini super te orta est.
Levántate y brilla, Jerusalén:
Porque ha llegado tu luz
Y sobre ti ha resucitado la gloria del Señor.

Is 60,1

Esta gran fiesta de la Epifanía, que junto con la Pascua, la Ascensión y Pentecostés se llama Día Santísimo en el Canon de la Misa, completa la fiesta de la Navidad del Señor. Si en la Nochebuena adoramos al Emmanuel con los ángeles y los pastores, hoy en el Niño Rey adoramos al Dominator Dominus, a cuyos pies son llamados todos los pueblos de todos los confines de la tierra. Et adorabunt eum omnes reges terræ: omnes gentes servient ei, dice la Escritura: Todos los reyes de la tierra lo adorarán, y todos los pueblos le servirán. Lo cantamos en el Introito: Ecce, advenit dominator Dominus; et regnum in manu ejus, et potestas, et imperium. He aquí que viene el Señor Dominador: en su mano el reino, y la potestad real, y el poder.

No se trata de un anhelo, de un deseo piadoso destinado a cumplirse sólo en parte o a ser destrozado por la cruda realidad de un mundo rebelde; es, en cambio, una afirmación muy cierta, fundada en la necesidad ontológica del triunfo de Cristo, al que nadie podrá oponerse jamás y que nadie podrá impedir. 

Pero mientras nos centramos en la adoración de los Magos, que rinden su tributo de oro, incienso y mirra al Rey de reyes después del pobre tributo de los pastores, no debemos olvidar que el Señor mismo, con la Encarnación, vino a esta tierra para ofrecer a la Santísima Trinidad, y al Padre eterno, el tributo de las almas arrebatadas al dominio de Satanás y vencidas en la Pasión y Muerte en la Cruz. Los Magos ofrecen oro a la Realeza de Cristo, incienso a su Divinidad, mirra a Cristo Víctima sacrificial. Son, pues, figura de Nuestro Señor, que nos ofrece al Padre eterno a todos nosotros, y con nosotros a todos los que la Providencia ha destinado a la gloria del Cielo, mediante la ofrenda de Cristo Víctima, elevada al altar del Calvario por Cristo Sacerdote, que como Rey representa a la humanidad que le pertenece por derecho divino, por linaje y conquista, y que como Dios puede redimir reparando nuestras infinitas culpas y la infinita ofensa causada a Dios. El Secreto de hoy nos lo confirma: Ecclesiæ tuæ, quæsumus, Domine, dona propitius intuere: quibus non jam aurum, thus, et myrrha profertur: sed quod eisdem muneribus declaratur, immolatur, et sumitur, Jesus Christus Filius tuus Dominus noster: Mira benignamente, Señor, te suplicamos, las ofrendas de tu Iglesia, por las que ya no se ofrece oro, incienso y mirra, sino a Aquel que, a través de ellas, es representado, ofrecido y recibido: Jesucristo tu Hijo y Señor nuestro.

En los Magos -como ya en los tres Ángeles que visitaron a Abrahán- podemos ver también una figura de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que se complacen en ver cumplida la Voluntad divina en el Hijo: Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia (Mt 3,17). Lo que significan los tesoros revelados por los Magos en el silencio de Belén -la divinidad de aquel Niño- es proclamado por su Padre celestial en el momento del Bautismo en el Jordán, que también celebramos hoy junto con el milagro del agua convertida en vino en las bodas de Caná.

La solemnidad de la manifestación divina del Salvador -este es el sentido de la palabra Epifanía utilizada en la Iglesia romana y de la palabra Teofanía en la Iglesia de Oriente- nos presenta la realeza divina de Cristo bajo dos aspectos: el de Su primera y el de Su segunda venida. La primera se cumplió en la pobreza, en el silencio, en la humilde obediencia a sus Padres durante treinta años, en la predicación durante tres años, afrontando los tormentos de la Pasión, la ignominia de la Cruz, la Muerte y la Deposición en el sepulcro; y luego en la Resurrección -cumplida lejos de la mirada de todos, en el silencio del amanecer de un domingo, y terminó con la Ascensión al Cielo y aquella promesa del Ángel: Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús, que fue arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá del mismo modo que le visteis subir al cielo (Hch 1,11).

La segunda venida del Señor tendrá lugar en la gloria: et iterum venturus est cum gloria judicare vivos et mortuos, proclamamos en el Credo. Y será siempre ese Rey divino quien cerrará el paso del tiempo y de la historia en el Juicio final, quien pondrá fin a la fase del juicio, et sæculum per ignem. Entonces se cumplirá definitivamente lo anunciado en el pasaje del Profeta Isaías que acabamos de escuchar: Levántate, Jerusalén, y revístete de luz, porque llega tu luz, la gloria del Señor brilla sobre ti (Is 60,1). Esta Luz, que vino al mundo hace dos mil cinco años, brillará en el Cuerpo Místico, del que Cristo es la Cabeza divina, después de estos tiempos oscuros de apostasía y después de la Passio Ecclesiæ: Porque he aquí que las tinieblas cubren la tierra, espesa niebla envuelve a las naciones; pero el Señor brilla sobre vosotros, su gloria aparece sobre vosotros. Como en el Cristo desfigurado y sufriente se oscureció la gloria que resplandeció en la Resurrección, así en Su Cuerpo Místico desfigurado hoy se eclipsa la gloria que le espera.

La persecución predicha por las Escrituras será la última batalla que la humanidad tendrá que afrontar, poniéndose de parte de Dios o contra Él, y el destino de ese choque de época está ya marcado por la victoria de Cristo en la Cruz: o mors ero mors tua; morsus tuus ero, inferne, dice el profeta Oseas (Os 13,14), del que se hace eco el Apóstol Pablo. Pero antes de esa persecución veremos a los reyes de la tierra y a los poderosos de las naciones aliarse al Anticristo y tener poder para blasfemar de su Nombre, de su tabernáculo y de los habitantes del cielo (Ap 13,6), es decir, a Dios, a la Santa Iglesia y a los elegidos. Y le fue concedido [a la Bestia] hacer guerra contra los santos, y vencerlos. Y le fue dado poder sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. Y la adoraron todos los moradores de la tierra, cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero, que fue inmolado desde el principio del mundo. El que tenga oído, que oiga (Ap 13,7-9). Cristo es el Cordero que sufre y triunfa en los que creen en Él: en Abel es asesinado por su hermano, en Noé es escarnecido por su hijo, en Abraham fue peregrino, en Isaac fue ofrecido, en José fue vendido, en Moisés fue expuesto y expulsado, en los Profetas fue apedreado y aserrado, en los Apóstoles fue zarandeado por tierra y mar, y en los Mártires fue muerto muchas veces y de muchas maneras.

Sin embargo, este interludio de aparente triunfo de Satanás está destinado a terminar con la muerte del Anticristo por el Arcángel San Miguel y la cabeza de la Serpiente aplastada por la Virgen Inmaculada. De nuevo el profeta Isaías nos tranquiliza: Los pueblos caminarán a tu luz, los reyes al esplendor de tu nacimiento. Levantad los ojos y mirad: todos éstos se han reunido, vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos, tus hijas nacen en tus brazos. A esa vista estarás radiante, tu corazón palpitará y se ensanchará, pues las riquezas del mar se derramarán sobre ti, los bienes de los pueblos vendrán a ti. Un ejército de camellos te invadirá, dromedarios de Madián y de Efa, todos vendrán de Sabá, trayendo oro e incienso y proclamando las glorias del Señor (Is 60,3-6). Un poco más adelante, el profeta Isaías se dirige a la Santa Iglesia, la nueva Jerusalén: Tus puertas estarán siempre abiertas; no se cerrarán ni de día ni de noche, para que entren en ti las riquezas de las naciones y sus reyes en procesión. Porque la nación y el reino que no te sirvan perecerán; esas naciones serán totalmente destruidas (Is 60,10-11). Cuando observamos con consternación las convulsiones políticas y económicas de los Estados, debemos recordar el destino de ruina anunciado para las naciones que se rebelan contra el Señor.

Al comienzo y al final del año litúrgico, la Santa Iglesia nos recuerda la segunda venida del Señor y nos exhorta a estar preparados, como lo estuvieron los judíos para la primera venida, fieles a las profecías del Antiguo Testamento: Estad preparados también vosotros, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora que menos pensáis (Lc 12, 40). Y esta advertencia debería hacernos temblar a todos, pero sobre todo a quienes el Señor ha establecido en la autoridad, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil: el señor de ese siervo vendrá el día que menos lo espere y a la hora que no sepa, y lo castigará severamente asignándole su lugar entre los incrédulos (Lc 12, 46). 

La Virgen Madre, augustísima Reina y Señora, asiste hoy al acto de adoración de los Magos a su divino Hijo. Ella asistirá mañana, coronada de estrellas y sentada en su trono de gloria en el que está sentada desde la Asunción al cielo, a la adoración de los que no le reconocieron en la primera venida de Cristo y de los pueblos paganos que se habrán convertido a su Hijo. Y como el Padre pondrá a los enemigos de Cristo por estrado de sus pies, así hará Nuestro Señor con la Mater Ecclesiæ, humillando a los enemigos de la Virgen su Madre y de la Iglesia su Esposa: Vendrán a ti postrándose los hijos de los que te oprimieron; todos los que te despreciaron se postrarán a las plantas de tus pies y te llamarán ciudad del Señor, Sión del Santo de Israel (Is 60, 14). Que la intercesión de María Santísima, Reina de la Cruz, nos proteja en nuestro tiempo de prueba y nos conceda la Gracia de la perseverancia. Y que así sea.

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

6 de enero de 2025
In Epiphania Domini


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