jueves, 18 de noviembre de 2021

"RESPIRANDO EL AIRE DE LO SAGRADO": LA MÚSICA Y LA LITURGIA

El canto llano contemplativo, la polifonía elevada, el sonido majestuoso del órgano de tubos, no son una parte menor de la evangelización de los sentidos y la imaginación del hombre por parte de la Iglesia.

Por Peter Kwasniewski, PhD


La Iglesia, reconociendo que el hombre no es un mero ser intelectual que puede subsistir sólo de pensamientos, sino una criatura que se acerca a la realidad a través de sus sentidos, siempre ha subrayado la importancia de incorporar los signos perceptibles por los sentidos en sus actos de culto. Incluso si asentimos a la verdad sobrenatural sola fide, no nos comprometemos con ella solo intellectu.

Como explica Santo Tomás de Aquino en su tratado sobre los Sacramentos, Cristo proporcionó a su Iglesia signos sensibles de su presencia permanente, conductos de gracia a través de los cuales el Espíritu Santo actúa en los corazones de los fieles. Utilizados de forma adecuada, estos signos sagrados -agua, pan, vino, aceite, palabras de absolución- no sólo representan la acción de Cristo, sino que realizan su obra porque Él actúa a través de ellos, son los medios por los que visita y santifica al creyente. Puesto que el hombre no es una mente incorpórea, sino un todo integral compuesto de cuerpo y alma, es muy conveniente que Dios conceda sus dones a los fieles elevando las cosas humildes de la experiencia común a medios eficaces de santificación.

Esta transfiguración sacramental se extiende mucho más allá de su propia esfera inmediata, como podemos ver en el rico patrimonio de las bellas artes. Lo que empezó siendo la gloria del mundo pagano -arquitectura, escultura, pintura, música- se convirtió, en manos de la Iglesia, en servidores de los misterios divinos, en ministros del mundo invisible, en reflejos de la belleza de Dios. La sacralidad de la liturgia se adorna y eleva con el uso de cosas bellas: iconos que parecen captar la esencia intemporal de la santidad, estatuas que nos recuerdan la comunión de los santos y el propósito de nuestras vidas, vidrieras que representan episodios del Evangelio y de la historia de la Iglesia con una elocuencia que no tiene rival en las palabras. El canto llano contemplativo, la polifonía elevada, el sonido majestuoso del órgano de tubos, no son una parte menor de la evangelización de los sentidos y la imaginación del hombre por parte de la Iglesia.


Abus Non Tollit Usum

Las bellas artes han disfrutado de una larga pero no siempre pacífica relación con el culto a Dios. Cuando las bellas artes sirven para realzar el culto centrando nuestra mente en Él y en sus santos y ángeles, merecen el mayor de los elogios, pero cuando ofrecen distracciones y fascinaciones que desvían del acto central del sacrificio y la acción de gracias, corren el riesgo de erigirse en la razón de la asistencia a la Misa. Que esto haya sucedido a menudo en la historia de la Iglesia no debe sorprender. Admirar en exceso las obras de las manos humanas es una tentación perenne, como atestigua el mandamiento contra la adoración de las imágenes esculpidas.

Como ocurre con todos los errores, el extremo de prestar demasiada atención a las formas de expresión artística y cultural puede llevar, como reacción, al extremo de rechazarlas por completo, bajo la falsa idea de que los hombres pueden adorar a Dios "más puramente" si los signos sensibles -estatuaria, música de órgano, polifonía, vidrieras, vestimentas sacerdotales y similares- son eliminados de las iglesias, reducidos al mínimo o afeados por el modernismo estético.

El remedio propuesto es mucho peor que la enfermedad. Suprimir las artes litúrgicas tradicionales o desnudar el santuario para "purificarlo" o "simplificarlo", como hicieron los calvinistas en el siglo XVI o los modernistas en el XX, no es en absoluto mejorar el culto, sino más bien hacerlo impropio de las criaturas de vista y oído, de carne y hueso, que somos: las criaturas que el Verbo se hizo carne para salvar.

La ola de banalidad y populismo que ha asaltado las iglesias católicas desde hace medio siglo apenas es mejor, hay que admitirlo, que deshacerse por completo de las obras de arte (de hecho, sospecho que más de uno preferiría adorar en silencio en un granero vacío que tener que sentarse a escuchar lo que se ofrece en la Comunidad Católica de San Suburbio). Suprimir las bellas artes o transformarlas en algo endeble y trillado es deshonrar los preciosos regalos que Dios ha dado a la humanidad a través de siglos de vibrante devoción y genio católicos.


Verdades olvidadas sobre la música sagrada

Las experiencias con muchas liturgias, algunas bendecidas y otras lamentables, me han dado mucha oportunidad de pensar en estas cosas. Durante la mayor parte de treinta años dirigí coros polifónicos y chant scholas. La música que interpretábamos era, en su mayor parte, del Renacimiento, ese glorioso florecimiento de la cultura artística católica. Cuando cantábamos cantos llanos, extraíamos aún más profundamente de las fuentes históricas y devocionales de la fe: un gran número de los cantos para el rito romano se remontan a los siglos IX y X, cuando los florecientes monasterios marcaban el tono de la sociedad europea en general.

Mi trabajo con la música litúrgica me hizo comprender ciertas verdades vitales, pero hoy en día olvidadas.

La primera verdad es que uno no "hace música para la liturgia" ni "llena los espacios vacíos cuando el sacerdote está ocupado". Uno aprende a dejar que la propia liturgia, con su propio espíritu, sus oraciones ancestrales y sus gestos profundos, moldee y gobierne su elección musical; de hecho, en el culto tradicional de Oriente y Occidente, la música está más o menos dictada por el rito.

La segunda verdad que aprendí es más paradójica: como fin último, la música litúrgica debe tener en mente su propia muerte. Por supuesto, no me refiero a la muerte de la música en sí misma, ya que se ha dejado morir demasiada música buena, en perjuicio inestimable de los fieles. Más bien, tengo en mente la lección que Cristo nos enseñó: debemos perdernos, olvidarnos de nosotros mismos, para estar más atentos a Él, más dispuestos a escuchar. Al interpretar o escuchar música, muchas personas experimentan una elevación del alma a las alturas celestiales donde reinan eternamente la belleza y la paz de Dios. Esta autotrascendencia en la presencia de Dios es uno de los objetivos de la liturgia sagrada, y la música está destinada a ayudarnos a elevar nuestras almas hacia Él -o mejor, a permitir que Él nos eleve-. La lección que aprendemos es la del olvido de sí mismo, la humildad de los que asisten al Santo Sacrificio: non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam: no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria. Si el pueblo se eleva a la meditación de las cosas divinas a través de nuestra música, los músicos debemos dar gracias a Dios porque ya no piensan en las melodías ni en los cantantes. "Yo debo disminuir, Él debe aumentar", dijo Juan el Bautista, olvidándose de sí mismo, guiando a sus seguidores hacia Jesucristo. En ese sentido, la música debe morir a sí misma.

Para servir a su propósito, la música para la liturgia debe respirar el aire de lo sagrado. Pero, ¿qué significa esto en la práctica? No debe ser estridente ni asertiva; no debe anunciar su propia inteligencia o melodía. No debe ser ruidosa; ya hay demasiado ruido en el mundo, desde los aviones hasta las emisoras de radio. En un extremo, algunas músicas litúrgicas son demasiado operísticas, como muchas piezas escritas a finales del Romanticismo; en el otro extremo, las piezas creadas en un lenguaje "folclórico" o "popular" son demasiado cursis y cantarinas.

Las mejores cualidades de la música sacra han sido también las más duraderas en la historia de la Iglesia: melodías puras, tranquilidad, modestia, oración. ¿Los "ministros de la música" están ahí para dar un espectáculo y mantener al pueblo agradablemente ocupado, o cantan para elevar el alma devota a la adoración del Todopoderoso? Pertenece a la esencia del verdadero ministerio de la música el hecho de que se desvanezca a sí mismo, dejando el centro de atención y retrocediendo entre las paredes, disolviéndose como el incienso. Sólo cuando la música es tan apta para la liturgia que la congregación deja de pensar en ella como se pensaría en cualquier forma de arte secular o entretenimiento, los músicos pueden asumir el lugar que les corresponde: servidores del bien común de la parroquia, cantando en nombre de la Iglesia y por la autoridad de Cristo.


El canto: Las razones de su abandono

La Iglesia siempre ha insistido, en los documentos oficiales, en que las bellas y antiguas melodías conocidas como Canto Gregoriano ocupen un lugar primordial en la liturgia, un lugar que no se vea comprometido por otros estilos o tipos de música, aunque sean dignos. Desgraciadamente, pocos parecen haber hecho caso de esta sabia recomendación, que perdió gran parte de su fuerza cuando Pablo VI la repudió descaradamente.

Parece que hay al menos tres razones para este abandono del canto.

La primera razón es la pérdida generalizada del silencio, de la sacralidad, de la oración, en la propia celebración de la liturgia. Una pérdida tan dramática sólo ha podido tener lugar allí donde la gente ya estaba acostumbrada al ruido y a la profanidad de nuestro mundo, y ya no se daba cuenta de lo grande que es nuestra necesidad de meditación y recogimiento si queremos rendir honor a Dios y avanzar en la vivencia de la vida cristiana. En una situación así, el canto es un fracaso.

La segunda razón es más sutil y más peligrosa. En muchos aspectos, el modo en que los católicos conciben la Santa Misa ha sido gradualmente contaminado por el humanismo. El foco de atención pasa del sacrificio expiatorio de Cristo en el Calvario a la "comunidad reunida para celebrar". Estos dos elementos no tienen por qué estar en conflicto, pero dada la tendencia moderna a enfatizar el lado social del culto cristiano, existe el peligro de que los misterios trascendentes que recreamos se conviertan en algo periférico, minimizado, incluso olvidado. En el momento en que una liturgia deja de estar centrada en la Cruz de Cristo -la renovación incruenta de su sacrificio en el Calvario a la luz de su resurrección y ascensión- deja también de atender las verdaderas necesidades espirituales de los cristianos: adoración, acción de gracias, penitencia y súplica.

Una noción humanista del objetivo o del enfoque del culto provoca un falso sentido de lo que significa la participación de la congregación. Según el punto de vista (raramente declarado pero a menudo aceptado) de que el hombre es el centro de todas las cosas, el propósito de la liturgia sería principalmente glorificar y alabar al hombre, o hacer que se sienta bien consigo mismo. Tal vez se invocaría a Dios como una idea tardía, pero hay poco espacio para Dios cuando los hombres piensan tan bien de sí mismos.

El católico creyente se sitúa en el polo opuesto al humanista: en la humildad, sabe que si no comulga con Cristo, no tendrá vida en él. En cuanto a la comunidad, sabe que todo lo que conduce a la buena oración -la oración centrada enteramente en la Majestad divina y en sus ángeles y santos- produce la más plena unión de un cristiano con otro en su propósito común de conocer, amar y servir a Dios. Cualquier otra cosa es una farsa.

La tercera razón se deriva de las anteriores: muchos directores de música de las parroquias no son conscientes del rico patrimonio que descuidan, o incluso se aprovechan de su posición para crear "experiencias" litúrgicas totalmente ajenas a la fe de la Iglesia. Ya sea por aversión a un tipo de música desconocida, o por objetivos más dudosos de "modernización" de la vida parroquial, estos directores a menudo no cultivan el talento y el interés necesarios para preparar y ejecutar el canto, la himnodia o la polifonía de manera digna.

Si el papa Francisco, el Cardenal Cupich y otros quisieran demostrar que realmente se preocupan por mejorar la forma en que se celebra la nueva misa, estarían tocando el tambor (por así decirlo) de la música sagrada semana tras semana. Pero no lo hacen, porque su objetivo es la destrucción de la Tradición, no su resurrección.


"No me fijé en la música"

Incontables veces a lo largo de los años, he escuchado comentarios como este después de la misa, de gente joven y mayor: "La música era tan hermosa, realmente me ayudó a rezar". "Esa canción me hizo llorar". O, de un visitante: "¡Si mi parroquia cerca de casa tuviera una música como la de hoy!". La gente que va a misa para adorar a Dios está profundamente agradecida cuando la música centra su corazón en Él y ayuda a preparar su alma para los sagrados misterios que celebramos.

Pero los comentarios que más me gustan son los que, medidos según el criterio del mundo, menos querría escuchar un intérprete: "No me di cuenta de la música, porque estaba tan atrapado en la belleza de la misa". "Estaba rezando muy intensamente, y creo que los cantos y el resto me hicieron flotar".

Si los músicos de la iglesia hacen bien su trabajo, éste contribuirá al bien de los fieles reunidos para el culto; no destacarán como un adorno o una obra de arte hecha con mal gusto. Si todos los elementos que constituyen nuestro culto público se combinaran adecuadamente, la música asumiría su papel indispensable, no como una atracción en el centro del escenario, y mucho menos como una carga para los ojos, sino como una pieza crucial de un complejo conjunto de símbolos: los ornamentos que lleva el sacerdote, el dulce olor del incienso que se eleva a Dios, las luminosas vidrieras que representan la vida de Cristo o de los santos, las estatuas que nos recuerdan a nuestros hermanos mayores en la Fe.

Cada uno de estos elementos tradicionales lleva consigo tanto la historia como la instrucción, un vínculo con el pasado y un fuerte recordatorio de quiénes somos como católicos, peregrinos de una fe inmutable en un mundo en constante cambio. Los componentes de la liturgia romana dan testimonio, de manera tangible y accesible, de las verdades sublimes que profesamos en lo más íntimo de nuestras almas.


One Peter Five


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