En los último días varios blogs amigos han mostrado su preocupación por algunas afirmaciones del papa Francisco. El 30 de enero se dirigió a un grupo de obispos y sacerdotes italianos con un discurso en el que elevó al Concilio Vaticano II a la categoría de super dogma de la Iglesia católica, ocasionando la paradoja de que un concilio que en repetidas ocasiones declaró que no era dogmático sea elevado a un dogma comparable al de la Santísima Trinidad. Por otra parte, el 1 de febrero se reunió con representantes de la agencia americana Catholic News Service a quienes les aseguró que “La Iglesia en Estados Unidos está muy viva, muy muy viva. Quizás haya grupos tradicionalistas, pero también los tenemos aquí en el Vaticano. Esto se cura”. El 4 de febrero, frente al gran imán de Al -Azhar Ahmad Al-Tayyeb, presente en Abu Dhabi junto al jeque Mohammed Bin Zayed y el secretario general de la ONU, António Guterres, con motivo del Día Internacional de la Hermandad Humana, establecido por la Asamblea General de las Naciones Unidas, dijo: “Hoy no hay tiempo para la indiferencia. No podemos lavarnos las manos, con la distancia, con el descuido, con el desinterés. O somos hermanos, permítanme, o todo se derrumba. Es la frontera” [una nueva interpretación de la parábola evangélica de las dos casas: aquella firme construida sobre roca es la que se edifica sobre la fraternidad universal (¡)]. No serían para menos, entonces, las preocupaciones que cualquier buen católico experimenta frente a estos últimos dislates pontificios y serían necesarias todas las armas teológicas y dialécticas para deshacerlos.
Sin embargo, el problema está en reaccionar frente a lo que dice o hace el papa Francisco como se reacciona frente a una persona honesta y psíquicamente equilibrada, lo que no es su caso. La situación me recuerda un chiste que solía contar un humorista argentino: Llega a un manicomio una inspección del Ministerio de Salud. El director los recibe y les muestra las instalaciones. En el jardín observan que un grupo de locos han formado un trencito entre ellos, y recorren el predio imitando el ruido de la locomotora y dando silbidos. El inspector dice: “Se ve que divierten con este juego”. A lo que el director responde: “Sí, se divierten, el problema es la molestia del humo”.
Bergoglio juega al trencito desde que comenzó su pontificado. El problema lo tenemos nosotros que discutimos sobre los efectos nocivos del humo que expele su tren.
Bergoglio es un gran simulador, una especie de Zelig elevado al trono pontificio. Aprendió esas difíciles artes con los buenos padres de la Compañía, expertos históricos en el tema, y las aplicó con éxito a lo largo de toda su vida. Simuló ser conservador para que el cardenal Quarracino y buena parte de los prelados argentinos lo hicieran obispo y luego arzobispo de Buenos Aires (relatamos aquí el caso), y simuló ser un nuevo San Francisco de Asís que renovaría la Curia, sanearía sus finanzas y abriría las puertas de la Iglesia al mundo contemporáneo a fin de que el Club de San Gallo y sus cardenales electores lo hicieran papa.
A los argentinos nos resulta más fácil entenderlo y reconocer sus malas artes, por ser justamente argentino, porteño, peronista y jesuita. La combinación es altamente tóxica. Bergoglio aprendió del general Perón a decirle a cada uno lo que quiere escuchar. Del propio protagonista escuché la siguiente anécdota: el 10 de diciembre de 2010, vísperas del primer viaje que harían familiares de soldados caídos en la guerra de Malvinas al archipiélago, se celebró una misa en la catedral de Buenos Aires presidida por su arzobispo, el cardenal Bergoglio. El joven organizador de la empresa, poco antes del inicio de la ceremonia, se dirigió a la sacristía. Enseguida llegó el cardenal quien lo llamó y le preguntó a quemarropa con la hosquedad y el mal genio que lo caracterizan: “Decime quiénes están”. El joven le dio el nombre de personas y organizaciones que asistían a la misa, todos ellos conspicuos representantes del nacionalismo católico argentino. Poco después, en la homilía, Bergoglio hizo una larga alabanza de todos los principios nacionalistas, encumbrando a sus grandes maestros. Era, claro, la misma persona que pocos meses después tendría palabras de consuelo y comprensión para Hebe de Bonafini que, con sus damas de pañuelos blancos, había tomado la catedral y defecado junto al altar mayor.
Abundemos. Mons. Athanasius Schneider le pidió en una entrevista personal: "Santo Padre, en presencia de Dios le imploro y en el nombre de Jesucristo que nos juzgará, que se retracte de la declaración del documento interreligioso de Abu Dhabi, que relativiza la única fe en Jesucristo". Y Bergoglio, amablemente le respondió diciendo que esa frase debe ser entendida en referencia al principio de la voluntad permisiva de Dios y que el documento de Abu Dhabi no pretende igualar la voluntad de Dios de crear diferencias de color y sexo con las diferencias de religiones. Le dijo exactamente lo que el buen obispo quería escuchar, y ya vemos lo que ha seguido haciendo desde entonces. Bergoglio le dijo al cardenal Burke que procediera con firmeza contra los masones que se habían infiltrado en la Orden de Malta, y poco después lo defenestró de su puesto. Le dijo al P. Vallejo Balda que pusiera orden en las finanzas vaticanas, y meses más tarde lo encarceló durante más de un año por cumplir la orden que se le había dado. Hoy le dice a los obispos italianos que el Vaticano II es un dogma y que quienes no lo aceptan no son católicos, pero no sería en absoluto extraño que si próximamente se reúne con los superiores de la FSSPX, les diga que ese concilio fue meramente pastoral y que pueden interpretarlo como quieran, o no interpretarlo en absoluto. Les dijo a los americanos que los tradicionalistas son una enfermedad que tiene cura, pero no sería extraño que si se reuniera con Mons. Gilles Wach y su troupe, les alabara el buen gusto al combinar el color azul y reivindicara la importancia de las puntillas y brocados en los ornamentos litúrgicos.
¿Significa, entonces, que debemos despreocuparnos y esperar que la naturaleza cumpla su ciclo y Bergoglio dé su último suspiro para que todo se encarrile nuevamente? Claro que no. Lo realmente grave de todo esto es que el papa Francisco ha pulverizado el magisterio pontificio y ha relativizado la totalidad de la fe católica, desde los dogmas centrales hasta la moral y las costumbres. Lo hizo, claro, no con una voluntad herética y dañina, sino por su particular psicología y sus tóxicos antecedentes. Los próximos pontífices se la verán en figurillas para arreglar el entuerto, si es que hay tiempo.
Wanderer
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