viernes, 18 de marzo de 2022

REFLEXIONES SOBRE LA DESTITUCIÓN DE UN OBISPO

Papas despóticos y obispos rastreros los hubo siempre en la Iglesia. Pero nuestra suerte es peor a la de aquellos hermanos nuestros que debieron padecerlos en épocas pasadas.


La noticia de la semana pasada que acaparó el interés de buena parte de los medios católicos fue la destitución del obispo Daniel Fernández Torres, de Arecibo (Puerto Rico). Hay suficiente información y comentarios en la web sobre el hecho y no es necesario volver sobre él. Sin embargo, hay algunas reflexiones en las que sí vale la pena detenerse.

1. Lo llamativo no es tanto que un obispo haya sido destituido por Roma. De un modo más elegante, eso mismo ha venido sucediendo desde los inicios mismos de este pontificado. Basta recordar el triste caso de Mons. Rogelio Livieres, obispo de Ciudad del Este (Paraguay), en el ya lejano 2014. Lo novedoso ha sido que Mons. Fernández Torres se haya negado a presentar la renuncia que se le exigía aunque con ello sufriera la consecuencia de su destitución. ¿Y por qué es novedoso? Porque en todo el resto de los casos, los obispos que fueron tan injustamente expulsados de sus diócesis como lo fue él, se avinieron a los deseos del poder tiránico del papa de Roma y firmaron sus renuncias. El padre Santiago Martín, en su último comentario, recuerda las palabras de Calderón de la Barca: “Al rey, la hacienda y la vida se han de dar. Pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios”. En Argentina tenemos varios casos de obispos renunciados. Algunos de ellos ciertamente debían hacerlo: Mons. Zanchetta o Mons. Taussig, por ejemplo, eran incapaces de estar al frente de sus diócesis. Pero hay otros que fueron destituidos sencillamente porque no le simpatizaban al papa Francisco por sus posturas católicas conservadoras, o por viejas rencillas personales. Y aunque maquillados con “visitas apostólicas”, fueron expulsados de sus sedes pero lo hicieron sin honor, ya que aceptaron firmar un renuncia que sabían injusta. ¿Por qué esta pleitesía y esta falta de dignidad tan rampante que sobrepasa lo estrictamente religioso para anclarse en lo humano? ¿Cómo es posible que tantos obispos, que son sucesores de los apóstoles, carezcan de las virtudes básicas que debe poseer todo caballero cristiano?

2. Un motivo, claro, es la famosa obediencia, sobre la que discutimos aquí hace pocos días. Y en este caso algo es claro: el papa tiene la autoridad y capacidad para hacer lo que hizo. Un interesante artículo de The Pillar lo explica con detalle. El papa, sin embargo, no podría haber hecho lo que hizo durante la Edad Media, y probablemente tampoco hasta el siglo XIX, y dudo que pudiera hacerlo aún hoy con algún obispo de las iglesias orientales. Como ya hemos hablado abundantemente en este blog, el absolutismo papal inaugurado por Pío IX y consagrado por el “espíritu” del Concilio Vaticano I, es el responsable directo de estos desmanes. La desaparición de todos los fueros, que actuaban como contrapesos y balances del poder papal y episcopal, provocó la aparición de un paradójico liberalismo extremo dentro de la Iglesia: el papa como monarca absoluto y universal, puede disponer libremente de la suerte de cualquier bautizado sin que ningún cuerpo intermedio mitigue su poder. Y de modo análogo se comportan los pequeños déspotas episcopales. Hablamos sobre esto también en otra ocasión.

3. Dejar desamparado al individuo frente al poder omnímodo del Estado, o del papa, ha dado lugar, entre otras, a situaciones verdaderamente repulsivas. Es el caso, por ejemplo, del padre Eduardo Torres Moreno, sacerdote del Opus Dei y rector del seminario de Arecibo en Pamplona que, luego de ser destituido su ordinario, se dirigía con estas palabras a su sucesor: “Aunque estamos todavía reponiéndonos de la sorpresa, le escribo para asegurarle nuestra obediencia a la Iglesia por encima de lo que podamos nosotros entender, pues aunque el que mande se equivoque, nosotros acertamos obedeciendo”. No se trata solamente de la actitud rastrera aunque previsible de un miembro de la prelatura, sino del nominalismo extremo de sus palabras, del que el mismo Guillermo de Ockham se asombraría. Este señor cura echa por la borda toda la teología de Santo Tomás, y con él, de toda la Iglesia, para ampararse en la obediencia. Lo importante es acertar, es decir, librarnos de problemas y conservar nuestro puesto. Y asombra que este personaje sea profesor de teología en las universidad de Navarra y de la Santa Croce. No tenemos, entonces, motivos para quejarnos de que las cosas estén como están en la Iglesia, si hasta los buenos se comportan de este modo.

4. ¿Qué hubiese pasado si los obispos que fueron injustamente obligados a renunciar no lo hubiesen hecho? Habrían sido destituidos sin duda alguna como lo fue Mons. Fernández Torres, pero el tirano Bergoglio estaría en un serio problema: las hilachas de su despotismo serían aún más visibles, su pontificado estarían aún más ajado y los fieles tendríamos algunos obispos a quienes recurrir en busca del necesario e imprescindible consuelo y paternidad. Ahora solamente tenemos eméritos que vegetan su amargura y su humillación hundidos en el sillón de la casa de sus padres o hermanos, lugar al que fueron condenados justamente por su abyección y falta de hombría. Es probable, en cambio, que Mons. Fernández Torres sea solicitado por fieles de todo mundo que acudirán a él en busca de su palabra y apoyo y, quién dice, quizás también de los sacramentos celebrados según el Rito Tradicional.

Papas despóticos y obispos rastreros los hubo siempre en la Iglesia. Pero nuestra suerte es peor a la de aquellos hermanos nuestros que debieron padecerlos en épocas pasadas. En esos momentos, al menos, se conservaba la fe, y sus pastores serían corruptos y tiranos, pero al menos eran católicos. Ahora ya no lo son. No solamente abandonaron las virtudes sino también la fe.


Wanderer


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